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Co-edition with Estudios de Política Exterior
Islam y Europa: las manzanas de la discordia
La presencia del islam en Europa no debe considerarse una afirmación identitaria, ni una venganza histórica. Debe ser distinto al de los países de origen.
Zyed Krichen
La prohibición de construir nuevos minaretes en Suiza y el debate sobre la identidad nacional en Francia no dejan de suscitar polémicas y reacciones. Paradójicamente, más en Europa que en los países musulmanes. Donde el contragolpe del asunto de los minaretes ha causado más revuelo y estragos ha sido en Francia. Hoy son ya incontables los debates por televisión y los artículos de prensa sobre la misma cuestión: ¿hay que hacer como los suizos? Y más aún cuando el debate sobre la identidad nacional, anhelado por el presidente, Nicolas Sarkozy, no deja de crecer y generar nuevas divisiones en el país de Voltaire.
El aumento de los temores
Le Figaro, diario galo de derechas pero serio, que jamás cae en el sensacionalismo, publicaba el 3 de diciembre de 2009, una encuesta con resultados harto desconcertantes: el 46% de los franceses es “favorable a la prohibición de los minaretes”, y el 41% de los encuestados se oponía a la edificación de simples mezquitas (esto es, sin minarete). Sin embargo, la cifra más pasmosa es, sin duda, la que nos recuerda que en 2001 sólo un 22% de la población se oponía a la construcción en Francia de lugares de culto musulmán, a pesar de que el sondeo se hizo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
De todo ello se desprende que las opiniones públicas europeas, más allá de los casos suizo y francés, expresan cada vez más inquietudes frente a los símbolos visibles de la presencia de los musulmanes y del islam en el Viejo Continente. Por mucho que nos ofendamos por ello y denunciemos el “racismo” de los europeos, el debate no va a avanzar. Aún menos siendo falsa la creencia de que el 57% de los suizos y el 46% de los franceses son racistas. Y es que ni nos atrevemos a imaginar cuáles serían los resultados de este mismo tipo de encuesta en nuestro territorio. El temor al islam no es racismo, aunque haya partidos políticos fascistoides que lo instrumentalicen.
Ese temor manifiesta, más allá de las ideas convencionales, que los efectos culturales de la inmigración masiva de los años sesenta y setenta de poblaciones de origen musulmán aún no han sido digeridos por los países de acogida. Si añadimos a ello el auge de la expresión del descontento, legítimo, de la segunda y tercera generación de hijos de inmigrantes, así como su concomitancia con la ola terrorista islamista, es fácil entender que nos enfrentamos a un problema serio, y que de nada sirve sumar a la estigmatización de los inmigrantes la de las opiniones públicas europeas. Si el velo y los barbudos que parecen llegados de otro planeta preocupan a los musulmanes en tierra del islam, la inquietud de los europeos es aún más comprensible.
La dificultad de plantearse la alteridad
Parece que se está pidiendo mucho más al ciudadano medio de Europa de lo que se exige a las élites del Sur y del Norte. Se pretende que distinga entre islam, islamismo y terrorismo. También se le pide que comprenda positivamente reivindicaciones que, en principio, se oponen a su modo de vida y a su memoria colectiva. Para poder dialogar con el Otro hay que ser capaz de ponerse, al menos intelectualmente, en su lugar. Imagínense en los próximos 20 o 30 años una inmigración masiva en nuestros países del Magreb de poblaciones subsaharianas. Que sean cristianos o animistas.
Que sus hijos reivindiquen el respeto a su identidad de origen y se pongan a construir iglesias y lugares de culto paganos y, no contentos con ello, nos pidan que negociemos con ellos nuestra sacrosanta identidad arabomusulmana. Si le añadimos unos cuantos grupos terroristas en defensa de la africanidad… ¿se conformarían nuestros hijos con una consulta popular sobre la prohibición de los lugares de culto paganos o con simples debates en los medios de comunicación del futuro? Cabe dudarlo. El panorama, bastante caricaturesco, que acabamos de proponer no es sólo ficción. Hay probabilidades de que se haga realidad parcialmente, y el Magreb se hallaría ante problemas similares a los de la Europa actual.
El islam en el centro del debate mundial
Nunca una religión y sus adeptos habían estado tan en el centro de los debates mundiales como el islam y los musulmanes, sobre todo desde el 11 de septiembre de 2001. Antes, en Occidente, y en Europa en particular, el islam era asunto de especialistas. Los musulmanes se veían únicamente como comunidades o pueblos distintos, sin duda, pero que no planteaban problemas particulares, como tales, más allá de la discusión sobre la inmigración, la integración y la asimilación, en los años ochenta y noventa del siglo pasado. Un debate que albergaba en su interior los gérmenes de lo que se convertiría en el gran debate sobre el estatus y la identidad del islam europeo.
Podemos lamentar o aprobar el hecho de que el debate sobre la identidad europea, inaugurado ya por la famosa convención que preparaba la difunta Constitución Europea, se superponga al de la inmigración y el lugar del islam en Europa. Sin embargo, dejando aparte la expresión mediática de ese debate, es hora de tomar nota de la urgencia de reflexionar, en el Norte y en el Sur, sobre el conjunto de estos asuntos que plantean problemas a la conciencia europea de hoy. Para integrar a las comunidades de origen musulmán que viven en su territorio, ¿debe cambiar Europa, aunque sea parcialmente, de espíritu, o bien corresponde a dichas comunidades fundirse en las identidades nacionales de los países de acogida, pagando por ello el precio de una aculturación total y de una amnesia absoluta?
Las raíces judeocristianas, expresión de moda, ¿deben integrar el islam hasta el punto de volverse islamojudeocristianas, o bien el islam europeo debe evolucionar hasta disolverse en el judeocristianismo del Viejo Continente? Por fuerte que parezca la pregunta, creemos que está en el corazón del debate. También puede parecer que plantear la discusión en estos términos favorece demasiado a las religiones y a los religiosos. El riesgo está ahí, pero expresiones como identidad nacional sólo logran evitarlo formalmente, al presuponer una lectura memorial y cultural y, por ende, en cierto modo religiosa, del vínculo social de hoy.
El problema de la universalidad de los valores
Decir que los valores europeos son universales no resuelve nada. A veces no hace sino agravar las incomprensiones. Con ello, es al Otro/Inmigrante a quien culpamos de no poder acceder a nuestra universalidad. Hay que atreverse a afrontar los dogmas y los tabúes. Si los europeos, en su mayoría, creen en valores universales, ello convierte, no obstante, los valores europeos en valores universales y a los ciudadanos europeos en humanos desencarnados sin sustrato cultural específico. ¿Se transforman entonces los valores de las culturas no occidentales en valores particulares que no participan de ningún principio universal? Parecen preguntas descabelladas y alambicadas para los europeos, pero son vitales para cientos de miles de seres humanos.
¿Es lo universal una zona compartida donde el Otro pasa a ser parte de Uno o se trata del rechazo de toda alteridad en un particularismo desacreditado? Entonces la alteridad no sería sino la alteración de la propia idea de lo humano. Dicho más claramente: ¿hay una identidad europea dada de una vez por todas, no negociable, pues participa del Universal y corresponde a los nuevos (que no dejarían de ser más que los nuevos) disolverse en dicha identidad sin dejar rastro? ¿O bien la identidad europea sería una construcción continua que se negocia y adapta permanentemente a la pluralidad de las culturas, de las etnias y de las lenguas que constituyen su realidad humana actual?
La cuestión es difícil y no se plantea sólo a los europeos. No hay estudio que no muestre que el inmigrante va a convertirse en una figura dominante en el siglo XXI. Basta para darse cuenta, en el mundo árabe, con ver la transformación demográfica de los países del Golfo y el debate extremadamente intenso sobre la identidad nacional y el riesgo de que naufrague en esas tierras.
Cambiar la imagen del islam
Con decenas de millones de individuos originarios de países musulmanes, el islam se ha convertido en una realidad humana y de culto en Europa. Aún no se trata de una realidad cultural totalmente europea. Los miedos y rechazos que suscita expresan, paradójicamente, que este injerto está calando. No es sólo Europa la que cambiará al contacto con el islam, sino el propio islam el que mutará profundamente lejos de sus lugares de origen. Los medios de comunicación, como corresponde a su trabajo, se concentran en las formas extremas de la presencia musulmana en el Viejo Continente: el velo (y ahora el burka), los grupos salafistas, la fiesta del sacrificio del cordero, la desvalorización del estatus de las mujeres…
Estos mismos medios señalan con menos frecuencia las transformaciones relativamente importantes del islam europeo en una sola generación: aceptación mayoritaria del principio laico, evolución de la estructura familiar, emergencia de nuevas élites, sin duda mucho más reivindicativas pero también más integradas, una renovación espiritual que privilegia la interioridad individual por encima de la exterioridad colectiva. Nada de ello nos impide decir que las comunidades de origen musulmán instaladas en Europa deben asumir un papel más activo para que su imagen no se degrade hasta el punto de que su integración se vuelva aún más problemática.
Las palabras se quedan cortas. La integración debe ser el ideal de todos quienes desean instalarse de forma parcial o duradera en un país. Las reglas de la hospitalidad han de aplicarse primero a quienes aspiran a vivir en tierra de otro. Es evidente que muchos de los pertenecientes a la primera ola de inmigración no creen que esta problemática les concierna. Se sienten –y están en lo cierto– franceses, suizos, españoles… No obstante, las élites de esas comunidades tienen el deber de explicar a esos jóvenes que Francia, por ejemplo, no nació a mediados del siglo pasado, que aunque las élites galas se encomienden mucho más a la Revolución Francesa o a la laicidad de principios del siglo XX, las raíces de Francia son mucho más profundas que todo eso. La integración no consiste en la asimilación y la negación de los propios orígenes.
Sólo significa no poner de relieve, y de modo ostentativo, lo que distingue a uno de aquellos a quienes desea pertenecer de pleno derecho. Los orígenes de las poblaciones surgidas de la inmigración son ya lo bastante visibles como para sobreañadirles el velo, el burka, las barbas hirsutas, el sacrificio del cordero y la oración en la calle. Hay que afirmar estas verdades, y también deben hacerlo los países de origen de estas comunidades. Cultivar particularismos culturales, además de ser nefasto, dificulta las verdaderas reivindicaciones de esas poblaciones: la igualdad de derechos y deberes y la supresión de toda discriminación legal o mental. La presencia del islam en Europa no debe considerarse una afirmación identitaria, ni mucho menos una venganza histórica.
El islam de Europa tiene que ser distinto del nuestro. Muchos intelectuales musulmanes procedentes de la inmigración o de conversiones individuales ya están reflexionando sobre esos problemas. La maduración de esta reflexión tomará tiempo. ¿Cómo pasar de una concepción de una religión mayoritaria, de práctica colectiva y con pretensiones de regir la esfera pública, a una religión minoritaria cuya práctica se ceda al libre albedrío del individuo, sin pretensión alguna de administrar el ámbito social? Éste es el desafío planteado al islam de Europa. Si se afronta con inteligencia, su imagen en Europa cambiará y costará menos aceptarlo.