El hecho de nacer en un país en el seno de una familia de otro (es decir, de ser un inmigrante) condiciona a todo el mundo desde su nacimiento y determina tanto la percepción de su identidad como las relaciones que establece con quienes le rodean. Con bastante frecuencia, esta condición favorece el desarrollo de una sensibilidad especial, de una capacidad de adaptarse y aprender de otras culturas que resulta muy valiosa en muchos aspectos de la vida, como la carrera profesional y las relaciones sociales. Cuando enriquecemos nuestro bagaje intercultural, decidir a qué lugar, país o nación pertenecemos pasa a tener una menor importancia, en la medida en que nuestra identidad es el resultado de numerosas interacciones de diversos lugares que, en última instancia, configuran un aspecto muy favorable de la globalización.
Aun a mis cuarenta y dos años de edad, todavía sigo explorando los temas que rodean a la cuestión de las identidades. Y estoy segura de que probablemente seguiré haciéndolo durante el resto de mi vida. Hoy creo firmemente que la construcción y la percepción de la identidad no solo es fluida, sino que evoluciona constantemente. Desde muy pequeña empecé a pensar en mi identidad nacional. Viviendo en Hannover, y siendo hija única de una familia turca, crecí como una niña inmigrante en la Europa occidental. Y todavía hoy recuerdo cuán extraño me resultaba celebrar las festividades musulmanas como el Eid al-Fitr dentro de las cuatro paredes de mi casa, pero no en la sociedad que había fuera. Nuestra festividad no era pública y, debido a ello, yo salía de casa para ir a la escuela como si fuera cualquier otro día. Y en una de esas ocasiones empecé a reflexionar sobre mis identidades.
Después de salir de la escuela pública, asistía también a una escuela turca para aprender la historia, la política y la cultura de Turquía, además de acudir a un centro cultural para aprender bailes folklóricos turcos, donde me encontraba con otros jóvenes turcos de todas las condiciones sociales. Fue también por entonces cuando establecí relaciones con otras personas de distintos orígenes. Como yo, también ellas asistían a escuelas relacionadas con la nacionalidad de sus padres. Gracias a esas experiencias he fortalecido mis aptitudes interculturales. La mayoría de mis amigos procedían de familias inmigrantes (por ejemplo, de Italia, Croacia y Grecia), pero también se unieron a nuestro grupo algunos alemanes. Debido a ello, para mis profesores y compañeros yo era la «chica turca». Como resultado, yo sentía que pertenecía a un grupo donde la gente procedía de diferentes naciones. Éramos «inmigrantes», aunque por entonces yo ni siquiera conocía el significado del término.
Lo mejor de ser hija de dos inmigrantes es la libertad lingüística. Ser bilingüe me ha permitido no tener temor alguno a la hora de aprender nuevas lenguas, apreciar nuevas culturas y adaptarme a nuevos entornos. De hecho, tanto como la precisión y la variedad del alemán, me encanta también lo florido y lírico que resulta ser el turco.
Mientras que la importancia de la cuestión de si me siento más turca o alemana ha ido disminuyendo con los años, la experiencia intercultural de mi infancia tuvo un carácter formativo y me acompañó durante mi etapa en la Universidad de Hannover.
En la universidad, fundé un partido estudiantil denominado Lista Internacional. Hacíamos campañas para resolver los problemas de los estudiantes, y el partido estaba orientado sobre todo a personas de origen inmigrante. Las cuestiones que abordamos incluían el acceso a puestos de trabajo durante el período lectivo (un problema que afrontan cada día muchos inmigrantes). La experiencia que había adquirido como una joven turca que vivía en Alemania me motivó para convertirme en la primera responsable electa de relaciones extranjeras e internacionales de los estudiantes de mi universidad.
En mi vida profesional, tras finalizar la universidad, sin duda también me beneficié de mis aptitudes interculturales en numerosas situaciones. Obviamente, para tener aptitudes interculturales, lo primero que se necesita es poseer un grado alto de sensibilidad. De modo que aprendí muy pronto a sentirme identificada con las percepciones de otras personas culturalmente distintas, a entender cómo piensan y, por lo tanto, cómo actúan. Puesto que actualmente vivo y trabajo en una ciudad tan internacional como Bruselas, donde conviven tantas nacionalidades, este sigue siendo un reto cotidiano.
En ese contexto, tienes que decidir entre acercarte a la gente con una mentalidad abierta o cerrada. No tengo por qué hacer mía cada nueva peculiaridad cultural, pero sí debo preguntarme constantemente si estoy dispuesta a aceptar cosas nuevas. De lo contrario negaría la experiencia, porque la coexistencia intercultural significa que siempre puedo aprender algo.
De modo que sigo moviéndome entre culturas. Pero me gustaría matizar esta última afirmación, puesto que en la actualidad conozco a muchas personas ‒incluida yo misma‒ que funcionan con diferentes identidades culturales, y en las que la noción tradicional de culturas va adquiriendo cada vez menor vigencia. Abrazo otras culturas, pero para mí también es importante dar sentido a mi propia experiencia cultural. Solo si tengo clara mi propia identidad cultural estaré en posición de relacionarla con otras, y en particular de facilitar una comunicación respetuosa. Inversamente, asumo que mi interlocutor está dispuesto a acercarse a otras culturas y a tratar de entenderlas. Esta es una expectativa que también supone un reto para mí, en la medida en que se espera que sea la portavoz de mi cultura y que tenga todas las respuestas. He aquí un tema muy importante en relación con los estereotipos, ya que constantemente me veo cuestionada por personas que han socializado de una manera étnicamente homogénea, y que, en consecuencia, probablemente esperan una especie de comportamiento unidimensional también en otras culturas. Eso es un error, pero a veces puede observarse en las conversaciones. Hacer entender a esas personas que esta atribución étnica no funciona también parece ser una tarea permanente para mí.
En el contexto de mi trabajo en el Lobby Europeo de Mujeres, que actúa como un paraguas que acoge a diversas organizaciones pro derechos de la mujer de toda Europa, es obvio que resulta especialmente necesario tener aptitudes interculturales. Al fin y al cabo, representamos y trabajamos con organizaciones de diferentes regiones de Europa. En mi trabajo también me doy cuenta de que el número de personas que poseen este tipo de aptitudes va en aumento. Creo que se trata de un avance positivo, derivado sobre todo del libre movimiento de trabajadores en el seno de la Unión Europea. Las oportunidades de vivir y trabajar en otro país, así como de desarrollar un mayor nivel de aptitudes interculturales, han aumentado enormemente. Para mí, esta clase de globalización resulta asombrosa. También el hecho de salir de Alemania ha sido una experiencia interesante, porque cuando vivía en Alemania me veían como una mujer turca, mientras que ahora en Bruselas me ven como una mujer alemana. Y creo que esas percepciones resultan bastante notables.
Por último, diré que decidir a qué nación pertenezco fue bastante importante para mí. Creo que tenía algo que ver con mi búsqueda de identidad de adolescente. Pero con los años han pasado a entrar en juego otros elementos, que han cambiado la percepción de mi propia identidad. Pienso que eso tiene mucho que ver con el hecho de que soy feminista. Sea como fuere, la discriminación que tuve que sufrir debido a mi origen inmigrante, y las formas en que he aprendido a afrontarla, me han sido de gran ayuda.