Identidades y tradiciones compartidas. El día después del Mediterráneo

Mohamed Tozy

Politólogo, Universidad Mohamed V de Casablanca

La amplitud de los acontecimientos (léase, la pandemia del Covid-19) que estamos viviendo desde principios de este año 2020 es, sin duda, algo inédito, al igual que lo serán las consecuencias de los mismos en el futuro de nuestra humanidad. El propósito de este artículo no consiste en erigirme como oráculo, y mucho menos arriesgarme a presentar una perspectiva de lo más preocupante o irracional. Esta época de confinamiento, al que estoy sometido en mi hogar de Casablanca mientras escribo estas líneas, resulta propicia para tratar de enfrentarse a uno mismo, a la vez que invita a reencontrarse con un tiempo más lento, más estirado, distinto del linear de los balances, las acumulaciones y los recursos; un tiempo que, a día de hoy, carece de horizontes y nos desafía a pensar en el instante y reponer fuerzas a partir de la densidad de lo que los árabes llaman addahr (tiempo largo y denso) para buscar aquello que se encuentra en las profundidades de uno mismo y asegurarse, así, una buena dosis de resiliencia.


La pandemia del Covid-19 ha revelado numerosos aspectos vulnerables de las potencias que habían apostado por una mundialización centrada en la producción de valores a partir de un solo indicador, es decir, los costes de la mano de obra, a la vez que habían sacrificado el bienestar de sus poblaciones mediante el abandono de los hospitales y las escuelas. Ahora mismo se están alzando muchas voces que reclaman una desglobalización, un repliegue nacionalista, mientras que otras, más secundarias, hablan de ruptura y de la necesidad de rescatar las comunidades solidarias, privilegiar la razón ecológica, acostumbrarse a la frugalidad, rusticidad y agilidad, un trío de ases en el que se basa el ethos de algunas comunidades que se han quedado al margen de las nuevas configuraciones políticas instauradas por las estrategias de expansión, en una carrera desenfrenada por el consumo.

De golpe, ahora me siento autorizado a volver a hablar del Mediterráneo para poder pensar en el mundo del día después, esbozar otros caminos de la racionalidad, convocar otras razones distintas de esa razón económica que triunfa hoy en día. Esta época resulta propicia para volver a cuestionar los conceptos de progreso, rentabilidad, utilidad, eficacia, éxito e incluso justicia y felicidad, por invocar a Platón y Aristóteles.

Así, pues, siento una gran ilusión por poder reconsiderar la esperanza truncada del Proceso del Barcelona. Las dinámicas ciudadanas emprendidas a partir del encuentro en Barcelona de 1995 no han sido en vano, sino que han permitido instaurar un marco institucional gracias a la Fundación Anna Lindh, el cual, a pesar de sus limitaciones y su sometimiento a los objetivos estatales, permite sostener mínimamente la idea de un Mediterráneo pacífico, erigido como rasgo común en vez de frontera, que permita a los pueblos mediterráneos crear una comunidad y disipar los malentendidos.

Entre 2007 y 2017, la fundación llevó a cabo tres grandes encuestas que intentaron esbozar este horizonte de posibilidades y, para ello, pidió a los ciudadanos de la Unión Europea y la región mediterránea 2 que respondieran, entre otras, a tres preguntas principales: ¿En qué medida el Mediterráneo es una realidad popular y social? ¿En qué consisten las interacciones entre ciudadanos euroMed? ¿Podemos hablar de convergencia de valores o bien de conflicto de valores?

Más de cuarenta mil ciudadanos procedentes de la Unión Europea y los países del Sur y Este de la región mediterránea respondieron a las encuestas. Se trataba, más o menos, de hacer apuestas sobre el futuro, con el fin de otorgar seguridad a un proyecto que está encontrando muchas dificultades para arrancar, ya que desde el principio ha debido enfrentarse a numerosos obstáculos: la mala voluntad de unos y de otros, los brotes nacionalistas o la irrupción de nuevos conflictos que instauran un clima de inestabilidad política (en países como Libia, Mali, Siria o Ucrania).

La noción de identidad narrativa que propone Paul Ricœur permite pensar, de un modo elegante a la vez que justo, en ese proceso de constitución de un horizonte compartido en estos momentos caracterizados por la extrema incertidumbre que ha generado el pequeño virus procedente de China. Se trata de un lugar situado en el centro de un dispositivo de narración que permite evitar la concepción fija y petrificada que, normalmente, sugiere el concepto de identidad mediterránea promovido por la antropología de estos tiempos revueltos.

El análisis de los resultados de la encuesta nos permite esbozar un relato que tiene la ventaja de aceptar el pluralismo, a la vez que recurre a las dinámicas del olvido y el recuerdo, la similitud y la diferencia, la guerra y la paz. Los elementos desarrollados en este texto nos dan la posibilidad de fijar una trama que se despliega en forma de límites y fronteras que definen el afuera y el adentro, y trazan una serie de líneas organizadoras de la pluralidad para mostrar un espectro de tonos y colores variados y proponer una gramática de afinidades selectivas. Dicha trama supera las diferencias para presentarnos un aire de familia mediterráneo y un panorama tranquilizador respecto al acercamiento entre la Unión Europea, la orilla sur y la frontera oriental para poder pensar, así, en una globalización alternativa humanista y solidaria, no centrada únicamente en la relocalización de las industrias.

En este breve texto me limitaré a abordar tres preguntas de la encuesta: ¿Cuáles son las percepciones de los encuestados de la Unión Europea y los países del Sur y el Este del Mediterráneo? ¿Forman parte de una realidad popular y social? ¿Podemos hablar de convergencia de valores o bien de conflicto de valores?

El Mediterráneo es una realidad popular y social

Los creadores de la encuesta temían la pregunta relativa al concepto braudeliano del «Mediterráneo actor», ya que era importante saber si el mare nostrum tenía sentido para las poblaciones interrogadas. La encuesta revela que el Mediterráneo tiene sentido para cuatro de cada cinco encuestados. Las diferencias no son muy importantes entre las personas más indiferentes y aquellas más implicadas. El juego de asociaciones ha funcionado bien de manera global tanto para las proyecciones más optimistas como para las pesimistas. La evocación positiva del Mediterráneo muestra que las imágenes estereotipadas, ofrecidas por la publicidad y los medios de comunicación, como el modo de vida, el régimen alimentario o la reputación de un espacio acogedor y hospitalario funcionan. Es el caso, asimismo, de algunas características inéditas que se proyectan en el futuro como materiales necesarios para la instauración de un vínculo o bien para su normalización. Una media del 80% de los encuestados asocian el Mediterráneo a una virtud positiva como la curiosidad o el deseo de ir hacia el Otro y conocerlo, así como la convicción de una proximidad cuya legitimidad viene dada por la profundidad histórica. Más del 80,5% de los encuestados piensa que el Mediterráneo constituye un patrimonio común. Además, el Mediterráneo es objeto de inquietud, ya que los encuestados han mostrado un cierto realismo al considerar el riesgo de vuelco de esa imagen positiva tradicional debido a las condiciones actuales. Una media del 68% piensa que el Mediterráneo puede erigirse en cuanto que fuente de conflicto para la región. Las relaciones y los retos medioambientales y la idea de una potencial tensión no aparecen de forma explícita, pero un poco de investigación cualitativa nos permitiría ahondar en esa hipótesis, sobre todo si surgen en el debate cuestiones como el cambio climático o las relativas a la gestión del agua.

Una vez interpretados los resultados que muestran, mediante un gran acuerdo, que el Mediterráneo tiene sentido y no inspira indiferencia, aparecen matices que trazan afinidades de apariencia paradójica, pero que, una vez concebidas y bien interpretadas, pueden resultan inteligibles o, al menos, permitir la construcción de hipótesis firmes. Para dar cuenta de dicha complejidad, que no cuestiona una realidad prácticamente consensuada, hemos elegido dos aspectos para llevar a cabo un ejercicio analítico de la mencionada complejidad. Se trata de dos valores estereotipados, pero poco polisémicos: la hospitalidad y el conflicto. La hospitalidad es un valor o una imagen muy comercializada por la publicidad y el turismo que, al mismo tiempo, forma parte del ethos oriental reivindicado por las poblaciones del sur y también reconocido por el resto. Los resultados muestran de una forma masiva la asociación entre los conceptos de hospitalidad y Mediterráneo. El 63% de los encuestados están plenamente convencidos de ella y el 85% creen que se trata de una asociación plausible. Paradójicamente, de los cuatro países más inclinados a considerar que el Mediterráneo evoca hospitalidad (68%), tres de ellos pertenecen al norte de Europa (Alemania, Suecia y Gran Bretaña), mientras que los cuatro más escépticos (42,5%) son países de la cuenca mediterránea (Turquía, Siria, Francia y Egipto).

Una primera explicación de esta paradoja nos remite a la experiencia que tenemos del Otro. La combinación de la distancia espacial y cultural favorable a la evasión y el exotismo y las experiencias fundadas en las vacaciones explican por qué los británicos, suecos y alemanes son más propensos que otros a considerar que el Mediterráneo se asocia a la hospitalidad. En efecto, los tres países del norte son países proveedores de turistas, por lo que vemos ahí la gran influencia ejercida por la imagen comercial de los turoperadores. En cuanto al grupo de países más escépticos, podemos lanzar dos hipótesis: la primera remite a la proximidad. En Francia, por ejemplo, el Mediterráneo es un símbolo, sobre todo, del mediodía francés, Córcega y Argelia, tres lugares que no resultan sinónimos de hospitalidad para los franceses del norte. Por lo que respecta a los otros países, Egipto, Turquía y Siria, podemos sugerir la idea de competencia entre el ethos nacional y el mediterráneo. Los encuestados de estos países, muy socializados en este valor de hospitalidad, tienden a considerar que esta es una virtud nacional más fuerte en su país que en los vecinos. El juego de diferencias está reñido con la proximidad, pero en cambio, viene consolidado por la distancia geográfica y cultural.

Movilidad e interacciones en el Mediterráneo

En la encuesta de 2013, el número de europeos que declaró haber estado en contacto con los países del Sur y el Este el año anterior alcanzaba el 43%, ocho puntos más que en 2010 (35%) —en razón de la crisis que empezó a asomar en 2009 e instaurarse en toda su amplitud tras las Primaveras árabes—. Las dificultades de circulación vinculadas a las zonas de conflicto ya anunciaban el fenómeno de las pateras, que convertiría el Mediterráneo en un enorme cementerio. Los resultados de la encuesta muestran que las oportunidades y formas de interacción entre el Norte y el Sur están claramente determinadas por el nivel de vida de la población y sus posibilidades legales de circular. Las formas de interacción que se dan en primer lugar son los negocios y el turismo, por lo que respecta a las poblaciones europeas (35%), mientras que para los países del Sur y Este del Mediterráneo (PSEM), la interacción es más bien virtual, ya que internet representaba el 19% de esas formas en 2010 para el sur mediterráneo.

La parte más importante de esta encuesta es la concerniente a la evaluación del volumen y la naturaleza de las interacciones entre las distintas poblaciones, que son muy fuertes. Sus principales actores son los migrantes, ya sean turistas o emigrados y, de un modo más anecdótico, los desplazados por motivos de trabajo. Se trata de interacciones concretas que generan contactos interpersonales y virtuales, ya que internet se ha convertido en un sustituto del desplazamiento tradicional hacia el Otro, sobre todo en los países sujetos a restricciones de circulación. En 2010, cuatro encuestados de cada diez de los PSEM tenían amigos o parientes en Europa (42%). Los resultados son dispares entre los países de emigración hacia Europa, en los que se dan interacciones intensas, como Turquía (61%), Marruecos (58%) y Líbano (55%), y donde más de la mitad de los encuestados afirmaron que tenían amigos o parientes en el viejo continente, y los países de Oriente Próximo, cuyos itinerarios migratorios son distintos. Los encuestados sirios antes de la crisis (73%), un país con una emigración muy antigua hacia Latinoamérica y Estados Unidos, y los de Egipto (88%), más orientada hacia los países del Golfo, declararon no tener amigos ni familia en Europa.

Alemania, Francia e Italia fueron los tres primeros destinos europeos de los amigos y conocidos de los encuestados de los países más meridionales y orientales del Mediterráneo. Estos resultados corroboran los datos sobre la emigración y las naturalizaciones en estos países. El hecho de que tres cuartos de los encuestados turcos que tenían amigos o parientes en Europa afirmaran que estos vivían en Alemania (75%), Francia (22%) y Holanda (18%) encuentra su explicación en las cifras de la emigración. Entre 1998 y 2007, 444.800 emigrantes turcos se instalaron en Alemania y 584.248 adquirieron la nacionalidad alemana. Lo mismo puede afirmarse de los marroquíes en Francia. Entre 1998 y 2006, 190.600 se instalaron en Francia, en su mayoría gracias al reagrupamiento familiar. Los marroquíes también son la primera población naturalizada en Bélgica, Italia y Holanda y la segunda en España, lo cual suma un total de 641.990 personas entre 1998 y 2006.

Otra figura importante en esta encuesta es el turista, que forma parte de una población esencialmente europea. Uno de cada tres europeos (es decir, el 36% de los encuestados) ha visitado un país de la orilla sur del Mediterráneo. Curiosamente, son los suecos los que se desplazaron con más asiduidad a las orillas mediterráneas (51%), seguidos de los alemanes y franceses (43%) y los británicos (42%). Los españoles, que han llegado más tarde al mercado del turismo, no constituyen más que el 26%. El destino privilegiado es Turquía, que ocupa el primer puesto en las respuestas de cinco de los ocho países europeos. La mitad de los encuestados alemanes, suecos y griegos que había estado en las orillas mediterráneas, había pisado concretamente Turquía. La mitad de los españoles, en cambio, prefiere Marruecos debido a la proximidad, es decir, el 48% de los encuestados. Los franceses van más a Túnez (45%) y los británicos, a España (40%).

Probablemente, el turismo y la emigración han creado un contacto entre las orillas, pero no necesariamente un vínculo. En este sentido, hemos querido averiguar si existe una relación más allá de la presencia física. Los contactos interpersonales son mucho menos importantes que el ritmo de los desplazamientos en una u otra orilla. Uno de cada tres europeos (64%) y uno de cada cuatro emigrados (76%) de los PSEM declaró haber conocido o hablado con una persona del otro país en cuestión. Los suecos (52%) y franceses (51%), en la Unión Europea, y los libaneses (41%), en los PSEM, se sitúan en cabeza de ese grupo de personas que afirma haber tenido contacto. Los húngaros (12%), egipcios (9%) y sirios son los que menos ocasión han tenido de entrar en contacto con emigrados de otros países.

Las razones y modalidades de esta interacción difieren de una subregión a otra, más allá de las motivaciones de base, que son el turismo, para los europeos, y la emigración, para la orilla sur. Cabe señalar que el 38% de los desplazamientos de los europeos han sido por motivos de trabajo. Los encuestados de los PSEM han declarado utilizar internet como medio de establecer contacto (24% en 2013), mientras que solo el 4% de los europeos hacen lo mismo. Los jóvenes interactúan más que los adultos mayores de treinta años: once puntos en Europa y cinco puntos más en los PSEM, pero los hombres interactúan más que las mujeres: cuatro puntos más en Europa y seis más en los PSEM. El modo de interacción, como era de esperar, es virtual.

Sin embargo, este tipo de interacciones intensas quedan muy lejos de las imágenes con que nos bombardean los medios, que arrastran consigo comentarios tendenciosos que mezclan la interacción con la movilidad y la migración y que privilegian los rígidos ejes existentes entre el Norte y el Sur. En efecto, al consultar las estadísticas de la International Organization for Migration 5 (IOM), resulta asombroso constatar el carácter inédito de la amplitud de la movilidad en el ámbito del área mediterránea, y aún más el análisis de las respuestas que las encuestas de la Fundación Anna Lindh han ofrecido a la cuestión del destino privilegiado para rehacer la vida en caso de presentarse la oportunidad. El resultado muestra un interés relativamente débil por el sueño de empezar una nueva vida en otro sitio por parte de las poblaciones del sur, comparadas con las de la Unión Europea.

En el momento de la gestión y el tratamiento de la tercera campaña de encuestas de la Fundación Anna Lindh (del 1 de enero al 20 de agosto de 2016 y del 1 de enero al 20 de agosto de 2017), las cifras producen vértigo. En 2017, Italia registró 97.931 llegadas y 2.244 víctimas mortales en el mar, frente a las 103.691 llegadas y las 2.725 víctimas en 2016, una proporción preocupante habida cuenta de los medios utilizados y, sobre todo, las campañas mediáticas que acompañaron su puesta en marcha. Todo ello demuestra, de algún modo, la urgencia con que debe reinstaurarse un estado responsable en Libia.

En Grecia, punto de destino de la ruta oriental, tuvo lugar la actuación más contundente, debida más bien al compromiso interesado del régimen turco y al pragmatismo del gobierno de Angela Merkel que a la recuperación del muro en las fronteras húngaras. En 2017, Grecia solo recibió 13.320 migrantes, frente a los 162.015 migrantes y demandantes de asilo de 2016. Aunque la ruta septentrional considerada más corta siempre ha beneficiado las buenas disposiciones del reino de Marruecos, los efectos de los movimientos sociales en el norte del país probablemente hayan hecho más vulnerables los dispositivos de vigilancia que pretenden mantener el muro erigido por Europa en torno a los presidios de Ceuta y Melilla por falta de efectividad de las fuerzas del orden, ocupadas en el frente rifeño durante los últimos ocho meses. En 2017, Marruecos y España contaron 121 víctimas, frente a las 108 de 2016, y registraron la llegada a la orilla norte de 8.385 migrantes hasta julio de 2017, frente a los 3.805 de 2016, es decir, un aumento del 100%.

La Carta Europea de la Calidad para la Movilidad relativiza la amplitud de estas estadísticas y permite subrayar el carácter excepcional del flujo migratorio procedente del sur y relacionado especialmente con un pasado colonial (Magreb y África occidental) o bien a hechos recientes de guerras civiles (Siria y Libia). Para ilustrar este propósito, voy a dar algunos datos estadísticos extraídos del mapa dinámico de los movimientos de las poblaciones del IOM. Casi dos millones de franceses (es decir, el 3% de la población) están expatriados, lo cual constituye un estatus menos estigmatizador que el de migrante. La mayoría residen en España (201.000 migrantes), Bélgica (170.000), Gran Bretaña y Suiza (150.000). Francia recibe 7,7 millones de inmigrantes, la mayoría de los cuales —si exceptuamos el caso particular de los magrebíes, especialmente los argelinos (1,9 millones)— procede de los países vecinos (713.158 portugueses, 367.593 italianos, 304.422 españoles y 233.627 alemanes). El caso de Polonia es, asimismo, de lo más interesante, ya que el país recibe 619.403 migrantes y envía 4.444.978 al extranjero, de los cuales casi dos millones residen en Alemania y 703.000 en Gran Bretaña.

El aspecto que constituye la mayor novedad de esta tercera campaña —incluso aunque la cuestión nunca haya dejado de aparecer—, es el país elegido para un eventual proyecto de nueva vida. Los resultados globales son muy significativos: el 60% de los sondeados de los PSEM, frente al 36% de los países de la UE, desean comenzar una nueva vida en su propio país. Si nos fijamos en los resultados por países, estos son aún más sorprendentes: los holandeses son los que más piensan en un horizonte «mundial», y solo el 12% desear rehacer su vida en el hogar. Para el 43% de los sondeados, el destino preferido es el europeo, frente al 13% de los argelinos. En el lado contrario del espectro encontramos a los israelíes, el 66% de los cuales no ansían rehacer su vida en otro lugar, lejos de la tierra prometida. En cambio, la actitud de los argelinos (65%), tunecinos (59%) y portugueses (48%), países con una gran tradición migrante, resulta, cuando menos, inesperada. Puede explicarse, tal vez, por las oportunidades ofrecidas en el mismo país, la belleza del horizonte compartido de las élites, la eficacia de las políticas antimigratorias o, simplemente, el sentido común. Sin embargo, podemos extraer una enseñanza muy valiosa de estos resultados: el tratamiento de los datos sobre movilidad intermediterránea necesita mucha destreza y prudencia porque cualquier comentario tendencioso reactiva los fantasmas y amplifica los prejuicios. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el Mediterráneo nunca ha estado sometido a tantas presiones. El hundimiento del Estado de Libia, la combinación de los efectos de la guerra civil en Siria y la instalación a largo plazo de un estado salvaje con los colores de un califato islámico tan mítico como bárbaro constituyen las palancas del movimiento, de una gran amplitud. Lo que sí cabe señalar, tal y como nos dicen claramente los resultados de los destinos preferidos para empezar una nueva vida, es que el fenómeno, tal y como se da hoy en día, es coyuntural y los desplazamientos son mucho más sufridos que deseados.

Valores y representaciones entre similitudes y diferencias

En un estudio sobre la región euromediterránea, era indispensable aceptar el riesgo de interesarse por cuestiones de valores y representaciones, y difícil no establecer hipótesis sobre el estado de las representaciones en relación con aspectos como el declive de los lazos familiares, la difusión de los procesos de secularización o la relación con la tradición y la autoridad. Todo ello, a sabiendas de que el elemento que sostiene implícitamente nuestras hipótesis es una concepción especialmente lineal del cambio que convierte la modernidad difundida a partir de la Europa ilustrada en un modelo imprescindible.

Es preciso señalar que los valores son preferencias colectivas que se refieren a las maneras de ser o actuar y que las personas o los grupos sociales reconocen como ideales. La curiosidad, solidaridad, libertad, autonomía del individuo, obediencia, religión, etc., son ejemplos de valores. Con esta investigación, no esperamos relativizar, sino revocar las hipótesis corrientes y simplificadoras que remiten a un conflicto entre el Norte y el Sur sin tener en cuenta los matices. En una primera fase, pedimos a las poblaciones encuestadas que se decantaran por seis valores: la obediencia, la solidaridad familiar, la curiosidad e independencia individual, el respeto al prójimo y el respeto hacia la religión. Los encuestados debían elegir los valores que consideraban más importantes en la educación de sus hijos. En una segunda fase, preguntamos qué valores, según ellos, consideraban más importantes los países del Sur y el Este mediterráneos. En cada caso, pedimos a los encuestados una primera y una segunda opción.

Globalmente, los resultados de la encuesta son muy sorprendentes, exceptuando la cuestión de la religión, que define una esperada brecha entre los países europeos y los PSEM. La importancia acordada por la mayoría de los PSEM a la socialización religiosa se explica por las diferencias en el lugar que ocupa la religión en el sistema normativo y su carácter estratégico en la definición de las legitimidades políticas. A este respecto, podemos distinguir tres grupos: los países de Europa del Norte, como Suecia y Alemania, que dejan muy poco espacio a la religión en la educación de sus hijos (el 1,6% y 2,6%, respectivamente); los países donde la religión es un asunto social importante pero no de Estado, como Bosnia-Herzegovina, mayoritariamente musulmana, o bien otros países europeos como España, Francia, Hungría y Gran Bretaña. En estos últimos países, la iglesia católica, anglicana u ortodoxa ocupaban antaño una posición muy importante en la escala social cuya actual influencia tiende a la baja. Dichos países, en efecto, han experimentado procesos de separación entre religión y política. La incorporación de la religión en la base de los valores que deben transmitirse no resulta prioritaria, pero se mantiene relativamente significativa (entre el 6% y el 7%). El tercer grupo está constituido por los países del Sur y el Este del Mediterráneo, cuyas respuestas oscilan entre el 32% de Siria y el 50% de Egipto. Estos resultados no nos sorprenden, y tampoco se prestan a una comparación entre el Norte y el Sur, pero si los situamos en su contexto, permiten relativizarse. No debemos olvidar que nos encontramos ante sistemas políticos que han construido sus referencias normativas gracias a una utilización masiva de la religión, y que la socialización religiosa constituye un objetivo en sí misma. Incluso en aquellos países que han conocido un período de desclericalización, como la Turquía de Kemal Atatürk y la Siria del Partido Baaz Árabe Socialista, la religión, en realidad, nunca quedó totalmente marginada. En este contexto, lo que resulta sorprendente es apreciar cómo uno de cada dos marroquíes o egipcios, y dos turcos o sirios de cada tres, consideran que la religión no es el valor más importante que deben transmitir a sus hijos. Este resultado relativiza el mito según el cual la religión es la solución a todos los problemas, y que, de hecho, se apoya en otras encuestas más concretas sobre el papel de la religión en la vida cotidiana.

Con respecto al resto de valores (curiosidad, independencia, obediencia y solidaridad familiar, respeto al prójimo), la distribución de las respuestas traza unas afinidades imprevisibles. La distancia entre las concepciones de uno mismo, es decir, los valores que los sondeados presentan como si fueran propios, y los que piensan que pertenecen al resto, es abismal. Muchos quedan atrapados en los estereotipos cuando se trata de formular un punto de vista acerca del Otro. El Otro, en este caso, ni siquiera corresponde a las categorías concebidas para esta encuesta (Europa/PSEM), sino que su presencia como indicador de alteridad comienza en el umbral del espacio Estado nación. Además, la principal conclusión que podemos extraer de este trabajo es la fuerza y perseverancia del principio identitario, incluso en el seno de una entidad como la Unión Europea. Para hacer esta constatación más explícita, trataremos aquí la cuestión de la solidaridad familiar.

La solidaridad familiar, reveladora de falsas percepciones

En el espectro de obras que tratan sobre la modernización, resulta muy común pensar que una de las tendencias más acusadas de la modernización es la emergencia del individuo como actor y del individualismo como valor. La conclusión de esta evolución es una crisis de la familia tradicional y una distensión de los lazos de solidaridad familiar. Paradójicamente, el grupo de países en que los sondeados piensan que la solidaridad familiar ocupa un lugar marginal en el corpus de valores que deben transmitirse a los niños es muy heterogéneo. La mayoría de ellos pertenecen a las zonas del Sur y el Este del Mediterráneo (Marruecos, Egipto y Siria, con un 7% de media). El grupo de los encuestados que otorga una gran importancia a la solidaridad familiar no es más homogéneo, puesto que contiene países como Hungría (61%), Alemania (44,4%), Turquía (35%), España y Gran Bretaña (29,9%), Francia (28%), Líbano (21,3%) y Bosnia (20,3%).

A partir de aquí, podemos establecer varias hipótesis para explicar esta paradoja. ¿Por qué los encuestados de los países menos desarrollados piensan que la solidaridad familiar no es tan importante, mientras que la observación empírica de su realidad atestigua lo contrario? La prolongación del período de escolaridad, la tasa de desempleo entre los jóvenes, la crisis inmobiliaria y la ausencia de un sostén de servicios sociales debido a la ausencia de políticas al respecto muestran que el recurso a la red familiar es indispensable para el equilibrio social en estos países. Se trata de una realidad que los caracteriza y que se vive con dificultad, puesto que no aparece valorada en el discurso de la modernización. En la percepción que tenemos de la familia, esta aparece como una carga, e incluso un obstáculo para la emergencia y emancipación del individuo en cuanto que actor. La base de datos ofrece otras posibilidades que no podemos explorar aquí, puesto que sería muy largo, pero sí estamos en condiciones de afirmar con seguridad que la cuestión de los valores sigue trazando múltiples fronteras entre el Norte y el Sur, los países del Oriente y el Occidente mediterráneo, los de tradición católica y protestante, musulmana o judía, los que cuentan con un pasado colonial francés o británico. Las fronteras cambian constantemente y reciben un impacto enorme de la actualidad.

Cuando acercamos los resultados al ámbito de cada país, podemos percibir cierta discordancia en las miradas y los juicios que estos pueden darse entre ellos mediante su concepción de los valores dominantes en el resto de los países. Así, observamos cómo resurge un enfrentamiento entre los países que comparten una misma historia o han vivido experiencias comunes, entre las que podemos incluir las actuales interacciones mediante la noción de conflicto territorial, terrorismo o emigración.

Este enfrentamiento crea efectos de atracción y repulsión, pero deja entrever un aire de familia mediterráneo.

Los resultados de la encuesta nos permiten albergar esperanzas respecto al papel que puede desempeñar el Mediterráneo a la hora de convertirse en un espacio entre dos tierras susceptibles de acoger el proyecto de una comunidad de destino capaz de aceptar el reto de convertirse en un mundo nuevo. Con su fragilidad ecológica y su riqueza de civilización, podemos extraer respuestas a las cuestiones que nos planteamos hoy en día sobre nuestro modo de vida, nuestras verdaderas necesidades y aspiraciones, veladas por la alienación de la vida cotidiana.