Hacia un cambio de rumbo de la civilización

Para evitar la invasión de las ideologías yihadistas, hace falta una interacción entre las dos orillas del Mediterráneo, en relación con los valores, la cultura y la libertad.

Driss Ksikes

Tras la emoción, la indignación y la solidaridad expresadas tras la matanza de Charlie Hebdo, se han producido muestras sinceras de cólera contra lo inaceptable, después de los cortejos previstos, el regreso de la caricatura, la polémica y, finalmente, la danza de los malentendidos. Con preguntas sin fin en las redes sociales, los periódicos de Internet y los foros digitales. Ante la lectura de esta avalancha de intercambios incesantes, he distinguido tres fases distintas de lucha. Primera fase. ¿Por qué nos sentimos emocionalmente más afectados por la matanza de Charlie Hebdo que por la de miles de nigerianos a manos de Boko Haram, por ejemplo? ¿Es que hay una condescendencia humana de geometría variable? ¿Es el grado de concentración de los medios de comunicación en la parcela parisina, comparado con su absoluta ausencia en el corazón de África, y por tanto la puesta en escena, lo que acentúa nuestro sentimiento de proximidad con las víctimas?

Y además, ¿por qué tanta emoción por la muerte de estos periodistas, en su oficina, a manos de unos inmigrantes trastornados por la ideología yihadista, y poca o ninguna muestra de aflicción ante la desaparición de esos reporteros que se han ido a Siria o Irak y han caído en manos de degolladores que reivindican sus actos ahí mismo en nombre del grupo Estado Islámico (EI)? Segunda fase. Y tras el drama, ¿por qué empeñarse en caricaturizar al profeta de otros? Réplica. ¿Y por qué nos cuesta aceptar la libertad de conciencia y de expresión de un dibujante? ¿Cómo puede un simple dibujo hacer que se tambalee la fe de un musulmán? Contrarréplica.

Y si unas poblaciones sometidas durante mucho tiempo a unos regímenes totalitarios, o recientemente adoctrinadas por los neoideólogos del totalitarismo identitario, que sacraliza los símbolos y los textos, no conocen de verdad el valor de la libertad, ¿cómo iniciarlas en ese conocimiento? ¿Mediante la provocación o mediante la pedagogía? Tercera fase. ¿Pero no es un poco tarde para la pedagogía? ¿Cómo hemos llegado a esto, a semejante banalización de la muerte? ¿No seremos víctimas de una fría estrategia que se impone a la voluntad individual y erige de nuevo como amo al cinismo geopolítico? ¿Asistimos al triunfo despectivo del negocio de la guerra, alimentado por los saciados patrones del Golfo, sobre el derecho pacífico a la pluralidad que tanto se esfuerzan por defender unos pocos expertos en cultura musulmana?

¿Viven Francia y Europa el cambio de tornas de una desfalleciente política multicultural, acompañada de una injerencia belicosa en Oriente Próximo, que les sale demasiado cara? Ante tal avalancha de preguntas e incertidumbres, me doy cuenta de que el episodio de Charlie Hebdo, más allá del acto mortífero, es síntoma de unos cismas reprimidos durante mucho tiempo, no dilucidados, a los que habría que dedicar un tiempo, a fin de analizarlos y aprehenderlos con calma. Nos enfrentamos, en el fondo, a una gran paradoja, que hace cristalizar unas tensiones acumuladas desde hace al menos dos décadas, con el aumento, por un lado, de la inmigración poscolonial procedente de los países del sur del Mediterráneo hacia Europa, que da lugar a una gestión aproximativa del nuevo caldo de cultivo multicultural y, por otro lado, con el ensañamiento guerrero con la región de Oriente Próximo, origen fractal de todas las tensiones.

De ahí proviene la actual representación caricaturesca de Israel y Arabia Saudí como metonimias de un neocomunitarismo religioso, reductor y discriminatorio. Está claro que, en el corazón de Europa, el fenómeno migratorio ha generado una pluralidad de individuos y actitudes que no saben cómo cristalizarse en una concepción identitaria y comunitaria monolítica. Pero para estas poblaciones faltas de reconocimiento, de integración o simplemente de atención, los errores geopolíticos y el auge de las creencias antiterroristas han producido unos clichés mediáticos dominantes que los “radicales” han sabido exagerar, hasta el punto de engendrar monstruos que, por si fuera poco, resultan atractivos para los más vulnerables.

Actualmente, con el islamismo radical llamando con insistencia a las puertas de Occidente, nos enfrentamos a una doble necesidad. Por una parte, el deber urgente de autocrítica de los musulmanes, de la cultura, de la obediencia o simplemente de la sensibilidad, dada su anquilosada herencia teológica e ideológica. Y por otro lado, la necesidad igualmente imperiosa de deconstruir la situación de hegemonía geopolítica y económica existente, junto a la desigualdad en aumento y los juegos políticos sin salida derivados de ella.

Alternativas a la via militar

Hasta ahora, el pensamiento dominante nos dicta que, para acabar con Daesh, Boko Haram y todas estas excrecencias nacidas del desmantelamiento de varios Estados ricos y autoritarios (Irak, Siria, Libia), no hay nada como la intervención militar. ¿Por qué me parece que estas dos opciones definidas llevan a un punto muerto? ¿Y cómo sería posible tomar un camino alternativo? En primer lugar, habría que rendirse a la evidencia. Desde la guerra de Afganistán, pasando por la fase de Al Qaeda y todas las guerras del Golfo, y actualmente aún peor por el efecto éxodo/exilio que provoca el EI, la militarización de un Oriente Próximo sometido a los intereses de los sectores armamentístico y petrolero y a las maniobras hegemónicas que los acompañan, no ha hecho más que engendrar monstruos allí y en otros países musulmanes, hasta en Marruecos, que los ha exportado en masa. Sin embargo, esta oleada de exportación de seres vinculados a un código ideológico traído de fuera a modo de referente identitario da lugar actualmente, por un efecto bumerán, a una repatriación del terror a Europa.

En otras palabras, la espiral de guerras de intervención, de reprimendas y de rehabilitación, acaba produciendo prisioneros, extremistas en la sombra, estrategias de defensa, armas abandonadas y represalias no controlables. Y con el apoyo logístico evidente de unas potencias cínicas que externalizan la gestión de los equilibrios geopolíticos y la dejan en manos de unos aprendices de brujo ataviados con virtudes inmorales. Evidentemente, quienes encabezan esta guerra cobarde de yihadistas no son más que una minoría, pero su exagerada visibilidad los vuelve invasivos, una fuente de terror y de malestar social profundo.

¿Por qué? Porque, por un lado, a orillas de un mar muerto corrompido por la injusticia, reinventan el derecho a la barbarie en nombre de un Estado religioso. Y porque, a través de los medios de comunicación, obligan a todos los musulmanes, creyentes o no, en el corazón de Europa pero también fuera de ella, a tener que defenderse de las amalgamas que producen las máquinas de tortura, de guerra y de terror, ya sean obra de los Estados canallas o de los canallas que desafían a los Estados. ¿Y si, en vez de hacer que todos vuelvan a darse la espalda, tratásemos de reconciliarlos? ¿Y si, en vez de enfrentar a judíos y musulmanes, recordásemos que todos son semitas y que las expresiones de odio, tanto hacia el islam como hacia el judaísmo, son una muestra de antisemitismo?

Esto permitiría, al menos en cuanto a las representaciones pero también en cuanto al derecho, salir de este punto muerto de odio irracional devorador que invade Europa y nos alcanza por contagio. Esto permitiría repolitizar el problema del conflicto palestino y humanizar las relaciones con los demás, sean de la religión que sean. Esto permitiría, además, evitar la palabra “islamofobia”, que pone de manifiesto el odio hacia una religión, y no desenterrar la judeofobia por un efecto de espejo deformante. Esto, en el fondo, nos sacaría de las pequeñas maniobras comunitarias y nos devolvería a esa concepción laica que no condena ni excluye a nadie por sus creencias, sino que se amolda a todos por igual. Pero eso no bastaría.

Los pueblos no se alimentan de símbolos. La otra gran decisión que hay que tomar es la del desarrollo como única respuesta posible a los sentimientos de exclusión y miedo. Sin una política urbana, territorial, educativa y económica que revise de arriba abajo el lugar que ocupan los musulmanes en Europa, a través del tejido social, los guetos se perpetuarán y la tendencia a la radicalización crecerá. Y sin unas relaciones recíprocas con los países del sur del Mediterráneo y de África, en lo que se refiere a los valores, la cultura y la libertad, la conservación y el aprovechamiento fructífero del patrimonio, la invasión de las ideologías contantes y sonantes, wahabíes y yihadistas, seguirá siendo moneda corriente.

Es hora de entender claramente que Europa ya no tiene otra opción. Está obligada a colaborar en la creación de un cordón sanitario, mediante la cultura, el respeto a la pluralidad y el desarrollo económico vertical, con el espacio afromediterráneo. Ya no hay un islam extranjero, sino unos musulmanes, por cultura, pertenencia o convicción, que aspiran a más dignidad. Esto supondría alejarse todo lo posible de las connivencias actuales que alzan al petrodólar y a los símbolos religiosos que se alimentan de ellos como último recurso para la muchedumbre social. Esto supondría acercar Europa al Sur para salvarlos a ambos: el Viejo Continente y la visión ilustrada del islam que se esfuerza por popularizarse.

Esto supondría, finalmente, revisar a fondo las prioridades, enfrentarse en serio a los grupos de presión militaristas, acabar con la centralidad de Israel y Arabia Saudí, atreverse a hacer una interpretación profunda del islam no solo entre las élites, sino en las escuelas, en el corazón de la ciudad y, sobre todo, lograr que la balanza se incline hacia la cuna de la humanidad (afromediterránea) para preservar la civilización.