Los soldados norteamericanos que invadieron Irak en marzo de 2003 sabían poco o nada acerca de las antiguas civilizaciones mesopotámicas que poblaron dicho país desde hace aproximadamente 6.000 años. La barbarie desencadenada por una estrategia geopolítica nefasta provocó que muchos iraquíes –cuya cultura induce por tradición a la hospitalidad con el extranjero– vieran a todos los occidentales como invasores. La autora se pregunta: ¿cómo nos juzgarán mañana los niños, víctimas de los «efectos colaterales» del conflicto?
Llegué a Bagdad en febrero de 2003, cuando en todo el mundo estaban teniendo lugar las manifestaciones contra la guerra. En aquellos momentos compartí con los iraquíes la esperanza de que la guerra pudiera evitarse y los temores de que ya no hubiera ninguna posibilidad de parar la puesta en marcha de la maquinaria militar de Bush. Pero a medida que se iba acercando el plazo del ultimátum iba prevaleciendo la resignación: «¡Que empiece, pero que se acabe de prisa!» Eso era lo único que deseaba una población ya agotada por otras guerras (primero contra Irán entre 1980 y 1988, y luego, en 1991, por la primera guerra del Golfo) y por trece años de embargo. Unas tragedias que, a pesar de todo, no habían menoscabado el gran sentido de la dignidad de la población, un sentido basado en la conciencia de vivir en un lugar que había propiciado el nacimiento de una de las más antiguas civilizaciones existentes. En efecto, hace unos seis mil años, en Mesopotamia –la tierra entre los dos ríos–, vería la luz una civilización que dejaría huellas indelebles en todo el mundo: la de los sumerios, los asirios y los babilonios.
Pero ¿qué sabían los invasores de esa civilización? Nada. Tanto es así que en los primeros días de ocupación permitieron que el museo de Bagdad fuera saqueado. Pero eso no fue todo, sino que hasta construyeron una pista para los helicópteros de guerra allanando parte de las ruinas de Babilonia, primera capital moderna de Oriente Próximo a partir del III milenio aC. A su llegada, los soldados estadounidenses no tenían ni idea de adónde se les había enviado a combatir y la única letanía que se aprendieron de memoria era: «¡Estoy aquí para salvar a los Estados Unidos de América, estoy aquí para salvar mi futuro y el de mis hijos!» ¡Como si la guerra pudiera tener algo positivo! Los resultados ahora son más que evidentes.
Mientras las bombas caían sobre Irak día y noche, sin tregua, y los tanques se iban acercando a la capital iraquí, yo miraba, con una cierta dosis de embarazo, a los iraquíes a los ojos, pero en nuestro cruce de miradas no había odio, aunque la verdad es que tenían todas las razones del mundo para odiarnos. Pero todavía nos consideraban «huéspedes», en un país en el que la hospitalidad es sagrada, y valoraban positivamente el hecho de que nosotros, periodistas occidentales, nos hubiéramos quedado a contar lo que estaba ocurriendo. Lo importante era dar a conocer al mundo exterior la «cotidianidad» de la guerra y los sufrimientos de la población civil, sobre todo de las mujeres y de los niños, que morían por causa de las bombas.
Pero lo peor llegaría después, con la ocupación del país. Los soldados occidentales, sobre todo los estadounidenses (aunque a menudo eran de origen latino o asiático), también habrían tenido que mirar a los ojos al enemigo, a aquella población que cada vez se mostraba más hostil respecto a la presencia militar extranjera. Pero desde lo alto de los tanques la única preocupación de los soldados era la de defenderse a sí mismos. El asombro de los iraquíes iría en aumento ante aquel enemigo desconocido, especialmente por causa de los estrategas de la guerra encerrados dentro de la green zone, la hiperprotegida «zona verde». Muchos de dichos estrategas permanecerían encerrados durante meses en el interior de lo que había sido uno de los más lujosos edificios de Sadam, sin salir nunca al exterior y sin tan siquiera ver Bagdad.
Se trata de una ocupación que día tras día ha ido desgastando al país y a sus habitantes. Con unas condiciones de vida cotidiana cada vez más difíciles –sin seguridad, sin electricidad, sin agua, sin gasolina, sin trabajo…–, con muertos «colaterales» (cuyo número, aunque no se conoce, puede estimarse entre decenas y cientos de miles), con torturas –el caso más horripilante es el de Abu Ghraib–, y con ciudades, como Faluya, destruidas por el uso de armas químicas –sobre todo fósforo blanco, aunque también se utilizó napalm– autorizadas por el propio Pentágono.
La vida se ha vuelto insoportable para los iraquíes, hasta el punto de que, a día de hoy, la única esperanza que tienen es la de abandonar el país. Pero no es fácil conseguir un pasaporte y aún menos un visado para un país occidental.
La degeneración provocada por la guerra no tiene límites. Y ya hemos tenido buenas pruebas de ello con una guerra civil que está desangrando el país y con el empleo por parte de la resistencia de «armas» que hasta ahora nunca se habían utilizado en Irak: las del secuestro de personas. En un principio fue el turno de los contractors, y después el de los trabajadores de organizaciones humanitarias y los periodistas. La hospitalidad ya no tiene cabida en Irak, una tierra ocupada por las tropas extranjeras. La actitud de los iraquíes respecto a los extranjeros ha cambiado mucho; aunque al principio se mostraban hospitalarios con todo el mundo (los iraquíes eran conscientes de que muchas veces las decisiones del pueblo no coincidían con las de los gobiernos), con el transcurso del tiempo empezarían a distinguir entre aquellos cuyo pasaporte pertenecía a un país que apoyaba la guerra y que había participado en la ocupación, y quienes provenían de un país que se había enfrentado a Bush; pero al final han acabado poniendo a todos los extranjeros en un mismo plano. A partir de junio de 2004 (fecha del «traspaso» de poderes al gobierno provisional iraquí), de repente todos nos convertimos en «americanos». «Tenéis que marcharos todos», me dijeron mis secuestradores. Y en sus ojos percibí un odio que nunca había visto hasta aquel momento; era el producto de años de guerra, y aún continúa. Naturalmente, esta actitud no concierne a todos los iraquíes: están los que no disponen del poder de las armas y no se resignan a este estado de cosas. Pero en la situación actual no tienen ninguna clase de fuerza para oponerse ni a los ocupantes, ni a la violencia que caracteriza a algunos grupos que dicen estar en contra de la ocupación. También ellos, la élite cultural de Irak, se hallan en el punto de mira. Si trabajan bajo la ocupación (si no lo hicieran, ¿qué suerte correrían los hospitales, las escuelas o la universidad?), se les considera «colaboracionistas», y se ven amenazados y secuestrados, y a menudo hasta son asesinados. Ésta es la causa de que muchos salgan huyendo del país. Se está produciendo una fuga de «cerebros» que acabará perjudicando el futuro desarrollo de Irak.
Pero no se trata de un choque de civilizaciones. Al revés, más bien es un choque de «incivilizaciones». La guerra azuza los sentimientos más violentos y más crueles, esos que han llevado a los iraquíes a usar a los civiles como arma en una guerra asimétrica en la que no se puede combatir con armas convencionales. La salida de los operadores internacionales, de los voluntarios pertenecientes a organizaciones humanitarias y de los periodistas ha llevado a Irak al aislamiento internacional, lo que hace aún más vulnerable a la población, ya que carece de testigos. Los periodistas están en peligro (desde 2003 han sido asesinados 159, y de ellos más de 100 son iraquíes); ninguna de las fuerzas armadas combatientes quiere testigos: ni los ocupantes, ni los ocupados, que dicen combatir a estos últimos, ni mucho menos los terroristas.
Sólo el fin de la guerra y de la ocupación podrá restablecer las relaciones que anteriormente existían entre los iraquíes (muchos de los cuales han estudiado en Europa, en Estados Unidos y en la antigua Unión Soviética) y el resto del mundo. Pero eso llevará su tiempo. Esta guerra ya ha devorado al menos a una generación: niños que no han tenido infancia y que no pueden ir a la escuela (Irak presumía de tener uno de los niveles de educación más altos del mundo árabe), que no pueden jugar y que no consiguen dormir después de haber padecido registros, destrucciones y bombardeos. Me viene a la mente algo que me contó un amigo: cuando empezaron los bombardeos, su hija se escondía debajo de la alfombra. Pero, por desgracia, eso no bastaba para evitar el efecto devastador. Los padres se veían obligados a dar Valium a sus hijos para que se durmieran. ¿Cómo nos verán estos chicos cuando sean adultos? ¿Y sus hijos? ¿Y las mujeres, que antes –a pesar de la represión infligida por el régimen dictatorial de Sadam– podían gozar de libertad y de unos derechos superiores a los de otros países musulmanes, y que ahora no pueden salir de casa sin la amenaza de ser secuestradas, violadas y hasta quién sabe si asesinadas por sus parientes para lavar el honor de la familia por medio de un delito que queda impune?
¿Cómo nos verán en el futuro los iraquíes, aislados en un país que se halla ocupado por la mayor potencia occidental y sus aliados? No nos engañemos: los estereotipos que alimentan la visión de Occidente hacia el resto del mundo pueden acabar provocando el mismo efecto respecto a nosotros. Así pues, ¿de parte de quién está la «incivilización»?