En el inmenso conglomerado de fusiones africanas en las que hoy podemos adentrarnos nos encontramos con un caso del todo singular: el gnawa. El acercamiento a la expresión musical de los gnawa, de profundas implicaciones sociales y religiosas, nos descubre no sólo un riquísimo patrimonio cultural sino también uno de los capítulos que mayor incidencia tendrá en el desarrollo de las sociedades norteafricanas durante los últimos 500 años: el esclavismo.
El término gnawa hace referencia a las agrupaciones cofrádicas (y por extensión a sus manifestaciones) de un grupo étnico-religioso minoritario de origen subsahariano pero con una importante presencia sobre todo en Marruecos y, en menor medida, en Argelia y Túnez, donde son conocidas como diwan y stambali respectivamente. No existe unanimidad a la hora de considerar la Gnawiya propiamente una tariqa o vía religiosa de carácter sufí del mismo modo que puedan serlo algunas de las más arraigadas en el Magreb, como la Qadiriya, Issawiya o Hamdushiya, entre otras, con las que sin embargo comparte estructura organizativa y ritos extáticos y de posesión (1), en lo que se consideran los límites de la ortodoxia islámica.
La fijación de estas expresiones de carácter sincrético tuvo lugar a lo largo de varios siglos, durante los cuales el sustrato ritual animista fue adaptándose al islam, con variaciones que dependían tanto de la zona geográfica como del entorno social al que tuvieron que adaptarse las distintas comunidades negras.
Los orígenes
El origen de los gnawa, palabra que parece venir del término bereber agnaw/ignawen, (mudo) en referencia al desconocimiento que aquéllos tenían del árabe y del bereber (2) hay que buscarlo en primer lugar en los diversos contingentes de esclavos negros que entre los ss. XI y XIII fueron llevados hacia la franja del Magreb provenientes del reino de Abisinia, que ocupó una posición estratégica en las rutas caravaneras, y del antiguo reino de Ghana (lo que es hoy parte de Mauritania, Mali, Burkina Faso y Senegal). El tradicional comercio de esclavos desde el gran Sudán se intensificó a raiz de la conquista a finales del s. XVI de parte del imperio Songhai llevada a cabo por el sultán de Marruecos Ahmed Al-Mansur, tráfico que continuó hasta los primeros años del s. XX.
Los descendientes de estos esclavos, junto con otras poblaciones negras libres emigrantes llegadas a través de las rutas caravaneras, se mezclaron con la población local y formaron un colectivo que pese a su origen diverso adquirió identidad propia gracias a la figura de Sidi Bilal, el primer esclavo de origen etíope liberado por Mahoma y que fue primer muecín del islam. Estas comunidades serán conocidas también bajo otros nombres en referencia a su origen geográfico (sudani, bambara), su condición social (ousfan, esclavos), su filiación religiosa (bilali) o algunas de sus prácticas de origen (bori, en referencia a la danza de posesión practicada por los hausa llevados a Trípoli)
La importante concentración de la comunidad negra que se da en ciudades como Marrakech y Essauira (llamada antiguamente el puerto de Tumbuctú) se debe a que ambas ciudades habían sido importantes mercados de esclavos conectados a la ruta transahariana. Estos centros neurálgicos dieron lugar con el transcurso de los siglos a lo que podríamos llamar escuelas o estilos dentro de la propia tradición gnawa, que mantiene a pesar de todo unos trazos que la diferencian claramente del resto de tradiciones musicales que se desarrollan en el Magreb. Se fundamentan en tres puntos principales: cantos de tipo responsorial (llamada-respuesta); reiteración de secuencias melódico-rítmicas y polirritmia de herencia netamente africana.
Herencias musicales
Prohibidas durante mucho tiempo en unos países y únicamente toleradas en otros, las manifestaciones de estas cofradías se vieron también silenciadas o menospreciadas (3).
Fueron todas esas circunstancias las que propiciaron la creación de un culto original y un movimiento cultural distintivo en el que se mezclan las distintas aportaciones africanas (bambará, songhai, fulani o hausa) con las arabo-bereberes, en un cóctel cuyas características dependerá de la zona en que se desarrolle.
Como hemos señalado, la conexión gnawa proporcionó los elementos de enlace entre las músicas árabes del norte y las músicas de herencia subsahariana. Sus ceremonias adquirireron una especificidad musical que fusionaba el misticismo sufí con los ritmos del áfrica occidental preislámica. No resulta difícil rastrear estos orígenes, pues los mismos cantos que tienen lugar durante una parte de las celebraciones, en los que se habla de sufrimiento, cautiverio y exilio y en los que se evocan esas comunidades lejanas y los propios antepasados, se cantan todavía en las lenguas originales. Hecho que evidencia por otra parte que es una tradición que se transmite oralmente de padres a hijos. Todos los ma´allem (o maâllem, maestro músico que dirige las ceremonias) son descendientes directos de estos esclavos o han sido instruidos e iniciados por ellos desde niños, en un aprendizaje que dura entre los 7 y los 18 años, aproximadamente (4)
Una de las huellas más importantes que pueden rastrearse es la mandinga y bambará (5), pueblo de presencia mayoritaria en una de las zonas principales de aprovisionamiento de esclavos, en las riberas del río Níger. Pero también lo son las huellas songhai, yoruba y hausa, localizados más al este y al sur. Si los primeros dan preponderancia al canto y acompañamiento del guembri, los dos últimos dejaron su huella en percusiones complejas y características, que podemos reconocer en los ritos del candomblé, la macumba o el vudú, sus herederos americanos.
Los instrumentos
La importancia que se da a los instrumentos como transmisores de conocimientos y de valores sociales en las comunidades tradicionales africanas tendrá su reflejo en el papel fundamental que juegan aquéllos en las ceremonias de la Gnawiya.
Tres son los instrumentos sobre los que se sustentan la ceremonias: el guembri, las qraqab y el ganga o tabal, un gran tambor de doble membrana que se toca con dos baguetas distintas para producir sonidos graves y agudos.
El instrumento vehicular, el guembri (también sintir, zouaq o hahjouj) es un laúd-tambor de tres cuerdas con caja de de resonancia de madera de álamo, caoba o nogal recubierta con piel de dromedario que guarda un estrecho parentesco con el ngoni (de cuatro cuerdas) de los griots subsaharianos. También el estilo de sus cantos ha dejado huella en la forma en que los ma´allem transmiten la historia y la sabiduría espiritual de su pueblo. El guembri, que se toca con una técnica a la vez melódica y percutiva, es como la voz que susurra y dirige, el lamento, la evocación y la invocación.
Las qraqab (karkabu o chkacheks), grandes castañuelas metálicas en forma de ocho, acompañan al guembri y son las encargadas de marcar y mantener constante el latido de los presentes siguiendo ritmos binarios y ternarios que se encabalgan y alternan a lo largo de la velada. Son las que ayudan a los asistentes a alcanzar el trance temporal y el hilo conductor que los sitúa en el universo gnawa, en el que los músicos que las tocan, discípulos del maestro, realizan el contracanto y ejecutan las danzas.
Los estilos
Es la mayor o menor presencia de esas huellas centroafricanas, junto con el espacio geográfico y social en el que se desarrollen las cofradías, las que marcarán su carácter musical específico. A grandes trazos podemos señalar dos estilos principales: por un lado los localizados en el entorno de los centros de poder (las ciudades imperiales marroquíes, principalmente, en las que se concentró un importante contingente de soldados negros conocidos como Abid el Boukhari), donde la influencia de la música culta se hace notar en una mayor preponderancia del guembri y sus variaciones instrumentales, y por otro los localizados en los entornos rurales, con mayor influencia del folklore bereber y predominio del ganga.
Basta escuchar grabaciones como la realizada por Lecomte (6) de los rituales de la cofradía Saidiya de Mostaganem por descendientes nigerianos en esta ciudad del este argelino y compararla con alguna de las ceremonias gnawa de Casablanca o de alguno de los grupos situados en las zonas desérticas, por ejemplo, para apreciar esas diferencias fundamentales. A partir de ahí, sólo con una mayor experiencia podremos distinguir las particularidades de los diversos estilos, más o menos definidos, como el marsaui (en referencia al puerto de Essauira) , shalhaui (bereber), o shamali (del norte) entre otros, diferenciándose según las tradiciones locales, los dialectos o los arreglos musicales utilizados.
La ceremonia
Como en las demás cofradías sufíes del norte de África, los gnawa celebran ceremonias colectivas rituales de carácter tanto iniciático como terapéutico en las que la música juega un papel promordial para logar el estado de trance. Estas ceremonias son conocidas con el nombre de layla (o lila, noche) de derdeba (7), también llamada el rito de los siete colores. Se realizan a lo largo de toda una noche (el ritual completo puede durar hasta siete días) durante la cual el maestro músico es el encargado de hilvanar los repertorios profanos y sagrados que conducirán finalmente a la iluminación interior y a la sanación espiritual y física (tránsito vida-muerte-vida) con la ayuda de una vidente-terapeuta o muqadima (8)
Tres son las partes fundamentales que componen la layla:
Una introducción o a´ada en la que los tambores, después de dirigir a los fieles en comitiva al lugar de la celebración de la ceremonia, purifican el espacio y lo abren a las influencias cósmicas. Después, ya aposentados los músicos, el ma´allem empieza por desgranar un repertorio profano (el kuyu) que empieza siempre con una serie de cantos llamados uled bambara (hijos de bambará) en los que se recuerdan los orígenes lejanos del pueblo gnawa en las lenguas originales, pese a que en la actualidad quedan muy pocos que puedan entenderlas. Tras esa introducción de carácter festivo empieza la sesión de trance propiamente dicha o muluk en la que el ma´allem entona una serie de cantos que hacen referencia a los siete espíritus o entidades sobrenaturales principales. La interpretación de estos cantos sigue un orden preestablecido en el que cada espíritu tiene su divisa y estilo musical, su color (asociado a un elemento cósmico) y su olor particular, que se hace presente gracias al incienso. A lo largo de la noche se invoca a los espíritus de la luz y de los santos (blanco), del agua (azul claro), del aire (azul oscuro), los de la sangre (rojo), el masculino (verde), los de la tierra y el bosque (de color negro) y el espíritu femenino (amarillo) (9). Durante la ceremonia, todos los que entran en trance son cubiertos con un pañuelo del color del espíritu que les posee.
Gnawa en los escenarios
Era inevitable que todo el poder hipnótico que ejerce la música gnawa fuera de algún modo descontextualizado del rito y trasladado a los escenarios con mayor o menor respeto, con mayor o menor fortuna. Fue en los años 60 y 70 que grupos pioneros como Nass el Ghiwane y más tarde Jil Jilala, Muluk el Hawa y Nass Marrakech (ya en los 90) hicieron su propia mezcla de estilos a partir de las tradiciones clásicas marroquíes, ritmos bereberes y danzas gnawa. Esta primera revolución nos descubrió a nosotros horizontes musicales insospechados hasta entonces, mientras que en su propio contexto significó la reivindicación de lo autóctono. Esta tendencia siguió ya imparable con otros grupos que no dudaron en incluir los trazos de una expresión que había estado silenciada y llevarla más allá de sus fronteras. El testigo fue recogido también por americanos y europeos que se acercaban a esas fuentes en busca de nuevos aires para sus composiciones.
A partir de ese momento, y cada vez con mayor asiduidad, la huella gnawa fue haciéndose visible a través de su presencia en festivales gracias tanto a sus particularidades musicales como a su espectacularidad escénica. Esta circunstancia, sin embargo, ha contribuído a su folklorización al potenciarse la música y la danza en detrimento de las finalidades rituales, creando un producto adaptado a este gusto profano que viene acrecentado por la progresiva profesionalización de los ma´allem. Como en cualquier tipo de expresión musical de carácter religioso que irrumpe en los escenarios, también en éste ha generado una cierta controversia la descontextualización, aunque no faltan los argumentos que la justifican.
Paralelamente a esta evolución se asistía a un mayor reconocimiento del mundo gnawa, creándose en l998 el Festival Gnaoua de Essaouira (10), un auténtico e ineludible punto de encuentro para todo tipo de expresiones, de las más puras (Mahmoud Guinea, Abdeslam Alikane, Abdelkebir Merchane, Hamid El Kasri, Mustapha Bakbou, Hamida Boussou o Allal Soudani, entre otros) a las más mestizadas (Gnawa Diffusion sería el ejemplo más característico)
Entre los exponentes de esta nueva expresión quizá el más conocido es Hassan Hakmoun, que pese a mantener su inequívoco sello gnawa presenta en ocasiones composiciones muy alejadas de él, pero también encontramos sorpresas tan agradables como la del grupo Séwaryé (inteligente y formidable pulso jazznawi) o perlas solitarias como Hasna El Becharia, la única mujer que toca el guembri.
Muchos son los grupos jóvenes, tanto en el propio Magreb como en Francia, que se inspiran en el patrimonio gnawa para sus nuevas propuestas, tomando de él ritmos y acentos que pueden formar parte de trabajos de fusión ciertamente interesantes. Algunos de las decenas de nombres que incorporan la palabra gnawa pueden albergar a fin de cuentas mezclas más o menos acertadas de tradiciones árabes o magrebíes propiamente dichas (tanto clásicas como populares), pop, hip hop, rock e incluso jazz. Un abanico lo suficientemente amplio para que podamos perdernos en él.
Pero el camino, los caminos, de la música gnawa son muchos, aunque su espíritu es sólo uno.