En las últimas décadas han coexistido a nivel mundial dos procesos paralelos: la globalización, por un lado, y la reafirmación de diversas identidades culturales, por otro. Ambos procesos están interrelacionados, ya que la homogeneización cultural con que suele asociarse a la globalización implica una amenaza a las culturas locales, las identidades específicas. Surge así el miedo a perder las referencias culturales que definen a las personas, y de ahí los conflictos y reivindicaciones en torno a las identidades locales o regionales. En este doble proceso ha tenido mucho que ver las políticas de los estados-nación, que en muchos casos gobiernan identidades distintas en un mismo marco estatal. Para que el Estado-nación no se convierta en «Estado fallido», es necesaria una voluntad civilizadora que legitime esas identidades.
En primer lugar, quiero agradecer al Instituto Europeo del Mediterráneo la oportunidad de poder mostrar los resultados de mis investigaciones y mi teoría sobre la relación entre globalización e identidad, que planteo fundamentalmente como un problema de relación institucional y política. Permítanme indicar cuál será el contenido del artículo antes de desarrollarlo detalladamente: partiendo de la experiencia empírica, hemos observado que durante los últimos quince años, han coexistido en el mundo el desarrollo del proceso de globalización y el de una reafirmación de distintas identidades culturales: religiosa, nacional, étnica, territorial, de género y otras identidades específicas.
Los dos procesos se desarrollan al mismo tiempo. En mi opinión, no es simplemente una coincidencia histórica, sino que existe una relación sistémica. Esto, en principio, no es tan obvio, porque en algún momento se plantea la idea de que la globalización requiere también una cultura global, cosmopolita, y en este punto aparecen distintas versiones: por un lado, la que habla de la unificación, la homogenización cultural del mundo como crítica de este proceso; por otro, la idea de que se superarán los particularismos, y en algunas de las ideologías también los atavismos históricos identitarios, para fundirnos en una especie de cultura universal indiferenciada en la que nos asumiremos culturalmente como una sola cultura ligada a la especie humana.
Así, tanto en lo positivo como en lo negativo, tanto en la visión de búsqueda de una nueva cultura universalista por encima de los valores identitarios, como en el miedo a una imposición de una homogeneización cultural que a veces se llama, creo que de manera errónea, americanización, tanto en un sentido como en otro, repito, la idea es que se acabaron las identidades específicas y que esto son atavismos históricos. Esta afirmación, ligada a la globalización, al desarrollo económico, en el fondo no es más que una continuación de lo que han sido los dos grandes racionalismos sobre los que se fundamenta cultural e ideológicamente el mundo contemporáneo: el racionalismo liberal y el racionalismo marxista. En ambos casos se parte de la negación de la construcción histórica, religiosa o étnica de las identidades, para afirmar la primacía de un nuevo ideal: el del ciudadano del mundo o el «homo sovieticus», con distintos tipos de relación pero superando cualquier otra distinción considerada artificial, ideológica, manipulada, etc. Hago hincapié en ello porque en estos momentos es la ideología dominante en nuestra sociedad y, sobre todo, en Europa. Es la ideología racionalista en la doble vertiente liberal y marxista. Es la ideología que considera que las identidades son un discurso sospechoso, peligroso y, probablemente, fundamentalista: ya sea religioso, nacional o étnico. Creo que esto es extremadamente importante y, por tanto, en mi opinión, el tema que se plantea hoy se adentra en la raíz de los problemas que tiene nuestro mundo.
Trataré de explicar por qué. Está demostrado empíricamente —tenemos numerosas fuentes desarrolladas en distintas encuestas a lo largo del tiempo en ámbitos universitarios— que existe una persistencia de las identidades y de las identidades culturalmente construidas como elemento fundamental del sentido para las personas. Me gustaría señalar que la principal fuente de estos datos es el World Values Survey, impulsado sobre todo por el profesor Ronald Inglehart, de la Universidad de Michigan, y que desde hace bastante tiempo muestra a la vez la persistencia y la transformación de esas identidades.
Antes de entrar en materia quiero referirme a unos datos que analizó la profesora Pipa Norris, de la Universidad de Harvard, utilizando información del World Values Survey sobre la comparación entre identidades en el ámbito mundial, nacional, regional o local, y sobre la comparación de estas identidades con las identidades cosmopolitas o identidades de género humano en general. En los datos correspondientes a las dos oleadas de análisis de principios y finales de los años noventa, Pipa Norris calcula que en cuanto al conjunto mundial, la proporción de los que se consideran primariamente ciudadanos del mundo, es decir, cosmopolitas, es del 13 %; la de los que se consideran primariamente de identidad nacional entendida como Estado-nación es del 38 %, y el resto —por tanto, la primera mayoría— se considera como identidad local o regional prioritariamente. Les recuerdo que, en esa base de datos, Cataluña o Euskadi aparecen como identidad regional. Es más, cuando se desglosa por zonas geográficas mundiales, resulta que la zona donde la identidad regional local primaria es de mayor porcentaje —que llega a un 61 % del conjunto de las identidades— es precisamente Europa del sur. Éste es sólo un ejemplo que ilustra la necesidad de que primero hay que partir de esa observación: la persistencia de la fuerza de estas identidades. No obstante, también hay que partir de algo más que la combinación de una globalización en la que los procesos de generación de poder, riqueza e información son globales, y de una identidad en la que los procesos de construcción de sentidos son específicos de culturas e identidades. Estos dos procesos han provocado a la vez la crisis del Estado–nación constituido durante la Edad Moderna como sujeto de manejo institucional de las sociedades, y la crisis del Estado–nación como instrumento eficaz para gestionar los problemas.
Los problemas son globales, no se gestionan desde lo nacional, y se genera una crisis de la capacidad de representación de un mundo de pluralidad cultural a menos que haya una articulación de ese Estado en torno a principios plurales de fuente de identidad. Ése es el tema que quisiera tratar de profundizar aquí, pero creo que siempre es útil saber adónde vamos antes de empezar a recorrer un camino relativamente complejo.
En primer lugar, empecemos por lo fácil, por recordar que la globalización no es una ideología sino un proceso objetivo de estructuración del conjunto de la economía, sociedades, instituciones, culturas y, concretamente, empecemos también por recordar que «globalización» no quiere decir que todo sea un conjunto indiferenciado de procesos. Hablamos de globalización, por ejemplo, en economía, para referirnos a un tipo de economía que tiene la capacidad de funcionar como unidad en tiempo real de forma cotidiana. Es decir, que la economía es global pero no toda la economía es global, que esa economía tiene la capacidad de funcionar en función de sus actividades centrales. ¿Cuáles son estas actividades centrales?: el capital, los mercados financieros. Los mercados financieros son globales interdependientemente, bien en economías de mercado, bien en economías capitalistas si el capital es global. La economía en su centro es global. Es interdependiente y es global en el comercio internacional, que ocupa un lugar cada vez más central y decisivo en las economías de todo el mundo; es global en la producción de bienes y servicios, pero no todo es global, sólo el corazón de la economía es global. A modo de ilustración, la fuerza del trabajo no es global en su mayoría. Las empresas multinacionales y sus redes auxiliares sólo emplean a unos doscientos millones de trabajadores. Esto parece mucho, pero en realidad, comparado con una fuerza de trabajo mundial de tres mil millones, no es nada. Pero esos doscientos millones en esas cincuenta y tres mil empresas multinacionales representan el 40 % del producto bruto mundial y dos terceras partes del comercio internacional. Por tanto, lo que ocurre en ese sistema de producción condiciona el conjunto de las economías.
La ciencia y la tecnología, base del crecimiento de la riqueza y del poder militar y también de los estados y de los países, son globales; están articuladas globalmente. Son redes de ciencia y tecnología que se constituyen en todo el mundo con nodos más o menos importantes, pero son redes globales. La comunicación es global fundamentalmente. Global en los controles financieros y tecnológicos de la comunicación. Siete grandes grupos de comunicación controlan la producción del 50 % del material audiovisual o de las noticias que se difunden. Eso no significa que toda la cultura de esos medios de comunicación esté globalizada. No, lo que ocurre es a la vez un proceso de globalización del negocio y de la gestión de la información, pero especificada, localizada en cada cultura. Por poner un ejemplo, Murdoch produce culebrones americanos según los modelos clásicos americanos, pero Sky Channel en Inglaterra se adapta a la tradición inglesa. Sky Channel en India produce en hindú en el norte de India y en tamil en Madrás y con personajes locales; y Sky Channel en el sur de China produce en cantonés y con historias locales. En cambio, en Pekín y en el norte de China lo hace en mandarín y con historias distintas. Es decir, la fórmula, el negocio, la estrategia es de comunicación global, la relación es obviamente con las culturas específicas, con las identidades, porque si no nadie vendería, nadie difundiría su información.
En cierto modo, pues, la idea es que ha existido este proceso de globalización que, además, se ha desarrollado en un conjunto de instituciones internacionales que representan un papel cada vez más importante en la gestión de los problemas. Se ha desarrollado la noción de bienes públicos globales que requieren una gestión global, como el medio ambiente, por ejemplo. Aunque ahora la administración Bush diga que no cree en los informes de los expertos, éstos son unánimes al afirmar que el calentamiento del planeta existe. Lo que no se sabe todavía es cuánto, cómo y cuándo, pero sí se sabe que existe tal calentamiento. El calentamiento del planeta y los mecanismos para evitarlo son un bien común global y, por tanto, el conjunto de tratados de medio ambiente y dispositivos de control de medio ambiente son bienes públicos globales. Los derechos humanos que mueven al Tribunal Penal Internacional son también valores que se firman global, universalmente.
Si alguien dudara de la existencia de una interrelación de los problemas de salud en este mundo, la epidemia de Síndrome Respiratorio Agudo Severo después de la de sida nos recuerda hasta qué punto vivimos en un planeta en que, si los pobres enferman, los ricos también enferman. Canadá protestó porque lo incluyeron en la lista de países contaminados, y dijo «yo soy rico», pero le contestaron «sí, pero usted también está contaminado». Entonces, aparte de la política interna de Naciones Unidas sobre el tema, lo que parece evidente es que la relación de interdependencia va mucho más allá de lo que simplemente era la relación entre naciones y países. Esta globalización tiene una infraestructura tecnológica que no es la causa de la globalización. Las causas de la globalización son las estrategias económicas, los desarrollos culturales, la creación de mercados. Ésas son las grandes causas, pero sin esa infraestructura tecnológica no hubieran podido existir. Es decir, el capital financiero siempre ha sido global: puede transferir miles de millones de euros en cuestión de segundos de una inversión a otra, y esa capacidad de comunicación y de construcción de sistemas de información es tecnológica y actual. Por eso, la globalización actual no es igual que las globalizaciones anteriores, porque está basada en tecnologías de comunicación e información que permiten suprimir las distancias entre países. Además, sabemos que esta globalización es, al mismo tiempo, incluyente y excluyente. Incluyente de todo lo que tiene valor y excluyente de lo que no lo tiene. Así, la globalización propiamente económica es una globalización selectiva. Por eso los estados, los gobiernos, las empresas de cada país tratan de situarse en esa red global; porque fuera de ella no hay crecimiento, no hay desarrollo, no hay riqueza. Si no hay posibilidad de una inversión de capital financiero o tecnología en un país, ese país —o esa región o ese sector de la población— queda marginado de la economía global. Por tanto, desde ese punto de vista, la globalización tiene una lógica incluyente y excluyente, y no estamos en una oposición Norte-Sur sino en una oposición de quien está en la red contra quien no lo está. Claro que en el llamado Norte hay mucha más proporción de población en la red y de actividades, pero también en el Sur hay núcleos en esa red desligados de sus propias sociedades. Y ese tipo de globalización excluyente ha sido puesto en duda por la opinión pública durante los últimos años. ¿Qué ocurre en ese tipo de globalización? Pues que grandes sectores de muchas sociedades quedan marginados de ese proceso de globalización, mientras que otros se benefician extraordinariamente. No se puede decir que la globalización es en bloque negativa o positiva. Depende de cuándo, dónde, cómo y para quién se evalúe, porque a veces puede ser positiva en lo económico pero negativa en lo medioambiental, por ejemplo. No obstante, en todo caso, lo que sí se ha producido es que los estados, para poder manejar la globalización e intervenir en ella, son los que realmente la han impulsado. No es cierto que las globalizadoras sean sólo las empresas multinacionales. Desde la perspectiva empírica, los globalizadores han sido los estados-nación, que han liberalizado y desreglado, al mismo tiempo que se disponía de la infraestructura tecnológica para desarrollar esa globalización. Es decir, la globalización del capital o del comercio internacional no depende sólo de que exista la tecnología para globalizar o la estrategia empresarial para hacerlo: depende de que los estados realmente liberalicen, desreglen, privaticen, eliminen las fronteras. Y eso es lo que han hecho.
En cierto modo, todos los estados han sido los principales agentes de la liberalización y la globalización; y, al hacerlo, de alguna manera se han distanciado de lo que era su base histórica de representación y legitimación política. Un ejemplo de ello es la Unión Europea. Europa ha tenido que organizarse como Unión Europea para tener algún tipo de peso en un concierto mundial en el que ni siquiera EE UU tenía o tiene la capacidad de control económico; tiene más que otros, pero no tiene la capacidad total de control porque nadie controla los mercados financieros globales, o nadie controla las inversiones y estrategias del corazón de las empresas multinacionales. La Unión Europea se ha constituido en un Estado que yo llamo Estado-red, como una nueva forma de Estado en que la relación con la gestión política institucional depende de gobiernos nacionales, gobiernos del Estado-nación que trabajan más o menos juntos, que negocian constantemente, que comparten soberanía para poder mantener un cierto nivel de autonomía con respecto a las redes globales de capital, tecnología, comercio internacional, medios de comunicación, etc. En segundo lugar, han creado una superestructura de instituciones internacionales, tanto de instituciones europeas como de instituciones de otro tipo: OTAN, Organización Mundial de la Salud, Tratado del Medio Ambiente; una serie de instituciones de tipo internacional. Al mismo tiempo, para frenar la crisis de legitimidad que han experimentado los estados-nación también observamos en todo el mundo, pero en particular en la Unión Europea, un esfuerzo de descentralización hacia estados sub-nacionales en sentido de Estado–nación, hacia nacionalidades históricas, hacia regiones, hacia localidades e incluso hacia organizaciones no gubernamentales. Entonces, la estructura real del Estado que hoy vivimos en Europa –y podríamos analizarlo en otras partes del mundo porque es semejante–, no es el Estado–nación como centro de todas las cosas sino el nodo, el Estado-nación como nodo de una red que es supranacional, infraestado-nación y a la vez de coestado–nación.
En esa red se toman las decisiones políticas, se negocia, se hace la gestión. De este modo, los estados–nación no han desaparecido en la globalización; pero para subsistir han tenido que ceder soberanía, y algo más importante: han tenido que separarse un grado más del sistema de representación política del que forman parte. Sus ciudadanos deben aceptar no sólo que lo que ocurre en un pueblo o en una región no es lo mismo que lo que ocurre en el Estado en su conjunto, sino que existe una lógica global de gestión en el Estado-nación. Por tanto, el mecanismo de representación es muchísimo más distante. Recuerden cuál fue el eslogan del mal llamado movimiento antiglobalización, ya que no se autodenomina así. El eslogan con el que se hizo la primera gran manifestación en Seattle contra la Organización Mundial de Comercio era muy preciso: «No a la globalización sin representación». De hecho, era mimético al eslogan con el que empezó la revolución americana: «No a los impuestos sin representación». Si se piensa bien, desde una perspectiva técnica, es claramente incorrecto porque la Organización Mundial de Comercio no son las multinacionales, son los estados; son los estados y están representados los gobiernos, aunque algunos de ellos no han sido democráticamente elegidos.
¿Qué significa este tipo de reacción? Significa que entre lo que yo tengo en mi casa y el nivel de representación que decide en último término la política económica mundial se pierde el mecanismo de representación real. Así aparecen, por un lado, tendencias radicales que afirman que no existe tal mecanismo y, por otro, tendencias serias que afirman que hacen falta otro tipo de mecanismos de representación. Por tanto, el principio de reconstrucción de un modelo político de gestión se obtiene perdiendo una cierta capacidad de legitimación y representación política. Sin embargo, al mismo tiempo que existe esa globalización, esa reacción del Estado y, por tanto, esa distancia entre el Estado y sus representantes, se produce también una concentración creciente de la conducta colectiva de las personas en referencia a sus identidades. ¿Por qué? Porque en la medida en que se sienten huérfanas del Estado como instrumento de representación y sentido, en la medida en que no pueden agarrarse a las instituciones del Estado como elemento de construcción de sus vidas, entonces tienden a reconstruir su sentido a partir de quienes son históricamente. Y es aquí donde vemos aparecer y emerger la identidad.
La identidad es una reconstrucción del sentido de la vida de las personas en el momento en que lo que tenían como forma de agregación, de organización —que fundamentalmente en la Edad Moderna era el Estado— se pierde. El mercado no es suficiente para dar sentido. El Estado pasa a ser en cierto modo agente de la globalización y no de una colectividad particular, y la reacción es la construcción alternativa del sentido a partir de la identidad. Déjenme recordar qué es lo que entendemos por identidad, porque realmente es una palabra a la que se le pueden dar muchos significados. Habitualmente, en las ciencias sociales se entiende por identidad aquel proceso de construcción de sentido sobre la base de un atributo cultural que permite a las personas encontrar sentido a lo que hacen en su vida. A través de un proceso de individuación se sienten lo que son, tienen sentido porque se refieren a algo más que a ellos mismos, se refieren a una construcción cultural. Pero, ¡cuidado!, esa construcción cultural puede ser individual. El individualismo es una forma de identidad. Hay una forma de identidad que puede ilustrar la siguiente frase: «yo soy el principio y el fin de todas las cosas», o «yo y mi familia somos el principio y el fin de todas las cosas». Eso es una forma de identidad, pero generalmente las identidades a las que nos referimos son identidades construidas con los materiales de la historia. Aquí, la discusión metafísica entre sociólogos, científicos sociales y antropólogos intenta aclarar si las identidades se construyen o no. En mi opinión, creo que es evidente que se construyen. No conozco ninguna forma cultural que no se haya construido. Pero construido… ¿con qué? No con lo que yo decido arbitrariamente: hoy me levanto por la mañana y decido ser hutu, por ejemplo. Puedo decidirlo, aunque es muy complicado decidir ser hutu. Aquí aparece el juego de las teorías posmodernas en las que todo es posible, todas las identidades se inventan. Es decir, ser musulmán o ser catalán, ser mujer o ser de Barcelona… forma parte de la misma homogeneización en la que todo se construye.
Todo se construye con los materiales de la experiencia personal, y esa experiencia personal tiene una densidad, un espesor histórico, cultural, lingüístico, territorial. No obstante, ¿cómo se construye una identidad? ¿Quién la construye? ¿Para qué la construye? ¿Quién se puede identificar con ella? En ese proceso material de construcción de identidad es donde empiezan los problemas y donde hay que afinar el análisis. En mi teoría, he intentado distinguir tres tipos de identidades que he observado empíricamente como identidades colectivas. En primer lugar, tenemos lo que yo llamo «identidad legitimadora», aquélla que se construye desde las instituciones y en particular desde el Estado. Para entendernos, y sin ánimo de provocación, la identidad nacional francesa, que es una de las más fuertes de Europa, se construye desde el Estado francés. Es el Estado francés el que construye la nación francesa, no al revés. En el momento de la revolución francesa menos del 13 % de los territorios franceses actuales hablaban en ese momento la lengua de Îlle-de-France. Yo diría que es la única identidad europea nacional que se construyó de forma eficaz desde el Estado. Se construyó fundamentalmente, primero, a través de la represión, como todas las entidades construidas desde el Estado, pero hubo represión en otros muchos lugares y no funcionó tan bien. Hubo algo decisivo, que fue la escuela de la Tercera República, la escuela de Gilles Ferrie, que realmente construyó el petit citoyen français como modelo cultural. A diferencia del caso francés, la otra gran nación revolucionaria, la nación americana, construyó una identidad nacional fuerte en la que no había principios identitarios tradicionales, y lo hizo a partir del Estado y la Constitución y mediante los elementos claves de la multiculturalidad y la multietnia.
El segundo tipo de identidad es la que yo llamo «identidad de resistencia». Es aquella identidad en la que un colectivo humano que se siente o bien rechazado culturalmente, o bien marginado social o políticamente, reacciona construyendo con los materiales de su historia formas de autoidentificación que permitan resistir frente a lo que sería su asimilación a un sistema en el que su situación sería estructuralmente subordinada. Puede hablarse de identidad nacional, pero para expresar en este momento la emergencia extraordinaria de movimientos indígenas en toda América Latina. Es una identidad que estaba dormida y que no se había expresado con toda la fuerza con que se está expresando ahora. Y la causa es que se articula como resistencia al proceso de marginación en que les sitúa la globalización de un cierto tipo. No toda globalización genera resistencias, pero a ciertos grupos sociales esa globalización sí que los hace resistir, y resisten con lo que tienen porque no pueden hacerlo como ciudadanos, porque como ciudadanos son minorías que no tienen sus derechos representados.
El tercer tipo de identidad que he observado es lo que yo llamo «identidad proyecto». La identidad proyecto se articula a partir de una autoidentificación, siempre con materiales culturales, históricos, territoriales. Y aunque siempre sea con esos materiales, hay un proyecto de construcción de una colectividad, y en ese momento puede ser un proyecto de tipo nacional, genérico; por ejemplo, el movimiento feminista, o el ecologista como proyecto de construcción de una ciudadanía de los derechos de la naturaleza.
Estos tres tipos de identidades son fundamentalmente distintos y sería un error pensar que es fácil pasar de uno a otro. Por ejemplo, no está tan claro que pueda pasarse de una identidad de resistencia a una identidad proyecto. Y si no se pasa, entonces las identidades se cierran sobre sí mismas. Las identidades legitimadoras pasan a ser manipulaciones ideológicas. Si el proyecto de construcción de la nación a partir del Estado es simplemente el interés del Estado, quiere decir que aquéllos que no estén de acuerdo con los procesos que existan en el Estado quedan marginados. Si las identidades de resistencia no se abren, no establecen puentes de proyecto y comunicación, pueden derivar en fundamentalismos; pueden, no necesariamente derivan, pero pueden derivar en fundamentalismos. Si las identidades proyecto no se encarnan en materiales históricos construidos, se convierten en proyectos puramente subjetivos difícilmente asimilables por un conjunto de la sociedad. Entonces, ¿cómo se plantea empíricamente en estos momentos lo que hemos visto en los últimos años? En lugar de recorrer todos los posibles casos, déjenme simplemente centrarme en dos tipos de identidades: la identidad religiosa y la identidad nacional.
La identidad religiosa en Europa occidental –yo diría en Europa en general– tiene hoy en día muy poca importancia. Nuestros estudios en Cataluña muestran que menos de un 5 % de la población catalana tiene una práctica religiosa asidua. Lo cual no quiere decir que la religión no sea importante en el colectivo general cultural, quiere decir que no es el principio de identidad sobre el que se articula el sentido de la vida de la gran mayoría. Sin embargo, si muchos intelectuales europeos insisten en ello y menosprecian la identidad religiosa, es simplemente por ignorancia, porque en el resto del mundo tiene una extraordinaria importancia, empezando por EE UU; y obviamente en el mundo mediterráneo islámico es la identidad fundamental. Entonces, la religiosa es una identidad que en su principio se diferencia básicamente del de legitimidad del Estado. El principio de legitimidad del Estado como ciudadano del Estado es totalmente distinto del principio del creyente como miembro de una comunidad creyente. Hablando en concreto del mundo islámico, el proyecto de construcción serio de Estado árabe se hace contra el principio islámico de la umma. La umma es una comunidad de creyentes que, por definición, no está expresada en el Estado. El Estado solamente es parte del principio de legitimidad en la medida en que se hace islámico y representa los intereses de Dios a través del Estado. Luego ya hay derivaciones más o menos fundamentalistas. Pero el nacionalismo es el enemigo de la umma y, por eso, cuando Sadam Husein llega al poder con el apoyo de EE UU –de EE UU y un poco de Francia, pero sobre todo de EE UU– puede defender a Irak, punto estratégico fundamental, del islamismo; y en cuanto se elimina a Sadam Husein, y el nacionalismo árabe extremo que él representaba, surge el islamismo, que es el substrato de lo que hay y había en la sociedad iraquí. El chiismo sobre todo, pero también los suníes están de acuerdo en ese tipo de principios; de hecho, Sadam Husein era enemigo mortal no sólo de los chiíes, sino de todo el islamismo. Así pues, a medida que los estados-nación se han mostrado incapaces de gestionar la globalización, y a la vez ha habido un fracaso del nacionalismo árabe con respecto a Israel y a la globalización en general, y conforme se hunde el nacionalismo árabe o el nacionalismo en otros lugares del mundo islámico, ha surgido la reconstrucción de sentido fuera del Estado, que es la reconstrucción religiosa; con la posibilidad de que si esa construcción no es una construcción proyecto sino una construcción comunitaria encerrada como resistencia, entonces deriva, como estamos viendo, hacia el fundamentalismo.
La construcción nacional, del mismo modo que hemos observado en la Edad Moderna, fue a partir de la construcción del Estado-nación, generalmente sobre la base del Estado más que sobre la base de la nación. Fue el Estado el que creó la nación más que la nación al Estado en la mayoría de los casos. ¿Qué observamos hoy día? La separación entre el Estado y la nación. Lo que estamos observando cuando hablamos de valores es que los valores nacionales y los del Estado son distintos. Los del Estado son instrumentales y, superando el marco del Estado-nación, son valores para gestionar la globalización, las redes globales de gestión; mientras que se afirman como valores identitarios. Las naciones excluidas del proceso de generar su propio Estado —Cataluña, Escocia, Québec—, pero también las que generaron una nación fuerte —Francia—, en este momento se sienten perdidas en la globalización, que se vislumbra a la vez como pérdida de autonomía en cuanto a poder del Estado y como invasión de extranjeros en una cultura que se resiste a asimilar. En 2004 vivimos el desarrollo de la política del miedo en Europa, del miedo a la globalización y el miedo al extranjero como forma de expresión de una nación que se veía traicionada por el Estado, y eso ha provocado el resurgir de una amplia gama ideológica extremista que ha recaudado mucho votos; léase el caso de la extrema derecha francesa u holandesa.
De este modo, la reacción nacionalista separada del Estado tiene distintas versiones políticas. Así, la idea de la reconstrucción del Estado sobre la base de la nación plantea la identidad de esa nación. En el caso de España —y sin entrar en polémicas, simplemente de un modo analítico—, cuando el presidente José María Aznar plantea la idea de un proyecto de España como país importante en el mundo y al mismo tiempo rechaza explícitamente la idea de sociedad multicultural, al invocar el principio de una nación española unicultural, trata manifiestamente de construir una nación sobre la base de una unidad cultural y nacional que no existe en España en estos momentos; además, que ni siquiera está reconocida en la Constitución Española.
Por tanto, ¿qué se plantea aquí?: un proyecto de reconstrucción en nombre de la nación cuando en realidad es en nombre del Estado. Es un proyecto nacionalista de Estado, no un proyecto nacionalista a partir de una nación. Es muy importante tener esto en cuenta, no sólo por las explicaciones concretas en España, sino como principio más general en el mundo, por lo que concluiré ahora. La idea es que en el momento en que el Estado se ve privado de una fuerza identitaria que sostenga su difícil maniobra en el mundo de la globalización, ese Estado trata de relegitimarse volviendo a llamar a su gente, es decir, a su nación; pero esa nación, en muchos casos, ya se ha separado del Estado y cree que no está siendo representada.
América Latina es un caso dramático en ese aspecto, pero no hay que olvidar las naciones, los estados que se construyen sobre realidades plurinacionales, como el caso del Estado español. Llamar a la nación española en términos unitarios es, en el fondo, poner en cuestión la plurinacionalidad sobre la que se basaba la construcción de un Estado de consenso. Este tipo de derivaciones son estatistas por un lado, identitarias por otro y globalizadoras por otro. Es decir, tres lados de un triángulo que no se encuentran.
Los procesos instrumentales de poder y riqueza global, las instituciones, un Estado-nación que ya no representa la nación y las identidades construidas con principios autónomos. Estos son los elementos de la crisis de gestión que vive nuestro mundo en estos momentos. Y cuando los estados —y sobre todo los que son más poderosos— se ven en crisis, son incapaces de controlar procesos que les desbordan, como EE UU en el 11 de septiembre del 2001. Entonces recurren a lo que fue siempre la razón de ser del Estado: la capacidad legítima del monopolio de la violencia en el análisis de Weber. Es decir, recurren a la capacidad de coacción, a la violencia, y eso se convierte en el principio fundamental en un mundo en el que durante los últimos diez años ha habido toda clase de experimentos de combinación entre estados y de creación de formas de cogestión y cosoberanía mundial, en las que al mismo tiempo había identidades plurales, puentes complicados de relación entre los bienes públicos globales y las instituciones del Estado-nación. Toda esta complejidad en un momento de pánico, en un momento de defensa, desaparece, y se vuelve al principio de la capacidad político-militar de imponer la voluntad de un Estado. Es la política del miedo a nivel global, no sólo a nivel nacional. De ahí, entonces, surge algo como lo que estamos viviendo: estructuralmente, la evolución del mundo va, por un lado, hacia la complejidad, la pluralidad, la interdependencia, pero si hay agentes poderosos que deciden que aunque el mundo lleve una dirección propia, ellos imponen la suya, a largo plazo puede haber cambios profundos; recuerden la relación entre estructura y agencia. Existe la estructura que crea el marco en que se producen los problemas; sin embargo, la agencia es lo que finalmente prevalece.
El agente no entiende la estructura. Georges W. Bush decide que aunque exista globalización y pluralidad cultural, él tomará sus propias decisiones totalmente al margen de la estructura. Lo que hacen Bush y otros países poderosos es generar una trayectoria distinta. Puede haber Internet, puede haber globalización, puede haber interdependencia, y puede haber pluralidad cultural, pero si por otro lado hay censura, poder militar y tecnología al servicio de lo militar, esa dinámica unilateral genera un mundo muy distinto: la falta de correspondencia entre las estructuras económicas, culturales, institucionales y los instrumentos políticos provoca caos.
La reunión de las Azores congregó a los cuatro grandes imperios cristianos occidentales —o a sus restos—, generando el mensaje de que el mundo era muy peligroso, muy complicado, y había que simplificarlo reduciéndolo a un modelo de civilización que es obviamente demostrable como mejor, como más deseable y, en todo caso, el nuestro; y como tenemos la capacidad de imponerlo, lo vamos a imponer. Uno: el mundo será más controlable porque lo controlamos nosotros. Dos: será un mundo mejor para todos porque nuestra civilización es superior. Ésa es la lógica imperial. La lógica imperial no es robar oro antes o petróleo ahora. Eso es, digamos, un plus: hay que financiar el imperio de alguna manera; pero la lógica imperial es pensar que nuestra obra civilizadora es correcta y que la violencia se justifica para salvar a la gente de su propia miseria.
El gran concepto que ha acuñado la ciencia política americana en este momento es el de «Estado fallido». Estados fallidos son aquellos cuyos gobiernos son incapaces de relacionarse con sus ciudadanos, gestionar el planeta, gestionar sus recursos. En una pequeña reunión de expertos, un científico político americano de renombre propuso directamente, que como había muchos estados fallidos que además de albergar terroristas tenían la capacidad de controlar los recursos naturales más importantes del planeta, había que crear un fideicomiso controlado por los países occidentales para gestionar los recursos naturales del mundo, para el beneficio de sus habitantes y del planeta en general, porque lo harían mejor. Quiero decir que la voluntad civilizadora es, en el fondo, una voluntad de identidad legitimadora a partir del poder del Estado. Esta identidad legitimadora se encuentra hoy día enfrentada con identidades de resistencia que surgen en todo el mundo como trincheras, con identidades de ser algo propio aunque ese algo propio no sea necesariamente lo más extraordinario. Entre las dos, la capacidad de la identidad de resistencia —y, en particular, de la identidad nacional— para convertirse en identidad proyecto que proponga algo con lo que todos los miembros de una sociedad puedan identificarse —no sólo en el pasado, sino en el futuro— es lo único que puede salvar al mundo de vivir entre aparatos de poder y comunas fundamentalistas.