Genealogía, memoria y olvido: el caso de los Valentinianos y los Tusculanos

José Enrique Ruiz-Domènec

Catedrático de historia medieval, Universidad Autónoma de Barcelona

Muy a menudo, en el estudio de la historia se pone énfasis en investigar solamente qué ocurrió, las causas de lo sucedido, el orden de los acontecimientos y sus consecuencias, y es menos frecuente que dicho análisis se proponga ‒además de hacerse las imprescindibles preguntas de rigor‒ comprender qué formas de ver el mundo influyeron en las decisiones tomadas por los individuos que protagonizaron los hechos y cómo estas condicionaron su comportamiento y el devenir de la historia. Al fin y al cabo, el análisis de la historia busca explicar lo sucedido, y esto puede consistir tanto en una recopilación de datos objetivos como en una interpretación más subjetiva y abstracta. Resulta, por tanto, sumamente revelador indagar a partir de la genealogía de una memoria que alimentaba la imagen de lo que debía ser la política y la sociedad, conservada y traspasada de generación en generación durante siglos por las mujeres de una dinastía de gobernantes, y comprobar a partir de ahí cómo dicha memoria determinó la influencia de dichas mujeres en hechos históricos de enorme transcendencia.


“La genealogía es gris, es meticulosa y pacientemente documentalista”, decía Michel Foucault. “Trabaja sobre sendas embrolladas, garabateadas, muchas veces reescritas”.[1] Por tanto, añadía, “la genealogía exige el saber minucioso, gran cantidad de materiales apilados, paciencia. Sus monumentos ciclópeos no debe derribarlos a golpe de grandes errores benéficos, sino de pequeñas verdades sin apariencia, establecidas por un método severo”.

Método severo, le decía Tony Judt a Timothy Snyder, previamente a su declaración de principios: “Las manifestaciones mnemotécnicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias e incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia”.[2] Dicho de otro modo, la memoria tiene la facultad de sumirnos en un pasado artificial, ligero y personal.

Judt, sintiendo el final de su vida, ajustaba cuentas con la disciplina. Primero en lo referente a las relaciones entre la historia y la memoria; su inevitable pelea por una herencia que no pueden rechazar ni dividir, decía cuando reflexionaba sobre los enfoques del pasado supuestamente críticos que sólo generan confusión más que perspicacia, en el bien versado de que la confusión es la enemiga del conocimiento: ¿acaso es posible interpretar sin tener un conocimiento preciso de lo que sucedió? Hay un sector que propone ese camino, camino infructuoso porque degrada la memoria y confunde la historia. Esta última es una disciplina orientada a saber lo que ocurrió, en qué orden y con qué resultados; mientras la memoria necesita de la genealogía para asegurarse la mirada escrutadora del sabio, y evitar así, por utilizar la expresión de Hayden White, el despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos providencialistas.

Nadie duda, sin embargo, de que una elisión de ese cuidado provoca una catástrofe pedagógica y una crisis en el orden social. Como señaló Shlomo Ben-Ami “cuando todo es idéntico, es que la vida de la razón ha sido herida por la propaganda visceral. La distinción, la capacidad de distinguir entre fenómenos humanos e históricos es un signo de civilización”.[3] La genealogía no nos asegura la memoria de un pueblo, pero nos aclara el camino para llegar hasta ella con solvencia. La propuesta de Foucault, como último avatar de los estudios de Nietzsche sobre la moral, define los grandes temas de uso de la memoria en el marco de una genealogía de trazos sencillos y siempre localizables en las fuentes que tenemos a mano para estudiarla. Qué interesante resulta el decisivo instante en que la genealogía descubre la naturaleza de la memoria. Qué revelador resulta ese momento que pone al descubierto la sucesión de imágenes mentales que permite profundizar en el comportamiento social del pasado. Esa sensación la tuve hace unos años al analizar los documentos que me permitieron extraer la memoria de los nobles de la sociedad feudal.[4]

Las genealogías escritas por los hombres de la iglesia que trabajaron para esos nobles me hicieron profundizar en las ensoñaciones culturales y políticas de unos individuos que vivían una situación límite como las estudiadas en los últimos tiempos por Helmuth Plessner.[5] Logré deducir en aquellos textos las palabras y los gestos con los que unos nobles europeos del siglo XII trataron de comprender los acontecimientos que marcaron el curso de su tiempo vital, llámense cruzadas, peregrinaciones o simplemente patrullas en los distritos que tenían a su cargo y bajo su responsabilidad. La satisfacción de percibir las emociones de un tiempo pasado compensó el desafío interpretativo de unos textos surgidos de una pulsión en la que la existencia individual cobraba sentido respecto al rostro de quien la miraba.

En suma, tomando la genealogía tal cual aparecía en los textos escritos con la intención de recordar algún antepasado importante surgió ante mis ojos el mundo vital de unos hombres para quienes, decía Marc Bloch, la guerra era la vida misma[6]; y por eso mismo nunca se me ocurrió abandonar el señuelo creado por ellos mismos y recurrir a la memoria de la familia para dar explicaciones de una forma de vida de tonos festivos aunque crueles, como precisó el trovador Bertrán de Born. Tampoco quise dejar a un lado ese depósito de su mirada sobre un mundo en transformación, que la genealogía nos propone con su efecto apolíneo y, por decirlo de una vez, histórico. En esta encrucijada me di cuenta de lo improcedente que resulta abandonar las únicas armas de método con que cuenta el hombre para esclarecer las fantasmagorías de imágenes y gestos, de palabras y sueños que aparecen infinitamente enmarañadas en la construcción de la genealogía. Ahí encontré las inmensas posibilidades de captar el sentido de la memoria en tiempos remotos, con la aplicación de esos dos principios metodológicos en la lectura de las novelas de ambiente artúrico, en especial el Elucidation, que plantea en su primer verso el problema del origen no como Ursprung sino como Enstehung; es decir el comienzo (el texto dice en francés “Pour le noble commencement”, v. 1) de un relato consistente en explicar el enigma de un linaje. Un triunfo del valor de una metáfora sobre la vida errante: la metáfora del Graal fija la naturaleza de la genealogía y, a través de ella, de la memoria.[7]

Esta aspiración la declara hacia 1200 el gran poeta alemán Wolfram von Eschenbach en su magnífica obra Parzival. Su línea argumentativa a este respecto puede sorprender a una persona culta de nuestra época, donde la imagen ya no es una realidad en sí misma sino un referente simbólico, pero si se la mira de cerca, sin prejuicios, el argumento del Parzival denota una alta capacidad para situar la búsqueda de la memoria del pasado en la genealogía de la familia que custodia el Graal. Así, en calidad de heredero insospechado del gran Chrétien de Troyes, Wolfram se integra, por lo menos en esta obra, en la amplia tradición de la queste iniciática de los resortes de la memoria en la gris materia de la genealogía. En efecto, la tradición de la literatura sobre el Graal fue en esa dirección, como se comprobó más adelante en el Jüngerer Titurel de Albrecht, autor a veces identificado sin seguridad con Albrecht von Scharfenberg. En todo caso, esa tradición concebida como un relato sobre la muerte, fue al mismo tiempo, he aquí su misterio, un relato sobre el triunfo de la vida de la mente sobre la vida sensorial. Una línea que vemos al final en Freud en su distinción de la Geistigkeit sobre la Sinnlichkeit en su último libro sobre Moisés.[8]

Volvamos a la genealogía. La pregunta en este momento es la misma que planteó Foucault en su análisis de la obra de Nietzsche: ¿cuáles son las relaciones entre la genealogía de la memoria y lo que se suele llamar historia? Me propongo contestar a esta importante pregunta mediante el esbozo de la lectura de dos grandes momentos de la historia universal vistos desde la genealogía.

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Primer momento. Me pregunto: ¿acaso no es la propia historia de la decadencia y caída del imperio romano, donde el uso de la genealogía es sujeto de un olvido intencionado, comparable con lo que Freud llamaría el rechazo a profundizar en el tabú que ha construido el tótem? Esta es una cuestión central en el estudio de esta historia desde que, en el último tercio del siglo xvii, Edward Gibbon descubriera los inquietantes silencios de la sociedad del siglo v. Hay una cuestión pendiente desde entonces: ¿Cómo lograr que se entienda el perfil humano de los personajes claves de esta historia sin el prejuicio de hacerlos responsables de la caída del imperio? No veo otro recurso que recurrir a la genealogía para determinar la memoria de lo sucedido: la genealogía de la dinastía que gobernó el imperio durante el siglo v, más exactamente entre 364 y 476.

Se trata, por tanto, de encontrar los rostros de los personajes que intervinieron en estos ciento treinta y dos años y buscar si en ellos hay un rasgo propiamente familiar que traspasa la individualidad para convertirse en un fenómeno de la memoria familiar. La dinastía de la que hablo es la dinastía de los Valentinianos, un grupo familiar procedente de la zona danubiana de los Balcanes. El fundador nace en Cibalis, la actual ciudad croata de Vincovci. El escritor que estuvo presente en la llegada al trono imperial de esta dinastía se llamaba Amiano Marcelino, un griego que escribía en latín. La revolución política tuvo lugar en 364, una vez se superaron los efectos del gobierno de Juliano el Apóstata. La decisión del emperador Valentiniano I en el plano político fue dejar a su hermano Valente, que era arriano, el gobierno de la parte oriental del Imperio y, por tanto, el control de la ruta del bajo Danubio. Allí, el 9 de agosto del 378, se encontraría con el destino (y con la muerte) en una batalla campal contra los visigodos en las afueras de la ciudad de Adrianópolis. La decisión en el plano familiar fue casar a su hija Gala, que tuvo con su segunda esposa Justina, con el general Teodosio, que se convertiría en emperador pocos años después.

El asombroso poder simbólico de la genealogía hacía eco así, en el devenir del Imperio romano, de la emergencia de un vínculo poderoso entre las mujeres de la dinastía de los valentinianos, un poder poco destacado en las grandes narrativas sobre esta época, pero un poder rico en imágenes y en objetos, sobre todo monedas. Estos objetos fueron durante décadas la expresión transparente de las meticulosidades y los azares de una vida: prestar una escrupulosa atención a la hostilidad con la que se ha juzgado el intento de las mujeres de la dinastía de los Valentianos de hacer frente al verdadero espíritu de la época. Este espíritu consiste en un cambio en el Imperio romano, motivado por una crisis de refugiados que comenzó en el 375, cuando los hunos acabaron con los asentamientos de alanos, ostrogodos y visigodos en las llanuras entre el Caspio y el Mar Negro. Se trata de ver el siglo v sin las máscaras de esa bella story del Declive and Fall, desde la perspectiva de unas mujeres, algo que aún se resisten a hacer las narrativas al uso; no tener pudor para ir a buscar el sentido de la history de ese siglo allí donde está, revolviendo el fondo de la genealogía de esta dinastía para entrar en la memoria de unas mujeres que sostuvieron la idea de lo que debía ser el Imperio romano en esos años de turbación.

La memoria de esas mujeres es una aguda prueba de la capacidad que tuvieron de despertar a la sociedad romana de su narcosis, sacarla del fascinum de una vida bella al que se abismaba cada vez que sucedía algo que no esperaba. En efecto, las mujeres de la dinastía valentiniana, Gala, Gala Placidia, Justa Honoria, Eudoxia, Placidia o Anicia Juliana trataron de sacar a la sociedad del abismo donde había caído por su tristitia, su melancolía, por la sensación de pérdida irreparable de su mundo vital. Sacarla del abismo era igual que curarla. ¿Significó eso que ellas trataron de liberar a la sociedad romana del siglo v de su espejo narcisista anclado en la muerte de la civilización, para atraerla hacia las indicaciones del ser dotado de razón? ¿No es acaso este combate contra la abúlica resignación de los hombres del siglo v (incluido San Agustín) el que explica que Gala Placidia accediera a contraer matrimonio con el visigodo Ataulfo, Justa Honoria tratara de hacerlo con el huno Atila, Eudoxia lo hiciera con el vándalo Hunerico, o que Anicia Juliana se negara a hacerlo con el ostrogodo Teodorico? En esos gestos que la historia tradicional nos relata como efecto de la resignación de las mujeres de los “tiempos oscuros”, actos de estupro y cobardía realizados por “bárbaros”, la genealogía ve otra cosa, y busca en el fondo de la memoria de cada uno de ellos la genealogía de una moral que configura una forma de vida.

Desengañada de la torpeza trufada de negligencia de los hombres que dictaban la política en Rávena en la década de 470, Anicia Juliana, la última de las grandes mujeres de la dinastía valentiniana y quizás la más relevante de todas, se venga de la imbecilitas, la debilidad, que permitió a Odoacro dar un golpe de Estado contra Rómulo Augusto, marchándose a Constantinopla. Desde ahí concibe un plan centrado en la elaboración, hacia el año 512, del manuscrito Discórides, hoy en la Ósterreichische Nationalbibliothek de Viena (Ms. Vindob. Med. Graec. 1). Este maravilloso manuscrito debemos verlo como un espejo crítico de los sucesos acaecidos en Constantinopla, la única capital imperial entonces, y que terminó con los herederos de Teodosio. Al comprobar la deriva moral de la ciudad, de la que se hará eco el historiador Procopio en las Anecdota (conocida también como Historia Secreta), Anicia Juliana da rienda suelta a las imágenes. Doblete cultivado de la heroína de esos años, Teodora la actriz convertida en emperatriz, introduce el valor curativo de las plantas en el engranaje mortal imaginado por el emperador Justiniano para revertir la situación del imperio en Occidente, y razona sus motivos. Imagen crítica de los procedimientos que condujeron a la Guerra Gótica que asoló Italia, Anicia Juliana es testigo de la legitimidad que el emperador no tiene. Si este, el emperador, acepta con tanta docilidad su punto de vista, aunque se expresa en complejas metáforas médicas, tal vez sea porque, como desvela Procopio, padece fuertes insomnios. El emperador que de día planea conquistar el territorio que los godos le han arrebatado al Imperio, de noche no puede dormir. Y la reunión de las leyes en un Codex es una de sus acciones preferidas para combatir la falta de sueño. Cortar una lectura crítica de su reinado sería exponerse a que este acabara por la fuerza de una rebelión popular. El miedo nocturno le hace reunir las leyes que transgrede cuando despunta el día. Noches en blanco tratando de buscar una respuesta en la historia que, sin embargo, está en la memoria de Anicia Juliana, en referencia al orden de salida heliaca de los astros, y no al orden de la sucesión de los acontecimientos, hechos regulados por el tiempo de la política y no por el tiempo de los símbolos. Esta postura nos conduce al curso de los enunciados que marcaron el devenir del pensamiento bizantino sobre lo que acertadamente ha escrito Silvia Ronchey: la ricossa bizantina sobre el pasado pone de relieve siempre las heridas de la historia.[9]

No profundizaré en la exégesis del Discórides: he aludido al célebre manuscrito simplemente para recordar el poder de la memoria, no como recuerdo indicioso, activo, como aparece en el acto de la rememoración, sino como el depósito de la mente que, con el recurso a la genealogía, consigue la recuperación del pasado de los individuos que padecen los acontecimientos. Una genealogía sobre la cual se depositan, fragmento tras fragmento, las brillantes ilustraciones que en forma de leyendas, mitos o vivencias personales permiten entender el pasado sin necesidad de recurrir a un relato que, por fuerza, tiene que estar manipulado.

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Segundo momento. El estatuto de la genealogía, en la percepción del mundo de las mujeres de la dinastía de los valentinianos, es semejante al evocado por las mujeres de la dinastía de los tusculanos de Roma a finales del siglo x. Con una diferencia. Mientras en el primer caso se trataba de entender la razón del imperio romano en el siglo v y, al cabo, los motivos de su violenta desaparición por parte de Odoacro, en el segundo caso se trata de percibir la necesidad del poder del papa de Roma durante el siglo x, al que quizás por ese motivo se ha calificado de “siglo de hierro”. En ambos casos, sin embargo, la memoria de las mujeres es sedimentación de las ideas fraguadas en la familia, es decir, la expresión de una genealogía. Y es también una visión sensorial del mundo que se resiste a ser la visión de las visionarias que tanto interesó a las monjas de la Edad Media. Potencia de la palabra-imagen, como algo hipnótico, proferido a través del arte de la urbanidad heredada de la corte de los Otones.[10]

Observemos las circunstancias. En el año 905, el último de los carolingios con interés por Roma, Luis el Ciego, ascendía a Teofilacto, conde de Túsculo, a comandante en jefe de los ejércitos de la ciudad; el resto de la nobleza aceptó lo inevitable y lo proclamó “cónsul”. El cargo le dio potestad para nombrar al obispo de Roma, es decir, al papa. Es lo que hizo en la persona de Juan X (914-928).[11] ¿Dónde se sitúa la genealogía en este cuadro histórico de la Roma del siglo x? ¿Dónde emerge la memoria de la familia de los Tusculanos o Teofilactos? Las crónicas no lo dicen; yo imagino que aparece dentro de la trama genealógica. Su lugar es la Roma del siglo x: ciudad de ruinas y monumentos enigmáticos, de viejos templos vacíos, de ambiciones y bastardías, amalgama de decorados.

Los Tusculanos se mantuvieron en el poder durante las siguientes dos generaciones en las personas, primero, de sus dos hijas Teodora y Marozia (de la que hablaré más adelante) y después del hijo de ésta, Alberico II, que llevó el título de duque y senador de los romanos entre 933 y 954. Estos tres personajes, aliados entre sí, o aliados con otros nobles, fueron los responsables del nombramiento de los papas durante cuarenta años, de 910 a 950. Alberico II fue el único responsable de la elección del papa León VII (931-939), al que unía una gran amistad con el reformador monástico Odón de Cluny, que intervino en la renovación de los tres monasterios de la ciudad, San Pablo, San Lorenzo y Santa Inés. Pero su figura de “duque-senador”, príncipe sin título, era una figura frágil, el negativo de lo que estaba sucediendo en el Imperio con el ascenso del duque de Sajonia Otón I tras su victoria sobre los magiares en la batalla del rio Lech (955).

El miedo trufado de orgullo desmedido transforma la política a veces en una comedia de costumbres. Así fue en Roma en 955. Alberico II se sintió seguro por los continuos halagos que recibía. No le importó tomar una decisión que hizo saltar a la luz pública el escándalo que llevaba décadas silenciado, la subordinación de la Santa Sede a las ambiciones de la familia de los Tusculanos. Ya no se trataba de apoyar a uno de los suyos, sino de situar en el solio de Pedro a su propio hijo, un adolescente de dieciséis años, promiscuo y bravucón. Ni siquiera el cambio de nombre (se quiso coronar papa con el nombre de Juan XII), impidió que las quejas llegaran al poderoso duque sajón. Pero Otón I esperó la oportunidad con paciencia, según su costumbre. Las noticias llegadas del palacio de Letrán no necesitaban vedar cualquier vibración de hostilidad: hablaban por sí solas. Juan XII había convertido un ala del palacio en un burdel, donde colocó su harén personal, incluso se comentaba que había mantenido relaciones incestuosas con su madre. La sociedad comenzó a darle la espalda; eso obligó a los Tusculanos a adoptar una posición defensiva, pero no así a su engreído vástago. Ante el cada vez mayor aislamiento y la sensación de peligro, este buscó apoyo en el poderoso duque de Sajonia. Fue un error político. Otón I le exigió a cambio de protección la diadema imperial. No dudó en dársela y así, en 962, le coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Pensó que podría controlar a su ambicioso huésped, pero no fue así. Ante una de sus muchas torpezas, el emperador Otón I reunió un sínodo de obispos en la mismísima basílica de San Pedro, en Roma. Lo sometió a juicio por múltiples cargos de inmoralidad; lo depuso y nombró papa a alguien de su confianza, León VIII. Se abrió así la puerta a los viejos adversarios de los Tusculanos, los Crescencios, cuyas propiedades estaban en las colinas sabinas, al sur y al este de la ciudad. En lugar de la demagogia romana, del rencor hedonista de Juan XII emerge en este momento una familia que cree que Roma es la ciudad eterna. Por eso, los Crescencios se convierten en maestros de la historia para hacer de ella un uso paródico. La veneración a los monumentos se convierte en una mimesis; el respeto de las viejas tradiciones, en disociación sistemática. 

Juan XIII (965-972) fue el primer papa de los Crescencios, y fue él quien apoyó que su hermano Crescencio I se convirtiera en prefecto de la ciudad con el beneplácito de la tía del papa, que no era otra que Marozia. La genealogía de las mujeres Tusculanas aún tenía algo que decir. Más si sabemos que Juan XIII aprovechó la llegada de la princesa Teofanes, prometida al hijo del emperador, que se llamaba Otón como él, y sería el futuro Otón II. Se le ve contento al retomar por su propia cuenta lo que su familia rechazaba por entonces. No se trataba de sostener el pasado a cualquier precio, sino de reconstruir la genealogía que reactivara la memoria de la ciudad. Por eso quiso arriesgar con la nueva pareja, celebró su matrimonio y se hizo testigo del magnífico documento esponsalicio en el que Otón II reconocía que su esposa también era digna del trono. Tal fue, en efecto, la apuesta de este papa de los Crescencios; escenificó un acuerdo con el Este apoyando la creación del arzobispado de Magdeburgo, en la frontera del Elba. Pero sus proyectos no pudieron superar su propia muerte en 972. La familia regresó al rencor y se perdió en una rápida sucesión de crímenes. El conde de Spoleto, en nombre del emperador Otón II, se apoyó de nuevo en la genealogía para recuperar la memoria de la ciudad y situó en el solio de san Pedro a Benedicto VII, que en realidad era la propuesta del regreso de los Tusculanos, los únicos capaces de hacer de la historia un uso genealógico, es decir, un uso rigurosamente antiplatónico. El resto fue fácil. Una vez se habían vuelto a instalar, repitieron el modelo de la familia con el apoyo de los emperadores Otón III y Enrique II. Pasado el milenio, nombraron papa a Benedicto VIII (1012-1024), que no era un protegido de la familia, sino un miembro de ella. Era hijo del conde Gregorio, jefe del linaje en esos años, y ambos dirigieron la revuelta para expulsar a los Crescencios del poder. Aunque Benedicto VIII trató de tomar distancia de su familia, le resultó difícil. Su hermano Alberico III nombró a uno de sus hijos papa, el cual, emulando a su tío, se puso el nombre de Benedicto IX (1032-1056). Un papa del que se dijo que respondía al perfil de los Tusculanos: se dedicó al sexo de todas las formas posibles, a amasar dinero y a organizar asesinatos.

Una vez visto lo visto, ¿quién negará que en tiempos de los Tusculanos en Roma la vida política se convirtió en un vaivén de mentiras, amenazas, peligros, escollos, riegos de muerte, torturas, sobornos y chantajes como había ocurrido con la vida política del Imperio romano en Rávena en el siglo v? De ahí el recurso a un juicio de valor (“siglo de hierro”), la dimensión hedonista de los Tusculanos, el choque con los Crescencios, en el que se percibe que uno de los dos grupos familiares representaba la libido y el otro el equilibrio, uno la fuerza primitiva, el otro el respeto a la moral. Pero debió de haber algo más que eso, algo que los cronistas de la época silenciaron y los historiadores modernos no han querido analizar.

Recordemos la regla básica: la genealogía busca en el interior de la memoria los aspectos del pasado que la historia no logra explicar. Es preciso situar en su debido lugar los acontecimientos, sus sacudidas y sus sorpresas, para situarlos dentro de los atavismos y de las herencias de una familia cuyo comportamiento, al repetirse, condiciona la vida política. Si nos acercamos así al mundo de los Tusculanos y los Crescencios en la Roma del siglo x, ¿cómo no recordar que en muchas de sus actuaciones se comportan como personajes, en el sentido clásico del término, como individuos que ofrecen a los ojos ajenos una imagen, una máscara para ocultar su verdadero comportamiento? Al igual que en el teatro clásico, el conjunto de actuaciones reunidas en el Liber Pontificalis (Libro de los Papas) recogen con el nombre cómodo, inocente en parte e impreciso de “pornocracia”, una forma de vida que no tiene explicaciones desde la historia pero sí desde la genealogía. Simplemente porque la genealogía es capaz de conjurar el espanto o, mejor dicho, de desviar el objeto oculto de ese espanto.

Recordemos a propósito de esta necesidad de recurrir a la genealogía para situar la moral en Roma en el siglo x los episodios de la vida de la célebre senatrix Marozia, hija de Teofilacto y madre de Alberico II. En contra de la versión canónica forjada en el Liber Pontificalis resumida por Paolo Brezzi, lo que me interesa resaltar aquí no es su papel en la crisis política de su tiempo, sino la mirada femenina sobre un mundo que nos resulta extraño y, por tanto, siniestro.[12]

A Marozia le importaba poco la espiritualidad de los reformadores monásticos, quizás por eso Gibbon la tildó de prostituta; al contrario, le gustaba el contacto con telas, terciopelos, sedas, madrás, tafetanes, rasos y cretonas. Los amontonaba y buscaba más. Paralelamente, buscaba una explicación de la vida que no fuera la de ser hija y madre, por tanto mediadora, como se aconsejaba a las mujeres para emular la figura de la Virgen María. Seguramente fue ambiciosa, como lo fueron su padre y su hijo, al comprender la naturaleza del poder como origen del gozo, pero ambiciosa de lo visual, para quien un trono lo era todo. Conspiró para ello en compañía primero del papa Sergio III, de quien se dijo que había sido su amante y el padre del hijo que luego reconoció su marido ‒¿acaso no es esto la pornocracia?‒. Su boda con su cuñado Hugo de Arles fue otro acto de gran visualidad, y no se equivocó: puso en jaque a su propio hijo Alberico II. Cuando decidió apartarse del mundo, los rumores apuntaban a que era el hijo quien la había encerrado en el castillo de San Angelo.

Así, con Marozia en el siglo x, nos situamos en el polo adicional de Anicia Juliana en el siglo v; cuando esta se plantea la primacía de las imágenes como metáfora del mundo. Marozia sitúa el tacto, quizás incluso el olfato, como el elemento que ofrece la extrema proximidad del otro, esos hombres a los que las crónicas convierten en amantes, desde el papa Sergio III al rey Hugo de Arles (por no hablar de los demás). Se trata del recurso que, desde la genealogía de su moral, tiene para advertir la sensación más cercana, más profunda, la que la piel experimenta, desde los primeros momentos de la existencia; tacto, olfato, quizás gusto, frente al poder de lo visual. Y quizá cualquier relato de comprensión del universo femenino que hay tras la imposible comprensión de los cronistas papales (al cabo, clérigos resentidos por su condición de célibes) sea en definitiva la expresión del mundo-otro que ella quiso para sí y los suyos.

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Cinco siglos antes que Lucrecia Borgia, una mujer de Roma que según sus contemporáneos había perdido la diritta via, la vía recta, Marozia necesitó conocer el sentido de unos actos que la llevaron al sombrío y amargo bosque de sus pasiones. Aquí podría intervenir el recurso a sus sueños, que debió de tener, pero cuyos contenidos desconocemos. Pero probablemente tendrían que ver con el mito de la esfinge, la que señala el destino de Edipo en relación con su madre. La esfinge es la encarnación del tacto, de la pujanza carnal, pero también aquello que impide a una mujer a alcanzar la plena madurez. Hay en ese comportamiento que tanto confundió a los cronistas un desvío en la forma de entender la vida. Y aquí aparece el sujeto de este análisis porque, como escribió Foucault, “la genealogía se encuentra en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar el cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructor del cuerpo”.

No vacilemos en saltar siglos y culturas: mientras la genealogía posea el valor de celador de la moral que explica la historia, nos encontraremos con casos como las mujeres de la dinastía valentiniana y mujeres como las de la dinastía de los tusculanos: unas tratando de entender por qué el Imperio romano debía desaparecer para que naciera Europa, y otras tratando de explicarse por qué eran necesarios los terrores del año 1000 para que germinase la reforma de la Iglesia, lo que al final se llamó la reforma gregoriana. En el siglo v, ellas supieron que el futuro estaba vinculado a los pueblos que acaban de entrar en el imperio, godos, hunos o vándalos; en el siglo x, ellas vieron necesario ir más allá de su función mediadora que las llevaba de ser hijas a madres.

¿Qué significa ver el tránsito del pasado al futuro desde la mirada que ofrece la genealogía? No otra cosa que lo que Nietzsche denominó con uno de sus poderosos conceptos: Entstehungsherd, la cualidad de lo emergente que vela las fronteras de la memoria y el olvido, y las formas de creación de los espacios que hay entre ambos. La historia es otra cosa. Significa que al reconstruir un escenario especial, fin del Imperio romano, fin del primer milenio, descubrimos junto a los relatos pausados de una crónica oficial que se debate en no decir demasiado, las vivencias de unos personajes, casi siempre mujeres, que ofrecen una lectura diferente de la sucesión de acontecimientos, y que en definitiva no es más que una nueva visibilidad del pasado al servicio del futuro.

Notas

[1] Michel Foucault, « La Généalogie, L’Histoire », en Hommage à Jean Hyppolite, París, PUF, 1971, p. 145.

[2] Tony Judt, Pensar el siglo XX. Madrid, Taurus, 2012, p. 267.

[3] En el prólogo al libro de Idith Zertal, La nación y la muerte, Madrid, Gredos, 2002, p.16.

[4] José Enrique Ruiz-Domènec, La memoria de feudali, Nápoles, Guida, 1992.

[5] Helmuth Plessner, “Lachen und Weinen. Eine Untersuchung der Grenzen menschlichen Verhaltens”, en Philosophische Anthropologuie. Frankfurt, 1970.

[6] Marc Bloch, La société féodale. Paris, Colin, 1929.

[7] The Elucidation. A prologue to the conte del Graal, ed. A.W. Thompson, Nueva York, 1931. Véase al respecto el esclarecedor estudio de R. Howard Bloch, Etymologies and Genealogies. A Literary Anthropologu of the French Middle Ages, Chicago & Londres, The University of Chicago Press, 1983.

[8] Sigmund Freud, El hombre Moisés y la religión monoteísta, Madrid, Alianza, 1998.

[9] Silvia Ronchey, “Quel simbolo conteso dalle fedi in guerra nell’antica Neapolis, le ferite della Storia”, en La Repubblica, sábado 17 de octubre de 2015, p. 13. En todo caso ver su Lo Stato bizantino. Turín, Einaudi, 2002.

[10] C. Stephen Jaeger, The origins of courtliness, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1985.

[11] P. Toubert, Les structures du Latium Médiéval, Roma, École française de Rome, 1973, y R. Davis, The Lives of the Ninth-Century Popes, Liverpool, 1995.

[12] La visión clásica en Horace K. Mann, The Lives of the Popes in the Early Middle Ages, Londres, Kegan Paul, 1910, actualizada por P. Brezzi, Roma e l’imperio medioevale. Bolonia, 1946. Modernamente, E. R. Chamberlin, The Bad Popes, Nueva York, The Dial Press, 1969; Peter Stanford, The She-Pope: A Quest for the Truth Behind the Mystery of Pope Joan, Londres, Heineman, 1998 y Elizabeth Abbott, Mistresses, A History of the Other Woman, Overlook Press, 2010.