En el Mediterráneo conviven una serie de cocinas tradicionales que, en su diversidad, presentan unos rasgos y una filosofía comunes, fruto de los intercambios y la cohesión histórica de la región. A través de los acontecimientos históricos, como la entrada de nuevos productos procedentes de Asia (berenjena) o América (tomate, patata, pimiento o calabacín), podemos rastrear las lentas variaciones y los cambios culinarios producidos a lo largo de los siglos, siempre guiados por la frugalidad, la convivialidad y una serie de técnicas comunes y muy antiguas como el relleno, el uso de especias, el picoteo o las picadas y los majados. Así, la cocina mediterránea, en toda su diversidad, constituye una fuente de cultura, tradiciones y socialización, un legado lleno de secretos, sabores y aromas que debemos cuidar y preservar.
Al viajar por el Mediterráneo, recorriendo sus costas, ascendiendo escarpadas montañas, remontando ríos y más allá de las tierras fértiles y los desiertos, se pueden visitar ciudades, pueblos y pequeños asentamientos, se entra en contacto con gente diversa: habitantes de ciudades que acuden a mercados bien abastecidos y tienen a su alcance restaurantes de todo tipo; campesinos que, en sus mercados semanales, venden su limitada producción; semi nómadas y nómadas y, desde luego, extranjeros y turistas más o menos receptivos al entorno. Pero, sobre todo, se entra en contacto con muchas mujeres que continúan a cargo de los fogones familiares y que, a veces, tienen la complicada misión de procurarse los alimentos necesarios para la supervivencia de sus familias.
Así, se puede constatar la unidad y la diversidad de las cocinas del Mediterráneo. Cocinas en las que se conservan las huellas de las aportaciones de las diversas civilizaciones que se han sucedido a través de los siglos. En esta cuenca, encrucijada de tres continentes, los hombres se han enfrentado, invadido las tierras de sus vecinos, luchado por establecer su hegemonía o imponer sus ideas y creencias. Pero algunos prefirieron aprender de los demás y, a su vez, transmitir sus conocimientos, poner en circulación mercancías y compartir técnicas de diferentes ámbitos. Esta actitud fue la que llevó a la actual configuración de nuestro Mediterráneo. Fernand Braudel, el reconocido historiador del Mediterráneo, decía que deberíamos tener en cuenta las culturas de los promontorios rocosos, ya que allí aún se puede encontrar una suerte de memoria histórica de las antiguas civilizaciones mediterráneas que precedieron a los grandes imperios y asentamientos posteriores. Esto no solo es así en las cordilleras, sino también en algunos profundos valles a los que se accede por desfiladeros casi impracticables, y en islas que, durante siglos, vivieron en las fronteras de la historia. Lo que dice Braudel refiriéndose a la historia en general puede trasladarse a la cocina, en la que recetas, utensilios curiosos y técnicas de cocción arcaicas aún pueden verse y nos recuerdan a nuestros antepasados. Salvando estos reductos, el Mediterráneo fue, como se ha repetido hasta la saciedad, una encrucijada de caminos y un espacio de intercambio constante desde la Antigüedad. El ritmo de incorporación de los nuevos productos a la alimentación mediterránea varió bastante, pero fue lento y sostenible; no como en el caso de las recientes irrupciones violentas y desestabilizadoras. Desde que los nuevos productos fueron conocidos por los europeos hasta que alcanzaron una importancia real en los nuevos sistemas alimenticios pasó mucho tiempo. Huelga decir que no faltaron excepciones ni diferencias notables entre regiones y clases sociales.
Merece la pena destacar el papel protagonista de los árabes, que conectaron Oriente Medio con el Mediterráneo, y el de España, que actuó como puente entre América y Europa y fue líder en la incorporación de los productos americanos. La llegada de una larga lista de productos tras el descubrimiento de América supuso una auténtica revolución que cambiaría por completo la alimentación no solo en el Mediterráneo, sino también en Europa y en el mundo entero. También es verdad que algunas especias habían llegado con anterioridad, gracias al comercio de fenicios y griegos, y sabemos que los mercados del Egipto faraónico, los romanos o los medievales ya estaban bien abastecidos de productos exóticos.
Los orígenes fueron frugales, lo cual marcó de forma indeleble a las culturas mediterráneas. Nada se podía desperdiciar. Ejemplo de ello es el pan, alimento omnipresente y alrededor del cual las diferentes religiones han desarrollado toda una serie de rituales y supersticiones que muestran todo el respeto que se merecía: bendecirlo antes de cortarlo; hacer unos cortes sobre la masa antes de hornearlo; no poner las hogazas boca abajo; si caía al suelo, recogerlo inmediatamente, limpiarlo y besarlo o llevárselo a la frente disculpándose o considerar de mal augurio que, al partirlo, se descubrieran grandes agujeros en su interior, pues alguien iba a fallecer próximamente. Tirar pan era, evidentemente, algo que no se podía hacer de ninguna de las maneras y, por muy seco que estuviera, tenía que aprovecharse de alguna forma, ya fuera mediante unas sencillas sopas, que solo requieren pan duro puesto a remojar en agua y se cuece con ajos, aceite, sal y hierbas —tomillo, orégano, hinojo, salvia o romero, en definitiva, lo que se recolectara en la zona—, ya, en función de los gustos y las posibilidades, con algo más que se tuviera a mano, huevos, sin ir más lejos. El pa fonteta de Mallorca, como su nombre indica, nos habla del pan duro que se lleva a la fuente, es decir, que se remoja y al que se añade, una vez escurrido: cebolla, pimientos verdes, tomates picados, aceitunas partidas, un buen chorro de aceite de oliva, vinagre y sal, y se acompaña de encurtidos: alcaparras e hinojo marino. Resulta un plato de lo más vistoso. Las sopes mallorquines se hacen con el pan moreno típico de esta isla, cortado en finas rebanadas, que se dispone seco en el fondo de una olla de barro y encima se vierten col, acelgas, coliflor, setas, cebolla, perejil; se adereza todo con sal y pimentón, se cubre con agua y se deja cocer. Para acompañar, aceitunas y encurtidos: alcaparras, hinojo marino y pimiento verde crudo.
El pain perdu, en Francia, o las torrijas, en España, son otras formas de aprovechar el pan seco. Las rodajas de pan se ponen en remojo en leche o vino, que se puede aromatizar con canela, luego se pasan por huevo y se fríen en aceite. Espolvoreadas con azúcar o rociadas con miel, han hecho las delicias de muchos niños que no podían acceder a bollería más cara y elaborada.
Vamos a rastrear ahora cuatro verduras: la berenjena, el calabacín, el pimiento y el tomate. Hoy están plenamente incorporadas al mundo mediterráneo, se encuentran en los mercados más remotos, se cultivan en múltiples variedades, incluso en los oasis de los desiertos, y se hallan presentes en un buen número de recetas sin que mucha gente se plantee si siempre estuvieron aquí o no, y en este caso, cuándo llegaron y de dónde venían.
Cuatro verduras
Antes de empezar, y a modo de curiosidad, recordemos que, según la botánica, se trata de frutas, aunque comercialmente se hable de ellas como verduras u hortalizas.
La berenjena
El viaje de la berenjena hasta asentarse en el Mediterráneo se conoce con bastante certeza. Su origen estaría en el sudeste asiático, en India y, desde allí, habría alcanzado Persia. Una vez allí, los árabes, vía Oriente próximo y el Magreb, la habrían llevado a España en la época de Al-Ándalus. La berenjena, en español, albergínia, en catalán, aubergine, en francés, nos remiten al árabe y al persa, al badingana. Durante largo tiempo, esta verdura arrastró una mala fama notable, fue considerada afrodisíaca y, al ir asociada desde siempre a los moriscos y judíos, causó el consabido rechazo en la Europa cristiana sometida a la Inquisición. Sin embargo, fue muy apreciada por los cocineros árabes de la época clásica, y se dice que el califa Al-Wahiq era capaz de comerse cuarenta de una sentada. En Turquía, en la época otomana, se la hizo responsable de unos quinientos incendios, dado que la gente acostumbraba a asarlas, sin mucha precaución, a las puertas de sus casas. La berenjena está presente en multitud de recetarios andalusíes y en los recetarios sefardíes del Imperio otomano y del Magreb, y llegó a alcanzar un gran nivel de popularidad a partir del siglo XVIII. Dichos y versos burlescos convertidos en rimas y canciones ayudan a memorizar sus virtudes y recetas. Entre los más populares que hablan de las berenjenas y la forma de cocinarlas, están los recopilados en la isla de Rodas en la obra Siete modos de guisar las merendjenas.
También la encontramos en numerosas obras literarias que van desde El Quijote de Cervantes, hasta el elogio que Gabriel García Márquez hace de ella en El amor en los tiempos del cólera, pues también acabó llegando a América.
El tomate
El tomate, el calabacín y el pimiento fueron traídos de México por los españoles en el siglo xvi. En el caso del tomate, tomatl en náhuatl, las especies silvestres que se daban en América eran de pequeñas dimensiones y parece ser que no formaban parte de la dieta indígena. Los mestizos y los españoles lo cultivaron y modificaron, aumentando el tamaño del fruto, tal y como ocurrió con el pimiento. Al llegar a Europa, se desconfió de esta solanácea, tal vez porque es de la misma familia que la belladona, el beleño y la mandrágora, y al tener más interés las aplicaciones medicinales de estas plantas, se pensó que también habría de ser así con los tomates y que su uso, desde un punto de vista culinario, no tenía razón de ser. Por lo tanto, al principio solo se planteó su utilización con fines medicinales y con mucha prevención. El cultivo en jardines botánicos, como curiosidad, fue otro de sus destinos, pues sus frutos eran sumamente decorativos. En España, en el siglo XVI , Gregorio de Ríos, sacerdote encargado del jardín botánico de Aranjuez, auspiciado por Felipe II, dijo que era una planta que producía manzanas rojas sin olor y que se podría hacer alguna salsa con ellas. Su nombre, manzana de oro o manzana amoris —se creía que tenía virtudes afrodisíacas— pasará al italiano dando lugar a su nombre actual, pomodoro.
El pimiento
El pimiento es otra solanácea cuyo origen se sitúa en Perú y Bolivia, en los Andes Centrales. Sabemos que se cultivaba en la época precolombina en México y que, tras una etapa en la que Colón trajo las simientes al Mediterráneo, empezó un largo periplo. En los tiempos en que España y Portugal controlaban el comercio con Asia, alcanzó Extremo Oriente, y hoy se cultiva en todos los continentes. Se consume fresco o seco, crudo o cocinado, o molido, como sería el caso, entre otros, del pimentón. Las especies cultivadas fueron sometidas a numerosas hibridaciones que dieron lugar a múltiples variedades. Sus diferentes formas, tamaños y colores, sus sabores y sus usos son extremadamente variables, aunque los frutos más grandes y dulces no se consiguieron hasta principios del siglo XX. Sobre lo dicho se plantea una duda. En la literatura romana se hallan referencias a lo que podrían ser pimientos, y si esto fuera exacto, deberíamos considerar otras hipótesis que implicarían al norte de Europa y a los viajes de los vikingos hacia costas americanas y, por tanto, cabría la posibilidad de que esta verdura hubiera llegado a Europa por dos vías.
El calabacín
El calabacín, originario del sur de Norteamérica y Mesoamérica, donde se dan especies silvestres, fue una de las plantas más antiguas en ser cultivadas, posiblemente de forma simultánea por varias culturas. Tras los viajes de Colón, su cultivo se extendió a Europa, donde las diferentes variedades fueron muy populares desde la Edad Media. Como sucedió con las anteriores verduras, desde el Mediterráneo fue introduciéndose en la alimentación y su cultivo se extendió por todo el mundo. Fue una verdura que no despertó grandes recelos, como otras, y siempre se han alabado sus propiedades dietéticas y culinarias. El resultado ha sido una gran variedad de recetas en las que aparece sola o como acompañamiento.
El caso es que, en el siglo XVIII, estas verduras ya estaban totalmente integradas y se cultivaban en todas las riberas y tierras adentro. Hoy cuesta imaginar la cocina mediterránea sin estas cuatro verduras, sin un buen sofrito de base para muchos guisos, como acompañamiento de carnes y pescados, en las pizzas y cocas, en sopas y cremas, rellenas y en ensaladas. Todas se comen crudas o cocidas, excepto la berenjena, que siempre se utiliza cocida. Estas cuatro verduras se hallan en muchas recetas que se declinan en distintas variaciones regionales, los platos cambian de nombre, algún ingrediente puede desaparecer; otro, incorporarse; los condimentos, las especias y las hierbas varían, y las técnicas de elaboración y presentación también tienen sus matices, pero no dejan de estar estrechamente emparentadas.
En la península ibérica lo llaman pisto, en todo el norte de África encontramos estos ingredientes combinados para preparar la chukchuka, en el sur de Francia la ratatouille, en Italia, en Turquía, en Grecia, en Palestina, en el Líbano… no hay ribera que no tenga su plato con estos ingredientes. Las variaciones se producen, sobre todo, en el uso de las especias con las que se van a condimentar estos platos. Las proporciones también varían según las costumbres de cada cultura y en función del gusto y la tolerancia al picante. Así, podremos encontrar pimienta negra, comino o guindillas, y en cuanto a las hierbas, laurel, tomillo u orégano. Eso sí, la cocción siempre se hace a fuego lento, como recuerda el nombre que se le da al plato en el Magreb, que hace referencia al sonido del guiso en el fuego; otros dicen, en cambio, que hace referencia a la costumbre de mojar pan en él.
En la isla de Mallorca, a estas cuatro verduras: berenjena, calabacín, pimiento y tomate, se suma otro ingrediente, la patata. Considerado un plato tradicional, como dicen los franceses, du terroir, podemos afirmar, sin embargo, que tal como se prepara hoy, no puede ser anterior al siglo XVI, y que las patatas solo empezaron a ser consideradas como alimento apto para el consumo humano a partir del siglo XIX, como remedio contra las hambrunas. En el caso del tumbet mallorquín, las patatas se pelan, se cortan en rodajas y se fríen. Una vez escurridas, se disponen en el fondo de una cazuela de barro. A continuación, se sigue el mismo procedimiento con las berenjenas y los calabacines y, finalmente, se fríen unos ajos y unos pimientos verdes troceados, se añade tomate triturado, sal, pimienta negra y, en este caso, la hierba aromática invitada será el laurel. Se deja cocer a fuego lento y se vuelca sobre las verduras de la cazuela de barro. Se trata de un plato principal, que se puede acompañar, en todo caso, de pescado o unos huevos fritos.
Rellenar
En el Mediterráneo, si bien el clima es en general suave, las tierras nunca han sido demasiado generosas para los cultivos y la ganadería. El consumo de cordero, cabrito, cerdo o ternera siempre ha sido escaso, solo en días festivos y en las casas acomodadas se podían presentar piezas enteras. Las aves de corral, el conejo o la caza pequeña sí estaban al alcance de todos en el mundo rural; por lo tanto, era primordial aprovechar la pieza en su totalidad, ya fuera en embutidos o rellenos. En cuanto al consumo de pescado, hasta finales del siglo XIX estuvo restringido, sobre todo a causa de los problemas de conservación, a las costas próximas a zonas de pesca, aunque también es verdad que se consideraba como una vianda inferior a la carne y asociada, entre los cristianos, a los días de penitencia.
Las sobras bien acomodadas pueden dar lugar a platos deliciosos e incluso prestarse a elaboraciones refinadas dignas de las mejores mesas; ya dijimos que despilfarrar no entraba en los esquemas de las culturas mediterráneas, marcadas por la sobriedad. Así, croquetas y albóndigas de carne, pescado o verduras están presentes en todas las cocinas. Puestos a rellenar, tenemos aves, pollos y palomos, carnes de mayor tamaño que pueden dar lugar a platos espectaculares, y los pescados también se prestan a ello. Se rellenan intestinos para hacer embutidos y salchichas, como por ejemplo el merguez del norte de África, una salchicha muy roja, muy especiada y, a veces, muy picante que se prepara con carne picada de ternera o cordero, semillas de comino, hinojo, cilantro, pimentón, pimienta de cayena y otros condimentos. Según el carnicero o la casa en la que se elaboren se añadirá ajo, harissa, canela, pimienta negra, zumaque, etc. Todas las verduras mencionadas son susceptibles de ser rellenadas, así como otras muchas como las alcachofas, las calabazas, las cebollas o las patatas.
En todo caso, la proporción de carne siempre es escasa, puesto que otras verduras, legumbres y cereales compiten por el espacio. Hay verduras que, si bien no son rellenables, permiten recibir un relleno de forma diferente. Es el caso, por ejemplo, de la col, de las pencas de las acelgas o de las hojas de viña, cuya titularidad se disputan diferentes culturas.
En todo caso, si bien es verdad que hay variaciones en los ingredientes, es en la carne que se utilice donde van a poder observarse diferencias. En función de los requerimientos religiosos (hallal, kosher) tendremos rellenos con carne de cerdo, ternera o cordero. Un relleno sin carne especialmente delicioso es el de las delicadas fiori di zucca, flores de calabacín rellenas, rebozadas y fritas, auténticamente exquisitas. El secreto está en que las flores han de ser muy frescas, y por ello se han de recolectar a primera hora de la mañana, antes de que se abran, lavarlas con cuidado y secarlas con más cuidado aún. Hay quien las rellena de mozzarella, quien de ricotta acompañado de anchoas o frutos secos picados y alguna hierba aromática. La masa del rebozo, aparte de agua, harina y clara de huevo, debe llevar un poco de cerveza, batirla bien y dejarla reposar. Las flores, una vez rellenas y cerradas, se tienen que rebozar y freír inmediatamente en abundante aceite muy caliente y, al sacarlas, hay que dejarlas escurrir y comerlas antes de que se enfríen.
Picoteo
La comida no solo es alimento, sino también un tiempo para compartir. Siempre se ha dicho que la convivialidad que conlleva la hospitalidad era inseparable de la cocina mediterránea. Ser invitado e invitar es señal de amistad. No en vano Amin Maalouf, el gran escritor libanés, recoge en sus Cruzadas vistas por los árabes un comentario de Saladino afirmando que no estaba dispuesto a compartir mesa con alguien con quien tenía intención de enfrentarse. Cocinar exige tiempo; procurarse los productos, elaborar los platos y disfrutar en la mesa conlleva toda una serie de rituales y códigos: la disposición de los comensales a su alrededor, las bendiciones, el servicio prioritario a invitados y personas de más edad, las alabanzas a los platos y a la cocinera y, para terminar, la sobremesa, especialmente en días festivos: entonces, puede prolongarse hasta la hora de la cena, cuando reaparecen platos diversos, sin apenas retirar la mesa anterior. En el Líbano se llama mezzé, en España, tapas y, entre un extremo y otro del Mediterráneo, ya sea en Italia, Grecia, Turquía o cualquier otro lugar, los bares y cafés son espacios para la bebida, la comida y la tertulia. No hay recibimiento en un hogar, por sencillo que sea, que no se acompañe de un café o té y, según la hora, de unos pastelillos, unos frutos secos o algún platillo o bocado.
El origen de la palabra tapa vendría de la costumbre de tapar las copas o los vasos de vino en las tabernas y mesones de la España medieval con un trozo de pan para proteger la bebida. Sea cierto o no, en España, ir de tapas se refiere, esencialmente, al consumo que se hace en locales donde se sirven estas acompañadas de una bebida y, muchas veces, el tapeo implica una itinerancia de un local a otro. Existe una gran variedad de zonas de tapeo en España, y en cada una rigen hábitos y costumbres diferentes, tanto en la tapa en sí, como en la bebida que la acompaña y la forma de pagar. Si en Andalucía el fino o la manzanilla se sirve con una croqueta, unas aceitunas o un encurtido, sin necesidad de pedirlo y de forma gratuita; en el País Vasco, con un vino, una sidra o un chacolí (txakolin), la costumbre es pedir unos montaditos: sobre un trozo de pan se coloca un pimiento de piquillo relleno, un trocito de bacalao, un poco de ensaladilla, etc., y se sujeta con un palillo. Para pagar, se cuentan los palillos. En Galicia, Cataluña, Levante y centro peninsular, las modalidades varían, pero la afición persiste. La lista de tapas es inmensa: aceitunas rellenas de mil maneras, encurtidos de todo tipo, mejillones, gambas al ajillo o en gabardina, calamares, tortillas, fritura de pescado, callos, ensaladillas, croquetas, embutidos, morcillas, cecinas, quesos, etc. Presentadas sobre un trozo de pan, en cazuelitas, en un pincho, se trata de despertar el apetito y favorecer la conversación. También en las casas particulares, bodas y recepciones oficiales, el tapeo estará presente, será bienvenido y, en ocasiones, podrá ser incluso más abundante y espectacular que la comida que se sirva a continuación.
En el otro extremo del Mediterráneo, el mezzé libanés llega a cotas insuperables. Es verdad que tanto en los países de la ex Yugoslavia, en Grecia y Bulgaria, como en Egipto, Turquía, Israel, Siria o Palestina, también existe la costumbre de preparar mesas servidas como un bufete, con platos semejantes, pero hoy, Líbano ha asociado su nombre al del mezzé de forma indiscutible. Es el arte de la mesa festiva, una gastronomía que nos llega a través de la vista antes que al paladar. Consiste en una multitud de platitos muy diversos: ensaladas frescas y coloridas, humus y otras cremas, croquetas, por ejemplo falafel, salsas, encurtidos, salchichas, menudillos, etc., sin olvidar frutas, postres y bebidas, que se presentan al mismo tiempo. Así, la lista es inmensa, y hay quien dice que deben figurar sobre la mesa platos horneados, guisados, fritos y crudos.
Majar y picar en morteros
Mayonesa, alioli catalana, skordalia en Grecia, harissa en el Magreb, y otras muchas salsas requieren morteros para emulsionar, y también es imprescindible el mortero para majar o picar. Estamos frente a un utensilio de cocina omnipresente en todo el Mediterráneo. Los morteros pueden ser de madera, de piedra o de metal, y el mazo, del mismo material. Hay quienes prefieren que su interior sea liso; otros, rugoso porque así, dicen, se muele y maja mejor. El tamaño también es variable. En Marruecos, el mortero forma parte del ajuar de la novia, y en todo el Mediterráneo no hay hogar sin un mortero, muchas veces heredado.
El pescado frito, una sopa o un guiso no se dan por acabados hasta que se añade la picada. Esta aporta, sin duda, un cierto sabor y un aroma al plato, pero también responde a una estética compartida en todo el Mediterráneo, da luz y color al plato. ¿Qué sería de las gambas a la plancha sin su picada, o de unas sardinas sin más, de muchos tajines y cuscuses del Magreb sin su harissa más o menos picante? ¿Con qué se hacen las picadas o los majados? Ahí radica el secreto de muchas cocineras y la particularidad de cada plato. La picada catalana es a base de frutos secos: almendras y avellanas; el pesto italiano se hace con albahaca, ajos, piñones y queso en polvo, y se emulsiona gracias al aceite; en los majados como la harissa, el pimiento rojo asado y los pimientos picantes en proporción variable, ajo, comino, cilantro, zumo de limón, sal y aceite de oliva, son imprescindibles; todos ellos imprimen carácter a los platos que acompañan. Las hierbas, las especias y los condimentos, más que los ingredientes principales, son los que, muchas veces, diferencian las distintas cocinas mediterráneas. En el Mediterráneo Occidental predominan el laurel, el orégano, el tomillo, la mejorana o la ajedrea; en Italia y Grecia, junto al orégano, aparecen la albahaca y la salvia, mientras que en la cocina meridional y oriental, reinan las especias y lo picante.
Alguien dijo hace tiempo que se aprendía a cocinar mirando y que la balanza estaba en los ojos. Hoy corren otros tiempos y existen otras formas de informarse, pero en los mercados y las cocinas en las que se entra, se pasan momentos inolvidables y, con frecuencia, se establecen auténticas relaciones de amistad.