Francia después de ‘Charlie Hebdo’

La unidad nacional contra el terrorismo no refleja un consenso con respecto a la libertad de expresión, la laicidad o las políticas a aplicar en los barrios.

Alain Gresh

Es uno de los ataques más mortíferos perpetrados contra civiles en Francia desde la década de los ochenta, y el más grave cometido contra un periódico desde el final de la guerra de Argelia. Doce personas fueron asesinadas el 7 de enero de 2015 por dos hombres armados con kaláshnikov en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo en París. En los días posteriores se produjeron otros ataques, entre los que destaca el perpetrado contra un hipermercado kosher. La persecución de los agresores terminó con la muerte de los responsables de los atentados, los dos hermanos Kouachi y un tercer hombre, Amedy Coulibaly.

Estos acontecimientos causaron una inmensa conmoción que sacó a la calle a millones de franceses el 11 de enero. Charlie Hebdo volvió a publicarse una semana después, con una tirada de siete millones de ejemplares, cuando su tirada habitual no supera unas decenas de miles de copias. Las razones de esta movilización excepcional residen en la naturaleza del ataque cuyo objetivo era un periódico, la muerte de varios policías y transeúntes, algunos musulmanes, la toma de rehenes de ciudadanos judíos y la ejecución de cuatro de ellos únicamente porque eran judíos. Nada, por supuesto, podría justificar un acto así, cualesquiera que sean los motivos, los instigadores y los ejecutores.

Pero, esta unidad nacional que se puso de manifiesto el 13 enero con el saludo unánime de los parlamentarios al primer ministro, Manuel Valls, y su entonación de La Marsellesa, ¿refleja un fuerte consenso? ¿Unos análisis comunes? ¿Unas visiones convergentes? El primer debate en Francia fue sobre la libertad de expresión. Ahora bien, hay que señalar que más del 40% de los franceses no se muestra favorable a la publicación de caricaturas ofensivas del Profeta. Estos franceses diferencian entre el derecho a la blasfemia, un derecho que reconocen las leyes francesas, y el hecho de utilizar ese derecho para estigmatizar a una comunidad ya marginada y agravar las tensiones en Francia entre los franceses musulmanes y los demás.

Por otra parte, se inició un debate en torno a la consigna que el gobierno y la oposición trataron de imponer a todos, “Je suis Charlie” [Yo soy Charlie]. Todos los que mostraban sus reservas eran calificados de traidores y de malos franceses. Ahora bien, se puede condenar el atentado y, al mismo tiempo, es posible no sentirse próximo a un semanario que sufrió, durante los años 2000, un giro hacia la derecha bajo el impulso de su redactor jefe, Philippe Val. También se posicionó en contra de los palestinos, especialmente durante la segunda Intifada, apoyó la aventura israelí en Líbano en 2006 y participó en las campañas islamófobas al reproducir en 2006 las caricaturas del Profeta publicadas en Dinamarca.

Y, por último, este semanario que dice defender la libertad de expresión, despidió a uno de sus principales dibujantes, Siné, por unas falsas acusaciones de antisemitismo. No es de extrañar que, tras ser elegido presidente en 2007, Nicolas Sarkozy llevase a Philippe Val a la dirección de la redacción de France- Inter. Otro debate suscitado por los atentados fue el relativo a los “barrios difíciles”, los guetos en los que están hacinadas las poblaciones más pobres, especialmente los inmigrantes, y a menudo de confesión musulmana. Los tres responsables de los ataques, los tres franceses y nacidos en Francia, procedían de esos barrios. El primer ministro incluso mencionó que en Francia existe una forma de “apartheid”, lo que generó una inmensa polémica. Estos problemas son reales, y existen desde hace décadas. Durante los disturbios de los barrios de la periferia en 2005 ya se mencionaron, pero nunca se resolvieron.

Y dudamos que el gobierno actual que, como sus predecesores de derechas, ha agravado las fracturas sociales y ha favorecido a los más ricos en detrimento de los más pobres, tome medidas sociales para solucionar la fractura social. En cambio, el gobierno de izquierdas y la oposición de derechas hacen demagogia y afirman que hay que aplicar “la laicidad” en los centros escolares, que hay que imponer la disciplina y que los alumnos no tienen derecho a responder. Tras la ley que prohibió el pañuelo en los centros escolares de primaria y de secundaria en 2004 (pero no en las universidades) en nombre de la laicidad, esta última se vuelve a usar como arma arrojadiza contra los musulmanes. Podemos señalar que, desde hace varios años, se ha impuesto un nuevo concepto de esta laicidad: al principio, en 1905, significaba la neutralidad del Estado con respecto a las religiones; ahora parece que significa la neutralidad de los ciudadanos en el espacio público y el rechazo a verlos manifestar su fe en ese espacio público.

En nombre de esa laicidad, que oculta una creciente islamofobia, la población musulmana queda expuesta a la venganza pública, y hemos podido observar una multiplicación de condenas por delito flagrante “por apología del terrorismo”. Incluso algunos niños fueron llevados a comisaría simplemente por haber cuestionado el minuto de silencio impuesto por las autoridades. El 13 de enero, el Parlamento, de forma unánime y en pie como un solo hombre (cuenta con un escaso número de mujeres) cantó La Marsellesa y manifestó su voluntad de luchar contra el terrorismo. El gobierno asignó créditos importantes, no para los barrios marginales, sino para la policía y los servicios secretos.

Ese mismo día, el Parlamento, de forma unánime, ratificaba la intervención del ejército francés en Irak, mostrando hasta qué punto los partidos políticos franceses no entendían la relación entre las acciones en Francia y las bombas que enviamos de Mali a Irak. Sin embargo, este vínculo entre la política internacional y la política interior es fundamental para entender la situación actual y las razones que llevan a miles de jóvenes, de Europa y de otros lugares, a integrarse en la organización Estado Islámico (EI). Una de las razones fundamentales estriba en las guerras libradas por los países occidentales en el mundo musulmán, especialmente desde el 11 de septiembre de 2001. Fue entonces cuando el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, inició su guerra global contra el terrorismo, cuyos efectos nos vemos obligados a evaluar hoy: los grupos definidos como terroristas nunca han sido tan numerosos en esta región del mundo.

Al Qaeda, que no existía en Irak en 2003, se implantó allí durante la invasión estadounidense, al igual que en Pakistán, Yemen, Somalia y el Sahel. La organización sufre la competencia del EI, que dispone de una base territorial tan extensa como Gran Bretaña en Irak y en Siria. Los Estados de la región han quedado debilitados, e incluso destruidos, por estas intervenciones extranjeras. En cuanto a Palestina, con su calvario permanente confirmado por las sucesivas guerras contra Gaza, fomenta el odio y la frustración entre los millones de jóvenes musulmanes que denuncian, con razón, “las dos varas de medir” de Occidente. ¿No es hora de que los países occidentales revisen su política bélica en la región y aborden mediante la diplomacia y la política los problemas que la destruyen? ¿En qué contribuirán a estabilizar la región las nuevas legislaciones antiterroristas, el aumento del apoyo a las dictaduras de Oriente Próximo y el hecho de seguir respaldando sin reservas al Estado de Israel? ¿No hay que recordar que la ola de primaveras árabes de 2011-2012 llevó a que Al Qaeda perdiese crédito porque abría una vía de transformación política y democrática de los países árabes? El acercamiento entre el presidente egipcio Abdelfatah al Sisi y los países europeos envía una mala señal al mundo árabe. ¿No hay que recordar también que el drama palestino, no resuelto a pesar de las decenas de resoluciones de Naciones Unidas, fomenta los grupos más extremistas como reconocía el secretario de Estado estadounidense, John Kerry?

Veinticinco años de “guerra contra el terrorismo” no han hecho más que aumentar la brecha entre el mundo musulmán y el occidental, y en el interior del propio mundo occidental, con las minorías musulmanas. Solo un cambio radical de política puede alejarnos de esta “guerra de civilización” que hemos entablado.