
¿Final o renovación del arabismo?
Las revueltas no cuestionan únicamente los sistemas autocráticos, sino también la esencia del arabismo. Se dibuja un perfil panárabe nuevo, menos étnico y más político.
Yassin Temlali
Los vientos de revuelta social y democrática que soplan en el mundo árabe han afectado por igual a los países pobres en recursos, como Túnez y Jordania, y a los ricos y con petróleo, como Bahréin, Omán y Argelia. Han sacudido a regímenes que disimulan su autoritarismo bajo una democracia de fachada, como Egipto y Yemen, así como a otros abiertamente dictatoriales, como el régimen libio. La unidad geopolítica de la región, que se extiende “desde el Golfo hasta el Océano”, por emplear una fórmula arabista habitual, se ha manifestado bajo la forma inesperada de luchas sincronizadas por la justicia y la libertad.
Estas luchas tenían por objetivo unos poderes autocráticos, algunos de ellos establecidos desde hace decenas de años y que pretendían regenerarse únicamente en el marco tranquilizador de las sucesiones familiares, en las que los déspotas envejecidos ceden el trono a sus descendientes. No es de extrañar que su simultaneidad revitalice las tesis panarabistas. Varias secciones nacionales del partido Baaz han saludado la formidable “revolución árabe” en curso. Muchos intelectuales arabistas, mucho más influyentes que esta organización panárabe, debilitada por la caída del régimen de Sadam Hussein y el descrédito del hermano-enemigo sirio, se han hecho eco de estas proclamaciones entusiastas.
Según el egipcio Yahia al Qazaz, por ejemplo, “eso a lo que asistimos como expansión revolucionaria solo puede describirse como una serie de revoluciones nacionales. Se trata sin duda de una revolución sin precedentes de la nación árabe cuya chispa prendió en Túnez y cuya base se estableció en Egipto, debido a su posición de Estado árabe más grande”. Este despertar árabe (que ha provocado que el ex jefe del Estado Mayor del ejército israelí, Gabi Ashkenazi, haya recomendado “más modestia” en las opiniones israelíes sobre el mundo árabe), se presenta como un probable preludio a un movimiento de unificación transnacional: “Sigue en pie la pregunta de saber si puede proporcionar la base de un régimen de gobierno de carácter unionista, federal o confederal […]. Es lo que deseo, ¡es el viejo sueño de todos nosotros!”, afirma Qazoz. Otros intelectuales comparten sus afirmaciones arabistas de Yahia al Qazaz, si bien no cuestionan, como él, la posible repercusión “unionista” de las intifadas árabes.
El jordano Abdalá al Naqrash escribe: “El hecho es que, bajo una forma u otra […], hay revoluciones árabes en Túnez, Egipto, Yemen, Libia […]”. El sudanés Taha al Noamane tampoco duda en reagrupar estos levantamientos bajo el término de “Segunda Revuelta árabe”, siendo la primera la que, en 1916, vio cómo la Península arábiga y una parte del Levante declaraban la guerra a los otomanos, con el apoyo activo de los británicos: “A pesar de las diferencias aparentes entre sus rumbos y algunos puntos de sus programas, existen elementos comunes básicos entre estas dos revueltas, en el centro de los cuales se encuentra la liberación de la voluntad de la nación [árabe]”. Otro escritor sudanés, Ayman Suleimán, considera más matizadamente que “la verdadera gran Revuelta árabe, que aspira a conseguir la independencia y la unidad verdaderas”, es la que empezó en Túnez a finales de 2010 y no “la revuelta inglesa del jerife de La Meca”.
Los regímenes arabistas también en entredicho
Al examinarlos, discursos como éstos parecen extrapolaciones que no se basan más que en la unidad espacio-temporal de esas intifadas que la prensa mundial, por comodidad, reagrupa bajo el nombre genérico de Primavera árabe. Resulta fácil contraponer hechos que establecen el carácter fundamentalmente nacional de cada una de ellas. Los poderes con vocación nacionalista-árabe, como el de Muamar el Gadafi –y, en menor medida, el de Bachar al Assad– no se libran de la ira popular.
Unas minorías lingüísticas, cuya conciencia antiarabista se ha aguzado en los últimos 20 años, han tomado parte en las protestas: en Argelia y Libia, los grupos berberófonos han participado en ellas activamente; en Marruecos, el reconocimiento del bereber como lengua oficial ha sido una de las reivindicaciones de las manifestaciones del 20 de febrero de 2011, al igual que la adopción de una Constitución democrática. La solidaridad interárabe se ha manifestado de forma menos masiva que en otras ocasiones. Aunque se produjeron marchas en Egipto en apoyo a los tunecinos y libios y en Túnez en apoyo a los egipcios, no movilizaron a esas decenas de millones de personas que, en 1990-91, durante días, condenaron la intervención militar aliada en Irak.
Si bien en El Cairo y Túnez se pudieron corear eslóganes que denunciaban al Estado hebreo y se han visto pintadas en los muros de Bengasi que calificaban a Gadafi de “agente de Israel y de Estados Unidos”, resulta difícil afirmar que la causa palestina ha mantenido en estas protestas su posición de “causa central de los árabes”, por usar una expresión muy empleada en la retórica arabista.
El resurgimiento del orgullo nacional herido
Las referencias panarabistas son muy discretas en los eslóganes de la Primavera árabe y en los discursos de las fuerzas políticas implicadas en ella (si exceptuamos, por supuesto, a los baazistas, a los naseristas y otros, que en realidad no desempeñan en ella un papel crucial). En cambio, se han resucitado los viejos símbolos de los distintos patriotismos nacionales. En Túnez, desde que el movimiento de desobediencia civil se extendió más allá del centro-oeste, su punto de partida, el himno tunecino se convirtió en uno de sus gritos de guerra. En Egipto, uno de los eslóganes de los millones de manifestantes, en la plaza Tahrir y en otros lugares, no era otro que la sencilla palabra Misr, el nombre de ese país en árabe.
En los medios de comunicación egipcios no faltaron las comparaciones entre la Revolución del 25 de enero y la independentista de 1919. En Libia, los rebeldes han adoptado el emblema nacional libio anterior al golpe de Estado de inspiración naserista de Gadafi (1 de septiembre de 1969). También han revitalizado la figura de un héroe de la resistencia a la ocupación italiana, Omar al Mojtar, disputándosela ferozmente al régimen (los llamamientos al levantamiento se dirigían a los “nietos de Omar al Mojtar”). Los lemas de las manifestaciones que tuvieron lugar en febrero de 2011 en los Territorios Palestinos estaban centrados en la necesidad de la reunificación y en la denuncia de la ocupación israelí.
Por otra parte, resulta significativo que las que se organizaron a finales de enero de 2011 en apoyo de las protestas egipcias, fuesen prohibidas en Gaza (por Hamás) y en Cisjordania (por la Autoridad Palestina), por miedo a que se extendieran a las espinosas cuestiones de la política interior. La Primavera árabeha desempeñado el papel de liberador de un orgullo nacional hasta ahora ahogado o que se manifestaba de forma perversa e incluso chovinista en situaciones como las competiciones deportivas: por ejemplo los enfrentamientos entre egipcios y argelinos en noviembre y diciembre de 2009 durante la clasificación para el Mundial de fútbol de 2010 y entre egipcios y tunecinos en octubre de 2010 durante la Copa de África de fútbol entre los clubes campeones de sus respectivas ligas nacionales.
En Egipto, renacen las esperanzas de que este Estado pueda actuar, en el escenario geopolítico regional, con independencia de EE UU y, sobre todo, de Israel. Si bien en el discurso de la oposición (Hermanos Musulmanes, naseristas), se recuerda la necesidad de que las autoridades egipcias “actúen en interés de los árabes en vez de en el de sus adversarios”, resulta difícil no apreciar en él las huellas de un patriotismo a flor de piel humillado bajo el reinado pro-americano de Hosni Mubarak.
Al Yazira y Al Arabiya: un nuevo ámbito político árabe
El hecho de establecer el carácter principalmente nacional de cada uno de los levantamientos árabes no significa negar la influencia que los unos han tenido en los otros. Los dictadores árabes son percibidos como una liga de tiranos, unidos por la similitud de sus métodos de gobierno –siendo una muestra la coordinación entre los ministros de Interior de los Estados de la Liga Árabe– y su sumisión a las grandes potencias, EE UU y la Unión Europea (UE). Era lógico, desde ese punto de vista, que la caída de Ben Ali hiciera posible la de Mubarak y que las escenas de alborozo saludaran en Marruecos, Yemen y Líbano la victoria de los tunecinos y de los egipcios sobre sus opresores.
La Primavera árabe parece redefinir las relaciones interárabes. La Liga Árabe jamás había mostrado tan claramente esta lamentable faceta de instancia de coordinación entre poderes represivos. Ha tratado a toda costa de impedir el contagio revolucionario después de la huida de Ben Ali al dedicar su cumbre del 19 de enero de 2011 a “la lucha contra el desempleo y la pobreza”, pero la sucesión de revueltas que siguieron a esta reunión ha confirmado que había alcanzado sus límites históricos. Si no se refunda sobre unas bases nuevas, está condenada a no ser más que una pieza polvorienta en el museo de la prehistoria autocrática. Si esta Primavera ha sido posible, es porque el cuerpo geopolítico árabe ya estaba desgastado desde hace mucho tiempo por factores unificadores.
Sin duda, uno de ellos es el rechazo masivo a la presencia militar extranjera en Oriente Próximo y a la colaboración en materia de seguridad con la OTAN y la UE en el norte de África. Otro es la gran popularidad de la red de medios de comunicación panárabes, competidores de los medios nacionales, y entre los que destacan las cadenas de televisión por satélite Al Yazira y Al Arabiya, cuya popularidad ha provocado que televisiones europeas lancen cadenas arabófonas, como France 24 Arabe (2007) y BBC Arabic (2008). Al Yazira y Al Arabiya han desempeñado un papel crucial en el triunfo de las revueltas tunecina y egipcia. Sin ellas, dada la situación de control estatal sobre las redes sociales, e incluso sobre el simple acceso a Internet, no se habrían podido transmitir los lemas revolucionarios a tan gran escala.
Mucho antes de estas dos revueltas, habían contribuido a crear un ámbito mediático y político árabe, atravesado por los mismos debates. Gracias a su cobertura de la situación en Irak y Palestina y de las guerras israelíes contra Líbano y Gaza, se ha constituido un nuevo nexo de unión árabe anti-imperialista. Al hacerse eco de los movimientos de oposición perseguidos y de las valientes ONG militantes, han constituido otro, de orden antidespótico. Han favorecido la circulación de las experiencias políticas desde “el Golfo hasta el Océano” y han hecho posible la aparición de un sueño democrático común, que no excluye ni a los laicos ni a los islamistas, y que integra las preocupaciones concretas de las minorías (bereberes, kurdos, etcétera).
Al desempeñar ese papel trasnacional, estos medios también han consolidado el vínculo lingüístico árabe. Se puede decir que, gracias a ellos, el árabe moderno estándar conoce su edad de oro. Nunca había estado tan unificado y, sobre todo, nunca había facilitado tanto la comunicación entre las élites de Túnez, Egipto, Bahréin y otros países que, de otra manera, habría resultado difícil vista la disparidad de las lenguas dialectales de estos países.
¿Un nuevo ‘sentimiento árabe’?
La Primavera árabe dibuja el perfil de un nuevo sentimiento panárabe cuyo núcleo es menos étnico (y mucho menos racial) que político: el rechazo del yugo extranjero, la aspiración a la libertad y la fe en la posibilidad de cambio. Este sentimiento, que se forja en el crisol de batallas sangrientas contra el despotismo y en favor de la justicia social, poco tiene que ver con el de la época del florecimiento del nacionalismo árabe, ciertamente anti-imperialista, pero que también niega los derechos humanos y democráticos.
Se podría comparar con el “sentimiento latinoamericano”, consolidado por las victorias rotundas frente a regímenes impopulares y a menudo proamericanos. El arabismo tradicional, que sacrifica las exigencias de igualdad y de libertad a los imperativos de una unidad quimérica, ha pasado a la historia. Ya no es una pantalla entre los pueblos y su dignidad. Otro arabismo está probablemente a punto de ver la luz. Si es en gran medida anti-imperialista, no solo se debe a que las grandes potencias ocupan Irak, sino también a que apoyan a los poderes autocráticos de Oriente Próximo y del norte de África.
También es laico, ya que los levantamientos de la Primavera árabe no se han debido a los islamistas ni a los arabistas, quienes, por muy laicos que sean, reservan un lugar importante a la religión en la definición de la identidad árabe común.