afkar/ideas
Co-edition with Estudios de Política Exterior
Europa ante la crisis económica: de los planes de estímulo a los recortes fiscales
Los países del euro han dado un giro a la política fiscal para reducir los déficit públicos, tranquilizar a los mercados y evitar el contagio de la crisis de la deuda a toda la eurozona.
Manuel de la Rocha Vázquez, Doménec Ruiz Devesa
Cuando en septiembre de 2008 se producía la quiebra del banco de inversiones americano Lehman Brothers, los gobiernos y las instituciones financieras internacionales comprendieron que la crisis de las hipotecas subprime iniciada en el verano de 2007 se había extendido al conjunto de los países de la OCDE. El colapso de los mercados interbancarios y de crédito que se produjo, se transmitió rápidamente a la actividad real, amenazando con provocar una recesión sin precedentes en las economías desarrolladas.
En esas circunstancias, los gobiernos de los países más industrializados se vieron obligados a tomar decisiones rápidas y contundentes y, sobre todo, de una manera coordinada, como se intentó hacer bajo el paraguas del G-20. Se impusieron pues las políticas de rescate bancario, para dar confianza al sistema financiero y restablecer el crédito, así como los programas de estímulo de corte keynesiano. Incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) se aprestó a recomendar con carácter general paquetes de gasto público extraordinarios para contrarrestar una previsible depresión económica dada la magnitud de la crisis financiera.
El primero en reaccionar fue el gobierno de Estados Unidos, que preparó rápidamente un programa inicial de rescate para entidades financieras por valor de 700.000 millones de dólares. En febrero de 2009, poco después de su toma de posesión, el presidente Barack Obama daba su respaldo a un programa adicional de estímulo fiscal equivalente al 2% del producto interior bruto (862.000 millones de dólares en incremento de gasto y reducciones de impuestos). Por su parte, en la Unión Europea (UE), los programas fiscales fueron comparativamente más modestos, si bien es cierto que en Europa, a diferencia de EE UU, los estabilizadores automáticos entraron rápidamente en juego, de forma que los subsidios por desempleo aumentaron las facturas del gasto público de una manera notable.
El llamado Programa Europeo para el Crecimiento, aprobado por la Comisión y el Consejo en diciembre de 2008, propuso impulsar el gasto público a nivel europeo por un valor equivalente al 1,5% del PIB, es decir, 200.000 millones de euros, de los cuales 30.000 serían aportados por la Comisión Europea más el BEI y el resto (170.000) saldría de los Estados miembros. Es fácil observar que tanto en términos relativos como absolutos el plan de estímulo europeo ha sido inferior al americano, aunque, como se ha señalado, no incluye las protecciones por desempleo, mucho más generosas a este lado del Atlántico.
En cuanto a los programas nacionales, predominó la descoordinación entre los Estados, por lo que los montos respectivos presentaron disparidades ostensibles, más ambiciosos en países como Gran Bretaña y Francia, más modestos en países como Alemania. Este último ha seguido la estrategia de salir de la crisis a base de aumentar las exportaciones, en lugar de impulsar el consumo interno a través de mayores políticas fiscales expansivas. La caída drástica de los ingresos de los gobiernos debido a la recesión económica, unido al incremento del gasto público por los programas de estímulo y las prestaciones por desempleo dispararon los déficit públicos en la mayoría de los países de la UE, afectando significativamente a los niveles de deuda pública, sobre todo en los llamados países periféricos.
En diciembre de 2009 estalló la crisis de la deuda griega, cuando el nuevo gobierno socialista informó que las cuentas públicas de Grecia habían sido falseadas por el anterior ejecutivo y la previsión de déficit se elevó por encima del 12% del PIB, con una deuda pública superior al 115% del PIB. En ese momento, otoño de 2009, las cuentas públicas de la mayoría de los países de la zona euro estaban ya notablemente deterioradas. Esta situación unida a unas perspectivas de crecimiento poca halagüeñas llevaron a los mercados a reexaminar la sostenibilidad fiscal de muchos de los países de la zona euro, que hasta entonces parecían solventes. La lentitud y discrepancias surgidas en el seno de la eurozona para tomar medidas y salvar a Grecia no hicieron sino empeorar las cosas.
De las políticas de estímulo keynesianas a la consolidación fiscal
Si ya antes de la crisis griega había preocupación por los desajustes de las cuentas públicas, a partir de ese momento los acontecimientos se aceleraron y se impuso por toda Europa el cambio copernicano en las políticas fiscales. Así, desde principios de 2010, los países del euro, han dado un giro a la política fiscal para reducir los déficit públicos a toda costa, con el objetivo de tranquilizar a los mercados financieros y evitar el contagio de la crisis de la deuda pública a toda la eurozona. En general, el acento se ha puesto sobre los recortes de gasto, mucho más predecibles y automáticos, que sobre los aumentos impositivos.
De esta forma, en mayo de 2010 el gobierno español anunció un recorte inmediato de 15.000 millones de euros, que se sumaba a un paquete de ahorro de 50.000 millones hasta 2012, a lo que siguieron los anuncios de Italia (24.000 millones en dos años), Alemania (84.000 millones hasta 2014, de los cuales 11.000 millones en 2010), Francia (10.000 millones en 2010, al eliminar deducciones y exenciones fiscales), Portugal (2.000 millones en 2010) y Reino Unido (más de 100.000 millones de euros hasta 2015, de los cuales 7.260 millones en 2010 y 2011). En general, estos recortes afectan a los planes de estímulo de la demanda, a los salarios del sector público, las pensiones y la inversión en infraestructuras.
En un contexto de enorme incertidumbre, en que los países están todavía saliendo de la crisis, con tasas de crecimiento muy tímidas y una demanda privada frágil, la reducción del déficit público de manera abrupta a corto plazo plantea el debate de si no se estará poniendo en riesgo la salida de la crisis, deprimiendo la demanda y reduciendo la actividad económica. Es paradójico que dos años después, mientras en EE UU los asesores económicos del presidente Obama debaten la conveniencia de un segundo paquete de estímulo fiscal para consolidar la todavía débil recuperación económica y evitar una caída en la recesión, los países europeos han pasado de abrazar con entusiasmo una suerte de “vuelta al keynesianismo” a aplicar políticas fiscales restrictivas, aun cuando la recuperación económica no se ha consolidado.
Entre una retirada paulatina de los planes de estímulo que consolidara el crecimiento a largo plazo y el ajuste brutal para calmar a los mercados financieros y reducir así las primas de riesgo, los Estados de la eurozona han optado por lo segundo. Estados Unidos, en cambio, con la seguridad que por ahora otorga su status de emisor de la moneda de reserva internacional y su pronta salida de la recesión, está dando prioridad a la consolidación del crecimiento. Con todo, lo que la crisis ha puesto de relieve es que una política monetaria extraordinariamente expansiva, mediante la cual los tipos de interés nominales fijados por los bancos centrales se han situado cerca del 0%, no es suficiente por sí misma para volver a la senda del crecimiento cuando la desconfianza reina y las familias se resisten a consumir y las empresas a invertir, a pesar de que el crédito sea barato.
Por añadidura, las propias entidades financieras, súbitamente adversas al riesgo tras los excesos pasados, han racionado los préstamos a consumidores y empresas, sobre todo a las pequeñas y medianas. La teoría económica keynesiana, en efecto, prescribe el recurso a la política económica anti cíclica, en especial la fiscal, en un escenario de recesión o depresión económica. Al mismo tiempo, las políticas fiscales expansivas han demostrado tener sus límites y sus riesgos al no haber logrado impulsar suficientemente la demanda para volver a sendas de crecimiento adecuadas y, mientras, han dejado en el camino un legado de déficit y deuda pública.
Los llamados países periféricos (Grecia, España, Portugal, Irlanda) han sufrido el rigor de los mercados financieros que han disparado sus primas de riesgo debido a sus altos niveles de endeudamiento, lo que a su vez encarece aún más su financiación aumentando la deuda pública, estrechando así el ciclo vicioso en que se encuentran. La salida de esa espiral tiene un nombre: crecimiento económico, el mismo que se pone en peligro mediante la consolidación fiscal acelerada para calmar a los mercados. Para practicar una política de reactivación económica de corte keynesiano comparable a la de EE UU, la UE debe disponer de un presupuesto comunitario más robusto que pueda movilizar recursos rápidamente para invertir a escala europea. La creación de un Tesoro europeo, con capacidad para emitir deuda a favor de los Estados miembros hasta el límite del 60% del PIB establecido en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, sería de gran ayuda para sostener políticas económicas anti cíclicas sin correr el riesgo de sufrir ataques especulativos sobre el euro.
La crisis y su impacto en el Estado del bienestar europeo
Los ajustes fiscales puestos en marcha de manera acelerada por los Estados europeos están dando alas a las filas más neoliberales, detractoras del modelo social europeo. Pero esto no es algo nuevo. El inicio del debate sobre la supervivencia del Estado social se remonta al principio de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando Ronald Reagan y Margaret Thatcher lanzaron la revolución neoliberal basada en los postulados de desregulación, privatización y liberalización de los mercados. Esta ofensiva ideológica alcanzó muchos de sus objetivos en EE UU, Reino Unido, América Latina y África subsahariana. En la Europa occidental, el sector público empresarial se redujo notablemente, al tiempo que la UE en consonancia con los norteamericanos, abrazó la desregulación de los mercados financieros.
No obstante, los Estados europeos han seguido garantizando y gestionando servicios públicos esenciales tales como educación y sanidad, así como los sistemas de pensiones contributivas, de modo que, como porcentaje del PIB, la participación pública se mantuvo más o menos constante. Además, los mercados de trabajo, en general, no fueron totalmente desregulados. La existencia de los pilares fundamentales de los Estados del bienestar en Europa occidental fue saludada como una ventaja al principio de la crisis financiera y económica, pues se observó que ofrecieron un colchón protector frente al alto desempleo y el aumento de la pobreza.
Además, la vuelta al keynesianismo en 2008 implicó el mantenimiento o aumento del gasto social que el Estado del bienestar lleva aparejado. La vuelta a la ortodoxia en política fiscal ha venido acompañada de renovados esfuerzos de reforma del Estado social, de manera que los ajustes se han acompañado del lanzamiento de “reformas estructurales” en ciertas áreas características de los Estados del bienestar europeos, como las pensiones o la protección por desempleo. ¿Supone esto el fin de los Estados de bienestar en Europa? En absoluto. Muy al contrario, la aceleración de la globalización económica, el surgimiento de nuevas potencias económicas como China, India o Brasil, los cambios tecnológicos y estructurales en la economía mundial o el envejecimiento de las poblaciones han creado un nuevo escenario que requiere de cambios para adaptarse a las nuevas circunstancias.
En general las reformas no persiguen la eliminación de los Estados del bienestar europeos, sino la introducción de ajustes para garantizar su viabilidad ante cambios exógenos como el mayor grado de integración en la economía global, o endógenos como el envejecimiento de la población. Por tanto, una de las prioridades debe ser la reforma de los sistemas de pensiones de la mayoría de los países de la UE que requieren de ajustes para adaptarlos a una población cada vez más envejecida. Es debatible si aumentar la edad de jubilación o reducir el monto de las pensiones es apropiado o justo, pero no es desde luego un ataque frontal al concepto del Estado social. Por otro lado, la evolución demográfica puede presentar problemas de sostenibilidad en el largo plazo del sistema de pensiones, lo que no debe pasarse por alto.
Lo importante es buscar una fórmula que combine el principio de equidad con el de eficiencia, entendiendo por esto último la propia sostenibilidad del sistema público de pensiones contributivas. Al mismo tiempo, las altas tasas de paro en algunos países europeos, en gran medida como resultado de la crisis y el agotamiento del modelo de crecimiento anterior, muestran la necesidad de emprender reformas de los mercados laborales a fin de reducir rigideces estructurales y mejorar la empleabilidad. Estás últimas deben ir encaminadas a fortalecer las políticas activas de empleo, como la formación continua de los trabajadores y la mejora de los sistemas de colocación, además de adecuar el sistema educativo a los requerimientos del mercado de trabajo.
En general, la clave consiste en lograr un equilibrio entre una mayor flexibilidad y la garantía de los derechos laborales y sociales de los trabajadores. Junto a lo anterior, para garantizar la sostenibilidad del Estado del bienestar en su conjunto se requiere un esfuerzo impositivo suficiente, lo que nos devuelve al terreno de la política económica y, en concreto, a la política fiscal anti cíclica y al compromiso con el pleno empleo. Los países europeos, además de hacer un mayor esfuerzo para reforzar las políticas de formación de capital humano (educativas, científicas, tecnológicas y de mejora de la empleabilidad), deben formular políticas de orientación industrial y sostenibilidad ambiental y conservación de los recursos. Muchas de estas últimas han sido recogidas en la Estrategia 2020 de la UE, que sustituye a la llamada Estrategia de Lisboa, que obtuvo unos resultados más bien modestos.
En definitiva, la elección simple pero difícil que afrontan los gobiernos europeos hoy en día, no es entre preservar el statu quo o abandonar el Estado social europeo. Se trata más bien de decidir el mejor camino para reformar los sistemas de pensiones, los mercados laborales, y otras políticas sociales que garanticen el mantenimiento de los Estados de bienestar que han caracterizado al Viejo Continente al tiempo que se sientan las bases de una gestión fiscalmente sostenible del ciclo económico en el marco de la UE. La crisis no ha hecho más que aumentar estas necesidades.