A principios del siglo XX, el poeta alemán Rainer Maria Rilke visita y recorre España durante un período de cuatro meses. Su perspectiva de la cultura española está fuertemente impregnada de la percepción alemana construida a partir del Romanticismo e influida por las obras de Cervantes y el teatro del Siglo de Oro. Para los escritores románticos, resulta admirable la libertad creativa y la capacidad tragicómica del «alma española». Así, el viaje se convierte en una comunión mística de tipo cósmico-existencial, y las ciudades recorridas apenas alteran la visión que Rilke ha construido previamente sobre ellas. Se trata, pues, de un viaje exclusivamente literario, que posee una componente inciática muy fuerte, así como una voluntad de cambio para escapar de la cotidianeidad que aprisiona al escritor.
El día 31 de octubre de 1912, Rainer Maria Rilke deja Bayona rumbo a la frontera española. Dos días después, coincidiendo con el día de Difuntos, llega a su gran objetivo, Toledo, donde permanece a lo largo de un mes. A principios de diciembre visita Córdoba y Sevilla. Tras abandonar esta última ciudad, disgustado ante lo que le parece una falta de gravedad espiritual, llega a Ronda el 7 de diciembre del mismo año para instalarse en el Hotel Reina Victoria. El 19 de febrero de 1913 lo encontramos en Madrid, aunque sólo con el propósito de contemplar las obras de Goya y El Greco. Por fin, sabemos que una semana más tarde escribe a sus amigos, ya desde París.
El viaje español de Rilke dura, por tanto, algo menos de cuatro meses. A pesar de ello es un viaje «ejemplar», en el que se concentran, como herencia, buena parte de las sucesivas perspectivas de la cultura alemana con respecto al «alma española». Por encima de todo llama la atención el escaso impacto del viaje real del poeta por tierras españolas sobre el viaje ideal concebido de antemano. Rilke abandona España, tras visitar físicamente varias de sus ciudades, con una visión que se aproxima mucho a la que durante los años previos a la visita ha construido en su mente. Su España mental apenas se ve alterada por el viaje. Sigue siendo aquello que previamente le ha otorgado: un paisaje límite de la existencia en el que es posible realizar un aprendizaje iniciático y catártico. Rilke va a España en busca del propio viraje espiritual (la nouvelle opération) y se marcha de España con el convencimiento de que este viraje se ha producido.
Si atendemos a sus palabras, la fase de curación espiritual se inicia en Ronda, donde la fascinación por el escenario le facilita una nueva intuición poética de la que encontramos una resonancia inmediata en la Trilogía española. Pero más elocuente es el caso de Toledo, la ciudad que el poeta ansía conocer desde los años juveniles. Al cabo de un mes de estancia toledana la ciudad se hace a Rilke, según sus propias palabras, insoportable. Tiene que escapar de ella. Esto, sin embargo, no es razón para que Toledo deje de cumplir la misión fijada por Rilke, constituyéndose en «viaje de los viajes». El paisaje de Toledo «se hace mundo, creación, montaña y abismo, Génesis. En este paisaje no puedo menos que pensar en un profeta, en un profeta que se levanta del ágape, del convite, de la reunión, y ya entonces, todavía en el umbral de la casa, se cierne sobre él el don profético, la profecía inmensa de implacables visiones: tal es el ademán de la naturaleza en torno a esta ciudad».
Toledo es la «montaña de la revelación» donde lo invisible se torna visible y el paisaje interior del poeta se comunica con el paisaje castellano en una comunión mística de tipo cósmico-existencial. Rilke, en realidad, había previsto ya anteriormente esta comunión, como atestiguan varias anotaciones en las que se reflejan sus deseos de conocer España. La España de Rilke, antes y después del viaje, es la España supuestamente barroca en la que Velázquez y, sobre todo, El Greco ocupan un lugar privilegiado al lado de los místicos y el teatro del Siglo de Oro. Por eso, si su viaje es «ejemplar», la actitud de Rilke también, en cierto modo, lo es cuando se erige en receptor de una imagen del «alma española» que se ha venido acuñando en la cultura alemana desde finales del siglo XVIII. Rilke es, todavía, enteramente deudor de la imagen de España configurada en la época del romanticismo alemán.
A finales del siglo XVIII el «alma española» sirve, en Alemania, como referencia frente a la hegemonía racionalista e ilustrada de la cultura francesa. Al tiempo que aumenta el interés de los viajeros alemanes por la península Ibérica, Lessing y Herder actúan como auténticos redescubridores de la literatura española. En la Dramaturgia de Hamburgo, Lessing recurre a la tradición dramática española para desmarcarse del clasicismo francés. Lo atrae la libertad creativa de aquélla, así como su capacidad para lo tragicómico. Para Lessing el drama español, con su desprecio de reglas y normas, es el mejor apoyo para el futuro desarrollo del drama moderno. Aún más rotundo es Herder, que contempla a España como «el aislado país romántico del entusiasmo» que se sustrae al nivelador cosmopolitismo racionalista. Contra la leyenda negra difundida por la cultura ilustrada, Herder trabaja a fondo el tópico del «alma española» rescatando, para sus propios propósitos en relación a Alemania, una imagen heroico‑caballeresca de la que la literatura será la mejor forma de transición. Según esta óptica, el Poema de Mío Cid o el Romancero reflejarían la plasmación del «genio del pueblo» y del «espíritu popular» (Volkgeist), de la misma manera que Don Quijote se erigiría, mediante los trazos dibujados por Cervantes alrededor del protagonista, en una muestra extraordinaria de aquel carácter nacional del que todavía estaba desprovista la civilización alemana.
España como expresión del fanatismo religioso o España como «país del entusiasmo» heroico y místico: la balanza de la percepción literaria alemana va decantándose hacia esta última visión, si bien la impronta de la leyenda negra, originada por las luchas religiosas sucesivas a la Reforma y alentada luego por la Ilustración, aún está presente en obras tan importantes como Don Carlos de Schiller o Clavigo y Egmont de Goethe. Aunque, con respecto a este último, no hay que descartar una creciente influencia del teatro del Siglo de Oro español, y en particular del «drama mitológico universal» de Calderón, en su concepción definitiva del Fausto. Así, con pocas probabilidades de error, es posible encontrar abiertas resonancias calderonianas en la segunda parte de la obra maestra de Goethe.
No obstante, en la primera década del siglo XIX es cuando el apogeo de «lo español» llega a su máxima manifestación, hasta el punto de que se haya podido hablar de un auténtico «decenio español». El camino estaba preparado desde Lessing y Herder, pero, a su vez, contribuye poderosamente a cristalizarlo la admiración política desatada por la Guerra de la Independencia. A la componente política se le superpone una componente literario‑intelectual: el «alma española» es identificada bajo el prisma cervantino‑calderoniano. Cervantes y Calderón constituyen polos de referencia, ya no sólo para entender la tradición española, sino para impulsar las posibilidades de una nueva literatura alemana.
Cervantes, sometido a la orfebrería romántica, proporciona el prototipo del héroe moderno individualista y antirracionalista. Las tomas de posición son, en este sentido, muy abundantes. Para Friedrich Schlegel, Don Quijote es el perfecto ejemplo de novela romántica, mientras que, atendiendo más al arquetipo, Hegel encuentra en el mismo Quijote la quintaesencia del individuo romántico. Por su parte Schelling, ampliando la perspectiva, observa al héroe cervantino como verdadero mito de la condición humana. Tieck, Hoffmann, Novalis… las siluetas del Quijote, con su continuo intercambio de realidad e imaginación, son particularmente idóneas para que la conciencia romántica recree nuevas siluetas.
En Calderón, por otro lado, se quiere identificar una especial capacidad metafisica del «alma española». Los Schlegel romantizan el drama calderoniano hasta elevarlo, junto al de Shakespeare, a máxima referencia de la poesía romántica. August Wilhelm Schlegel, siguiendo a Herder, ve en las obras de Calderón el reflejo del «carácter nacional» y el «genio nacional» españoles. Con respecto a las mismas obras, Friedrich Schlegel elogia la glorificación del hombre interior, la potente penetración en los misterios de lo inefable y la «poesía de lo invisible» que recorre la dramaturgia calderoniana. La vida es sueño se convierte en uno de los textos favoritos de la época, capaz de suscitar múltiples tentativas de readaptación. Baste citar la obra maestra de Heinrich von Kleist El Príncipe de Homburgo, cuyo paralelismo con el Segismundo de Calderón es indiscutible. Schelling resume perfectamente este clima al escribir en su Filosofía del arte: «España produjo el genio que, si bien por su materia y su objeto ya significaba un pasado para nosotros, es eterno por su forma y su arte, y ya presenta, alcanzado y materializado, lo que la teoría sólo parecía poder pronosticar como misión del arte futuro. Me refiero a Calderón.»
La imagen romántica e idealista de España, esencialmente literaria, aunque también pictórica, se sigue remitiendo a una determinada interpretación de la España medieval y, sobre todo, barroca. Cien años después, Rilke sigue bebiendo de la misma fuente al emprender su «viaje iniciático».
Contra el periplo español de Rilke se ha argumentado su escasa percepción del país «real» que estaba visitando. Sin embargo, eso es únicamente cierto desde una mirada sociológica. Y Rilke, como se puede suponer, está en las antípodas del sociólogo. Su viaje debe ser observado desde una perspectiva completamente diferente que nos informa de los auténticos motivos del escritor-viajero. Rilke asume con particular radicalidad esta figura –o quizá máscara– si bien, al actuar así, no hace sino adoptar una de las opciones intrínsecas al escritor. Incluso podría afirmarse que, en un determinado sentido, resulta redundante hablar de escritor‑viajero pues, aunque sea de un modo inconsciente, todo escritor es esencialmente viajero.
Lo que denominamos literatura es la metaforización ilimitada del viaje –limitado– de la vida. No importa que esta proyección metafórica se realice desde un escenario inmóvil, ni tampoco que su artífice renuncie a todo desplazamiento físico: en todos los casos el escritor viaja bajo el impulso del imprescindible motor de la imaginación. Sin ese motor no existe posibilidad alguna de creación artística. Todos podríamos estar de acuerdo a este respecto. Recordemos, no obstante, que cualquier tentativa de iluminar el significado de la imaginación se ha realizado siempre, obligadamente, en términos viajeros y, más en concreto, recurriendo al contraste entre la realidad empírica, cotidiana, del hombre y «otra realidad» cruzada por la infinitud de trayectos que conducen a todas partes y, simultáneamente, a ninguna. Imaginar es recorrer, a la deriva, algunos de esos trayectos. Escribir es tratar de superar la deriva tras la ilusión de un rumbo.
No puede extrañar, por tanto, que nuestra herencia y nuestra conciencia literarias se enrosquen alrededor de un perpetuo viaje. Homero emprendió el viaje con Ulises, Apolino con Jasón, Virgilio con Eneas. Dante, más explícito, viajó él mismo por el infierno, el purgatorio y el cielo mientras caía en el profundo sueño del Viernes Santo de 1300. Paralelamente, muchos otros escritores alimentaban otros rumbos y después, con el transcurso de los siglos, los renovados esfuerzos de renovados navegantes se topaban, por enésima vez, con las estelas que Homero, Apolino, Virgilio o Dante habían dejado tras de sí. Nosotros aún oímos el canto de las sirenas, buscamos el vellocino de oro o nos estremecemos con el lamento de los condenados. La literatura es un único viaje al que retornamos constantemente, no para alcanzar un determinado país, sino para atesorar miles de mapas de un país inexistente.
Por eso no se puede juzgar al escritor-viajero desde la óptica del turista. Éste sabe, en el mejor de los casos, porque va; aquél va, incluso sin salir de su casa, porque sabe. En el escritor-viajero prevalece la dimensión mítica sobre lo real, por más que las experiencias físicas del viaje puedan modificar elementos esenciales de su percepción. La prevalencia del mito es lo que, en gran medida, excita el juego de correspondencias entre los deseos generados por la sensibilidad y los espacios concebidos por la imaginación. Surge, de esta manera, la auténtica geografía a la que se enfrenta el escritor-viajero: una geografía mítica cuyas coordenadas alteran poderosamente el significado del itinerario. El eje de la brújula se orienta según el magnetismo que le dicta el espíritu.
Baudelaire creía que el verdadero viajero es aquel que «viaja por viajar» y en los últimos versos de su poema El viaje escribió: «cielo o infierno, ¿qué importa?, con tal de alcanzar lo nuevo». Para Hölderlin, el viaje más decisivo era el retorno al origen. Ambos tenían razón: perseguimos lo nuevo, lo desconocido, como único camino de regreso. Buscamos nuestro pasado en el futuro guiados por el afán de trascender ese presente que, si bien es nuestro único territorio de posesión, es al mismo tiempo nuestra cárcel, nuestra limitación. Hacemos camino para deshacer el cerco que aprisiona nuestra cotidianidad, para desvertebrar lo que aparece como excesivamente vertebrado y, en consecuencia, como peligrosamente asfixiante. En esta tarea literatura y viaje vuelven a coincidir.
Éste es, en definitiva, el sentido de la geografía mítica que anticipa la posibilidad de ulteriores aventuras en las geografías de la realidad. De ahí que todos los itinerarios del escritor-viajero impliquen, en primera instancia, una componente iniciática: un aprendizaje, una prueba, un conocimiento. También, como complemento, una voluntad de cambio que se manifiesta en la suposición de que el viaje entrañará, para su protagonista, una alteración de la existencia. En la medida en que esos móviles juegan una función fundamental se comprende el carácter esencialmente utópico de los lugares hacia los que se orienta el viajero. Naturalmente esos lugares pueden tener, y tienen en una inmensa mayoría de casos, unos topos nada irreales, pero lo que cuenta decisivamente es la carga utópica que los ha transfigurado, convirtiéndolos en regiones del deseo.
El mar, el desierto, la selva, las montañas siguen siendo el mar, el desierto, la selva y las montañas. Sin embargo, son mucho más que eso cuando son el fruto de proyecciones simbólicas que identifican los rasgos físicos de la naturaleza con fenómenos de la sensibilidad. Igual ocurre con ciertas ciudades, cuya presencia real queda desbordada por las creaciones del sueño. Alimentando un proceso paralelo, las coordenadas del mundo poseen, con extraordinaria frecuencia, una vida simbólica propia: norte y sur, occidente y oriente, están muy lejos de indicar tan sólo una dirección, o una zona del planeta, para convertirse en grandes metáforas construidas por la imaginación. Lo común, en todas las geografías de alcance mítico, es su promesa de alteración vital y, junto a ella, su oferta de libertad.
Desde sus inicios la literatura está impregnada del aroma excitante que emana del viaje mítico. Pero, sin duda, en la literatura moderna este aroma es más fuerte, más penetrante, porque se halla vinculado a una mayor conciencia de asfixia en la relación del escritor con su vida cotidiana. El siglo ejemplar, a este respecto, es el XIX, escenario de máxima eclosión de viajes míticos y topografías simbólicas. La larga tradición del «viaje al sur» o del «viaje a oriente» –a menudo yuxtapuestos– no es sino la expresión espectacular de ese deseo de lo otro, y de ser otro, que invade la literatura europea.
Rainer Maria Rilke es un exponente, particularmente explícito, del escritor-viajero perfilado desde el romanticismo. Su nomadismo vital lo lleva, como es sabido, a cambiar frecuentemente de país y residencia. No obstante, lo auténticamente decisivo es que este nomadismo se halla en íntima conexión con el desarrollo de su obra literaria, de modo que una de las claves más seguras para la lectura de Rilke nos conduce a su propia condición de viajero en la realidad y, por supuesto, en la imaginación. Con especial énfasis, el poeta vincula sus viajes –y sus proyectos de viaje– a una voluntad de cambio, a un permanente anhelo de vita nuova cuyos efectos primordiales se dejan sentir en su poesía. Obsesionado por la esterilidad, el cambio, para Rilke, está siempre orientado hacia la fecundidad creadora. Más que el hombre, necesita viajar el poeta.
En la geografía mítica rilkiana aparecen dos franjas extremas que, aunque aparentemente contradictorias, se complementan entre sí: Rusia y España. La simbología de ambas es relativamente transparente si se tiene en cuenta el hermetismo habitual del poeta. Tienen en común su carácter extremo en relación a un centro ocupado por la tradición europea y, más específicamente, alemana. Participan de una dimensión abierta, exógena en cierto modo, frente a la presión excesivamente estructural del núcleo central. Son, por razones diferentes, polos de tensión que proporcionan magnetismo a un tejido, el de la civilización europea, que parece sucumbir bajo el peso de su propia gravedad racionalista. Una y otra significan, para Rilke, fuentes de otredad.
Los motivos son, lógicamente, distintos. Rusia atrae al poeta por su raíz eslava, por su religión ortodoxa, por su dimensión esteparia. De todo ello deduce una espiritualidad especial. Decantada –como la española– hacia la mística, en la que se reúnen dinámicamente violencia y profundidad. La estepa es el espacio idóneo para que se rompan los diques de contención que encierran opresivamente al hombre europeo. Es el paisaje por donde el viajero puede errar como náufrago provisional a la espera de una tabla de salvación.
España implica un horizonte simétrico, igualmente atractivo pero sin duda más complejo. Rilke, según hemos visto, hereda un sólido legado de la cultura alemana respecto de la interpretación del «alma española». Asumiéndolo, él le da, no obstante, una impronta personal, llena de sutilezas en relación a los tópicos más frecuentes. También España, como Rusia, es exógena respecto de la presión endógena del centro europeo, pero en su caso lo es primordialmente en cuanto representa un cruce de civilizaciones que para el poeta resulta enriquecedor. Es el triple substrato cristiano, judío e islámico de la cultura española lo que conforma un escenario espiritual específico. Si Rusia es el país del naufragio caótico, España es el país donde el peregrino puede esperar la redención.
Esta convicción explica el balance del viaje de Rilke por España. Es seguro que su conocimiento empírico de las tierras que recorrió fue muy escaso. Incluso es bastante probable que, con la excepción de Ronda, las ciudades visitadas lo defraudaran y que ésta fuera la razón de que abreviara su estancia en el país. Pero visto desde otro ángulo, no hay duda de que Rilke fue el peregrino que deseaba ser y que, obtenida la revelación, el «viaje de viajes» había alcanzado su objetivo. Nunca sabremos el peso real de lo que vio en comparación con lo que ya había «visto» antes de emprender su travesía y con lo que su imaginación le hizo ver después de ella. Esta ignorancia, no obstante, nada tiene de sorprendente: todo auténtico viajero emprende el viaje con la esperanza de confundir lo vivido con lo soñado.