Estereotipos, memorias y vivencias: viajes y viajeros en el Mediterráneo medieval

Roser Salicrú i Lluch

Institución Milá y Fontanals de investigación en Humanidades-Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Barcelona

Durante la Edad Media, hubo una gran movilidad en el Mediterráneo, a menudo restringida, sin embargo, a los dos extremos de la escala social: los más privilegiados y los más miserables, casi siempre hombres, en ambos casos. Había interminables categorías de viajeros que, como en el caso de los peregrinos, eran más proclives a dejar testimonio del periplo y la experiencia personales, de modo que, hoy en día, cada religión dispone de sus mitos o viajeros icónicos. Muy a menudo, estos viajes estaban llenos de peligros de carácter natural y humano, lo cual dio lugar a una serie de rituales y consejos muy extendidos. Otros colectivos, como los mercaderes, rara vez dejaban testimonio de sus vivencias. A la mayoría de viajeros los guiaba la curiosidad y las ansias de ver mundo, aunque el concepto de turismo aún quedaba muy lejano.


Estereotipos, extremos y exclusiones

A finales de mayo de 1397, Martín el Humano desembarcó en la playa de Barcelona para ser recibido y entrar en la ciudad, por primera vez, como soberano de la Corona de Aragón.[1] Descendió de una galera que, vía Aviñón, lo había traído desde Sicilia, cruzando un puente de madera, debidamente engalanado, que se había construido para la ocasión. Lo esperaban los festejos conmemorativos propios de una entrada real.

Contemporáneamente, cualquier esclavo (o esclava) de los que, desde hacía unas décadas, iban incrementando la población de la ciudad, pudo desembarcar también en Barcelona, pero en condiciones muy distintas: después de haber realizado un largo y penoso viaje desde el Mediterráneo oriental, punto de abastecimiento mercantil de la mano de obra servil euroasiática y balcánica; o de haber sido capturado en algún punto del Mediterráneo occidental simplemente por ser musulmán y haber tenido el infortunio de cruzarse con una embarcación cristiana. En cualquier caso, su llegada se habría producido en un entorno completamente desconocido en cuanto a lengua, costumbres y religión, a centenares o miles de quilómetros de su lugar de origen, después de haber sido brutalmente arrancado de su propia vida cotidiana, sin saber qué le deparaba el futuro, y completamente falto de referentes, amistades y contactos.

En el Mediterráneo medieval hubo mucha más movilidad de la que, a veces, los estereotipos sobre la Edad Media han dejado entrever. Ciertamente, los viajes o desplazamientos (en especial los que se realizaban por vía marítima) no podían estar al alcance ni formaban parte del universo mental de la gran mayoría de la población. Pero esto no significa que no hubiera movilidad, aunque la movilidad quedara a menudo restringida a los dos extremos de la escala social: los más privilegiados y los más miserables. Y, fundamentalmente, a los hombres.

Las posibles categorías de viajeros medievales son interminables: mercaderes, peregrinos, caballeros, guerreros, mercenarios, marineros, diplomáticos, embajadores, artesanos, artistas, religiosos seculares y regulares, estudiantes, intelectuales, monarcas, príncipes y nobles con sus cortes y séquitos itinerantes… y marginados, pobres, mendicantes, prisioneros de guerra, esclavos y cautivos, al lado de todo tipo de personas socialmente excluidas que, voluntariamente o a la fuerza, se desplazaban. O que, incluso, con mayor o menor fortuna, podían emigrar en busca de una vida mejor, de una ocupación, o impulsados por guerras y carestías.

Con todo, se trata de categorías que difícilmente se conjugaban en femenino. Y que, cuando lo hacían, reverberan casi sin excepción en masculino o condicionadas por las categorías masculinas, fuera cual fuera la religión y fuera cual fuera el origen geográfico.

De producirse, el viaje de las mujeres solía ser, en un extremo, el de las reinas, princesas o nobles que dejaban la casa paterna y se desplazaban hasta la del marido. Y, como mucho, el de las religiosas que profesaban y se desplazaban para entrar en un convento, pero siempre arropadas por su núcleo familiar o entorno de seguridad y control.

En el otro extremo, el viaje forzoso de las esclavas y el de las mujeres socialmente postergadas y miserables. Como las prostitutas, a menudo foráneas, que ejercían en los burdeles de los puertos y ciudades marítimas y estaban al servicio de marineros y navegantes, o que podían ser desplazadas con combatientes y mercenarios.

La movilidad individual femenina no era socialmente aceptada, porque implicaba transgresión y, además, suele quedar oculta y sin memoria, tanto en las fuentes narrativas como en las documentales: Egeria y su viaje a Tierra Santa, en el siglo iv, no son sino una excepción.

Iconos: judíos, musulmanes y cristianos

Cada una de las religiones de la Edad Media mediterránea dispone, por supuesto, de sus propios mitos o viajeros icónicos: el judío de Navarra Benjamín de Tudela, en la segunda mitad del siglo xii; el tangerino Ibn Battuta, considerado el viajero medieval musulmán por excelencia, en el siglo xiv; y Marco Polo, el mercader veneciano que vivió a caballo de los siglos xiii y xiv. Son mitos que emanan, cómo no, de las memorias narrativas que, directa o indirectamente, nos legaron ellos mismos por escrito.

A raíz de la diáspora, la cultura del viaje puede considerarse consubstancial al pueblo judío. Es de todos sabido que, durante la Edad Media, las comunidades hebraicas fueron muy dinámicas, y sus miembros no solo se dedicaron al comercio internacional, sino que viajaron tanto por formación como para peregrinar a Jerusalén. En consecuencia, los judíos regularon las situaciones que les impedían cumplir con los preceptos de la ley, legislando por ejemplo sobre los desplazamientos en sabbat, la protección o el camuflaje de su identidad durante los viajes para evitar riesgos, o las largas ausencias familiares.

El relato de Benjamín de Tudela, que recorrió todo el Mediterráneo y se adentró hasta Jerusalén, Damasco, Mosul y Bagdad, tiene apariencia de simple itinerario. Pero se interesa, aunque lo haga escuetamente, tanto por la situación socioeconómica, política y religiosa de las comunidades de correligionarios que visita, como por las relaciones políticas entre el mundo cristiano y el islámico. Contrapone, además, el respeto que en tierras islámicas se tenía por los judíos con la opresión que estos sufrían en la Europa cristiana. Y, al fin y al cabo, resulta representativo y ofrece una imagen de conjunto de las comunidades hebreas y del Mediterráneo del siglo xii.

Siendo la peregrinación a La Meca uno de los preceptos del islam, el viaje también es inherente a la religión y la civilización islámicas. Además, al igual que entre los judíos, también se consideraba adecuado y necesario que los estudiosos de la ley islámica se desplazaran para realizar un recorrido formativo por las principales ciudades de dar al-islam, donde podían instruirse con los grandes maestros. De hecho, el género escrito de viaje por excelencia, la rihla, aparece entre los musulmanes a partir del siglo xii, gracias a los andalusíes y magrebíes que quisieron dejar testimonio de sus viajes de aprendizaje y peregrinación a Oriente.

Ibn Yubayr, nacido en Valencia a mediados del siglo xii, se considera el máximo representante de la rihla. Cruzó el Mediterráneo hasta Alejandría, y estuvo en La Meca, Bagdad, Siria y Tierra Santa. Con todo, su texto se centra fundamentalmente en referencias históricas y biográficas, sin contar lo que vio ni las costumbres de los lugares visitados.

La narración de Ibn Battuta, por el contrario, es mucho más vivaz. No solo porque recoge informaciones mucho más variadas, sino porque aporta todo tipo de anécdotas, mitos, leyendas, curiosidades y vivencias personales. Su relato nos lo representa como un hombre de mediana cultura, perspicaz y observador, pero a su vez musulmán riguroso y puritano, cargado de prejuicios y siempre pendiente de las formas. Considerado, durante mucho tiempo, desde una visión absolutamente eurocéntrica, como «el Marco Polo musulmán», Ibn Battuta viajó casi ininterrumpidamente durante tres décadas, y además de atravesar el Mediterráneo e ir, lógicamente, hasta La Meca, sus itinerarios recorren buena parte del mundo africano (atravesó el Sáhara y se adentró en el África Negra hasta Siyilmasa, Mali y el Níger) y euroasiático (Iraq, Irán, Tanzania, el Yemen, Qatar, Bahréin, Afganistán, India, Maldivas, Ceilán, Sumatra, China…). Puso por escrito sus recuerdos posteriormente, con la colaboración de un secretario suyo, Ibn Yuzavy. Y aunque sus viajes ultrapasen los límites del Mediterráneo y del mundo islámico, ofrecen una visión representativa del mismo a ojos de un musulmán del siglo xiv.

Pese a que Marco Polo se haya convertido en el viajero cristiano icónico medieval, su memoria escrita poco o nada tiene de mediterránea y de mar Mediterráneo. Mediterráneo fue él, sí, por sus orígenes, en tanto que veneciano cuya familia tenía intereses comerciales en Constantinopla y en el mar Negro, que fueron la puerta de entrada a Asia de su padre y de su tío, primero, y posteriormente de su propio periplo y estancia de dos décadas entre los mongoles. Con todo, si, después de su regreso, Marco Polo acabó dejando por escrito sus recuerdos y su experiencia vital, fue precisamente por ser mediterráneo. Capturado por los genoveses en una batalla naval contra Venecia en el Adriático, quedó preso en Génova durante un año. Durante su cautiverio, coincidió en prisión con Rustichello de Pisa, un escritor pisano de novelas artúricas y de cultura francesa a quien narró o dictó sus memorias. Pero su relato no es el de un mercader, sino el de un explorador o aventurero que se preocupa por describir los países extraños y lejanos que conoció, pensando en aquellos que no los visitarían nunca.  

Memorias y vivencias de peregrinación cristiana mediterránea

En el Mediterráneo cristiano medieval, las narraciones de viaje que colman los siglos xiv y xv con memorias y vivencias personales son, fundamentalmente, las de los peregrinos cristianos europeos que visitaron los tres grandes polos de peregrinación cristiana: Roma, Santiago de Compostela y Tierra Santa.

Aunque las rutas que conducían a Santiago de Compostela desde el continente europeo fueran, fundamentalmente, terrestres, los peregrinos procedentes del arco mediterráneo solían llegar por mar hasta Barcelona y, pasando por Montserrat, se dirigían, luego, por vía terrestre, hacia Lérida y Zaragoza, desde donde iban a empalmar con la vía terrestre que recorría el norte peninsular.

Dependiendo del lugar de origen de los peregrinos, a Roma, lógicamente, también podía llegarse por tierra o a través del Mediterráneo. Sin embargo, para los europeos, el desplazamiento hasta Tierra Santa sí tenía que realizarse, necesariamente, por mar porque, para visitar los Santos Lugares, los peregrinos tenían que cruzar, ineludiblemente, el Mediterráneo.

La relativa aleatoriedad que podía adquirir la peregrinación a muchos de los santuarios del Occidente cristiano, a los que se podía ir o llegar «de paso» en función de la cercanía geográfica o en el marco de recorridos mucho más amplios, no es en modo alguno extensible, pues, a la peregrinación a Tierra Santa. A Tierra Santa había que desplazarse deliberadamente. Para llegar, había que embarcarse, y hacer frente no solo al elevado coste del viaje, sino también a un largo y peligroso periplo. No solamente por los riesgos y problemas inherentes a la navegación para gentes que no estaban acostumbradas a navegar y que, seguramente, lo hacían por primera vez, sino también porque el viaje obligaba a transitar por tierras que estaban bajo dominio musulmán y, dependiendo del recorrido, incluso a atravesar el desierto del Sinaí, cuyos rigores eran otro riesgo añadido para viajeros que, lógicamente, no solo no estaban acostumbrados a ellos, sino que los desconocían por completo.

A diferencia de lo que ocurría en el Camino de Santiago o para ir a Roma, donde los peregrinos realizaban el viaje de forma individual o, en términos actuales, «por libre», en la Baja Edad Media, la peregrinación a Tierra Santa se convirtió en una especie de «viaje organizado», regulado hasta el más mínimo detalle, y que difícilmente dejaba margen a la improvisación. Cuando, a mediados del siglo xiv, los estados cristianos occidentales consiguieron que el imperio mameluco les autorizara su presencia en Jerusalén y se reconociera oficialmente a los franciscanos el derecho a instalarse en los Santos Lugares para reactivar el culto cristiano, las peregrinaciones evolucionaron hacia su punto álgido, aunque de manera completamente tutelada por los frailes menores.

Además de la supervisión espiritual de los peregrinos por Tierra Santa, donde los circuitos, los rituales y las manifestaciones litúrgicas asociadas a cada uno de los lugares que había que visitar estaban muy fijados, los franciscanos también asumían, una vez desembarcados allí, la organización logística. Les facilitaban los desplazamientos, el alojamiento y la comida, y ejercían de guías y traductores.

La mayor parte de los peregrinos se embarcaba en Venecia, a bordo de galeras que los trasladaban hasta el puerto de Jafa, que era el lugar habitual de desembarco. Desde allí, se iniciaba el recorrido que conducía a visitar Jerusalén y sus alrededores, donde se reconstruía el camino del cautiverio, la crucifixión y la sepultura de Cristo; el Jordán, donde bautizaba San Juan Bautista; y Belén, lugar de nacimiento de Jesús. Después, regresaban a Jafa para iniciar el retorno hacia Venecia.

El recorrido por Tierra Santa duraba unos quince o veinte días, pero, con los trayectos de ida y vuelta a Venecia, el periplo se alargaba entre cuatro y seis meses, a los que tenían que sumarse los tiempos de desplazamiento de ida y vuelta al lugar de origen de los peregrinos. Por lo tanto, para una visita a los Santos Lugares de un par de semanas, el viaje podía durar fácilmente ocho o diez meses.

Quienes se aventuraban a visitar el Sinaí podían desembarcar en Alejandría, pasar por el Cairo y rodear la península del Sinaí y el mar Rojo; o ir desde Gaza, después de haber realizado ya la visita a los Santos Lugares. Entonces, en la travesía del desierto, la emulación de la Pasión de Cristo dejaba de ser retórica. No son pocos los peregrinos que perdieron allí la vida a causa de su dureza e inclemencias.

Para facilitar el seguimiento de los circuitos y los rituales, los peregrinos podían disponer de unas guías litúrgico religiosas que explicaban el significado de cada lugar que visitaban, las indulgencias y los perdones a los cuales daba derecho, y las plegarias que había que pronunciar. Eran manuales anónimos e intemporales, sin implicaciones personales, que se transmitieron, sin modificaciones significativas, de generación en generación. Pero muchos peregrinos también quisieron dejar memoria escrita de su propia experiencia personal de viaje, y elaboraron narraciones en primera persona relatando las circunstancias y particularidades de sus propios periplos.

Supervivencia

Más allá de su preparación espiritual y mental, quienes cruzaban el Mediterráneo eran conscientes de los peligros de carácter natural y humano a los que podían enfrentarse. La amenaza de tempestades, vientos, naufragios y enfermedades no era menor que la de piratas y corsarios. Por ello, muchos de los peregrinos dictaban testamento antes de emprender el viaje.

En tanto que gentes no habituadas a viajar, se desarrolló, sobre todo, en torno a ellos, una tradición de recomendaciones prácticas sobre las cuestiones materiales y condiciones bajo las cuales debían realizarse los viajes.

Tradicionalmente, la estación más aconsejable para ponerse en camino era la primavera, puesto que el día empezaba a alargarse, las temperaturas empezaban a ser más suaves y el mar estaba más en calma. Condicionada por la meteorología, la duración de las etapas de navegación era aleatoria e imprevisible. Podía no tocarse tierra durante muchos días e, incluso haciéndolo, podía no tenerse la posibilidad de obtener vituallas y agua. Además, a bordo de las embarcaciones había que sobrevivir en un espacio muy reducido y a menudo incómodo y sucio.

Si no llegaban a otro tipo de acuerdo con el patrón, los viajeros tenían que llevar y administrarse sus propios víveres, además de los utensilios necesarios para prepararlos y consumirlos. Lo más oportuno era viajar con un baúl con cerrojo para mantenerlo todo cerrado bajo llave y evitar los robos. También era adecuado comprarse un catre o colchón para poder dormir con una mínima comodidad, y era necesario disponer de un orinal, cera para la iluminación y unos mínimos productos medicinales.

Evidentemente, no podían llevarse alimentos frescos, porque se estropeaban rápidamente y podían causar problemas de salud. Lo que convenía era básicamente bizcocho o pan seco, tostado, para que durara más. Productos secados pero no salados, para que no provocaran demasiada sed. Aceite, queso, arroz y frutos secos. Vino en cantidades moderadas, y a menudo más para uso medicinal que como bebida. Algún animal vivo. Azúcar y confites, que podían ayudar a recuperar energía en caso de desfallecimiento. Y agua.

Con todo, la pesca en el mar también podía ofrecer, en ocasiones, algún complemento alimentario, pero eran preferibles los alimentos que podían consumirse directamente y no tenían que cocinarse.

En las narraciones de viaje, los testimonios sobre la corrupción de alimentos y agua son constantes, tanto a bordo de las embarcaciones como en la travesía del desierto, por sus analogías con las dificultades de abastecimiento: bizcocho enmohecido y relleno de gusanos; agua densa y pútrida que desprende un hedor tan insoportable que ni siquiera se puede disimular con azúcar, jarabe o especias, pero que hay que beberse porque es la única de la que se dispone; agua que se corrompe dentro de los odres de cuero que debían preservarla, coge el gusto de la piel y la grasa con la que se había curtido el cuero, y, además debe beberse llena de pelos; vino agriado e imbebible, o con sabor a pegamento, que de tan denso puede cortarse con un cuchillo y ni siquiera puede tomarse como medicina…

Con todo, también había métodos para intentar desalar el agua de mar, como filtrarla reiteradamente con arena, o cocerla en una caldera, con un paño limpio encima para que recogiera el vapor y después escurrirlo.

Lógicamente, el principal problema de los viajeros que no estaban acostumbrados a navegar era el mareo y el vómito. Para intentar evitarlo, se recomendaba preparar el cuerpo comiendo menos y, a ser posible, iniciar el viaje en ayunas, además de procurarse remedios contra las náuseas, como membrillos, granadas y alcaparras. Puesto que la sal provoca el cierre de la boca del estómago, podía tomarse, preventivamente, si se disponía de recursos suficientes, vino mezclado con agua de mar y, si no, directamente agua salada. Pero, idealmente, el primer día, que era el más crítico, convenía pasarlo sin comer ni beber, evitando mirar al mar y acostado.

Aunque, para evitar la suciedad, se recomendaba estar siempre que se pudiera al aire libre, y en el lugar más elevado posible, también había que protegerse del calor y las insolaciones, cubriéndose la cabeza y evitando que el sol quemara el cuerpo.

Con todo, a partir de mediados del siglo xiv, las embarcaciones empezaron a contar con el apoyo de personal sanitario: los barberos. Además de tratar llagas y enfermedades, también cumplían con la misión higiénica de cortar pelos y barbas. Pero los barberos eran prácticos, no universitarios y, aunque se ha documentado a muchos con su instrumental y manuales, trabajaban en condiciones muy precarias y, a veces, su formación podía no ser la adecuada. En su relato de peregrinación a Tierra Santa, Roberto de San Severino se refiere a un barbero que, según él, «sabía tanto de curar enfermedades y fiebre como un asno de tocar la guitarra». Tenía un ungüento que daba a todo aquel que tuviera fiebre, independientemente de cuál fuera la causa de la fiebre y de cuál fuera la constitución del enfermo.

La difusión de la práctica médica no impidió que, como en otros muchos ámbitos de la vida y del saber de la época, la magia y las creencias influyeran también en la medicina del viaje y en la previsión de todo tipo de fenómenos, riesgos y peligros. En el caso de los viajes por mar, podían aconsejarse remedios para conjurar tempestades, como comer lechuga, o llevar piedras o animales con virtudes especiales. Los recetarios médicos incorporaron, también, conjuros y oraciones. Y parece que entre los marineros circularon listados que indicaban los días susceptibles de grandes cambios en el estado del mar, hacia la calma o hacia la tormenta.

Aunque pueda parecer contradictorio, en las fuentes narrativas que recogen memorias personales, la insistencia en las dificultades del viaje está directamente relacionada con la superación exitosa de esos obstáculos, porque, de otro modo, esas memorias no nos habrían llegado. Por ello, aunque no siempre pueda afirmarse necesariamente que los autores magnifiquen los peligros y las incidencias, sí tienen tendencia a dejar constancia de sus propias heroicidades. Siendo textos escritos para que fueran leídos por terceros y con voluntad narrativa, la superación de los peligros puede utilizarse como elemento literario, para dar más valor a la propia experiencia. Pero no hay que perder de vista que lo que se destacan son los episodios excepcionales, no la cotidianeidad monótona que, por sí misma, no despertaba ningún interés.  

Mercaderes, caballeros… y cambio de ciclo

A diferencia de los peregrinos, los colectivos más habituados a surcar el Mediterráneo, como los mercaderes, raramente han dejado testimonios escritos de sus memorias y vivencias personales. Lo que tenían a su alcance los mercaderes, y lo que les era útil y necesario a ellos y a sus factores, tanto por la utilidad práctica que tenían como para la formación de los noveles, eran los «manuales de mercadería». Eran compilaciones de información, tanto sobre los países y puertos o plazas mercantiles de su interés, como sobre el saber empírico y funcional necesario para el ejercicio de su actividad, con detalle de aduanas, impuestos, medidas, precios, calidad de los productos, vocabulario, distancias y recorridos, estado de los caminos, operaciones matemáticas, consejos morales…

Como en el caso de Marco Polo, los mercaderes solamente dejaron memoria escrita de sus viajes en aquellos casos en que combinaron sus posibles viajes mercantiles con periplos más amplios: cuando ejercieron de peregrinos o cuando vivieron peripecias que luego consideraron dignas de contar. Serían ilustrativos, en este sentido, respectivamente, los ejemplos de Anselmo Adorno, un mercader flamenco de origen genovés instalado en Brujas, que peregrinó a Tierra Santa, o el del también flamenco Eustache de la Fosse, que fue capturado por unos portugueses durante un viaje comercial a las costas de Guinea y encarcelado en Alcácer do Sal, de donde consiguió escapar posteriormente. Con todo, se trata de ejemplos tardíos, que apuntan al último cuarto del siglo xv y entroncan, de alguna manera, con la dimensión ya más «mundana» o poliédrica de los largos itinerarios —terrestres, a menos que visitaran Tierra Santa— que muchos nobles, caballeros o patricios norte-europeos realizaron, contemporáneamente, por Europa, dejando testimonio escrito de sus memorias y vivencias. Son emblemáticas, en este sentido, las narraciones de Georg von Ehingen, Nikolas von Popplau, Leo von Rozmital, Hyeronimus Münzer, Arnold von Harff…

Aunque, para la Edad Media, el concepto de turismo constituya un anacronismo, muchos de ellos viajaron movidos, fundamentalmente, y así lo expresan tanto sus guiajes y cartas de recomendación como sus propios escritos, por su curiosidad, sus ansias de ver mundo, visitar países y cortes y consagrarse a los placeres cortesanos, participar en justas y torneos. Evidentemente, no podían dejar de visitar los santuarios que se cruzaban en su camino en tanto que «lugares turísticos» del momento. Pero su espíritu queda muy alejado ya del de los viajeros y peregrinos medievales, y de sus estereotipos, memorias y vivencias. Incluso en el caso de «verdaderos» peregrinos a Tierra Santa, como el de Bernhard von Breydenbach, canónigo y decano de la catedral de Maguncia, en 1483-1484: ya es otra época y otra mentalidad.  

Notas

Este trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (MICIU) español titulado «Movimiento y movilidad en el Mediterráneo medieval. Personas, términos y conceptos» (PGC2018-094502-B-I00), y forma parte de las investigaciones realizadas por el Grupo de Investigación Consolidado por la Generalitat de Catalunya CAIMMed («La Corona catalanoaragonesa, l’Islam i el món mediterrani medieval», 2017 SGR 1092).