Epidemias en el Mediterráneo: historia de un problema

José Enrique Ruiz-Domènec

Catedrático de historia medieval, Universidad Autónoma de Barcelona

Cuando Lord Acton, editor de The Cambridge Modern History, aconsejó a sus jóvenes colegas que se ocuparan de un problema, no de un periodo, poco podía sospechar que en el año 2020 la propagación de una pandemia vinculada al Covid-19 convertiría su consejo en premonitorio para muchos de nosotros. Desde que este virus llegó a nuestras vidas hacia el mes de enero —en China había llegado a mediados de noviembre del año anterior—, me he dedicado a trabajar a fondo en las sendas embrolladas, muchas veces escritas por testigos impresionados por la mortandad, de las epidemias en la historia, y he extraído algunas conclusiones que quiero exponer en este artículo, vinculadas al espacio mediterráneo.


El texto que ofrezco aquí es un sucinto repaso sobre las epidemias que se propagaron por el mundo mediterráneo en los últimos tres mil años, desde la llegada de los pueblos del mar, hacia 1177 a. C. Como gusta decir el profesor Eric H. Cline, he realizado el estudio siguiendo el recurso de la historia de larga duración sobre el efecto de las enfermedades contagiosas en el curso de los acontecimientos. El escaso interés hasta fechas recientes de este aspecto de la civilización material contrasta abiertamente con la importancia que le dieron los autores clásicos, medievales y modernos. Para el más grande de todos ellos, el griego de la época clásica Tucídides, la pestilencia se halla tan sólidamente establecida en la sociedad que, al leer los capítulos que dedica en la Guerra del Peloponeso al brote de fiebres tifoideas acaecido en Atenas en 430 a. C., uno experimenta una sensación de reconocimiento poderoso del valor del contagio, aunque sea una sensación desalentadora por la persistencia de las epidemias. Tucídides describe perfectamente la actitud de los atenienses ante la epidemia: es una imagen tan precisa la que nos muestra que hay que valorar su narrativa como expresión de una sociedad en crisis existencial. Asimismo, el relato del Éxodo sobre las plagas es una expresión de la agonía de un pueblo como un castigo de Dios ante la orgullosa resistencia del faraón de Egipto.

La descripción de la «peste» de Atenas —hoy sabemos que no era peste, sino tifus— es, teóricamente, la historia de un pueblo sometido al desafío que supone una plaga que acaba con sus defensas y amenaza con poner fin a su estilo de vida. Cuando se derrumban las convicciones que habían forjado la época de Pericles, Tucídides se traslada al núcleo mismo de la epidemia, y entonces comprende que es una prueba para la sociedad ateniense, mayor incluso que el ataque de los persas en Maraton o el incendio de la ciudad, anterior a Salamina y Platea. Pero la historia se enreda: el conflicto con Esparta, conocido como la guerra del Peloponeso, transforma la civilización griega en un paradójico estado de crisis permanente, sobre todo porque es una guerra orientada a exportar la libertad a los pueblos por parte de Atenas, la cual, para conseguirlo, necesita someterlos a todos. La vida quedó invadida por una insoportable levedad. Los valores familiares, columna vertebral de la sociedad griega, se desmoronan en un tiempo necesitado de respuestas. En este sentido, tal y como apuntaba Arnold Toynbee, en la historia cada desafío exige una respuesta.

Tras la peste del año 430 a. C. y la guerra que siguió, la respuesta tiene un nombre: helenismo (se lo puso Droysen en el siglo xix), y hubo muchas resistencias a aceptarlo, en especial en Atenas, con Demóstenes, o en Tebas, con el general Epaminondas. Pero al final, la ley de la historia se cumple y la respuesta al desafío configura una nueva era.

El Imperio romano

Con el paso de los años se olvidaron las penas provocadas por la epidemia, pero no el texto de Tucídides. En el Imperio romano, las epidemias eran de curso habitual, y hubo muchas, algunas graves, que marcaron el devenir de la sociedad romana, incluso en época muy tardía, como en tiempos de Marco Aurelio. Así, por ejemplo, surgió la llamada «peste antonina», que en realidad era una viruela hemorrágica que, según el historiador Amiano Marcelino en Historias , «llenó de enfermedad y muerte todo el territorio situado entre la tierra de los persas, el Rin y las Galias». La vida misma se había vuelto imposible. El célebre médico Galeno, testigo presencial de la epidemia, describió los síntomas: «exantemas de color negro o violáceo oscuro que después de un par de días, se secan y desprenden del cuerpo, pústulas ulcerosas en todo el cuerpo, diarrea, fiebre y sentimiento de calentamiento interno por parte de los afectados; en algunos casos se presenta sangre en las deposiciones del infectado, pérdida de la voz y tos con sangre debido a llagas que aparecen en la cara y sectores cercanos. Entre el noveno día de la aparición de los exantemas y el decimosegundo, la enfermedad se manifiesta con mayor violencia y es donde se produce la mayor tasa de mortalidad ».

El mismo emperador Marco Aurelio se contagió de la viruela mientras recorría los campos de batalla en su largo enfrentamiento con las tribus de los marcomanos del Danubio y murió en 180.

Epidemia versus pandemia

Los últimos mil quinientos mil años, a diferencia de lo sucedido en épocas anteriores, tienen conciencia de la necesidad de distinguir un brote de epidemia de las muchas que ha habido, hay y habrá, de una gran epidemia, lo que hoy suele llamarse una pandemia. Es una cuestión de escala; un tema del que fue maestro indiscutible el historiador Procopio, nacido en Cesarea de Palestina a comienzos del siglo vi. Su obra nos adentra tanto en la mente de un personaje con sus intimidades al descubierto (pensemos en su eficaz retrato de la emperatriz Teodora) como en el movimiento de las tropas del general Belisario en el norte de África o en Italia. Desde luego, su Historia secreta es una obra post catástrofe, pero la catástrofe de la que habla no es la decadencia y caída del Imperio romano, tal y como apuntó en el siglo xviii Edward Gibbon, sino la gran epidemia de peste bubónica que se cernió sobre Constantinopla y otras ciudades bizantinas en el año 542.

En las páginas iniciales de la Historia secreta vemos las primeras insinuaciones de Procopio: «Por estas mismas fechas sucedió que le sobrevino también otra cosa. Se trataba de lo siguiente: la peste, de la que hizo mención en los libros anteriores, se extendía entre los habitantes de Bizancio. Ocurrió que el propio emperador Justiniano enfermó gravemente, de forma que se decía que había muerto». Mientras repasa los acontecimientos y se prepara para ofrecer una descripción al modo de Tucídides, su mentor en ese momento, se ve impulsado a mirar más lejos, a unir la plaga con el cambio climático que percibe en el Mediterráneo, con el avance del desierto casi hasta las playas del norte de África. A Procopio le sorprende esta coincidencia, y deja frases que muestran el camino para entender el efecto de una epidemia de alcance mundial, de una pandemia en el orden del mundo. Luego llegan los historiadores actuales, con William Rosen en primer lugar, y sitúan la pulga de la rata negra como el vector de la plaga, al llevar en su interior una bacteria que entonces era completamente desconocida, la yersinia pestis, que descubriera el insigne médico Alexander Yersin. Y así se alcanza una interesante conclusión.

Resultó que Procopio tenía toda la razón. Ahora que los estudios de epidemiología han desembarcado en el estudio de la historia, se sabe que una epidemia lleva la mácula de la tragedia social. Porque, por supuesto, el contagio se extiende de forma imparable, sin barreras que lo detengan y, naturalmente, lo que hace la pandemia es transformar de golpe la geopolítica del mundo. En el caso de Bizancio, supuso la aparición del islam en la cuenca del Mediterráneo, que poco a poco fue apoderándose de las plazas importantes de Asia Menor y del norte de África. Asimismo, en esa expansión dejó la puerta abierta a que los longobardos, o lombardos, se instalaran en el valle del Po (dando nombre a la actual región de Lombardía), y los francos comenzaran su aventura expansiva en dirección a Italia y España, lo cual terminó por hacer germinar el Imperio carolingio. Hace años, Henry Pirenne dijo que sin Mahoma no era concebible Carlomagno; hoy se puede decir que sin la peste bubónica del siglo vi es impensable la formación del Imperio carolingio.

Esta tesis de desafío-respuesta está estructurada sobre una idea reconocible que le debemos a Arnold Toynbee; y no es un tópico manido: en este caso, consiste en introducir, en la narración de una época de la historia, un problema que condiciona el curso de los acontecimientos; el problema, en este caso concreto, de una gran epidemia de peste bubónica en el siglo vi. Se reconoce así que, en ese preciso momento, el mare nostrum dejó de ser un valor y dio paso a un mar dividido en varias civilizaciones, fragmentadas a su vez en complejos sistemas religiosos. Al expresar el peso de un hecho de la naturaleza, Procopio y los que lo siguen quisieron neutralizar sus efectos. Es una forma de hacer historia que quiere que sepamos que ella sabe que sabemos que ella sabe. No es un galimatías lo que acabo de decir: es la comprobación fáctica de que, desde Evagrio Escolástico en el siglo vi hasta Albert Camus en el siglo xx, la peste es «nuestro único asunto».

Signoria of Florence.

La peste negra

Pero aquí no acaba la historia de las grandes epidemias en el Mediterráneo. A mediados del siglo xiv aparece de nuevo la peste bubónica, esta vez calificada de «peste negra», con un tinte dramático en la definición y en el modo de propagación. Es una catástrofe se mire por donde se mire. Por la elevadísima tasa de mortandad, por la resonancia cultural que tuvo (el Decamerón de Giovanni Boccaccio es solo uno de los ejemplos más famosos), por el efecto social adquirido al cuestionar el mundo de los horizontes abiertos, en especial las rutas de caravanas que atravesaban Asia Central y que habían convertido esta región del mundo en un mercado común microbiano, como dijo Emmanuel Le Roy Ladurie; y, por último, pero no por ello de menor importancia, por el cambio en el espacio pictórico detectado en Pisa, Florencia y Siena, al que el historiador Millard Meiss dedicó uno de los libros más famosos de la historia del arte: Painting in Florence and Siena after the Black Death.

Giovanni Villani, que dejó inconclusa su crónica al morir durante los primeros momentos de la plaga, describe lo que él mismo teme que pueda ser entendido como un tópico: en este caso, la narración nostálgica de la retrospección de una sociedad urbana que se había convertido en el apéndice del mercado. Reconoce la falta de rigor para hacer frente a un crecimiento desordenado de la economía mercantil y de la vida urbana. Es Boccaccio quien expresa abiertamente la metáfora central del problema de una epidemia: la peste es una lección a la arrogancia de los hombres. Todos lo sabemos, no necesita decir nada más al respecto; solo describir en cien cuentos (diez por cada jornada, y que estas fueran diez también) la sociografía de un mundo que se desvanece por efecto de la peste. Aquí aparece la analogía entre las viejas costumbres urbanas y la propagación de la plaga. Y si queremos ejemplos, le basta con señalar reacciones de alto contenido emotivo para borrar cualquier indulgencia de la sociedad que había creído conquistar el mundo. Por mediación de Boccaccio se pueden seguir los temores y los deseos de cambio.

Los cuentos describen con sorna el placer nostálgico de volver a un tiempo en que podían contemplarse las procesiones de flagelantes que, con la soga al cuello, vagaban por los caminos de Italia y otros países buscando la clemencia divina. Esto culmina en una ensoñación en las danzas de la muerte y la emergencia de una cultura de lo macabro. Es un movimiento fluido, pero efervescente, como diría Emil Durkheim, lleno de epifanías sangrantes y delirios, con expresiones cargadas de emotividad popular, sin roce alguno con los ideales de la vida nueva que tanto había interesado al Dante.

Este ambiente en el Mediterráneo del siglo xiv prepara, como respuesta, una seria decisión de cambiar el orden del mundo; es el umbral de lo que, en el siglo xix, Jacob Burckhardt llamó la cultura del Renacimiento. Hoy se puede decir sin ambages que el Renacimiento no hubiera sido posible de no haber sido precedido por la peste negra. Fue el desafío de la epidemia lo que motivó una respuesta tan creadora.

El siglo xvii

En 1630 llega de nuevo la peste bubónica al Mediterráneo. Dos años antes se había detectado en la ciudad de Lyon con terribles consecuencias, según señala Monique Lucenet, su mejor estudiosa. Es el miedo iniciado en el siglo xiv, que regresa en forma inesperada a la vez que trágica.

La peste, junto al tifus, la viruela y otras enfermedades contagiosas, está vinculada a la aparición de la Pequeña Edad del Hielo, el cambio climático que desertizó buena parte de los campos del Mediterráneo. La gente no tenía qué comer y se lanzó al bandidaje, que se hizo endémico en ese siglo. En Los novios, Giuseppe Manzoni hace que la pareja protagonista, que huye del malvado duque Don Álvaro, acabe encontrándose en el Lazaretto de Milán, donde llegaban los enfermos infectados de peste. Fue una experiencia en verdad horrible que dejó tras ella cerca de un millón de muertos. Una de las principales ciudades que aún daban vida al mundo mediterráneo se replegó hasta convertirse en una ciudad provinciana. Pero la tragedia solo acababa de comenzar. Así, en la década de 1650 la peste se propagó por el Mediterráneo para sembrar de desolación ciudades y pueblos. Cuando llegó a Nápoles, la auténtica metrópolis del Mediterráneo en el siglo xvii, con sus casas de cuatro y cinco pisos (los rascacielos de entonces) y su medio millón de habitantes, la peste se volvió especialmente destructiva. Además de matar a la mitad de la población, dejó huellas imborrables en el imaginario urbano, como puede advertirse en la pintura El Mercado de Nápoles, de Domenico Gargiulo, conocido con el sobrenombre de Micco Spadaro. Este cuadro nos informa, en el estudio actual, de la sensibilidad de una época ante la epidemia.

Básicamente es la expresión del horror, que luego se trasladó al año siguiente, con las mismas muestras entre la población, y más tarde a las ciudades del norte como Venecia, Verona, Padua y Génova. Lo que no había hecho la guerra, ni el clima, ni el cambio de las redes comerciales, lo hizo la epidemia: crea un mezzogiorno del que hay que alejarse a toda prisa. Fue una ruptura entre el sur y el norte, aunque para certificar ese hecho, la Europa protestante debía sentir el efecto de la epidemia; así, a Ámsterdam llega en 1664 y a Londres, en 1665-66, con un testigo de excepción: Daniel Defoe, autor del memorable Diario del año de la peste.

La respuesta a esta epidemia fue la Ilustración, la Edad de la Razón, que situó al Mediterráneo como un espacio de la nostalgia donde acudían los jóvenes ingleses durante el Gran Tour para reafirmar el sentido progresista de la historia. Era la geografía de una lenta decadencia que colisionaba en forma y grandeza con la caída y decadencia del Imperio romano, un imperio, no hay ni que decirlo, panmediterráneo.

Desde Nápoles, Giambattista Vico niega esta idea del progreso de la historia, e insiste en su tesis de los corsi e ricorsi, donde cuestiona la idea de que el progreso de las luces conllevará la supresión de las grandes epidemias.

Las epidemias en la modernidad

Advertencias de que no era el fin de las epidemias hubo muchas, sobre todo en el siglo xix, con el cólera como protagonista mediático al provocar un estado de angustia generalizado, como ha señalado el historiador Olaf Briese; pero no llegaron a ser grandes epidemias, aunque su mortandad fuera inmensa, como pasó con la gripe rusa de 1889, que provocó casi un millón de fallecidos. Faltaba la extensión global para ser consideradas pandemias.

Sin embargo, la torre del orgullo europeo atlántico occidental se impuso a la razón llevando al mundo a una Gran Guerra (conocida como Primera Guerra Mundial) tras el atentado del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, y antes de que acabara tuvo lugar la última, de momento, gran epidemia (no sitúo en esta lista la actual del Covid-19 porque aún no ha mostrado todo su periplo): la mal llamada gripe española de 1918-1920.

Fue una gripe motivada por la mutación del virus A H1N1, con una letalidad extraordinaria. Al final del ciclo murieron cincuenta millones de personas. España fue el país mediterráneo más afectado, con cerca de trescientos mil muertos y ocho millones de afectados. Esta gripe demuestra que la tesis del desarrollo sostenido, del crecimiento evolutivo, es falsa: la imagen de una civilización desarrollada es simplemente un exceso de ego supremacista, que pronto se desborda para convertirse en racismo y xenofobia. Durante un tiempo, tras la epidemia de gripe, la sociedad consigue sentir deseos de mejora, pero luego aflora la ira sumergida, como ocurre siempre, y el Mediterráneo se desliza hacia el fascismo, en Italia, y sus imitadores en España y otros lugares: en todo caso, ¿por qué el colonialismo se endurece?

Una vez que la posibilidad de la autenticidad cultural de movimientos como el futurismo queda diluida en el proyecto de D’Annunzio en Fiume, se introduce un posible sustituto: los acontecimientos mundiales. ¿Son estos la respuesta al desafío de la epidemia? Durante las guerras de los años treinta y cuarenta, locales y mundiales, todo el mundo mediterráneo sostuvo una misma actitud. La crisis sanitaria se había cerrado en falso. Los alemanes atacaron Grecia como parte del plan para destruir el orden internacional en el Mediterráneo y sustituirlo por el dominio de la fuerza de la Wehrmacht, movimiento que acabó con la vida de muchas comunidades sefardíes que habían tenido en el Gran Mar su hogar. El final de la guerra también se cerró en falso. Quedaban setenta años por delante para determinar si, en efecto, los acontecimientos mundiales marcarían el sentido de la historia a la espera de otra gran epidemia: la descolonización, el socialismo árabe, las guerras arabo israelíes, la crisis de Suez, la independencia de Argelia y así un largo et cetera hasta llegar a la primavera de 2020 con la propagación del Covid-19.

La crisis actual

A partir de la primavera de 2020 se puede decir, parafraseando a Albert Camus en La peste, que el coronavirus fue «nuestro único asunto», como un manto de silencio que cubrió todas las ciudades del Mediterráneo, negando su estampa eterna de la gente en las calles y las plazas. El hastío del confinamiento aparece trasplantado en forma de apatía hacia los responsables públicos y envilecido. Las decisiones que se toman olvidan gravemente lo ocurrido en otras grandes epidemias, la peste del siglo xvii más que ninguna otra, porque fue esta la que fracturó la sociedad, la que creó un mezzogiorno, una zona de confort para el turista y de agobio para el autóctono. Y en medio de esta sensación, una vez más, los acontecimientos mundiales, como la guerra en Siria o el movimiento de las pateras, quedan condicionados por un mundo que ha decidido pararse. Y hasta que llegue la nueva hora, se mantiene esperando, siempre esperando.