Entrevista a Tassadit Yacine

Maria-Àngels Roque

Directora de Quaderns de la Mediterrània

Tassadit Yacine, directora de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, es una antropóloga argelina que decidió  estudiar el mundo bereber. También es investigadora en el laboratorio de antropología social del Collège de France. Dirige la revista Awal, que cofundó en 1985 con Mouloud Mammeri y que fue apadrinada en sus comienzos por Pierre Bourdieu. Es autora de dos importantes obras: Chacal ou la ruse des dominés y Si tu m’aimes, guéris-moi. En esta entrevista explica la trayectoria que ha tenido que recorrer, a veces en circunstancias muy difíciles, para desarrollar su carrera profesional.


Maria-Àngels Roque: Conocí a Tassadit Yacine con motivo de su participación en el primer encuentro sobre el Mediterráneo bereber organizado en la primavera de 1996 por el Instituto Europeo del Mediterráneo. Desde entonces, su colaboración con el IEMed se ha caracterizado por la generosidad: ha participado en varios seminarios, ha publicado artículos en Quaderns de la Mediterrània y en 2006 colaboró estrechamente con nosotros en el simposio «Los Amazigs hoy. La cultura bereber». Juntas hemos hecho varios viajes en los que se han entremezclado la amistad y nuestro común interés por los temas antropológicos. En esta antropóloga, teoría y práctica están estrechamente entrelazadas.

Tassadit, explíquenos por qué la metodología utilizada en sus obras refleja el hecho de que usted se siente totalmente implicada en lo que hace, a diferencia de la mayor parte de las escuelas antropológicas, que preconizan el distanciamiento respecto al tema estudiado.

Tassadit Yacine: Los investigadores dedican gran parte del tiempo a objetivar al otro sin plantearse nunca el interrogante de su propia objetivación; porque ¿cómo objetivar al otro sin intentar objetivar la propia historia, la propia subjetividad? Por lo tanto, la antropología debe superar la brecha entre el objetivismo y el subjetivismo, del mismo modo que debe superar también el determinismo de las estructuras. Las estructuras existen, evidentemente: están estructuradas y son estructurantes, sin duda, pero no pueden explicitar el conjunto de conductas y actitudes de los agentes sociales. Por ese motivo, los agentes sociales no pueden ser un mero producto de un único determinismo estructural sin tener en cuenta las contingencias históricas y políticas, las emociones y el libre arbitrio. Al ser precisamente sujeto y objeto, este regreso a la reflexividad me ha abierto las puertas para entender a una generación de hombres y mujeres con capacidades similares a las mías (por haber evolucionado en el mismo contexto) que han llegado a conquistar posiciones importantes en el campo científico, cultural, etc. De ellos se dice que «son el resultado de un milagro», pero el milagro sociológico tiene una historia, una génesis social y política, que debemos replantearnos. En resumen, el milagro se paga: tiene un precio, un precio que hay que evaluar. Hay que «poner un precio al precio».

M.A.R.: ¿Diría que usted es «el resultado de un milagro» o que es más bien una «corredora de fondo»? ¿Nos podría explicar la trayectoria que ha configurado su carrera profesional?

T.Y.: Tras abandonar la «tribu» de niña debido a la violencia de la guerra (resultado «lógico» de un siglo de colonización), solo pude volver a encontrarla gracias a la investigación antropológica… tras varios sucesos: la guerra, los desplazamientos, los muertos (unos 300 para una población de unos 2.000 habitantes), los encarcelamientos, los incendios de las aldeas, la ocupación militar del pueblo, el éxodo… Luego, en 1962, llegó la independencia nacional con su carga de esperanzas y su sucesión de decepciones (según los diferentes grupos)… Con esa transformación vertiginosa de los estilos de vida, de los modos de pensar, ¿quién aspiraría a volver a lugares que le resultaran familiares? Esa niña de seis años no conocía, de la «tribu», más que a dos familias, la materna y la paterna, que encarnaban a escala local la tormenta nacional. Todo lo demás es descubrimiento, reconstrucción de los hechos gracias a la investigación.

Pero descubrir al «otro» también significaba descubrirse a uno mismo, desvelar lo que estaba en segundo plano. La escuela francesa (con la guerra de fondo) provocó una gran fractura entre quienes permanecieron en el pueblo y quienes cruzaron primero el río y luego el mar.

M.A.R.: Usted es originaria de un pueblo de la Cabilia. ¿Cuáles son las características de ese pueblo y de su familia en ese contexto?

T.Y.: El pueblo en el que nací procede de un linaje al que llaman «religioso», en el sentido de que parece aún más conservador que los pueblos de los alrededores. Sus habitantes dicen descender de un ancestro común: un santo originario de la región del Sus (o sea, más lejos aún del Sáhara). Como todos los grupos que dicen descender de un santo, se caracteriza por un rasgo distintivo: en principio, las mujeres se mantienen apartadas de la vida pública del pueblo. Cuanto más elevada es la posición social de los hombres, más encerradas están las mujeres en el mundo de la domesticidad. Pero aquí, solo los grupos dominantes observan las actitudes propias de los morabitos. Es una pequeña minoría la que gestiona lo sagrado y el poder político, en tanto que los demás (los más numerosos) adoptan las mismas actitudes que los grupos llamados laicos (las mujeres tienen una actividad fuera del hogar y participan no solo en los trabajos colectivos, sino también en las fiestas que se celebran en presencia de los hombres).

Se podría decir que el pueblo se divide en dos: por un lado, los liberales («distendidos», libres), que constituyen la mayoría y, por otro, los puristas, que son una minoría (conservadores, literalmente «cerrados» ). Da la casualidad de que, por el lado de mi padre, nosotros pertenecemos al grupo de los liberales… dominado social y culturalmente; y por el de mi madre, al grupo llamado purista. Los primeros siguen siendo campesinos y viven al pie de la montaña al otro lado del río; los segundos viven a este lado, cerca de una carretera asfaltada y una línea de ferrocarril.

Esta oposición entre ambos grupos se debe a que mi familia paterna proviene de un linaje femenino. Su ancestro es una mujer hoy en día respetada pero en otros tiempos despreciada por la autoridad local, aliada de Francia. Dicha mujer se llamaba Tassadit. Vivía en el pueblo como todos los descendientes del santo. Madre de cuatro hijos y única mujer a cargo de la familia, luchaba por llevar la casa. Un día que quería ir a la fuente pidió a su marido que cuidara del niño, que dormía en la cuna. El marido, ofendido, respondió a esa petición con una expresión que ha pasado a ser legendaria: «¡Yo no soy una mujer para acunar a tu hijo!», a lo que Tassadit respondió: «Quiera Dios que nunca llegues a probar el fruto de tu descendencia».

Pasó el tiempo. Himmi, el marido, cayó enfermo y murió. Tassadit se encontró sola y con cuatro bocas que alimentar, y sobre todo tenía que aguantar las imposiciones de la familia de Himmi, supuestamente encargada de velar por ella. La situación era difícil, Tassadit ya no soportaba el pueblo, sus historias, sus feroces relaciones de dominio. Los franceses, que ya llevaban allí dos décadas, habían contribuido a invertir los papeles: los antes dominados se habían convertido en jefes. Las familias importantes que podían apoyarla habían perdido influencia. ¿Qué hacer? ¡Dejar el pueblo, irse a la otra orilla del río y fundar un territorio que fuera suyo! Con la ayuda y la complicidad de unos primos lejanos, se instaló al pie de una montaña, en Metchik.

Metchik para muchos es lexia, el desierto, el mundo de los animales. Por aquel entonces (e incluso hasta los años setenta), se pensaba que era el universo de los salvajes en contraposición al de los civilizados. El emblema de la civilización estaba representado por el Bachagha (una especie de caíd)y sus aliados, mientras que el de la barbarie eran todos los demás: pobres, campesinos… y a la cabeza de todos ellos, Tassadit… la viuda, la mujer exiliada de la ciudad… Mientras se dedicó a luchar con las fieras para conseguir un poco de tierra cultivable, nadie le hizo caso y estaba en paz con la autoridad. Pero en cuanto empezó a disfrutar de autonomía económica, empezaron los problemas. El bosque, que antaño no pertenecía a nadie, pasó a ser propiedad de dominio público, y ahora había un guardia forestal, un vigilante enviado por el Bachagha para llamarla al orden. Le crearon muchos problemas pero ella plantó cara a la autoridad. Tenía campos, jardines, pero por encima de todo tenía un pozo de agua (tala). Permitió más tarde a los primos de su marido que siguieran sus pasos y se instalaran a vivir en Metchik, ya que estos, empobrecidos por la colonización, tampoco podían soportar más a la autoridad local. Si bien podían sacar agua de la fuente para su consumo diario, no estaban autorizados a regar sus jardines. Por otro lado, tampoco tenían jardines. Esa era la ley instaurada por la matriarca.

M.A.R.: Diría que es casi un mito. ¿Nos podría contar más cosas de esta mujer?

T.Y.: Se cuenta que, a mediados del siglo xix, luchaba con los animales salvajes. Encendía una hoguera toda la noche para ahuyentar a las bestias, y para proteger a sus hijos y a su pequeño rebaño de cabras y ovejas. Según la tradición, todos los primogénitos descendientes de Tassadit prefieren tener niñas antes que niños. Como el ancestro es una mujer, se celebra el nacimiento de las niñas. En todas las casas, en eso que llamamos «casas» (axxam, plural ixxamen), todo primogénito debe llamar Tassadit a su primera hija. Nos encontramos ante el ejemplo de una mujer inicialmente desterrada pero luego recuperada porque resultará útil a los demás.

M.A.R.: ¿En qué región?

T.Y.: En la región de Sétif, en las Puertas de Hierro. Lo interesante es la matriarca; sus descendientes directos heredarán las tierras, pero los que la siguieron no harán más que residir en ellas. Como el territorio le pertenece a ella, ellos son de alguna forma sus protegidos. El poder en Metchick siempre recae sobre sus descendientes y, hasta 1980, siempre fueron mujeres. Al no tener ninguna hija, transmite el poder a la mujer de su hijo primogénito; la última que conocimos fue la hija menor de su segundo hijo. A partir de los años ochenta el poder volvió a los hombres. El «poder» femenino constituyó un paréntesis que duró un siglo. En esta aldea todas las hijas primogénitas se llaman Tassadit. Es una norma que no se puede derogar. En todas las casas hay una. Por eso se celebra la llegada de las niñas en memoria del ancestro que les dio la tierra.

M.A.R.: El ancestro permitió al grupo (sobre todo a sus descendientes) poseer terrenos… ¿no? ¿Por eso se convirtió en una matriarca?

T.Y.: No, en absoluto. Es la mentalidad local, según la cual el bosque pertenece a la comunidad, y la gente va a desbrozar el bosque y a cultivar la tierra después de quemar la maleza. A André Nouschi, un historiador de gran prestigio, le gustaba decir a menudo que, en realidad, el viejo sistema era «socialista» antes de tiempo, ya que la tierra iba a parar a quien la trabajaba.

M.A.R.: El sistema comunal también existe en la península Ibérica, pero el Estado casi lo devoró en el siglo xix con el liberalismo. ¿Usted se crió con ese mito fundacional?

T.Y.: Sí, efectivamente, me crié con ese mito fundacional. Lo que ocurrirá a finales del siglo xix será determinante para el cambio social y el cambio de las mentalidades. El Senadoconsulto y las expropiaciones que le siguieron marcaron un punto de inflexión en la historia de toda Argelia. Este pueblo existe desde finales del siglo xv; lo gestiona un «poder» vinculado a la santidad y respetado incluso por las políticas extranjeras de ocupación, como por ejemplo los turco-otomanos. Con los franceses ocurre todo lo contrario. Los franceses participan en la transformación social, invierten el orden de las jerarquías. Para franquear, en 1839, el famoso desfiladero de las Puertas de Hierro (jamás franqueado en toda la historia), custodiado por la población, que obligaba a pagar un peaje, las tropas del duque de Orleans recurrieron a una estratagema: aprovechar los servicios de un guía del grupo dominado. Cruzar esa frontera entre Argel y Constantina fue una gran victoria para los conquistadores y selló definitivamente la ocupación de Argelia por parte de Francia.

A los hijos de Tassadit los llaman «los hijos de la Vieja» o «de la mujer sabia, la mujercita», y además, en el registro civil, llevarán el apellido de su madre: Titouh (es decir, pequeño). Dado su linaje, ellos también forman parte del antiguo grupo dominante y están contra la colonización. Tal y como he dicho antes, los llamaban «salvajes» porque son de la otra orilla del río y, por supuesto, porque son los descendientes de una mujer. Había una proximidad entre hombres y mujeres que estaba muy mal vista por todos. Antaño los hombres bailaban con las mujeres, y entre ellos es donde recopilé canciones de amor que, sin duda, no se ajustan a la ortodoxia musulmana.

A partir de los años veinte, y sobre todo de los treinta, hubo una contraposición entre el centro del pueblo, dirigido por la colonización y sus representantes, y esa aldea de la que salió mi familia paterna, que atraerá cada vez a más gente del otro lado del río (orilla izquierda).

M.A.R.: ¿Nos podría volver a hablar de su infancia durante la guerra de descolonización?

T.Y.: Cuando estalló la guerra de Argelia, las cosas se pusieron difíciles. Mi padre cedió, sin duda, a la influencia de la familia de su esposa, que consideraba que debía llevar una vida distinta de la de Metchick… Mi abuelo materno es quien empuja a mi padre a emigrar y así es como mi madre vuelve al hogar de sus padres. Tuve que vivir entre ambas familias.

M.A.R.: Su padre emigró, pero durante la guerra estuvo en Argelia y luchó como nacionalista argelino…

T.Y.: Trabajaba en Saint Louis, en una empresa azucarera. En Francia fue donde mi padre entró en contacto con la política y conoció a militantes sindicalistas y otra gente. Volvió a Argelia en 1955, al comienzo de la guerra. Las tensiones entre el Bachagha y la gente del otro lado del río son más fuertes que nunca. El Frente de Liberación Nacional (FLN) ofrecerá a numerosos desposeídos, discriminados por la política colonial y por sus aliados locales, un marco ideal para recuperar la dignidad y participar así en el derrocamiento de la dictadura local y nacional. Tras ser denunciado, mi padre fue detenido y fusilado en 1956 (sin juicio, por supuesto) por su actividad política. En esa época no existía más que el FLN. Cabe añadir que en Argelia también había gente que era más bien partidaria de los franceses. La muerte de mi padre y sus compañeros se debe a este tipo de historias. Como he dicho antes, la topografía es muy importante: el río es una frontera entre dos mundos. Los salvajes (liberales) están ahora del lado de la rebelión, y los civilizados (partidarios del orden tradicional musulmán y del orden colonial), del lado del inmovilismo y el reconocimiento de las autoridades, aunque muchos de ellos se unirán más tarde al FLN. Los de Metchick, situados junto a la montaña, se sienten próximos al FLN por su origen social y también porque se ven obligados (de buen o mal grado) a aportar una logística al FLN. Las mujeres son quienes se encargarán de preparar la comida y lavar la ropa de los guerrilleros. Nunca se lo agradeció nadie, por supuesto, ni siquiera a las que fueron torturadas.

M.A.R.: ¿Qué le ocurrió a su familia? ¿Cómo pudo seguir estudiando al quedarse huérfana?

T.Y.: En dos meses, mi abuelo materno se encontró con dos hijas viudas: el marido de una había sido degollado por el FLN mientras que al de la otra lo había fusilado el ejército francés. Se encuentra con tres huérfanas y con una cuarta criatura en camino: el hijo póstumo de mi padre, que tomará el nombre de este último.

Debo decir que la primera vez que experimenté el racismo en el sistema escolar fue justo antes de la independencia. Debo decir que… la escuela era realmente un sitio magnífico, en el que te olvidabas de la violencia de la guerra. La escuela era la vida, éramos nosotros mismos. La gran mayoría de maestros eran estupendos. Daban la impresión de tener una misión y de llevarla a cabo fuera del ámbito de la política. Pero en 1961-1962 tuve una maestra racista que se negó a escolarizar a mi hermana pequeña, que perdió un curso. Decidió que las pequeñas nativas, entre las que yo me contaba, no debían pasar el examen para ingresar en sexto. Yo no me había presentado al examen, y creo que en mi familia no se contemplaba la posibilidad de que mi tío se tomase un día libre para acompañarme hasta Bugía (era impensable acompañar a una niña hasta allí) para que pudiera presentarme a un examen en plena guerra. Recuerdo que durante ese año mi vecina, originaria de Bugía, me dijo: «¿Qué quieres hacer luego, dime, por qué estudias? ¿Por qué te preocupas tanto por este examen de ingreso a sexto?» La única respuesta que se me ocurrió espontáneamente fue: «No quiero parecerme a mi madre ni a mi tía». Pero el sueño de mi abuelo era que yo fuese maestra. Me cogía de la mano y me señalaba siempre a una profesora con su falda gris y su cartera: ¡tienes que llegar a ser como ella! Entonces yo me dije «maestra…», era el sueño de mi abuelo, pero no sé si yo tenía algún sueño… Lo que yo quería era huir del mundo de las mujeres. Me daban mucha pena y me horrorizaba el enclaustramiento del que eran víctimas. La escuela era un regalo del cielo porque era una excusa para salir, jugar y entrar en contacto con los demás.

Cabe añadir que mi abuelo materno (campesino desarraigado) era muy estricto en materia de educación. Creo que se podría decir que era feminista, pero un feminista misógino. También había trabajado en Francia, donde comprendió que una sociedad en la que las mujeres no trabajan no es tal, puesto que su modelo era la Alemania posterior a 1945.

Para él, una Argelia independiente con las mujeres encerradas en casa era una catástrofe. Creo que tenía razón. Este abuelo desempeñó un papel muy importante, hizo de contrapunto respecto a sus hijos, que eran conservadores. Un día en el que yo hacía el ramadán, solo por hacer como todo el mundo, por cumplir con la obligación, me puse a regar el jardín porque ni mi madre ni mi tía salían de casa. Cuando llegó mi abuelo, cogió la manguera y me la metió en la boca para obligarme a romper el ayuno. Creía que los niños no tenían que ayunar: la escuela estaba antes que nada. Era laico. Un día que me encontró haciendo punto, me cogió la labor y la tiró por encima del seto. Siempre hablaba a solas conmigo y me decía: «No quiero que te parezcas a estas mujeres.» Creía que era fácil engañar a las mujeres dependientes y analfabetas

M.A.R.: ¿Qué fue de su madre y qué papel desempeñó en su educación?

T.Y.: Viuda a los 22 años, se encontró sola y con tres hijos. No le gustaba demasiado depender de su hermano. Pero no tenía otra opción, primero como mujer de clase social alta y, sobre todo, como madre joven. Durante la colonización no había mucho trabajo para las mujeres y, si lo había, solo era para hacer tareas domésticas. Pero eso no era posible por cuestión de estatus. Nadie lo habría aceptado. Entonces dijo: «En esta casa soy una criada.» Se vio obligada a servir a su cuñada y a su hermano, a pesar de que no tenían hijos. Como yo era la mayor, muy a mi pesar hacía un poco de chico. Mi madre hizo de mí un chico. Salía, hacía de mediadora. Hacía la compra. De muy joven ya escribía cartas, e incluso hacía de intermediaria entre la vecina y su novio. Un día, la directora me llamó aparte porque el novio escribía a la escuela, ya que yo era quien llevaba las cartas. Yo era una chica pero hacía actividades normalmente atribuidas a los chicos.

M.A.R.: ¿Por qué se casó a los dieciocho años con un argelino?

T.Y.: Con uno que no era de mi región. Era un militante comunista de la joven generación, en teoría feminista, como toda su generación y, no obstante, apegado a la «tradición» por respeto a sus padres o al «pueblo». Pensé (o me hicieron pensar) que el matrimonio podría ser una liberación. Mi prometido era un ingeniero electrónico que había estudiado en la Escuela Politécnica de Argel, y yo quería acabar el bachillerato por lo menos.

M.A.R.: Era comunista, pero en cuanto a las mujeres tenía la visión conservadora del patriarcado.

T.Y.: Me decía que lo de acabar el bachillerato ya podría hacerlo más tarde. Para mí fue, al igual que el ingreso en sexto, una gran decepción. Me vi obligada a recuperar el tiempo perdido por mi cuenta. Tras casarme con él descubrí, con gran estupefacción, una familia aún más rígida que la mía. Mi suegro había peregrinado a la Meca y no tenía ninguna intención de renunciar a su autoridad ni a su poder en la familia. En mi región la dominación existía, desde luego, pero también había resquicios, formas de esquivar o incumplir la norma. Pero en mi familia política no había excepción posible, ni incumplimiento de la norma. Todas las mujeres estaban en la misma situación. Un día el patriarca declaró a quien quisiera escucharle: «Con o sin estudios, el velo es obligatorio.» Eso también es típico de muchas familias de dignatarios.

Estábamos en 1968. Por supuesto, mi marido estaba en contra, era feminista, militaba junto a mujeres jóvenes y estaba a favor del servicio militar para las mujeres en Argelia, a favor de la participación de estas en la revolución agraria. Pero el hecho es que, para él, llevar el velo (en el pueblo, en su tribu) no tenía por qué ser un freno para la emancipación ni la libertad. Se podía tomar como un juego, un disfraz. Descubría yo entonces la ambigüedad, el doble juego masculino. A todo ello se añadían las diferencias culturales, lingüísticas, etc. La juventud vanguardista de la época, que constituía un verdadero círculo, se oponía en algunas cuestiones a la nueva política gubernamental, pero estaba de acuerdo con ella en relación al árabe –como lengua nacional– y el islam como religión, precisando que era un islam «específico», un islam socialista, socializante.

M.A.R.: ¿Cuál era la ideología dominante entre los jóvenes argelinos de izquierdas?

T.Y.: Eran comunistas pero, en nombre del pueblo, no podían oponerse ni al islam específico ni al árabe, al que calificaban de cimiento aglutinador del pueblo. Esas reuniones periódicas no tenían ningún atractivo para mí. No estaba en contra, pero no entendía por qué mitificaban a los rusos (todos soñaban con Moscú, algunos empezaron a aprender ruso y había uno que se hacía llamar Ivánovich) y los alemanes del Este… y despreciaban al pueblo al que afirmaban respetar porque no pertenecía al proletariado. Habían perdido el contacto con la realidad (desde mi punto de vista, por supuesto), y no se daban cuenta de las condiciones a las que el colonialismo había reducido sobre todo al mundo rural. Hijos de comerciantes y pequeños burgueses, todos querían descender del proletariado, como si se tratase de una genealogía, de una nobleza, en tanto que a los campesinos los asociaban con el antiguo feudalismo porque estaban apegados a la tierra. La doblez de esta actitud por parte de los promotores de la revolución también la percibieron otras mujeres, cuyos compañeros y/o maridos pertenecían a este movimiento político. Yo no era feliz. Mi abuelo se dio cuenta de mi desdicha y se entristeció mucho.

M.A.R.: ¿Trabajaba usted?

T.Y.: Mi marido, como muchos de sus amigos, vivía en una «esquizofrenia» de la que no era consciente. Vanguardista en materia de política, la política externa, la de los hombres, era también reaccionario, por así decirlo, en lo que se refería a la política interna, la de la familia, que afectaba a las mujeres, a las estructuras fundamentales de la sociedad, pese a que había leído a Engels. Deseaba que yo fuese un ama de casa: la división sexual de las tareas del hogar estaba muy arraigada. A lo que me negué con todas mis fuerzas. Sin decírselo, solicité una plaza en la academia de Argel. Trabajé de maestra y volví a dar clase. Me dediqué a la enseñanza, lo que me permitió salir y tener un poco de dinero. La enseñanza primaria no era mi sueño, aunque resistí, pero muy pronto me vi superada por la presión social. No todo el mundo aceptaba la píldora… Por lo tanto, ni siquiera podía plantearme esa posibilidad ya que, según el, la píldora podía «volver estériles» a les mujeres. Me encontré con dos niños pequeños, lo que significaba una vuelta evidente al hogar y al aburrimiento… para mí siempre lo ha sido… La casa significaba aburrimiento, tristeza. La cosa duró dos años. Viví un año y medio en Argel. Por suerte, me salió la oportunidad de ir a Orán; era mucho mejor, me alejé de la familia, y había menos tensión entre nuestras familias. Pero en Orán yo no conocía a demasiada gente y no sabía hacer otra cosa que enseñar. No era feliz, pero me aguanté. Me sentía culpable y no me atrevía a decirle nada a mi familia (mi madre, mi abuelo y mis profesores). No había otra solución que aguantar. ¿Divorciarme? ¿Pero para ir adónde? ¿A casa de quién? Entretanto me convertí en madre… Nunca hubiese abandonado a mis hijos, y la familia de mi marido, pensaba yo, nunca me hubiera dejado irme y llevarme a sus «niños». Pero sobrevino un accidente que me cambió el destino.

M.A.R.: ¿Qué ocurrió?

T.Y.: Un día, por la carretera, el coche dio varias vueltas de campana y mi marido murió. Yo iba en el asiento delantero con el más pequeño de mis hijos (diez meses), y el mayor, de dos años y medio, iba detrás. Yo aún no había cumplido 22 años. Me acuerdo de un detalle importante. Cuando mi marido murió, la única idea que me pasó por la cabeza fue que por fin sería libre para ir a la universidad (con ello quiero dar a entender hasta qué punto valoraba los estudios). Pero ese anhelo de ir a la universidad se convirtió en fuente de culpabilidad, como si hubiese sido la causa del accidente. Era a la vez una pérdida extraordinaria y una liberación evidente. Sabía que de otro modo no me habría salido con la mía.

M.A.R.: ¿Volvió entonces con su familia o buscó trabajo?

T. Y.: Tuve la osadía de ir a ver al presidente y director general de la empresa donde trabajaba mi marido (era empleado de Sonelgaz, el equivalente de Gaz de France), que me contrató como documentalista. Me asignó una pequeña vivienda: justo lo que necesitaba para mí y para los niños. Aparte de eso y de mis abuelos, que me apoyaban emocionalmente, todo el mundo se oponía a que yo viviese sola. Yo era una mujer que había roto las normas, que me había excluido de la sociedad… Mi familia política, que representaba la quintaesencia del patriarcado, vino a verme una o dos veces y luego se acabó. Ciento veinte quilómetros de carretera eran demasiada distancia para ellos. En cambio, no tuve ningún problema con mi familia paterna. Pero también hay que decir que eran pobres… Era una familia diezmada por la guerra… Tras el asesinato de mi padre mataron a más de veintitrés personas… La aldea había sido destruida y sus habitantes se desplazaron a campos de refugiados. Era un mundo de viudas y huérfanos… La guerra les había ayudado a superar las pequeñeces del mundo social. Sin lugar a dudas, Metchik era una república de huérfanos. Así que con mi familia paterna todo iba bien, pero no me podían ayudar. En cuanto a mi familia materna, es decir, los hermanos de mi madre, eran… odiosos. Uno de mis tíos por parte de madre no me dirigió la palabra durante dos años. Y entretanto volví a casarme (en 1973).

M.A.R.: ¿No le daba miedo volver a caer en los mismos errores, los relacionados con la dominación patriarcal?

T. Y.: Mi marido era huérfano (como yo). La guerra nos había desmoronado (a cada uno por su lado y a su manera). Nos juntamos y luego muy pronto, por la presión de la época, tuvimos que casarnos. No había vida fuera del matrimonio. No podías salir con un hombre sin que te pidieran el libro de familia en cada esquina. Pero, en general, nunca he entendido la institución del matrimonio. ¡Me parece reaccionaria! Si te paras a pensar, te das cuenta de que la vida de una mujer consistía en estar siempre esforzándote por saldar una deuda; en mi caso, porque esa relación era posible y porque él había aceptado de buen grado a los dos niños, que no eran suyos. En Argelia, si una mujer se vuelve a casar pero retiene junto a ella a sus hijos, se dice que es una mujer con «excrecencias», con apéndices. La opinión generalizada es que ese hombre es digno de compasión, como si llevase un fardo a sus espaldas, una maldición. Por lo tanto, las mujeres están en deuda hasta que esta no se liquida por completo… Como si las mujeres no diesen nada a cambio, como si no fuesen nada más que objetos necesarios para la construcción de un nuevo linaje masculino en el que ellas fuesen totalmente invisibles.

M.A.R.: ¿Cómo se las arregló para llevar a cabo su trabajo de investigación universitaria?

T.Y.: Reanudé mis estudios a la vez que trabajaba; era la condición necesaria que había negociado con mi marido. Debo decir que él estaba de acuerdo conmigo, pero, por supuesto, esa vida tan activa no debía perturbar para nada el equilibrio familiar. Una vez más conocí a gente estupenda. Por aquel entonces no había un control tan constante como ahora. Obtuve una licenciatura en español, un Diploma de Estudios Avanzados (DEA) y llevé a cabo un trabajo de investigación, todo ello en Argelia. Mi investigación sobre la emigración española en Argelia a finales del siglo pasado me acercó a unos bereberes dominados culturalmente. En ese momento yo estaba en la universidad; al principio fui profesora ayudante y luego profesora agregada. También trabajaba en el Centro de Investigaciones Antropológicas Prehistóricas y Etnográficas. Fue en ese centro donde conocí a Mouloud Mammeri, especialista en el mundo bereber. Mouloud Mammeri pensaba que era una lástima estudiar a los españoles y no la cultura bereber, amenazada por la historia y las autoridades argelinas. Los archivos españoles –decía– no echarían a volar; en cambio, era necesario interesarse por el mundo bereber, una región interesante porque no se habían hecho estudios al respecto. Me lo dijo tan a menudo que al final cedí. Aún me encontraba en Argelia cuando tuvieron lugar los sucesos de 1980. Mammeri era el director del centro donde yo trabajaba. Los estudiantes de Tizi-Ouzou lo invitaron a dar una conferencia sobre un libro que acababa de publicarse ese mismo año, titulado Poèmes kabyles anciens. A las autoridades no se les ocurrió nada mejor que prohibir esa conferencia. Esa desafortunada medida desencadenó grandes manifestaciones contra el poder, el partido único que oprimía a toda Argelia desde 1962 (desde la guerra, e incluso antes, estaba en contra de todo lo bereber).

M.A.R.: El FLN era más bien proárabe, y el gobierno había contratado a docentes originarios de Egipto, Irak y Siria para arabizar las escuelas. ¿Cómo se vivió todo esto en las zonas bereberes?

T. Y.: Todo esto se programó ya bajo el régimen de Ben Bella (de 1962 a 1965). Hay que precisar que ya en 1963, con la instauración del régimen de Ben Bella y el de Boumédiène (1965-1978), ya funcionaba esa política destinada a borrar la diversidad de la personalidad argelina y lo profundo de su historia, la que va más allá de la llegada de los árabes y los musulmanes al norte de África. La nueva nación argelina intentó hacer tabla rasa de las culturas anteriores, como el judaísmo, el cristianismo o el paganismo, que tienen un papel en el pasado del norte de África. Los bereberes, con su propia existencia, son un testimonio de ese pasado que se quiere borrar. Esta lucha se desarrolló también dentro del movimiento nacional (en la década de 1930), un movimiento al que los miembros del colectivo bereber dieron lo mejor de sí mismos. Es muy significativo el ejemplo del opositor Ait Ahmed (uno de los líderes históricos del FLN). A partir de 1963 lo persiguieron por su origen cabileño y no por oponerse al partido único. Nunca aceptó, como Mohammed Boudiaf, la forma en que el Ejército de Liberación Nacional tomó el poder desde el exterior en 1962. En vez de considerar que era una reivindicación democrática, dijeron que los cabileños eran quienes estaban en contra de la unidad nacional. O sea que provocaban la desunión, que eran separatistas. Esta injusticia flagrante contra un pueblo que pese a todo es argelino, que tanto ha dado a este país, ha sido motivo de revueltas. El giro lo di en 1980. No acepté que un presidente ignorante (para más inri, suboficial del ejército francés e incorporado tardíamente al FLN) llamara colaboracionistas a quienes se habían atrevido a protestar contra los abusos del partido único y a reivindicar el derecho a hablar su propia lengua. Pensé en el mensaje de Mammeri y me di cuenta de que tenía razón: tal vez era el momento de pagar la deuda contraída con los dominados. Yo sabía escribir y tenía la obligación de dejar constancia –mediante mis estudios– de su historia y cultura. La investigación era el medio más eficaz (puesto que trabajamos con realidades y no con una ficción) para entender las razones de esta discriminación.

M.A.R.: Usted hizo un DEA (un posgrado) sobre los españoles emigrados a Argelia.

T.Y.: La relación con los españoles estaba muy clara porque a ellos también les prohibieron hablar en su propio idioma. Les espetaban (a finales del siglo xix) que la lengua de Cervantes no estaba a la altura de la de Molière, del mismo modo que en Argelia la lengua de Okba Ibn Nafi era superior a la de Yugurta, o a la de Kahina, por ceñirnos a las mujeres. Me di cuenta de que, en realidad, el poder no tenía país, ni lengua, ni identidad, ni religión… era igual en todas partes, y que los políticos argelinos eran como los franceses a la hora de poner una lengua o una cultura por encima de las otras, aunque para eso hubiera que excluir a una parte de la población, o a toda la población incluso si ello fuera preciso. Luego pensé en esas viudas, esos niños, que no tenían otra lengua que la materna y que murieron por una Argelia árabe y musulmana sin saber que estaban excluidos de antemano por no tener la lengua ni la cultura adecuadas, ¡y menos aún la etnia adecuada!

M.A.R.: ¿Por qué se marchó a Francia? ¿Fue una decisión?

T. Y.: Al principio, no. Me sentía atada a este país, apegada a esta tierra. Pero, gracias a los simposios, tenía vínculos con Francia. Recuerdo que André Nouschi, un hombre excepcional, fue quien me invitó por primera vez a un simposio en Niza. Es historiador, judío de Constantina, comunista y argelino desde el punto de vista cultural y político. En uno de esos simposios, en 1980, me dijo: «Tienes que ir a París de todas todas para conocer a un tío que se llama Pierre Bourdieu.» Yo ya había leído a Pierre Bourdieu, sobre todo L’Esquisse; Le sens pratique, aún no. Bourdieu me intimidaba por todo lo que representaba y por eso conocerlo me parecía imposible. No fui a ver a Bourdieu pese a las recomendaciones de Nouschi. Después de lo de 1980 a algunos nos concedieron unas becas. Las conseguimos sin dificultades… Se escondía tras ello una estrategia de alejamiento de Argelia. Eso lo supimos más tarde. En esos años nuestras becas eran muy elevadas, casi iguales al salario mínimo francés, debido al valor del dinar (entonces superior al del franco). Representaban entre 3.000 y 5.000 francos, lo cual era una suma considerable para esa época.

M.A.R.: Pero regresó a Argelia. ¿Qué ocurrió en Argelia? ¿Por qué esta trayectoria excepcional en Francia, pese a todos los problemas con, sobre y en torno a Argelia? ¿Su política, su ideología patriarcal…?

T. Y.: En 1983, tras defender, con Arkoun y Bourdieu, mi tesina sobre «Linaje religioso y producción simbólica» en la Universidad París III, regresé a Argelia pero no tuve éxito. Amablemente me aconsejaron que fuese a Constantina a enseñar teología en árabe. Tras perder varios años, finalmente me di por vencida. Posteriormente defendí mi tesis doctoral sobre «Producciones culturales y agentes de producción en las sociedades bereberes (siglos xvi-xx)», siempre con ambos a la vez. Estaba asociada al centro de Bourdieu. Sabía que Bourdieu era la persona con la que tenía que colaborar intelectualmente porque él había estudiado directamente la Cabilia. Imaginé que no le tendría que contar esta historia porque ya se la sabía por su propia trayectoria profesional, sabía lo que había ocurrido en Argelia. Con Bourdieu me ahorré tener que explicarle mi historia. Siempre he vivido con el temor a que me hagan preguntas sobre Argelia. El único que estaba un poco al corriente era Vidal-Naquet, un personaje estupendo. Conocí a gente como él y sobre este dolor se ha construido mi carrera profesional. Conseguí plaza en la École en 1992 después del doctorado. El Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) no estaba a mi alcance. Primero entré como profesora agregada y luego, en 2006, como directora de estudios. Debo destacar que en esa época los extranjeros no podían acceder a cargos universitarios. En Argelia tenía trabajo y coche. Era libre en un país donde las mujeres no lo son. Tenía la sensación de ser más libre allí que aquí. Como extranjera (y sobre todo como ex colonizada) sé lo que es la falta de papeles, de trabajo y, además, las contradicciones familiares. Como había estado internado en cárceles francesas, mi marido ni siquiera se planteaba la posibilidad de pedir nada al Estado francés, lo vivía como una indignidad (yo diría que en esto hay también una ambigüedad estructural… es la historia de una generación que tuvo que luchar contra el colonialismo y quedó marcada por lo político). Sin prestaciones familiares, sin seguridad social. Era una situación insostenible. Tengo que decir que a mí también me resultaba difícil pedir algo al Estado francés, debido a la historia de mi padre. Pero me encontraba en una situación dramática, tanto interiormente como desde el punto de vista económico (al acabárseme la beca). Mi marido no entendía mi drama interior porque «yo tenía comida y un techo», algo que, sin duda, no tenía precio. Pero deseaba hacer algo útil con mi vida, darle un sentido a través del trabajo. Sin duda, hay que subrayar una vez más el rol de los hombres en el movimiento de emancipación de las mujeres.

M.A.R.: ¿Su marido apoyaba sus opciones? ¿Se interesaba más por la política?

T.Y.: Mi marido me daba muchos ánimos para mi trabajo de investigación y me prestaba apoyo cuando tenía que enfrentarme a la «horda primitiva», por hablar como Freud, que no admitía que una mujer de la «tribu» se apropiara de las herramientas del conocimiento para analizar su universo social y su posición. También estuvo muy presente cuando hubo que proseguir la labor tras el fallecimiento de Mammeri, otro momento de agitación y luchas exacerbadas. Aportó un apoyo financiero evidente a la revista. Pero el hecho de no tener trabajo me hizo sufrir terriblemente. Sin dinero ni papeles, tuve que vivir en la precariedad. Para mí fue como volver al punto de partida. Obtuve un permiso de residencia de diez años en 1992, en el momento en que me nombraron profesora de la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Fui la primera argelina que lo lograba.

Así pues, consideraba que mi herida debía permanecer oculta por temor a que me pudiera doler aún más. No debía, no podía soportar ni por un solo instante que se aprovecharan de esa fragilidad. Sin duda, esta trayectoria atípica se convirtió en el motor que impulsó mis investigaciones sobre los bereberes y las mujeres, la dominación, los intelectuales, las emociones, el sufrimiento… En pocas palabras, la desdicha de nuestro mundo.

Estudiar a los demás para entenderse a uno mismo y entenderse a uno mismo para entender mejor a los demás adquirió entonces un profundo significado. La inteligibilidad del otro solo tenía sentido en relación con la inteligibilidad de uno mismo y a la inversa. Por eso es tan fuerte el vínculo entre los emigrantes españoles en Argelia, que tienen prohibido hablar español y predicar en español, y los bereberes, esos emigrantes del interior que se enfrentan a esos mismos obstáculos por culpa de su propio Estado, en su propio país. Estudiar el tema de los bereberes resultaba difícil. Se hacía en la clandestinidad, es un objeto con mucha carga política. Como diría Abdelmalek Sayad, hay objetos nobles y objetos innobles. Este lo era ya que las minorías dominadas incomodan en todas partes.

M.A.R.: Awal es una revista que existe desde 1984, ¿verdad? ¿Cuál fue el papel de Bourdieu? Da la impresión de que se implicó mucho.

T.Y.: Bourdieu tuvo la idea de sacar una revista en 1984 (que será Awal) y se lo comentó a Clemens Heller, administrador de la Maison des Sciences de l’Homme, un austríaco sensible a estos temas. Me encargó la gestión de la revista (asumí esa responsabilidad hasta la obtención de mi cargo) y Mammeri era el director. Por supuesto, trabajaba como voluntaria, pero dedicarme a la revista era gratificante. Contaba con el apoyo de Bourdieu y Heller.

M.A.R.: ¿Y cómo influyeron en su trabajo?

T.Y.: En Bourdieu encuentro cosas que me resultan muy útiles. Es difícil estudiar Argelia y la Cabilia sin tomar en consideración su obra. Además, me manifestó una solidaridad extraordinaria, innegable, que me permitió empezar a investigar e integrarme en ese entorno, reconciliándome con la etnología. Trabajé con él, pero como no formaba parte orgánicamente de la estructura que él dirigía, yo también hacía por mi cuenta lo que podía interesarme. El propósito de Bourdieu era ofrecer un marco científico a un grupo de investigadores, del que yo formaba parte, con el fin de que tuviéramos un estatus en ese universo, ya que, si no, te excluían y te asociaban a los militantes activistas. Captó el alcance científico e intelectual del proyecto de Mouloud Mammeri, cuyas repercusiones políticas eran evidentes. Por eso seguí unida a Bourdieu, pese a que intelectualmente a veces yo resultaba atípica. Mi método, consistente en observar las prácticas existentes en unos lugares con una ubicación y una fecha concretas, seguía interesándole, sentía curiosidad por saber lo que pasaba en Argelia. Pero su Centre de Sociologie Européenne, pese a valorar mi manera de trabajar, tenía un interés limitado por mis historias de poesía, de subjetividad… En cambio, el Laboratoire d’Anthropologie Sociale (LAS) es un laboratorio de antropología, en principio más acorde con mis objetos de estudio. Françoise Héritier y Francis Zimmerman se interesaban por los problemas del lenguaje, los afectos, los cuerpos. Además, unos años más tarde, Françoise Héritier organizó un seminario sobre el cuerpo y los afectos. Lo que me venía muy bien porque en 1988 publiqué L’Izli ou l’amour chanté en kabyle. Pero mi objetivo, en toda esta serie de trabajos, como acabo de decir, no era solo el lenguaje (que es determinante en la vida, en la historia de un pueblo), sino también las sociedades, los mecanismos de funcionamiento visibles e invisibles… Había que trabajar en el interior de esos grupos para mostrar las disfunciones, las resistencias, los modos de transmisión con las relaciones de dominación subyacentes (hombres/mujeres, viejos/jóvenes, etc.).

M.A.R.: ¿En el LAS pudo por fin afirmar el carácter antropológico de su trabajo?

T.Y.: De hecho, a veces me situaba tanto en el terreno de la antropología como en el de la sociología. No centraba mi metodología en el pasado de los bereberes de hace dos mil años, sino en la actualidad más candente: tenía que reflejarla lo más objetivamente posible. Antropológicamente, quería mostrar cómo funcionaban los mecanismos de dominación, sin olvidar, por supuesto, los modos de resistencia (abiertos, eufemísticos, simbólicos), todo ello a partir de la técnica de la observación participante y de materiales orales y escritos. En la transmisión de la cultura, por ejemplo, están en juego distintas cuestiones según los lugares (espacio), el estatus social y la orientación sexual. Hay representaciones y prejuicios que se deben superar. Antes de los años ochenta, no había estudios sobre las mujeres, sobre su obra creativa. Estaban ausentes del panorama cuando precisamente las mujeres tienen un papel fundamental en la transmisión de esa cultura. Los hombres, en su gran mayoría, hablaban árabe y algunos también francés; solo las mujeres siguieron siendo monolingües, hablando solo bereber (el 95%). Hubo que esperar hasta la década de 1990 para que aparecieran obras sobre este tema. Había que estudiar a las mujeres y luego estudiar los afectos, llamados «vísceras» por la literatura, ¡lo bajo (de cintura para abajo)! L’Izli es un libro en el que solo hay poemas de mujeres. Es magnífico, pero son poemas que se han desdeñado. He conseguido demostrar que estas mujeres no solo amaban, sino que también expresaban sus sentimientos y, más que eso, eran capaces de dejar constancia de ellos. Eran las guardianas de la memoria afectiva del pueblo, y eso era (como ya sabemos) contrario a la norma establecida. Los hombres les dejaron la parte subjetiva creyendo dominarlas, sin saber que eran ellos los que se veían privados de la dimensión más importante de la existencia. De alguna manera, acabaron dominados por los efectos de su propia dominación. A través de la poesía femenina hay toda una historia de los afectos que sería una pena ignorar.

M.A.R.: Su investigación sobre la dominación abarca muchos aspectos, no solo las cuestiones de género… Me encantó Chacal ou la ruse des dominés, que habla de la posición de las élites en el sistema colonial.

T.Y.: Los estudios sobre la obra creativa de las mujeres permiten dejar de lado los estereotipos y darse cuenta de que las relaciones de dominación no están compartimentadas; producen a su vez formas plurales de resistencia (del mismo modo que hay varias formas de manifestación de la dominación), como sucedió con los antiguos colonizados respecto a la colonización. En el caso de los objetos que he estudiado personalmente (el chacal, el izli, la etnología de los afectos, las trayectorias intelectuales) o en los trabajos colectivos, he tenido que hacer emerger esta práctica, que no es ajena a mi trayectoria ni a la de muchos productores que he estudiado. Para completar lo que acabo de decir habría que añadir la experiencia de la dirección de la revista Awal (desde 1989), por un lado, y la de la colección Méditerranée-Sud, por otro, que han sido determinantes para las diferentes orientaciones que hayan podido seguir mis investigaciones. Los intercambios de impresiones con los autores me han convencido de la importancia de lo que acabo de decir. A través del trabajo empírico y la observación es como se pueden construir teorías y no a la inversa. Estas son, pues, para acabar, las razones por las que he aceptado decir lo que atañe a lo indecible.