En manos del presidente
En política exterior, e interior, Estados Unidos no hace milagros. Si lo intenta, es porque sus intereses estratégicos están en juego. El resto depende del presidente.
Jordi Pérez Colomé
Hace unas semanas participé en una vídeoconferencia con John Avlon, director del Daily Beast y colaborador de la CNN, organizada por el Consulado de Estados Unidos en Barcelona. Una periodista le preguntó a Avlon por el ambiente que había creado el presidente Barack Obama en el mundo con su política exterior. Era un ambiente más relajado, más pacífico que con su predecesor, George W. Bush. La periodista quería saber si esa calma iba a persistir más allá de la elección de su sucesor en 2016. Avlon respondió con una sola palabra: “No”. Era suficiente. La política exterior de Estados Unidos depende del presidente, de su equipo en la Casa Blanca y de su gobierno en los Departamentos de Estado y de Defensa.
Cuando cambie, el nuevo líder de la “organización más poderosa del mundo, el gobierno de Estados Unidos”, en palabras de Obama, tendrá libertad para modificar los criterios y objetivos que se encontró. Cada presidente acarrea consigo dos factores que marcarán la política exterior del país durante su mandato: su carácter y su equipo. No hay que seguir de cerca la política norteamericana para saber que Obama es más reflexivo que George W. Bush, o que Bush padre sabía más de política exterior que su hijo. Por eso es tan importante el equipo. El mejor retrato de la presidencia de Bush es Days of Fire, de Peter Baker. Así describe Baker el planteamiento sobre política exterior de Bush cuando preparaba su campaña presidencial: “Si Bush empezaba con unas ideas claras sobre política nacional, era virtualmente una tabla rasa en política exterior.
Pero había un buen grupo de facciones que competían para llamar su atención, desde neoconservadores como Paul Wolfowitz y Richard Perle a republicanos más tradicionales como Richard Armitage y Robert Zoellick”. Así se hace la política exterior de Estados Unidos: las grandes decisiones o los cambios de rumbo dependerán en el fondo del criterio del presidente después de oír a un grupo de asesores que irán variando. Uno de los secretarios de Estado más legendarios, Henry Kissinger, decía que la influencia sobre el presidente dependía de una cosa: “Lugar, lugar, lugar”. Se refería a la importancia de tener la oficina cerca del Despacho Oval (Kissinger fue más años asesor de Seguridad Nacional de Richard Nixon y Gerald Ford que secretario de Estado). El Departamento de Estado, lejos de la Casa Blanca, suele por tanto tener menos peso que los asesores del Consejo de Seguridad Nacional.
Ese Consejo tiene hoy 370 empleados, 10 veces más que en los años setenta. Una tarea obvia de los periodistas que trabajan en la Casa Blanca es averiguar qué voces escucha más el presidente. Es a menudo un juego de adivinanzas. En las decisiones recientes sobre Siria puede verse la diferencia entre las instituciones de política exterior más importantes en Estados Unidos. En 2011 y 2012, la secretaria de Estado, Hillary Clinton; el secretario de Defensa, Robert Gates, y el director de la CIA, David Petraeus, apostaban por armar a los rebeldes sirios. Los tres de hecho –y luego también el sucesor de Gates, Leon Panetta– eran a menudo aliados en los debates internos de la administración y se oponían a los instintos más pacíficos del vicepresidente, Joe Biden.
Otros miembros del círculo cercano a Obama, con menos cargo que los secretarios pero con más peso aparente, son Ben Rhodes, el joven escritor de discursos sobre política exterior cuyo rol va más allá, o el actual jefe de gabinete, Dennis McDonough. Ni Biden ni Rhodes querían armar a los rebeldes sirios al principio del conflicto. Rhodes apostó también por dejar caer a Hosni Mubarak en Egipto y frenar a Muamar Gadafi en su avance hacia Bengasi. Otra de las figuras que marca a un presidente es su jefe de gabinete. Obama ha tenido cuatro, de momento. McDonough había sido antes el segundo en el Consejo de Seguridad Nacional. Cuando le nombró, Obama dijo que “había participado en cada decisión importante sobre seguridad nacional”. Como jefe de gabinete, aun participa más. Así fue en una de las más importantes, en septiembre de 2013: la decisión de no bombardear Siria tras su ataque con armas químicas un mes antes. Obama optó por pedir permiso al Congreso en lugar de ordenar la acción militar, lo que la ley le permitía.
Tomó esta decisión tras un ya célebre largo paseo por el jardín de la Casa Blanca con McDonough. Al final de la presidencia de Obama sabremos con más precisión quién tuvo más importancia y en qué momento. Otras dos personas clave en las relaciones exteriores de esta Casa Blanca son la asesora de Seguridad Nacional, Susan Rice, y la embajadora en Naciones Unidas, Samantha Power. Ambas apuestan por un gobierno más activo en acciones humanitarias. Power ganó el Pulitzer de no ficción en 2003 con un libro sobre la respuesta a los genocidios, Un problema del infierno. Su debate interior y en la administración sobre qué hacer ante la mayor catástrofe humana de nuestra era, en Siria, debe ser enorme.
La reacción cuenta igual que el plan
Sería injusto limitar la política exterior de Estados Unidos a factores controlables por el presidente. “La realidad es que el legado de la política exterior de cada presidente depende mucho de la suerte, aspectos externos, tendencias cíclicas y herencias previas”, dice el director de Foreign Policy, David Rothkopf. Lyndon B. Johnson fue el presidente de Vietnam; Jimmy Carter, de la crisis de los rehenes tras la revolución de Irán; Ronald Reagan, de la perestroika; George H. W. Bush, del fin de la guerra fría; Bill Clinton, de Bosnia y Ruanda; George W. Bush, del 11-S, y Barack Obama, del fin de las guerras, la Primavera Árabe y Siria. Ninguno de estos hechos fue causado solo por el presidente de turno, pero todos tuvieron que lidiar con sus consecuencias.
La personalidad y el equipo del presidente son igual de básicos al reaccionar que al planear. Es probable que Obama se sienta cómodo con este planteamiento reactivo. Las dos grandes expresiones populares que han resumido su política exterior son “liderar desde atrás” y “no hacer tonterías”. Ambas proceden de sus asesores en la Casa Blanca. La primera la publicó el New Yorker en el primer mandato; la segunda, Los Angeles Times, en el segundo. El mismo presidente ha usado aparentemente “no hacer tonterías” como lema de su política exterior. Para entender la diferencia entre la cautela de Obama y la de Bush, sirve una gran frase sobre el vicepresidente Dick Cheney. Cuando en su segundo mandato, Bush quería calmar el afán guerrero de la administración y echó al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, sus asesores dicen que Cheney “quería seguir rompiendo porcelana” por el mundo. Son dos enfoques claramente distintos.
Las líneas rojas en Oriente Medio
Estados Unidos tiene –como todos los países– unas directrices que se mantienen más allá de quién ocupa la Casa Blanca. Pero esas líneas rojas permiten variables. En Oriente Medio y norte de África, EE UU tiene tres grandes intereses estratégicos: uno, mantener el flujo de petróleo y gas sin interrupciones para que la economía mundial no sufra; dos, reducir la amenaza del terrorismo yihadista contra intereses americanos y occidentales; tres, limitar la proliferación de armas de destrucción masiva.
Junto a estos tres grandes intereses, tiene dos más que siguen siendo estratégicos pero con un matiz moral: primero, la defensa de Israel, cuya importancia se ha reducido con la creciente capacidad militar del gobierno israelí; segundo, la promoción de sistemas de gobierno más democráticos y de los derechos humanos. Es obvio que este segundo punto es el que más depende de los otros cuatro. Junto a Israel, los otros dos grandes aliados de Estados Unidos en la región han sido Arabia Saudí y el Egipto de Mubarak, cuyos sistemas de gobierno y defensa de los derechos humanos dejaban que desear. Estas líneas rojas tienen su prueba en datos más concretos: Arabia Saudí era hasta este año el principal comprador de armas norteamericanas –ahora es India.
Entre los cinco países que más ayuda exterior reciben de Estados Unidos, tres son de la región: Israel, Egipto y Jordania. Los otros dos son Afganistán y Pakistán. Estas alianzas van más allá de los presidentes. El modo en que se plasman y la importancia que se da a cada una, sin embargo, puede hacer que las diferencias entre administraciones sean enormes. Cuando George W. Bush dejó de ser presidente pidió –el verbo es importante, ni exigió ni ordenó ni suplicó– a Obama que siguiera con dos programas clasificados: los ataques informáticos contra la industria nuclear iraní y los bombardeos con drones en Pakistán. Obama aceptó. Pero con los años, los sabotajes y las sanciones contra Irán se han convertido en el trampolín para un hipotético acuerdo y, en cambio, el programa de drones se ha expandido a otros países donde Al Qaeda iba creciendo, sobre todo Yemen y Somalia. Cada presidente toma su camino.
Qué ha cambiado Obama en este panorama
El discurso en El Cairo del verano de 2009 fue su primera gran apuesta para cambiar el tono de las relaciones exteriores con la región. El discurso se titulaba “Un nuevo inicio”. Obama no quería que el pasado le marcara: “Pensemos lo que pensemos del pasado, no debemos ser sus prisioneros. Nuestros problemas deben ser tratados mediante acuerdos; el progreso debe ser compartido”. Entonces estableció siete fuentes de tensión en la región, que coinciden en parte con los intereses nacionales de Estados Unidos. Las variantes que aporta Obama son sus matices: uno, la violencia extremista; dos, la paz entre israelíes y palestinos; tres, las armas de destrucción masiva; y los otros cuatro son capítulos del interés moral de Estados Unidos: democracia, derechos de las mujeres, libertad religiosa y desarrollo económico.
Obama mencionó el petróleo y el gas solo un par de veces. Quería dejarlo atrás como base en las relaciones: “Mientras que Estados Unidos se ha centrado en el petróleo y en el gas en esta parte del mundo, ahora buscamos una relación más comprometida”. La Primavera Árabe un año y medio después fue al principio un colofón perfecto de esta lista de deseos. Pero como ha ocurrido otras veces, el primer empujón había sido de la administración anterior. La primera mini Primavera Árabe fue en Egipto en 2005, cuando Mubarak cedió un poco de apertura por presión de Washington. Bush abandonó aquel impulso con la victoria de Hamás en las elecciones palestinas de 2006. En 2011, su sucesor, el presidente Obama, confió demasiado en la fuerza de la democracia para cambiar en unos años países que necesitan generaciones para tener otro futuro.
Desde el principio, la administración Obama jugó al doble juego de apoyar la revolución en Libia, Túnez, Egipto o Siria y disimular en Bahréin y Yemen. Todo aquello se ha ido al traste. La contrarrevolución ha hecho que la Primavera Árabe quede, con suerte, como la primera etapa de un largo proceso hacia otros sistemas políticos en el mundo árabe. Nadie lo sabe. Mientras, Estados Unidos actúa al ralentí. A principios de noviembre, el Departamento de Estado ayudó a organizar una conferencia de inversores en El Cairo, a pesar de la represión en contra de grupos independientes que promueven los derechos humanos.
En Yemen, los países del Golfo esperan ahora que Estados Unidos haga algo contra los huthis que, según ellos, están en proceso de adueñarse del país. Pero mientras no vaya a más y Al Qaeda esté entretenida, es improbable que en Washington pasen de las sanciones. La realidad choca a menudo contra una de esas leyes que todo el mundo sabe pero nadie quiere reconocer: Estados Unidos no hace milagros. Cuando lo intenta, es porque sus intereses estratégicos están en juego. El resto depende del presidente.