Esta narración –muy personal– de la infancia de la socióloga Fatma Oussedik está presidida por la palabra Houria, que significa libertad y constituye el horizonte hacia el que ella, toda su familia y su entorno se encaminan desde la primera detención de su padre en 1951. A partir de ese momento, la autora y sus allegados comienzan un largo periplo, lleno de temor e incertidumbre aunque jalonado por algunos momentos buenos, con el fin de luchar por la revolución argelina. Ese viaje los lleva a Francia, Suiza y Túnez. Finaliza en 1962 con el regreso a Argelia tras la declaración de independencia. El relato nos describe el sufrimiento, pero también la solidaridad y la dicha de todos esos argelinos que, de una u otra manera, arriesgaron su vida y renunciaron a sus comodidades e incluso a su familia para que un día su país se liberase de la colonización francesa. Entre todos los rostros y nombres que aparecen en la narración hay algunos que destacan especialmente: los de las mujeres que llevaron a cabo una revolución silenciosa, anónima y a menudo invisible para la historia de Argelia, pero no menos importante que la de los hombres.
Houria
Creo que la preocupación de todos nosotros y nosotras, ya en la tercera edad, es volver a encontrar el aliento que ha impulsado nuestra historia personal, el que da interés al relato de la misma. Es el ánima y la plasmación de un concepto de nuestra historia personal. Al relato hay que insuflarle un significado que lo enaltezca, hay que dar un sentido épico a una vida que, si no, podría ser objeto de una narración anodina. Hay que integrar las diversas representaciones que el sujeto tiene de sí mismo, un sujeto que, además, se dirige a otro yo, ya que “todo el arte de este diálogo íntimo consiste en dejar hablar al compañero invisible, dejarle que acceda a la verbalización, en poner de algún modo momentáneamente a su disposición los mecanismos de la expresión[1].” Así pues, escribo para que este texto se lea, pero en realidad, me dirijo a mí misma.
En mi caso, como la mía fue una infancia vivida durante la guerra de liberación argelina, puedo decir que ese aliento provino de la palabra “liberación”.
El primer recuerdo es un interrogante cuya respuesta se expresa en los siguientes términos: A mi padre lo arresta la policía francesa en 1951. Pero mi padre es director de la escuela en la que se enseña la lengua francesa. En el pueblecito donde vivimos es todo un personaje. Pasamos las primeras vacaciones de mi corta vida en la costa vasca, mi padre tiene coche y vamos a la playa con sus colegas. Las mujeres de mi familia no llevan velo y se ponen bañador. No entiendo qué justifica esa detención: somos gente respetable, muy distintos de los árabes que viven en los alrededores de la escuela de Baraki, un pueblecito de la Mitidja.
No obstante, cuando escucho a los adultos, siempre citan un nombre: Houria. Una persona, una palabra que guiará esa infancia. Houria, que significa “libertad”, constituirá desde entonces para mí el horizonte…
Al llegar a esta reflexión, acudiremos a la fórmula de Michael Löwy[2]. Para él, el relato histórico es de inspiración romántica y mesiánica. Así, Walter Benjamin “arroja nueva luz sobre su visión del proceso histórico de la lucha de clases. Pero el materialismo histórico”, añade, “no sustituirá sus intuiciones «antiprogresistas», de inspiración romántica y mesiánica”. Michael Löwy[3] cita a Gerhard Kaiser, para quien, en las tesis, Benjamin “teologiza el marxismo. El verdadero materialismo histórico es la verdadera teología… Su filosofía de la historia es una teología de la historia”. Esa manera de enfocar la historia se consagrará, agrega, en la teología de la liberación.
Así es como, si se me permite decirlo, este relato de una infancia está íntimamente ligado al concepto de liberación y adopta la forma del advenimiento de una Argelia independiente. Ese país liberado se convierte entonces en un horizonte. Así pues, esa parte de mi vida, la infancia y el principio de la adolescencia, se desarrolló durante la lucha argelina de liberación. Este relato es una crónica, y el propio Benjamin, nos dice Löwy, “elige al cronista porque representa esa historia «integral» que es su ambición”. Así, esta crónica tiene como objetivo declarado arrojar luz, mediante una visión sintética, sobre una parte de la historia reciente de unas mujeres que ya eran jóvenes argelinas cuando las autoridades coloniales aún las definían como “francesas musulmanas”.
Así pues, Houria es también un nombre femenino; es la palabra que nos remite a esa visión sintética. Houria sustentó de entrada una primera relación, la relación con el Otro, que pertenecía a los otros, los franceses. Por lo tanto, pese a la lengua materna, los estilos de vida, las vacaciones y el amor a la literatura francesa, yo no era francesa. Y eso lo fui aprendiendo una vez tras otra, a partir de lo que hacían con el cuerpo de mi padre, las torturas a las que lo sometían, pero también lo aprendí del miedo que aparecía en la mirada a veces enloquecida de mi padre hasta el final de su vida, un miedo arraigado en todos los miembros de nuestra familia, el miedo que también me provoca la visión de un soldado armado, ya que yo acompañaba regularmente a mi madre en las búsquedas de mi padre tras su segundo arresto en 1956.
Ese año es muy importante en mi historia. En 1956, el Frente de Liberación Nacional (FLN) decreta una huelga general de ocho días. Ya no vivimos en la escuela puesto que han convocado una huelga de escolares y estudiantes para todo el año 1956. Muchos estudiantes se unen al maquis. Una noche, en casa deciden organizar una fiesta. Dicha fiesta tiene un aire muy melancólico. Toda la familia está presente, pero todos y todas parecen tristes. Aparece entonces mi primo Boualem. Ya hace años que falleció, pero para sus primitas fue siempre un familiar cariñoso y atento. Nos damos cuenta de que es el destinatario de una gran corriente de atención impregnada de tristeza, y Boualem, siempre muy cariñoso, besa a los tíos, tías y primos varias veces. Tengo la vaga sensación de que esta reunión familiar oculta un secreto: Boualem, estudiante de la Facultad de Letras de Argel, se incorpora esta noche al maquis. Se une a otro héroe familiar que no conozco, que nunca he visto, mi tío Omar, ya en la clandestinidad cuando nací.
Luego, poco después, una noche aparecen unos hombres armados, violentos de palabra y gestos. Mi padre está en pijama, nos hemos despertado todos y estamos aterrorizados. Se llevan a mi padre. Corremos con mamá tras el camión para saber adónde se lo llevan exactamente, de qué autoridad dependen esos hombres. Y entonces en mi vida ocurre algo fundamental. El vecino amable y bondadoso, un francés, sale armado con un fusil y nos amenaza. Dirigiéndose con lenguaje vulgar a mi madre le dice: “Entra, mora asquerosa, o te voy a meter una bala en…” Su mujer se aferra a él: “Estás hablando con la señora Oussedik, cállate, estás hablando con la señora Oussedik.” Pero, a partir de ese momento, todo quedó muy claro: éramos moros, mi padre era un fellagha y éramos una familia de fellaghas, decididos colectivamente a luchar por el advenimiento de Houria, la liberación.
Me sentí aliviada. Tenía siete años. Inquieta y asustada, pero aliviada. Todos los acontecimientos de mi infancia cobraban sentido. La forma en que mi madre escuchaba con inquietud la radio, temiendo oír noticias tristes. Los susurros de los adultos, los desplazamientos y visitas a desconocidos a las que nos llevaban nuestros padres pidiéndonos que cantáramos alegremente al pasar los controles policiales. Todos esos desconocidos o desconocidas que nos presentaban bajo el patronímico de Tonton y Tata (tío y tía). También entendimos por qué se llamaban entre sí “hermano” y “hermana”. Teníamos otra familia, que procedía de todos los rincones de Argelia y no solo de Michelet, hoy Ain El Hammam, pueblo de origen de la familia. Pertenecíamos a una familia de militantes a la que algunos querrían hoy llamar “familia revolucionaria”. Los miembros de esa familia eran unos elegidos: no todo el mundo formaba parte de ella. Había que amar a Houria hasta el punto de renunciar a cualquier comodidad y desafiar ese miedo en el que se ahogaba el país.
Así fue cómo yo también me enamoré de Houria. A partir de entonces, las cosas resultaron dolorosas pero más fáciles. Carecíamos de todo, ya que la administración francesa había suspendido a mi padre de sueldo, pero no éramos pobres. Así me enteré de que la pobreza no consistía solo en carecer de bienes materiales: Houria justificaba todas las privaciones e incluso las elevaba al rango de sacrificios heroicos. Compartíamos todo lo que encontrábamos con nuestra tía y nuestros primos Bennaceur. Mi primo Madjid, sobrino de mamá, otro héroe romántico de mi infancia, fue condenado a muerte por haber puesto una bomba, pero le conmutaron la pena por la de cadena perpetua. Otro tanto le sucedió a la joven que iba con él, Zahia Kharfallah. Porque también estaban las mujeres de mi infancia. Unas militantes fantásticas que me enseñaron una manera de crecer, de llegar a lo femenino.
Todos los domingos íbamos al campamento de Beni Messous a llevar una cesta a mi padre. Todo nuestro entorno se movilizaba para llenar esa cesta. Mi hermano menor Naceur hacía de aprendiz con el carnicero, que le pagaba con carne. Ferroukhi Norredine, militante y buen hombre, nos llevaba todos los domingos al campamento. También transportaba a otras familias de militantes. Había a nuestro alrededor una sociedad solidaria constituida por un mundo de iniciados: lo sabían todo de los arrestos nocturnos, los abogados que había que designar, las visitas, los medios disponibles para tener noticias de un miembro de la familia en el maquis o en la cárcel.
Todos los domingos por la mañana nos plantábamos bien temprano, con “los nuestros”, ante la gran verja de hierro custodiada por hombres armados, a la espera de que se abriera. Cosa que sucedía al mediodía. Llegaban entonces los prisioneros, entre ellos mi padre, muy maltrecho tras treinta y seis días de tortura y sostenido por sus compañeros. Permanecíamos mudos ante sus dolores, cuyas huellas eran visibles en su cuerpo. Treinta y seis días en manos de paracaidistas franceses. Sus nombres se agolpaban desordenadamente en mi cabeza de siete años y, no obstante, yo intentaba recordarlos: Bigeard, Trinquier, Godart, Aussaresse. Los adultos los murmuraban con tono asustado. Durante treinta y seis días no supimos qué le había sucedido a mi padre, a quien se llevaron de noche en un camión. Otra noche, al cabo de esos treinta y seis días y a pesar del toque de queda, oímos la voz alegre de mi tío Said, que desde su coche gritaba: “Nora, ¡está vivo, está vivo!” En la mano llevaba una carta de mi padre.
Era verdad, ¡estaba vivo! Porque, mientras mi madre y yo lo buscábamos en todos los cuarteles de la región, el letrado Moreno, su abogado, cuyo despacho se encontraba en un inmueble que daba a la oficina principal de correos, ya nos había anunciado que estaba vivo. Se lo habían comunicado y había podido verlo justo después del fallecimiento de su amigo, el abogado Ali Boumendjel, con quien compartía celda. “Éramos dieciocho”, nos contaba las raras veces que abordaba por encima ese tema, “en esa celda solo trece quedaron vivos.” “Esos trece se salvaron”, añadió, “gracias a la horrible muerte de Ali Boumendjel, que se precipitó desde la terraza del inmueble donde los torturaban”, nos dijo con voz triste y casi inaudible su compañero, “porque no podía ver, se había quedado ciego por el trato violento que había sufrido.”
Llevaron a los supervivientes al campamento de Beni Messous. Todos los prisioneros estaban agotados, macilentos… Las familias, sobre todo los niños, los abrazaban para dar consuelo a esos cuerpos maltrechos. Nosotros besábamos a nuestro padre, ¡teníamos tanto miedo de perderlo! Entonces, en ese ambiente triste y cariñoso, aparecía el camión de las mujeres. Aún hoy me embarga la emoción cuando escribo estas palabras. Estaban magníficas, cantando canciones patrióticas, de pie en el camión. La emoción se apoderaba de todos y todas. Volvíamos a encontrar un sentido a nuestros sufrimientos: Houria, esa libertad que era nuestro horizonte, estaba ante nuestros ojos, encarnada por ese grupo de mujeres a las que la niña que yo entonces era nunca podrá expresar toda su gratitud. Mi padre, tan cariñoso con sus hijos, sobre todo con sus hijas, paladín de ideales de libertad, que nos alimentaba a base de libros, estaba ante nuestros ojos abatido por la violencia sufrida, pero aparecían entonces esas mujeres y le devolvían la apariencia de héroe. Meriem Belmihoub, militante y abogada que sería posteriormente ministra bajo el gobierno de Belaid Abdessalam, era maravillosa y tenía una voz hermosa y fuerte. Algunas de ellas solo disponían de esa visita para ver a sus hijos. Así fue como conocí a Amine, hijo de la militante Malika Mufti-Khan, quien de adulto se convirtió en amigo mío y a quien su familia materna llevaba en pañales a ver a su madre.
La gran plataforma, el prado donde esperábamos a que se abriera el campamento, el espacio donde nos dejaban entrar para ver a los presos y las presas, son ahora espacios anónimos. No han sido seleccionados como espacios para la memoria. Houria vaga de un lugar a otro sin encontrar ningún sitio donde pueda dejar constancia de sus sufrimientos y el precio de su victoria… No hay ninguna placa en el inmueble desde donde se precipitó Ali Boumendjel y donde desaparecieron muchos héroes; ninguna placa en la entrada de Villa Susini…
El domingo al anochecer volvíamos tristes pero tranquilos. Solíamos dormir en casa de mi tía. Nos dábamos calor unos a otros. Dormíamos todos y todas en una habitación. Cuando digo todos y todas quiero decir que éramos cuarenta personas: el prófugo, la esposa de un condenado a la guillotina, el que ponía bombas… A las dos de la madrugada, la pobre puerta, ya insegura, saltaba bajo las patadas de los soldados que todas las noches visitaban a esa familia de fellaghas. Una escena de esas visitas rituales se me ha quedado grabada en la memoria. Mi madre y mi tía, cuya gran belleza no describiré porque se me acusaría de parcialidad, dormían en la única cama. Se levantaban y, con altanería, mi tía miraba a los soldados por encima del hombro y les decía “todos son hijos míos”. Junto con el camión de las prisioneras, esta escena me ha acompañado a lo largo de mi trayectoria como mujer. Volví a oír la misma fórmula “todos son hijos míos” en boca de mi madre al cruzar la frontera suiza cuando iba con nosotros un militante argelino, indocumentado y prófugo.
¿Qué cabe decir de mi madre en esta etapa de la reflexión sino lo que ella misma decía?: “Yo hice la revolución en casa de él.” En efecto, dio de comer y escondió a militantes, transportó armas y panfletos, cuidó durante toda la guerra de personas cuyos nombres la historia de Argelia mantiene en el recuerdo, pero –al igual que para la gran mayoría de mujeres– su lucha permanecerá en el anonimato, mientras que aún resuena la de los hombres de mi familia, lo que nos ha valido numerosos halagos como miembros de la “familia revolucionaria”.
El islam estaba poco presente en la familia, aunque sabíamos perfectamente que éramos “morabitos”, es decir, que pertenecíamos a una clase social cuyo estatus se basaba en la legitimidad religiosa. Habíamos renunciado a degollar el cordero debido a la falta de recursos, pero también porque la sangre vertida nos impedía imaginar la posibilidad de derramar aún más. Hacíamos el Ramadán con mayor o menor rigor. En general, mi padre, mi tío y mi primo siempre nos hablaban de Houria refiriéndose a ideales de igualdad y dignidad humana. Pero durante el encarcelamiento de mi padre, una amiga me reveló un importante secreto: “Si ayunas durante los veintisiete días del Ramadán, podrás pedir un deseo de noche en la terraza mirando al cielo.” Por supuesto, le hice caso. Y el día del Eid, que señala el fin del ayuno, cuando mi hermana, mi hermano y yo intentamos alegrar a nuestra pequeña familia y, provistos de unas pocas monedas, fuimos a comprar pasteles, vimos de lejos un camión militar delante de casa. Los tres nos precipitamos temblando, corriendo como locos, convencidos de que los militares habían venido a rematar la faena y arrestarnos a todos. Temíamos por nuestra madre y nuestra hermana mayor. Pero al llegar a la puerta, nos tropezamos con nuestro padre. Desde entonces tengo la fe del carbonero: me dirijo a a Dios en mis tribulaciones y le imploro que entienda mis debilidades.
La alegría volvió a casa. De vuelta a Baraki, en la vivienda de la escuela, tuvimos que atender una avalancha de visitantes argelinos que venían a expresar su afecto. También tuvimos visitas casi cotidianas de los soldados de los Servicios de Acción Social (SAS), que se encargaban de vigilar que el fellagha estuviera tranquilo. Cabe decir que el regreso de mi padre a ese pequeño pueblo causó un gran revuelo entre la población: primero entre los argelinos, pero también entre sus amigos franceses liberales o comunistas, y entre los racistas, a quienes ya les había sentado mal tener un director de escuela “árabe” y encima fellagha, es decir, incapaz de mostrar su gratitud a Francia, a su grandeza y sus favores… Los murmullos volvieron a la casa, y luego una institutriz francesa cuyo marido estaba en la SAS vino de noche a avisar a mi padre de que debía partir antes del 14 de julio. Él se tumbó en el suelo de su vehículo y la institutriz lo llevó al puerto, desde donde zarpó hacia Marsella.
Naturalmente, volvieron los gritos de los militares, quienes convocaban a mi madre todos los días. Volví a acompañarla. Siempre hay un niño a quien le toca esa tarea. En nuestra familia, me tocaba a mí. Yo tenía ocho años y medio. A veces mi querido hermano Naceur, de seis años, nos acompañaba. Él era el único chico, lo que explica el cariño con que lo trataban. En realidad, a todos nosotros nos trataban con cariño.
Un día, ante mis ojos deslumbrados, mi madre tuvo un golpe de genio. Con voz grave se dirigió al oficial que ejercía el mando en la SAS: “Sí, mi marido se ha ido; sí, somos una familia de fellaghas; todos mis cuñados, mis sobrinos, hombres y mujeres, estamos a favor de la independencia de Argelia. Su esposa e hijos están en Francia y nosotros sabemos dónde. O sea que tiene que dejarme partir con mis hijos. No le queda otra alternativa si quiere salvar a los suyos.” Entonces vi que ese hombre, que llevaba semanas atemorizándonos, bajó la vista, cogió los documentos (ya no recuerdo cuáles), los firmó y se los dio a mi madre.
Volvimos corriendo, hicimos las maletas, en las que mi madre puso la ropa blanca de su ajuar de chica de buena familia, ¡y nos dirigimos a todo correr al puerto de Marsella! Viajamos en la bodega pero, a la llegada, mi madre desplegó un ingenio extraordinario para hacernos salir con los de primera clase. Le quedaba un vestigio de pudor: no quería que nuestro padre se sintiera humillado por las condiciones de nuestro viaje, ni que se sintiera culpable. Pero cuál no fue su sorpresa al ver a su marido vestido de estibador. Hacía de mozo de cuerda para ganarse la vida, un empleo que había encontrado gracias a los numerosos argelinos que trabajaban en el puerto de Marsella.
Gracias a unos amigos comunistas de mi padre, nos alojamos en el dormitorio común de un instituto. Como estábamos a principios de julio, nos pudimos quedar durante todas las vacaciones de verano. Entonces tuvimos que irnos y la única solución eran las zonas de acampada de la Costa Azul. En la edad adulta a veces he dicho, con coquetería, que estuve en la Costa Azul en la década de 1950, en su época dorada, pero pocos saben en qué condiciones. Porque con el paso de los días, mamá, que había tenido que abandonar sus maletas y su ajuar de niña mimada, estaba cada vez más agotada ya que estaba esperando un hijo. La veíamos debilitarse día día. Llovía dentro de la tienda, el periplo se convertía en una pesadilla. Sumido en la desesperación, mi padre de repente recordó que estábamos en Niza. La ciudad en la que fue el primer oficial que entró con sus hombres, soldados de infantería del norte de África, cuando la liberación. Recordó…
Entró en la vieja ciudad con paso firme y vio a un grupo de French Forces of the Interior que apuntaban a unos hombres dispuestos a dispararles. “Hey, Stop!”, exclamó. El jefe se le acercó y con vehemencia trató de explicarle su gesto: “Mon zami, mauvais Français.” Asombrado, mi padre le respondió: “¿Ese es todo el francés que sabes hablar?” El otro replicó: “Tú hablas francés.” Mi padre: “Lo enseño.” “Maestro.” “Maestro.” Los dos compañeros se fundieron en un abrazo. Durante su estancia en Niza, en los meses de la inmediata posguerra, mi padre iba todos los días a casa de su amigo Maurice para darle carne de cerdo, el alimento que no comían los soldados musulmanes.
Así pues, papá se acordó de Maurice. Buscó el camino, encontró la calle, preguntó a los niños y llegó a su domicilio. Tras contarle sus sinsabores, sorprendido, oyó a su amigo afirmar: «Tahar, soy de derechas, soy partidario de una Argelia francesa, pero no puedo dejar en la estacada al oficial que contribuyó a la liberación de mi ciudad.» El señor Maurice vino a buscarnos en coche, nos llevó a lo que entonces era un pueblo situado más arriba de Niza: La Gaude. Su madre, una anciana encantadora, se encargó de nosotros y cuidó de mi madre, mientras nosotros corríamos por el huerto con sus nietos. Una bienaventurada tregua. Gracias les sean dadas al Sr. Maurice y a su familia.
En esa época, mi padre estaba ocupado, entablaba contactos. Una mañana nos enteramos –estábamos en otoño– de que nos íbamos al Jura, a Lons-le-Saunier. Mamá y los niños íbamos todos con pantalón corto y camiseta. El tren se detuvo, la nieve cubría la ciudad. Bajamos temblando, el jefe de estación corría desgañitándose: “¡Se van a morir! ¡Estáis locos!” Por suerte, había un hotel frente a la estación, donde nos sumergieron en una bañera caliente. Entonces llegaron los amigos comunistas de papá con jerséis y trencas. Nos llevaron a la sede del partido, donde tenían un gran hornillo: la comida era reconfortante, y el ambiente, fraternal y amistoso. Las discusiones entre los adultos eran incesantes. El inspector escolar, que era una de las personas que nos rodeaban, decidió que mi padre se encargaría de dirigir una escuela en una aldea, Bois Laurent, que solo tenía un aula. Para nosotros, los niños, fueron unos días felices. El Sr. Petiot, el zapatero, se llevaba de caza a mi hermano Naceur. Nos hacía zuecos. Teníamos una radio y a menudo, al anochecer, mamá preparaba una sopa, y la Sra. Lievin, la granjera, nos traía queso, grandes tommes (queso de montaña), y otras personas venían a escuchar La Famille Duraton. Era un serial radiofónico de gran éxito. Hacíamos patinaje sobre hielo en el estanque y, en el granero, yo tenía una habitación mágica: la biblioteca. Leía constantemente todo lo que me caía entre las manos, mientras comía manzanas. Así descubrí la poesía francesa y la novela Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier. Los domingos, en Cousances, descubríamos la televisión en casa del inspector escolar comunista.
Sin embargo, nuestra llegada a la aldea empezó de un modo inquietante. En efecto, el día que llegamos una vecina vino por la noche a decir a mi padre que había un velorio en casa de la que iba a ser mi amiga Charlotte. Era el velorio de su hermano mayor, muerto en Argelia, cuyo cuerpo acababan de repatriar. Era un golpe duro la muerte de ese joven campesino, que no sabía nada de Argelia ni de la aventura colonial que lo condenó a la muerte, a él que no había sacado ningún provecho de la explotación y humillación de aquellos a quienes numerosos colonos llamaban moros.
Tras un momento de reflexión, mi padre decidió que toda la familia se uniría al duelo de esa pobre gente y que participaríamos en el velorio. Fuimos temblando, pero nos recibieron con la tranquila sencillez de las grandes almas.
No obstante, el sueño no podía durar: la policía empezó a hacer preguntas, y las formalidades administrativas impidieron regularizar nuestra presencia en el querido Bois Laurent. Esa segunda parada de nuestro recorrido nos convenció definitivamente a nosotros, los niños, de que Francia tiene muchas caras y de que en ella teníamos hermanos y hermanas en humanidad.
Un domingo, cargamos el coche (otro con tracción delantera) en dirección a Ginebra. Una vez más, cantos entusiastas al cruzar la frontera; declaramos alegremente que íbamos a pasar el fin de semana en Suiza. La estancia en Ginebra introducirá elementos nuevos en mi vida.
La introducción de lo real y sus desafíos en mi vida
A partir de Ginebra comenzó mi trayectoria hacia la edad adulta. Me vi introducida en el mundo de lo real y sus desafíos: los adultos me parecían cada vez menos un todo indiferenciado, cada uno era una persona. Durante la estancia en Túnez, el sentimiento de pertenecer a una familia de iniciados estará muy presente en mí. El regreso a Argelia me permitirá revisitar mi infancia sobre la base de nuevas informaciones.
Pero en Ginebra, en esa ciudad, me di cuenta de que el Representante del Gobierno Provisional de la República de Argelia, creada en 1958, no nos daría el apoyo y la solidaridad que siempre pensé que encontraría entre los militantes argelinos. Como no conocía a mi padre, pedía “garantías”, exigiéndole incluso que volviera a París para obtener un certificado de la “Organización”. Con el paso de los días el dinero se acabó, mamá empeñó sus joyas, que había heredado de su madre o que le habían regalado con motivo de su boda. Luego ese dinero se agotó y llegó el hambre. Deambulábamos por dos habitaciones de hotel con el vientre vacío. Mi padre se encerraba en una habitación, en tanto que mamá cada día estaba más preocupada. Entonces… sucedió un milagro: una llamada telefónica de El Cairo, de un tal Lamine Debaghine, en ese momento director de la delegación exterior del FLN, que al enterarse de que estábamos en Ginebra, transformó nuestra situación. El representante de la Revolución se dignó a darse cuenta de que teníamos hambre; llegó muy alegre, amable y animoso al hotel y nos llevó a un restaurante. Ese día comí un plato que nunca se me ha olvidado: ¡chuletas verde pradera! Consistía simplemente en chuletas de cordero con patatas fritas y una ensalada verde. Ese plato se ha convertido en mi magdalena de Proust. Lugo ese señor tan malo, de cuyo nombre no quiero acordarme, se las ingenió para organizar nuestro viaje a Túnez: compró billetes de tren para Roma. A cambio, se quedó con el coche de nuestro padre. Al llegar a Roma, nos acogió un hombre maravilloso: Si Salah. Se ocupó de nosotros, y a los niños nos hizo visitar Roma para que nuestra madre, embarazada y cada vez en estado de gestación más avanzado, descansara. Por la noche, en su apartamento, se reanudaban las discusiones porque otros argelinos estaban esperando también para viajar a Túnez.
Bajamos en grupo a Nápoles, donde un barco muy blanco, tipo yate, se hizo cargo de nuestro grupo, en el que había un hombre muy joven, Lies Bouhired, hermano de una militante ya famosa, Djamila Bouhired, que poco a poco y con el paso de los meses para muchos llegaría a encarnar a Houria.
El viaje fue terrible, ya que el bonito barco bailaba demasiado alegremente sobre un mar tormentoso. Pasé toda la travesía vomitando, tratando de pensar en Túnez como un refugio para mi familia. Ese país, sus habitantes, nos abrieron los brazos a finales de ese 1957. Al llegar a Túnez, nos acogieron afectuosamente las personas de la oficina del Gobierno Provisional de la República de Argelia. Pude volver a comer chuletas verde pradera. Tuvimos la sensación de haber recuperado la familia que habíamos dejado en Argelia.
Posteriormente, un día, una mujer joven de rostro trágico, especialmente hermosa y vestida con un traje chaqueta negro entallado, vino con su hijo de la mano. Los adultos se desmoronaron. Los murmullos y susurros eran especialmente amenazadores. Mi madre parecía realmente indignada. Poco a poco entendí, a mis diez años, que era la mujer de Abane Ramdane y que había venido con su hijo a reunirse con su marido en Túnez. Este había desempeñado un papel muy importante en la organización del combate por la independencia. Pero quienes tenían que ser sus compañeros de combate acababan de asesinarlo. Los adultos estaban desconcertados, nadie se atrevía a decirle la verdad. La preocupación de la mujer iba en aumento y era cada vez más manifiesta. Sadek, uno de los principales dirigentes político-militares de la Revolución argelina, venía a casa a menudo y era el amigo más íntimo de Abane Ramdane. Para mí, como sin duda, para muchos, ese asesinato fue muy doloroso. Desde entonces intenté saber quién lo había matado. ¿Sería una de las personas que venían por casa?
Por otra parte, Túnez presentaba un panorama social complejo: tunecinos solidarios y amistosos, argelinos pertenecientes a una especie de burguesía revolucionaria, y un grupo social destinado a ilustrar el carácter revolucionario de las luchas en las que participábamos. Una familia, la nuestra, que vivía del sueldo de mi padre, un oficial del Ejército Nacional Popular, y de los donativos del pueblo estadounidense, como por ejemplo un queso cuyo gusto y olor aún recuerdo. También estaban todos los hombres y mujeres que eran “nuestros tíos y tías”: personas que acababan de dejar el maquis, pero también personajes tan peculiares como Tonton Touré, guineano de la familia de Sekou Touré, enviado a Túnez como delegado para aportar el apoyo de la Revolución Guineana a la Revolución Argelina. Durante su estancia, pasó la mayor parte del tiempo en casa. Estaba el periodista Serge Michel, con quien hice un viaje de un mes a Praga, en Checoslovaquia, junto con los realizadores Djamel Chanderli, pionero del cine argelino, y Mohamed Lakhdar Hamina, otro cineasta de la Revolución, con el fin de sonorizar una de las primeras películas argelinas, Yasmina. Así pues, hice el viaje con Serge Michel, ambos provistos de pasaportes tunecinos. Lo que sucede es que Serge Michel no había mencionado a mis padres que le estaba prohibido entrar en Suiza, donde teníamos que hacer escala. Pero –y debo agradecérselo– montó tal alboroto en el aeropuerto de Ginebra que me pusieron una cama en los lavabos, donde pude dormir. Al llegar a Checoslovaquia, descubrí el mundo del cine, los estudios Barandov, en cuya cantina comía con Anna Karénina, D’Artagnan, Rasputín… Al cabo de una semana una editora, Vlasta, me llevó a su casa y entré en contacto con la vida de sus compatriotas a través de su hermana, amigos e hijos. Pasamos un fin de semana en Bohemia, donde me deslumbraron unos paisajes tan distintos de mi universo mediterráneo. A veces, mis compañeros de aventura se desvivían para que saliera. Descubrí así el espectáculo La linterna mágica, creado en 1950 con ocasión de la Exposición Universal de Bruselas. Pero el resto del tiempo lo pasaba en Barandov. Me había convertido en una “actriz argelina”. Yo estaba muy orgullosa de dar a conocer así el combate de los míos.
También estaba Jaques Charby, militante anticolonialista y actor, cineasta, escritor… que dirigía un programa infantil de la radio argelina en el que yo solía participar para hablar de Argelia. Y luego estaba la manera de reír del escritor y pensador Frantz Fanon. El recuerdo más intenso que guardo de ese hombre inmenso es su hermosa silueta recortada, junto con la de dos amigos suyos, en el vano de la puerta de nuestro apartamento, mientras él se ríe a carcajadas. Me gusta conservar ese recuerdo tan alegre de él. Sus dos amigos eran mi tío Omar, a quien acababa de conocer, y mi primo Boualem. Papá debía de estar en la frontera.
De Túnez cabe destacar también, por muy sorprendente que pueda parecer, la importancia que todo el mundo daba a nuestros estudios: mi tío llevaba a mi hermana Nacera al internado de Rades y repasaba mis deberes. Mi padre me hacía recitar las declinaciones latinas, en tanto que mi madre controlaba de cerca nuestra educación, hablando regularmente con nuestros profesores. Nuestros centros escolares estaban cuidadosamente elegidos. Mi familia pasaba privaciones y separaba parte del sueldo de mi padre y el escaso salario de mi hermana mayor, Nadia, documentalista en el periódico El Moudjahid (con el científico Pierre Chaulet y el político Reda Malek), con el fin de que yo pudiera asistir a los cursos de la institución más prestigiosa de la ciudad, Notre Dame de Sion, situada en la Rue de Hollande. Pero también todos los militantes que vivían lejos de sus familias se interesaban por nuestros estudios.
En el día a día, en Túnez tuvieron gran importancia las que fueron mis hermanas mayores: las jóvenes que acababan de dejar el maquis, entre ellas mi tía Nacera, a la que todos y todas amábamos tiernamente. Porque ese tío vagabundo y entregado a la lucha de liberación tenía una mujer y hasta una hija, que será nuestra hermanita Hasina durante el resto de nuestra vida. Las conocí en 1958.
Boualem, el primo que acababa de dejar el maquis, bastante alterado tras un vagabundeo solitario de casi un mes a consecuencia de violentos enfrentamientos con las tropas francesas, descansaba también en nuestra casa. Me enseñó poesía francesa, la Internacional y el Canto de los partisanos, el himno de la resistencia francesa contra la ocupación alemana. Rabah Zerari, el comandante Azzedine, al que llamábamos “Amou” (diminutivo cariñoso de tío), compañero de armas de mi tío, también vivió con nosotros para recuperarse de los sufrimientos del maquis. Jugaba al fútbol en el pasillo rompiendo las bombillas, lo que tenía la virtud de enfurecer a mi madre. Vivía entonces una especie de infancia.
Túnez, como decía, significó la vida y el contacto de la niña de diez, once, doce y trece años con las guerrilleras del maquis. Aún me emociono cuando me acuerdo de esas jóvenes que habían abandonado a sus familias en un contexto de fuerte presión social para unirse a “La Revolución”. A una que cantaba a menudo, la llamábamos “Patachou”; otra se llamaba Sabah; estaban Malika, Baya, Fatiha, Kheira… Nombres. Venían de Orán, de Argel, del sur, del norte, eran “las chicas”. La casa estaba siempre llena de su presencia. Llamaban a mis padres “papá” y “mamá”. Nos hacía felices compartir su cariño con ellas. Me impresionaba especialmente la presencia de una de ellas: Baya. En efecto, había oído decir que se había rebelado contra el destino de “las chicas”. De hecho, a los jóvenes que habían dejado el maquis los alojaban de dos en dos en estudios, en tanto que a las “chicas” las enviaban colectivamente a una casa, una especie de internado con una dirección al frente, de la que formaban parte Claudine Chaulet, mi madre y la Sra. Allouache. Baya no aceptó ese trato y se negó a instalarse en la casa afirmando que se había unido al maquis plenamente consciente, como una persona con los mismos derechos –incluido el de morir– que sus compañeros. Y aún hizo más: publicó un anuncio en un periódico tunecino con el siguiente redactado: “Guerrillera argelina busca empleo de criada interna.” Para esa veterana enfermera, era un acto deliberado de rebelión. Levantó un gran revuelo en “el entorno revolucionario”, pero Baya no se instaló en la “casa de las chicas”.
Luego estaba su vida afectiva, ya que algunas de ellas habían entablado una relación sentimental y se habían casado con compañeros de armas. Hacían confidencias a mi madre, que les transmitía opiniones muy firmes: “Ten cuidado, no es «tu hermano», contrariamente a la fórmula consagrada en este entorno.” Las llamaba a la prudencia, y el regreso a Argelia, tras la liberación, le dio la razón.
Tahya El Djazaïr
Porque regresamos a Argel. ¿Qué decir de la embriaguez de los primeros días de la independencia? Corríamos por la ciudad, pasando de un vehículo a otro, izando la bandera y gritando hasta desgañitarnos “Tahya el Djazaïr”. “Tahya el Djazaïr.” “¡Viva Argelia!”… Esas palabras están grabadas permanentemente dentro de nosotros. Yo tenía trece años y toda mi vida lucharía por Argelia. La independencia significó también el reencuentro con toda la familia: nos contábamos para ver cuántos éramos. Faltaba mi joven primo Sadek, muerto en el maquis el año en que aprobó el bachillerato.
La independencia implicó otra importante conmoción: a mi tío Omar lo metieron en la cárcel condenado a muerte, y mi primo Boualem estaba en arresto domiciliario en el extremo sur del país. ¿Cómo era posible? Ese tío que no conocí hasta los nueve años porque había dedicado su vida a la independencia, ese primo que me había enseñado a amar la revolución, ¿ambos encarcelados por el nuevo poder argelino? Eran los últimos dirigentes de la zona autónoma de Argel que se habían enfrentado con sus hombres a la siniestra Organización del Ejército Secreto (OAS), pero también se habían opuesto a los nuevos amos del país.
La independencia también implicó que Sabah se quedara sin domicilio fijo, con sus hijos, mientras que su marido, Malek, se convertía en prefecto y se casaba con una “chica de buena familia”, es decir, que no se había enfrentado a las tropas coloniales.
En 1963, mi primo Mourad y Tonton Sadek, Sadek Dehiles, están en el maquis con Hocine Aït Ahmed. Mi madre y mis tías vuelven a caer presas de la ansiedad: Mourad Oussedik es también hijo de su hermana mayor, ya fallecida. Temen por su vida. Regresará con vida de esa nueva prueba, pero abandonará definitivamente Argel para irse a París y ni siquiera será enterrado en el cementerio familiar de Ain El Hammam.
Mi madre nunca volvió a estar contenta: nos dirigió hasta el final una mirada triste y decepcionada, fumando con aire distante un eterno cigarrillo.
Mi hermana mayor acabará dando prueba de su tristeza y nuestros temores al caer presa de una depresión nerviosa hasta su muerte.
Mi querido hermano Naceur, que murió a los 58 años, me habló largo tiempo, durante nuestras caminatas por las calles de París en los años 90, del miedo que siempre leyó en los ojos de nuestro padre y que siempre nos acompañaba. Constituía parte de nuestra herencia, junto con el profundo respeto que nos inspiraba y su amor a Houria, Argelia.
A veces me cruzaba con los rostros que había conocido en los cuarteles, en las puertas de las cárceles. La mujer de Benhamza, Zhor, a la que conocí corriendo por la ciudad en busca de su marido en la cárcel, estaba en un hospital psiquiátrico y luego terminó sus días en un centro para ancianos abandonados. Al salir de la cárcel, su marido se casó con otra mujer y dejó de interesarse por ella y sus hijos. Me acuerdo de ella en los años 50: tenía un hijo que se llamaba Djamel. Como mi hermano se llamaba Naceur, cada vez que pasaba una patrulla de soldados franceses se divertía gritando “Djamel Abd Nacer” para provocarles.
En resumen, mi familia, la familia con la que había crecido, procuraba pasar desapercibida. Vi caras nuevas. Eran los nuevos señores. A esa familia, agotada por años de guerra y dominada –como aún lo está cada uno de nosotros– por el miedo, un miedo incontrolable, nacido de la violencia grabada en el cuerpo, se le quisieron añadir desconocidos, recién llegados, nuevos rostros de la Revolución. A partir de esa extraña combinación, querían construir una “familia revolucionaria”.
Yo, por mi parte, no deseo ese estatus, porque el concepto del tiempo y sus desafíos, alejado del carácter teológico-político del gran relato de la “liberación”, contribuyó a mi decepcise vio enfrentada,ón respecto a dicho relato…
En junio de 1965, me volví a encontrar en la calle con mis compañeros del Movimiento de las Juventudes del FLN, una juventud pacífica que denunciaba el principio de un golpe de estado contra el presidente Ahmed Ben Bella y que, en el edificio de correos, ante la Universidad, se vio enfrentada a las fuerzas argelinas de represión.
Mi infancia estaba entonces muy lejos… tenía dieciséis años.
Durante el resto de mi existencia solo he querido acordarme de mi primo Boualem cuando me enseñaba la Internacional, Carmela y el Canto de los partisanos. He querido recordar el camión de mujeres cargadas de promesas para todas las argelinas, unas promesas aún incumplidas. Aún quiero acordarme de mi tía, con su largo cabello negro sobre los hombros y sus inmensos ojos verdes abiertos como platos, cual una ahogada, diciendo: “Todos son hijos míos.” Quiero recordar a los militantes comunistas franceses que nos recibieron en Marsella y en el Jura durante un periplo que era una huida, porque esos hombres y mujeres fueron el testimonio, para mí, de otra Francia: aquella de la que nos hablaba mi padre al contarnos su propio compromiso en la Segunda Guerra Mundial cuando, en nombre del antifascismo, estuvo en el frente durante todo el tiempo que duró el conflicto. Quiero conservar mi agradecimiento al pueblo tunecino. Quiero acordarme de la amistad de los checoslovacos, habitantes de un país ahora desaparecido. También quiero seguir siendo la que fui durante esa guerra de liberación, la hermana pequeña de las guerrilleras del maquis cuya ropa llevaba para ir a al instituto.
Ese es el relato que me da sentido.
Notas
[1] C.G. Jung, Dialectique du moi et de l’inconscient, París, Gallimard, 1973, p. 171-172.
[2] Michael Löwy, Walter Benjamin : avertissement et incendie. Une lecture des thèses « sur le concept d’histoire », París, Éditions de l’Éclat, 2014, p. 18.
[3] Ibid., p. 40.