El sueño de Ulises. El Mediterráneo, el mar de la historia

José Enrique Ruiz-Domènec

Historiador y escritor

Todas las civilizaciones han sido creadas a partir de una estructura latente que las impregna de razón. Ese debe ser el objetivo de toda investigación histórica, para tratar de desvelar, así, la vida secreta de los sentimientos de un grupo de gente, su efecto en las decisiones cotidianas, las historias indivisibles que forjan la historia común. De ese afán surge el llamado «sueño de Ulises», que se adueñó de la cultura mediterránea para orientar la vida concreta de los hombres de ese mar, y para que hicieran una permanente lectura de los clásicos como antídoto contra el olvido y base de sus iluminaciones. De este modo, queda revelado el sueño como un legado que el pasado ofrece al futuro para orientar sus pasos y no caer en los mismos errores ya cometidos, esos conflictos cuyo eco aún resuena por los torpes modos en que se solucionaron.


Hacia finales del siglo iv a. C., un joven audaz llamado Piteas, natural de Marsella, comenzó un largo periplo que lo llevó a cruzar el estrecho de Gibraltar en dirección noroeste, hacia la isla de Thule y más allá, hacia las maravillas de los horizontes árticos, desde las auroras boreales a las tierras de nieves perpetuas, pasando por los geiseres y los icebergs flotando en el mar.[1] El helenismo estaba en su apogeo y, bajo el impulso de Alejandro Magno, la cultura del Mediterráneo ilustraba bien lo que es la conciencia de un territorio forjado en unos mitos que visualizaban una historia inmortal.  

El relato de Piteas ilustra un estilo de vida basado en la curiosidad, donde se fusionan las cuatro fuentes del saber de la Antigüedad clásica, filosofía, geografía, historia y poesía. Según este proceder, el objetivo del viaje era comprender, por primera vez, el mundo como un enigma a resolver; y se dispuso a descubrirlo, no para satisfacer una necesidad práctica (por ejemplo, las rutas del estaño o de la púrpura), sino porque se había apoderado de él, siguiendo la vieja sentencia de Anaximandro, la necesidad de saber dónde las cosas tienen su origen. La hechura del relato es griega —la vida es una incesante destrucción del pasado y exaltación del destino—, pero la descripción de los lugares visitados y las impresiones de viaje son, casi sin excepción, helenísticas es, por tanto, una descripción llena de una poderosa carga de fantasía que tanto le censuraron el historiador Polibio y el geógrafo Estrabón. ¿Qué se puede esperar si la contemplación de la naturaleza rebasa todo lo conocido anterior y por eso mismo el antaño sentido de lo arcaico queda diluido para dar paso a una superación del destino?

La voluntad humana se concreta como la única vía de entender la vida: lo ilustra el gesto de Alejandro ante el nudo gordiano; es lo mismo cortar que desanudar. Las historias del Mediterráneo se centran en ese gesto, que es el mismo de Piteas al apostar por el viaje para desentrañar lo que estaba oculto a los ojos de sus contemporáneos. Si pensamos a base de entender los mensajes que nos lanza la naturaleza, concluiremos que el azar es la respuesta al destino. Pero ¿acaso podemos llevar a cabo la representación de un determinado pasado sin recurrir a la historia que lo hizo posible? La narración de esta historia inmortal será el medio más idóneo de actualización del sentido de la vida ingénito al ser humano.

Sin embargo, el desarrollo de la especialización ha creado una brecha en la conciencia de esa realidad. Cuanto más se la valora, más se disipa la larga duración, hundiéndose el conocimiento del pasado en lo que el historiador checo František Graus denominó, con una expresión altamente melancólica, «un gabinete de fruslerías».[2]  Al fragmentar el conocimiento, el ser humano se ha convertido en un acumulador para servir a una gran base de datos controlada por unos algoritmos que, cada vez más, bloquean la creatividad renovadora. Para este modo de analizar el pasado, las formas de vida y las preocupaciones personales no tienen valor alguno: lo mejor del ser humano es marginado de antemano. Estudié historia y filosofía para evitar precisamente la sumisión a la tecnología, que últimamente eclipsa el impulso creativo.[3]

Por sugerencia de Georges Duby, aprendí a situar el marco preciso de la larga duración promovido por Fernand Braudel, sobre todo en el estudio de la herencia del mundo mediterráneo.[4] Por las lecturas que hice y los cursos que seguí, entendí que en todas las civilizaciones hay una estructura latente que las fundamenta, es decir, las impregna de razón. Y en ese hallazgo empezó la aventura de una larga investigación que debe ser entendida y juzgada, si cabe, de acuerdo con el orden del tiempo de su gestación, cuarenta y dos años atrás.

El 28 de enero de 1980 me encontraba en la ciudad de Nápoles para leer, en la sesión inaugural del xvii Coloquio Internacional de Historia Marítima, una ponencia bajo el título «El sueño de Ulises: la actividad marítima en la cultura mediterránea como un fenómeno de estructura».[5] Traté de resumir, con la economía de tiempo propia de estos actos académicos, los argumentos que, a mi juicio, habían sido postergados en los estudios sobre el Mediterráneo y que, en sustancia, venían a subrayar, según recuerda Luigi de Rosa en la introducción a las actas del citado coloquio, «una estructura de civilización, un canal a través del cual se transmitieron técnicas de navegación, conocimientos de las rutas marítimas, tipos y formas de actividad, productos y técnicas productivas, competencias e iniciativas, contratos y comportamientos, modelos de consumo, mentalidades e ideales. Un sistema funcional y dinámico que transformó el proceso histórico de las gentes que vivían en y para ese mar, difundiendo instituciones y mecanismos de desarrollo, sin cancelar del todo las características propias de cada una de las singulares civilizaciones; más bien al contrario, favoreciendo en el interior de un sistema general una variedad de modelos en que cada uno a su manera asumió el dinamismo propio del mar». Y en esa línea, mi trabajo quería llenar un vacío en el contexto de la historiografía, ya que resultaba evidente —como señaló el reputado profesor Antonio Di Vittorio en las páginas de The Journal of European Economic —«que me había propuesto explorar el papel de la navegación marítima en la formación de esa tradición cultural que dominó el Mediterráneo a partir de la epopeya homérica en adelante, y relacionar el desarrollo de las actividades marítimas con el desarrollo social y económico que se produce a lo largo de las costas del Mediterráneo».[6]

Sin duda, en aquella gélida mañana napolitana fui desvelando, uno a uno, los diferentes aspectos de la existencia de las gentes que hicieron la historia de este mar y me pregunté por el sentido de las aventuras descritas ejemplarmente en la Odisea de Homero, tratando de desvelar la vida secreta de los sentimientos y su efecto en las decisiones cotidianas. De este modo, pude llegar entonces a la conclusión de que el «sueño de Ulises» (un viaje de regreso a casa cargado de éxitos) se adueñó de la cultura mediterránea para orientar la vida concreta de los hombres de este mar, para protegerlos contra la tendencia al olvido de la tradición en los momentos de cambio de era, y para que mantuvieran un estilo de vida bajo una permanente lectura de los clásicos como base de sus iluminaciones de lo que ha de hacerse en todo momento y circunstancia. En ese sentido, comprendo y comparto la obstinación con la que mi maestro Georges Duby me insistía en la necesidad de imaginar los intersticios de la vida, allí donde los documentos solo ofrecen indicios, pues la revelación del imaginario de la sociedad es la principal motivación del oficio del historiador; y añado ahora por mi cuenta una observación que me ha ayudado a trabajar en los tiempos difíciles, y que muy bien podría considerarse un epílogo de aquellos años en que se transformó el oficio del historiador con unas técnicas de acceso al conocimiento nada usuales: no tiene sentido una narración del pasado que no sea capaz de descubrir las partes desconocidas de las historias que se cuentan.

La revelación de la estructura latente de las civilizaciones es la única razón de ser del oficio del historiador en el siglo xxi, pues es la forma que tiene de mostrar el legado que el pasado ofrece al futuro para orientar sus pasos y no entrar en los laberintos sin salida ya probados en anteriores ocasiones. Así lo dejé escrito en el libro colectivo 27 Leçons d’histoire, publicado por la editorial Seuil en 2009, que reproducía la conferencia que impartió en el Grand Palais de París el miércoles 29 de octubre de 2008, donde dejé claro que el sueño de Ulises es el gran legado del mundo mediterráneo, pese a haber sido expuesto en distintos idiomas y en diferentes épocas: el legado que forjó Europa.[7]

Visto desde esta perspectiva, me doy cuenta de que esta idea del legado mediterráneo de la cultura europea aparece como una radical y completa visión de lo que debe ser un libro dedicado a desentrañar el imaginario del Mediterráneo. Mientras lo hacía, al modo del oficio del historiador, leía las impresiones del viaje a Grecia que el conde Harry Kessler hizo con sus amigos, el escultor Aristides Maillol y el escritor Hugo von Hofmannsthal, anotadas en su monumental Diario. Sus comentarios son un grandioso homenaje a las fábulas, los relatos míticos de los antiguos, por los que los tres amigos viajeros sentían un gusto infinito, a veces irreflexivo, y que dieron lugar a la bellísima escultura de un rutilante cuerpo desnudo de una mujer que piensa a la que se decidió llamar El Mediterráneo: ante ella solo cabe afirmar que el apotegma decisivo de la cultura clásica, el Nosce te ipsum, que aparecía en el pronaos del templo de Apolo en Delfos y que hizo suyo Sócrates, es la dimensión extrema de un estilo de vida que nace y madura en las riberas del mar.

He llevado a cuestas esta investigación durante cuatro décadas, y la he expuesto en artículos, conferencias, ponencias, capítulos de libros. Nunca había pensado realizar una síntesis, ya que estimaba que estaban bien las ideas diseminadas en revistas, folletos, libros colectivos en diversas lenguas y lugares de edición, y que, asimismo, bastaba con esas pequeñas aportaciones de tono ocasional, en el sentido de que se escribieron por motivos diversos, siempre bajo demanda. Pero llegó el coronavirus a mi vida y me enfrenté al destino, como hizo Ulises tras la guerra de Troya, según Homero, claro. Lo hice en un viaje a la ciudad de Gubbio (Italia), donde me habían invitado para inaugurar el Festival del Medioevo que, en 2020, estaba dedicado al Mediterráneo, el mar de la historia. Hice mía la propuesta de los organizadores y la convertí en el título de la conferencia inaugural, y de la introducción a mi libro de síntesis; también de este artículo.

Al sentarme ante el auditorio, mientras el sindaco —esto es, el alcalde— presentaba el acto, me di cuenta de que había llegado el momento en mi vida de la síntesis; debía hablar claro de lo que pensaba sobre el mundo mediterráneo, asumiendo el imperativo que ha dictado mi escritura: una historia narrativa que, sin dejar de lado el rigor, pueda leerse como una novela. En este caso, me he sometido con plena voluntad al hecho de convertir ese gran acontecimiento de la historia mundial, que es el Mediterráneo, en una trama llena de personajes, algunos famosos, otros desconocidos, todos, sin embargo, claves para entender el espíritu que anida en las tierras que rodean este mar. Al viajar, sentir y estudiar el Mediterráneo en Génova, Venecia, Prócida, Nápoles, Ravello, Palermo, Florencia, Barcelona o Niza tomé conciencia del argumento; sucede a veces en la vida.

¿Por qué elegí «el sueño de Ulises» como título para una historia de larga duración sobre el Mediterráneo?

Trataré de explicarlo.

Hay un relato tradicionalmente atribuido a Homero que habla del retorno de un hombre a casa a través de un largo viaje por el Mediterráneo. Las aventuras de Ulises, que es el nombre del personaje, constituyen una de las más brillantes descripciones de la geografía de la colonización griega; aunque también, y desde luego en mayor medida, una apreciación del juego de los dioses, situado entre la racionalidad y la paradoja, que no dejó tranquilo ni un momento al héroe, hasta que regresó junto a su esposa Penélope, que lo esperaba tejiendo una manta, excelente metáfora sobre las hilanderas del destino,[8] figuras de mujer tan fascinantes pese a sus rasgos turbadores, a veces terribles, cuando se presentan en forma de Pandora, Antígona o Clitemnestra.

La epopeya sobre el Mediterráneo nació en la trágica confrontación del individuo mortal con el universo de los dioses inmortales.[9] En uno y otro mundo hay infinidad de puentes analizados por Homero mediante el recurso de la ironía. Nunca hasta ese momento se le había ocurrido a un rapsoda la idea de querer saber lo que los dioses pensaban (las reglas de su juego) por medio de un esfuerzo creativo que dio origen al milagro griego. El esfuerzo por retornar a Ítaca fragua el mito concerniente al mundo mediterráneo, pues al asumir el suceso con carácter trágico y un valor ejemplar, apunta decididamente a un punto de llegada declarado: la superación de la historia, el día después.

El Mediterráneo es un espacio de encrucijadas múltiples, cuya construcción se lleva a cabo a través de la elaboración de diversos mitos: el de las bodas de Cadmo y Armonía, el de Prometeo robando el fuego a los dioses, el de Perseo en su deseo de volar, el de Edipo al enfrentarse a su padre en un cruce de caminos, el de Jasón que busca el vellocino de oro junto a los argonautas, y otros que entendemos como fragmentos de la poética del mundo basada en un bricoleur enciclopédico, inventor de sistemas universales armados de todos los materiales culturales posibles: estos mitos constituyen el mayor reto hecho nunca a la risa de los dioses ante el deseo humano de hallar un camino de salida. ¿Ríen acaso Zeus, Palas Atenea, Hera y los demás dioses al observar al náufrago que recorre la geografía mediterránea de una punta a otra buscando una salida? Ríen, ciertamente, pero a la vez están inquietos por lo que ven. Porque Ulises plantea el viaje de regreso a su casa tras la guerra como una apertura de su mundo vital al juego de los dioses, que lo han introducido en un laberinto, pero también han descubierto su capacidad para salir de él, aunque para ello deba mostrarse como Nadie para escapar del cíclope, el monstruo que simboliza la parte del terror inherente al juego —en la mayoría de sus aventuras emerge así su proverbial astucia—.

Ulises viaja sorprendido ante lo que percibe intensamente en su mundo circundante. El asombro es una facultad trágica, producto de la sumisión del hombre al destino, a lo que está escrito. El poeta narra los naufragios, las largas travesías por lugares exóticos, el combate contra el cíclope, el interés por las sirenas, el embeleso por Circe, y con esas descripciones lleva a cabo una valoración de los pueblos que habitan las riberas del Mediterráneo. Ulises retiene en su memoria que un mismo mar alberga todas sus aventuras. Necesita retornar a casa, a la isla jónica de Ítaca, lejos de las tentaciones que lo sorprenden a cada momento, pero cuyo significado no entiende del todo. La cultura clásica utilizó la figura de ese hombre ambulante para abrir un nuevo capítulo de la historia del Mediterráneo; delimitó la geografía de la expansión marítima, fijó la frontera entre civilización y barbarie y situó la herencia griega como el punto de partida de un espacio común a los pueblos del Mediterráneo.

¿Por qué Ulises es el guía de nuestras búsquedas? se preguntó la helenista Jacqueline de Romilly; y ella misma respondió: porque Ulises es el mejor ejemplo de un hombre que se enfrenta al derecho de un dios, el dios Poseidón, que quiere retener para sí una de las principales fuentes de riqueza de este mar, la actividad marítima y su corolario, el comercio.[10] La astucia de Ulises fue enseñar las rutas con el fin de que, a través de su conocimiento, se pudieran transportar los bienes suntuarios que hicieron ricos a los griegos e hicieron posible la cultura literaria y el arte: los vinos de Rodas, la miel ateniense, las nueces de Ponto, los frutos secos y el pescado en salazón de Bizancio, el queso de Quíos, el trigo de Sicilia o la plata de Tartesos, el oro africano, los tapices persas y los tejidos fenicios. Y con estas mercancías, las ideas de un cosmos posible que entiende la identidad como la suma de múltiples diferencias. A partir de esa génesis poética, y sin olvidar el mensaje contenido en el mito, la sociedad mediterránea buscó una explicación a la existencia basada en la historia. Sin embargo, a comienzos del siglo xxi, se resiste a esta idea, porque, ¡por Júpiter!, no quiere dar cuenta a nadie, en modo alguno, de su vida y milagros, ni siquiera al confesor, una figura del pasado. La museificación global es otra seria dificultad: presenta los acontecimientos como contextos de las obras de arte. Al llegar a cualquier ciudad mediterránea, estalla la sensación de que sobre ella hay una historia, los monumentos salen al paso con facilidad. La vivencia del pasado se hace íntima. Basta con detenerse un instante y preguntarse por qué está ahí, delante de nosotros, un fragmento de algo que una vez fue importante para la sociedad: foro, templo, teatro, circo. Ese arte monumental, en plena calle, atraviesa los ruidos del intenso tráfico y el tiempo. Las columnas griegas se yerguen en cualquier lugar, de forma inesperada; también un arco gótico o las esculturas de autores diversos; unos famosos, otros apenas conocidos. Ahora bien, el paseante que gusta de la historia no saca demasiado provecho de ella. Cree en su fuerza dramática, eso es todo. Quizás por ello repite situaciones ante los mismos problemas. Para él, no es maestra de la vida, como se le ha sugerido tantas veces, por sacar a relucir el viejo consejo de Cicerón, más bien la entiende como un elemento clave del legado clásico.

La historia del Mediterráneo es única y muy valiosa. A poco que nos esforcemos, la celebramos apreciando sus sutilezas y sus elegantes tramas.[11] La tristemente famosa guerra del Peloponeso, que hizo grande a su intérprete, el historiador Tucídides, mostró hasta qué punto resulta cruel la furia de los vecinos, una furia que se ha repetido durante siglos cada vez que un pueblo siente la necesidad de ser hegemónico, creando imperios que terminan por volatilizarse poco después, dejando solo el rastro de un botín en las laderas cubiertas de olivos. Hoy, la poesía de Homero y la historia de Tucídides son solamente una breve anotación en un manual escolar, mezclado con otras obras de menor enjundia. Cuando se piensa en el pasado del Mediterráneo, a veces, se tienen en cuenta esos leves recordatorios, pero no se dice ni una palabra de lo que verdaderamente significó vivir en un espacio de frontera.[12]

El eco de los conflictos en el Mediterráneo inunda nuestra memoria, como si fuera la expresión de un pesar por los torpes modos de solucionar los problemas en otro tiempo. A pesar de ello, cuanto más avanzamos en la comprensión del sueño de Ulises, más cerca estamos de entender el Mediterráneo como la cuna de un estilo de vida basado en la necesidad de abrirse al mundo. Creo, sin embargo, que sería ingenuo considerar la permanencia de ese sueño como una realidad ajena a la presión ejercida sobre él por las tres religiones monoteístas que nacieron y se desarrollaron en este mar: los fundamentos de la cultura mediterránea no son solamente el resultado del sueño de Ulises, sino también del efecto social del judaísmo, el cristianismo y el islam.

Es posible que sea eso lo que los pensadores de la Ilustración dejaron de considerar en su juicio sobre el legado mediterráneo en la cultura europea. Incluso en el caso de que fuera cierto el moderno diagnóstico de Nicole Loraux sobre la ausencia de lo femenino en la experiencia estética ilustrada, [13] es imposible valorar el pasado y el futuro del Mediterráneo sin contemplar el conflicto entre la levedad inherente al sueño de Ulises y el peso de la narrativa religiosa, sostenida en la fe de que sus textos fundamentales (Biblia, Evangelios, Corán) son inspirados por Dios. El camino elaborado en la Edad Media es una respuesta al desafío que supuso asumir la pertenencia a una de las tres religiones monoteístas, es decir, a un Dios único. Las gentes de este mar tomaron conciencia de que el legado cultural les exigía reconocer un mundo de muchos dioses, abiertamente politeísta, pero la fe los inducía a asumir que todo eso era algo del pasado. La experiencia religiosa litigó a menudo con la razón basada en el conocimiento científico, ejemplarmente presente en el llamado caso Galileo, el científico italiano del siglo xvii, convencido de la superioridad de la física y de la matemática sobre el relato religioso.

Pero el sueño de Ulises mantiene su magia en el momento en que la historia se vuelve reflexiva sobre el valor del pasado durante el Grand Tour ilustrado que marca la vida en el siglo xviii hasta alcanzar con Gibbon, Lessing o Goethe un tono ejemplar, modélico. Napoleón ante las pirámides, Champollion ante la piedra de Rosetta, Nelson ante la batalla naval de Trafalgar… ¿qué pueden hacer sino pensar seriamente en la cultura del Mediterráneo? Y así vuelve a comenzar la eterna primavera, la ronda del tiempo. Gibbon en el Foro, Goethe ante la campiña romana; Nathalie de Laborde del brazo de Chateaubriand en la Alhambra; Byron en Missolonghi; Mann en el Lido y Joyce en Trieste. Los caminos de la literatura contemporánea se dibujan como una historia paralela a la de las gentes del Mediterráneo. Si he tratado de abarcarlos todos en un gran angular, es porque he deseado, también, emplear el cine en el siglo xx, que, de una forma explícita, habla del Mediterráneo y lo hace mediante una bella elipsis: un legado que no deja de suscitar preguntas, pinturas, canciones, gestos, dudas. ¿Qué significa eso? ¿Acaso el largo camino del sueño de Ulises se cierra con un deseo no realizado? Puede ser. El deseo de que los grandes valores del Mediterráneo logren por fin superar las terribles historias que a menudo se forjan en este mar, desde los enigmáticos desembarcos de los pueblos del mar en las opulentas ciudades costeras de los imperios de la Edad del Bronce hasta las desdichadas pateras llenas de refugiados huyendo de nuevo de la guerra y de la miseria. Hoy, sabemos que las historias que han forjado el Mediterráneo son indivisibles, pues todas ellas cuentan para entender los hechos acaecidos, y también sus significados.

Notas

1. Este texto constituye la introducción de mi libro El sueño de Ulises. El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, Madrid, Taurus, 2022 (edición catalana, Barcelona, Rosa dels Vents, 2022), debidamente adaptado a las exigencias de la revista en la que ahora se publica, con notas a pie de página y algunos añadidos.
2. F. Graus, Struktur und Geschichte, Sigmaringen, Jan Thorbecke Verlag, 1991.
3. Lo acabo de señalar como un rasgo propio del siglo xxi en J. E. Ruiz-Domènec, Breve historia del siglo xxi. Del 11-S a la toma de Kabul, Barcelona, librosdevanguardia, 2022.
4. G. Duby, «L’héritage», en François Hartog présente Fernand Braudel, La Méditerranée, París, Flammarion, 2017, pp. 351-370.
5. En R. Ragosta (ed.), Le genti del mare Mediterraneo, Nápoles, L. Pironti, 1981, vol. I.
6. A. di Vittorio, «The Seafarers of the Mediterranean», en The Journal of American Economic, vol. 10, 1981, pp. 213-221.
7. J. E. Ruiz-Domènec, «L’héritage méditerranéen de la culture européenne», en Jean-Noël Jeanney, 27 Leçons d’histoire, París, Editions du Seuil, 2009, pp. 281-289.
8. M. Atwood, L’Odyssée de Pénélope, París, Flammarion, 2015
9. F. Hartog, Mémoire d’Ulysse, París, Gallimard, 1996.
10. J. de Romilly, Pourquoi Ulysse?, París, Julliard, 1984.
11. P. Matvejević, Bréviare méditerráneen, París, Plurial, 2020.
12. G. Barbera, Mediterraneo, Milán, Solferino, 2021.
13. N. Loraux, Les experiénces de Tirésias. Le féminin et l´homme grec, París, Gallimard, 1989.