El sonido del barrido unilineal

Bill Viola

videoartista

En las culturas de todos los tiempos, el ser humano ha considerado la importancia de los sonidos en relación con el espacio, ya sea éste real o virtual, para su beneficio. Así, las propiedades del sonido (vibraciones, reverberaciones, resonancias, etc.) han sido estudiadas en profundidad y desarrolladas a la hora de construir edificios, crear espacios vitales, determinar sistemas de pensamiento y definir profundidades espirituales en cada comunidad. Los sonidos resultan especialmente contundentes cuando chocan con formas sólidas y producen fenómenos inefables o inmortales. En la actualidad, éstos permanecen latentes en los complejos sistemas tecnológicos que caracterizan a los medios de comunicación y dan la razón a los mitos y las representaciones más antiguos.

Nuestras mayores bendiciones nos vienen por medio de la locura

Sócrates

Los antiguos griegos oían voces.[1] La épica homérica está llena de ejemplos de personas guiadas en sus pensamientos y acciones por una voz interna a la que responden de manera automática. Ello hace pensar en personas que, como ha señalado Julian Jaynes, no ejercitaban plenamente lo que nosotros denominaríamos libre albedrío o juicio racional.[2] Como nos ocurre a la mayoría de nosotros, dentro de su cabeza tiene lugar una conversación, pero no es consigo mismos. Jaynes denomina a este distante panorama mental la «mente bicameral» y sostiene que, antes del período de transición de los griegos, todas las culturas antiguas no tenían la plena conciencia que hoy tenemos. En otras palabras, tenían muchos dioses. Hoy recelamos de las personas que exhiben tales comportamientos, olvidando que el propio término oír alude a una especie de «obediencia» (las raíces latinas de este último término son ob más audire, esto es, «oír frente a alguien»). Tan arraigada es nuestra necesidad del concepto de una mente independiente, que clasificamos a quienes oyen voces como: a) ligeramente divertidos; b) chorras; c) confinados en una institución mental. Una posible cuarta categoría podría ser la de los que «ven la tele». Los profetas y dioses han abandonado nuestro mundo, y ahora la confusa cháchara que han dejado tras de sí debe ser exorcizada por alguien a quien llamamos «terapeuta».

Una mujer llamada Be estaba sola en el monte un día en Namibia, cuando vio una manada de jirafas huyendo a toda prisa de una tormenta que se acercaba. El ruido de sus pezuñas al avanzar se hizo cada vez más fuerte hasta mezclarse en su cabeza con el sonido de la repentina lluvia. De pronto llegó hasta ella una canción que no había oído nunca, y empezó a cantar. Gauwa (el gran dios) le dijo que era una canción medicinal. Be se fue a casa y enseñó la canción a su esposo, Tike. Ambos la cantaron y bailaron juntos. Era ciertamente una canción para entrar en trance, una canción medicinal. Tike se la enseñó a otros, que la transmitieron a su vez.

Relato de los bosquimanos !kung de Botswana,
tal como éstos lo contaron a Marguerite Anne Biesele.[3]

Consciente o inconscientemente, la mayoría de la gente asume la existencia de alguna clase de espacio en el que funciona la discusión mental. Se utilizan constantemente conceptos y temas de la manipulación de objetos sólidos para describir pensamientos, como «en el fondo de mi mente», «captar una idea», «no caber en la cabeza», «aferrarse a las creencias», «un bloqueo mental», etc. Este espacio mental es directamente análogo al «espacio de datos» de nuestro principal invento, el ordenador, que es el espacio en que tienen lugar los cálculos y donde se crean, manipulan y destruyen los objetos virtuales de los gráficos digitales. Como una ontología fundamental, este espacio dado está perpetuamente antes o después de lo que se hace, como una existencia a priori desde el nacimiento al encender el interruptor hasta que finalmente se apaga la luz. Si hay un espacio de pensamiento, ya sea real o virtual, entonces tiene que haber también sonido, puesto que todo sonido busca su expresión como vibración en el medio espacial. Son, pues, las propiedades acústicas de dicho espacio las que se convierten en objeto del presente artículo.

Para la mente europea, la característica de reverberación del interior de la catedral gótica se halla inextricablemente vinculada a un profundo sentido de lo sagrado, y tiende a evocar fuertes asociaciones tanto con el espacio privado interior de contemplación como con el más amplio reino de lo inefable. En el cine, las imágenes oníricas o las secuencias retrospectivas han utilizado a menudo efectos de reverberación en la banda sonora para denotar subjetividad y alejamiento. Hay catedrales, como la de Chartres en Francia, que encarnan conceptos derivados del redescubrimiento de los antiguos griegos, en especial Platón y Pitágoras, y sus teorías sobre la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos, expresadas en el lenguaje del número sagrado, la proporción, la armonía, y manifestados en la ciencia del sonido y la música. Estos conceptos de diseño no se consideraban obra del hombre o meras funciones de la práctica arquitectónica, sino que representaban los principios divinos subyacentes al propio universo. Al incorporarlos al cuerpo de la iglesia, se pretendía establecer un reflejo armónico de su forma aquí en la tierra.

Chartres y otros edificios similares se han calificado como «música petrificada». Aquí las referencias al sonido y la acústica son dobles. No sólo están las características sonoras reales de su cavernoso interior, sino que además la forma y la estructura del propio edificio reflejan los principios de la proporción sacra y la armonía universal, como una especie de «acústica dentro de la acústica». Al entrar en un santuario gótico, de inmediato se hace patente que el sonido domina el espacio. No es sólo un simple efecto de eco lo que interviene, sino que más bien todos los sonidos, independientemente de lo cerca o lejos que estén, o de lo fuertes que sean, parecen originarse en un mismo lugar distante. Parecen estar desvinculados de la escena inmediata, flotando en algún sitio donde el punto de vista se ha convertido en el espacio entero.

En la arquitectura antigua abundan los ejemplos de diseño acústico notable: galerías susurrantes donde el mero murmullo de una voz se materializa en un punto situado a decenas de metros en el otro extremo de la sala, o la perfecta claridad de los anfiteatros griegos, donde a un orador que permanezca de pie en un punto focal creado por los muros circundantes pueden oírlo con claridad todos los miembros del público. Las modernas técnicas de acústica arquitectónica, de las que fueron pioneros figuras como Wallace Sabine, a finales del siglo xix, se desarrollaron como respuesta a la grave ininteligibilidad y falta de claridad derivadas de la reverberación en espacios cerrados. Esto resulta doblemente irónico, tanto por los dos mil años de antigüedad del teatro griego como por el hecho de que la acusada reverberación de la catedral gótica, aunque resultado de su construcción y no de una intención concreta, se considerara una parte esencial de su forma y función globales.

La ciencia de la acústica es el estudio del sonido en el espacio. Ésta comporta fuertes vínculos arquitectónicos, puesto que, si bien puede describirse simplemente como el estudio del comportamiento de las ondas sonoras, el sonido, como la luz cuando no tiene una superficie sobre la que incidir, se manifiesta en su aspecto más complejo e interesante cuando se refleja en formas sólidas, sobre todo en esos espacios interiores artificiales. En el mundo rural de la Edad Media, resulta dudoso que los miembros del clero hubieran oído antes en algún otro sitio las impresionantes reverberaciones del interior de la catedral. Un lista parcial de algunos de los fenómenos físicos más básicos estudiados por los expertos en acústica suena como una serie de visiones místicas de la naturaleza:

Refracción: Desviación de las ondas sonoras debida a un cambio en su velocidad al pasar a través de medios distintos, tales como dos capas de aire a distintas temperaturas. En el funeral de la reina Victoria, celebrado en Londres en 1901, se dispararon salvas de artillería, y a pesar de que éstas no se escucharon en la campiña circundante, el potente rugido de los cañones se materializó repentinamente en una aldea situada a unos 150 kilómetros.

Difracción: Capacidad del sonido de doblar esquinas cuando el borde de una barrera genera una nueva serie de ondas. Así, al otro lado de una alta tapia oímos hablar a personas invisibles.

Reflexión: Rebote de las ondas sonoras en una superficie, siendo el ángulo con el que salen reflejadas igual al ángulo con el que han incidido en ella. Cuando hay múltiples superficies, esto se convierte en un eco, y entonces es posible oír la propia voz, varias veces incluso, tal y como existía en un momento anterior. Así, uno puede cantar consigo mismo. Múltiples reflexiones regulares producen la condición de la reverberación, donde un sonido puede repetirse una y otra vez sobre sí mismo, haciéndose el pasado indistinguible del presente.

Interferencia: Dos sonidos chocan entre sí, y sus frentes de onda se refuerzan e inhabilitan mutuamente de manera alterna. En una gran sala, el sonido de un instrumento fuerte de repente se transforma en un murmullo apenas audible en un determinado punto de la habitación.

Resonancia: Las ondas sonoras se refuerzan, ya sea por la adición de un sonido idéntico, o bien cuando las propiedades materiales o las dimensiones espaciales coinciden con la forma física de las propias ondas. La voz de una persona que canta se hace más fuerte, y gana energía cuando se libera en un pequeño recinto cerrado, o bien un objeto produce un determinado tono cuando se golpea. La forma y los materiales de un objeto representan un potencial sonoro solidificado.

Vibración simpática, relacionada con la resonancia, y probablemente la más evocadora de todas: Cuando se toca una campana, otra campana idéntica colocada en el otro extremo de la sala empieza a vibrar, produciendo el mismo sonido.

Cada uno de estos fenómenos provoca admiración aun después de que se hayan entendido racionalmente sus representaciones científicas. Así, por ejemplo, hay algo inmortal en un eco: es fácil imaginar un estado último de reverberación, un espacio donde todo lo que ha ocurrido alguna vez continúa existiendo, el final del tiempo, donde todo es vida, perpetuamente presente. Si nos parece que la descripción de la vibración simpática presenta alguna semejanza con las emisiones de radio, ello no es casualidad, ya que interviene el mismo principio. Los procesos de los sistemas mediáticos contemporáneos permanecen latentes en las leyes de la naturaleza; existen bajo diversas formas desde el comienzo de la historia.

También se puede ver en la resonancia que todos los objetos tienen un componente sonoro, una segunda existencia en la sombra como configuración de frecuencias. En 1896, Nikola Tesla, uno de los grandes genios de la era de la electricidad, ató un pequeño motor oscilatorio a la viga principal de su laboratorio de Manhattan, y creó una potente resonancia física que rápidamente se transmitió a través del inmueble y penetró en la tierra, provocando un terremoto que sacudió edificios, rompió cristales y quebró tuberías de vapor en una zona de doce manzanas. Tesla, que se vio obligado a parar el motor con un mazazo, afirmaba que era capaz de calcular la frecuencia de resonancia de la tierra y hacerla entrar en una fuerte vibración con un impulsor propiamente sintonizado de tamaño adecuado y emplazamiento preciso.[4]

Palongawhoya, que se encontraba viajando a través de la tierra, hizo sonar su llamada tal como se le había ordenado. Todos los centros vibratorios a lo largo del eje terrestre y de polo a polo resonaron a su llamada; toda la tierra tembló; el universo entero se estremeció con su melodía. Así, él hizo del mundo entero un instrumento de sonido, y del sonido, un instrumento para transmitir mensajes, resonando en alabanza hacia el creador de todo.

Mito hopi de la creación del Primer Mundo[5]

«En el principio fue la Palabra…» le hace preguntarse a uno: ¿dónde estaba la imagen? Pero, como el mito bíblico de la creación, la religión india (por ejemplo, yóguica y tántrica), al igual que más tarde las religiones orientales (por ejemplo, el budismo), describe también el origen del mundo en el sonido, con la originaria potencia creadora todavía accesible al individuo bajo las formas del habla y el cántico sagrados (vibraciones simpáticas). Esta idea del origen de las imágenes en el sonido se ve reflejada en la invención y el desarrollo de la tecnología de la comunicación. En la era de la imagen electrónica, es fácil olvidar que los primeros sistemas de comunicación eléctrica se diseñaron para transmitir la palabra. Así, por ejemplo, inicialmente Edison trató de comercializar el fonógrafo entre la comunidad empresarial como un sustituto automático de la estenógrafa en la oficina. Si el habla es la génesis de los medios de cuerpo eléctrico —el telégrafo y los posteriores sistemas de teléfono, radio y televisión—, la acústica (o la teoría ondulatoria en general) es el principio básico estructural de sus numerosas manifestaciones.

La imagen de vídeo es un patrón de ondas estacionarias de energía eléctrica, un sistema vibratorio compuesto de frecuencias concretas como cabría esperar encontrar en cualquier objeto resonante. Tal como se ha descrito muchas veces, la imagen que vemos en la superficie del tubo de rayos catódicos es el rastro de un solo punto de luz enfocado y en movimiento procedente de un haz de electrones que inciden en la pantalla desde atrás, haciendo brillar la superficie recubierta de fósforo. En el vídeo no existe la imagen inmóvil; de hecho, en cualquier momento dado no existe una imagen completa en absoluto. La estructura de todas las imágenes de vídeo, en movimiento o inmóviles, es el barrido constante del haz de electrones activado, el flujo constante de impulsos eléctricos procedente de la cámara o la videograbadora que los impulsa. Las divisiones en líneas y fotogramas son sólo divisiones en el tiempo, la apertura y el cierre de ventanas temporales que delimitan períodos de actividad en el flujo del haz de electrones. Así, la imagen de vídeo es un campo de energía dinámica viviente, una vibración que parece sólida sólo porque supera nuestra capacidad de discernir fracciones de tiempo tan pequeñas.

Todo vídeo tiene sus raíces en lo vivo. Este carácter acústico vibratorio del vídeo como imagen virtual es la esencia de su «vividez». Tecnológicamente, el vídeo se ha desarrollado a partir del sonido (el electromagnetismo), y su estrecha asociación con el cine resulta engañosa, puesto que la película y su antecesor, el proceso fotográfico, forman parte de una rama completamente distinta del árbol genealógico (la mecánica/química). La cámara de vídeo, que es un transductor electrónico de energía física en impulsos eléctricos, mantiene una relación originaria más estrecha con el micrófono que con la cámara de cine.

Los primeros estudios de televisión eran un híbrido de radio, teatro y cine. Sus imágenes existían en el presente. Su construcción se basaba en el estudio de radio, con la sala de control aislada tras el cristal, los letreros que anunciaban cuándo se estaba «en el aire», y las cámaras situadas fuera, en el suelo, para captar la acción desde allí. La estructura de los elementos del estudio puede verse también como encarnación física de la estética del cine, una ingeniosa solución a la «limitación» de tener que existir en directo. Varias cámaras, normalmente tres (que representan los planos clásicos del cine: plano general, plano medio y primer plano), ven la acción desde sus respectivos puntos de vista individuales. Pero a diferencia del cine, donde la actividad en una escena dada debe crear la ilusión de la simultaneidad y del flujo de tiempo secuencial, aunque la acción se rueda con frecuencia de manera desordenada, el vídeo presenta un punto de vista que se desplaza literalmente por el espacio en presente, de forma paralela a la acción. La ilusión que el vídeo debía esforzarse en crear era la de un tiempo reordenado mediante el uso, sólo en caso necesario, de distintas partes del estudio en combinación con efectos de iluminación. Los primeros dramas televisados, además de muchos espectáculos de variedades tipo revista, empleaban un formato que era una traducción directa de una forma hermana de arte en tiempo presente, el teatro. Casi siempre se representaban en un escenario teatral con público en directo, que actuaba como sustituto de los televidentes hasta que fue finalmente reemplazado por las risas grabadas y la máquina de aplausos.

El aspecto fundamental del cine, el montaje (y la articulación en el tiempo), fue interpretado por el aspecto fundamental de la televisión inicial, el directo (y la articulación en el espacio), en una pieza clave del equipamiento del estudio: el mezclador de vídeo. Éste fue el principal mecanismo creativo para organizar lo que finalmente vería el televidente en su casa. Los elementos básicos del lenguaje cinematográfico estaban integrados ya en su propio diseño. Un simple interruptor representaba el recurso de montaje primordial de Eisenstein, el corte; y  con un interruptor en cada cámara, podían hacerse cortes desde cualquier punto de vista deseado. El fundido en negro de Griffith se convirtió en una reducción gradual del voltaje de la señal con un potenciómetro variable. Los efectos de transición por cortinillas y la pantalla partida fueron traducidos por los ingenieros en diseños de circuitos que interferían electrónicamente y contrarrestaban los voltajes regulares del flujo de la señal, siendo las pautas de las transiciones estacionarias más simétricas tonos armónicos de las frecuencias fundamentales de la señal de vídeo básica. Así, aunque sin la capacidad de grabar, se construyó una simulación del tiempo cinematográfico editado mediante un instrumento electrónico en directo.

No fue hasta la década de 1960 cuando se puso fin a esta emulación del cine, cuando los artistas empezaron a escarbar bajo la superficie para descubrir las características básicas del medio y liberar los potenciales visuales únicos de la imagen electrónica, hasta entonces simplemente aceptados con un bostezo de aburrimiento y a menudo con una mueca de disgusto como gajes del oficio televisivo. El mezclador de vídeo fue rediseñado y convertido en el primer sintetizador de vídeo. Sus principios eran acústicos y musicales, una nueva evolución de los primeros sistemas de música electrónica como el Moog. La videograbadora de cinta fue el último eslabón de la cadena que se desarrolló, entrando en escena más de una década después de la llegada de la televisión, y sólo se integraría plenamente en el sistema de procesamiento de imágenes de vídeo con la introducción del corrector de base de tiempo (TBC) a comienzos de la década de 1970. Con la perfecta incorporación del material grabado al flujo de imagen y los avances de la edición electrónica, el pasado empezó a confundirse con el presente, y surgió la necesidad de identificar específicamente los materiales remotos como «directo». El vídeo no sólo empezó a parecer y actuar como el cine, sino que empezó también a parecer y actuar como todo lo demás: la moda, la conversación, la política, el arte visual y la música.

Una neurona sola opera con una potencia de alrededor de una milmillonésima de vatio. Por lo tanto, el cerebro entero opera con unos diez vatios.

Sir John Eccles[6]

Musicalmente hablando, la física de una emisión de televisión es como una especie de sonsonete monocorde. La imagen de vídeo se repite perpetuamente sin descanso con el mismo grupo de frecuencias. Esta nueva condición común del sonsonete representa un cambio significativo en nuestras pautas de pensamiento culturalmente formadas. Las evidencias son visibles al comparar otro sistema basado en el sonsonete monocorde, la música india tradicional, con nuestra propia música clásica europea.

La música occidental acumula cosas, apila notas sobre notas, formas sobre formas, del mismo modo en que se construye un edificio, hasta que al final la pieza está completa. Es aditiva: su base es el silencio, y todos los sonidos musicales proceden de ese punto. La música india, en cambio, parte del sonido. Es sustractiva. Todas las notas y posibles notas de la interpretación están presentes antes de que los principales músicos empiecen a tocar siquiera, declaradas por la presencia y función de la tambura. Una tambura es un instrumento monocorde, normalmente de cuatro o cinco cuerdas, el cual, debido a la particular construcción de su puente, amplifica los tonos armónicos de las notas individuales en cada cuerda afinada. Cuando se oye con más claridad es al principio o al final de la interpretación, pero está presente continuamente a lo largo de ésta. La serie de armónicos describe la escala de la música que se va a interpretar. En consecuencia, cuando tocan los músicos principales, se considera que están sacando sus notas de un campo sonoro ya presente, el sonsonete monocorde.

Esta estructura musical refleja el concepto filosófico hindú del origen de todas las cosas en el sonido, representado por la vibración esencial Om, que se cree que está siempre presente, manteniéndose sin principio ni fin en todos los rincones del universo, y generando todas las formas del mundo fenoménico. En la música, existe un gran énfasis en la afinación, mientras que los filósofos hablan de «afinar al individuo» como un medio de contactar con esas energías fundamentales y reponerlas. La idea de un campo sonoro que siempre está presente desplaza el énfasis en los objetos de la percepción hacia el ámbito en que dicha percepción se está produciendo, un punto de vista no específico.

 Como sonsonete, un aspecto significativo del vídeo es que sus imágenes existen en todas partes a la vez, el receptor es libre de interceptar la señal en cualquier punto dado de su trayectoria, o en cualquier posición del campo de emisión. Se conocen casos de niños que han captado señales de radio en sus frenillos dentales, una manifestación contemporánea de la capacidad de «hablar en lenguas desconocidas». El «espacio» de emisión recuerda al espacio acústico de la catedral gótica: todos los sonidos, independientemente de lo cerca o lejos que estén, o de lo fuertes que sean, parecen originarse en un mismo lugar distante. Parecen estar desvinculados de la escena inmediata, flotando en algún sitio donde el punto de vista se ha convertido en el espacio entero. En tecnología, el paso actual de las ondas secuenciales analógicas a los códigos recombinantes digitales acelera aún más la difusión del punto de vista. Como en la transformación de la materia, hay un movimiento que va de la tangibilidad de los estados sólido y líquido al estado gaseoso. Hay menos coherencia, pero las barreras anteriormente sólidas se vuelven porosas, y la perspectiva es la del espacio entero, el punto de vista del aire.

Varias semanas después de lanzar un satélite destinado a tal efecto, Brasil estableció enlaces de comunicación en todos los rincones del país, y cartografió cada kilómetro cuadrado de uno de los mayores territorios todavía inexplorados del planeta, la cuenca amazónica. Ahora es teóricamente posible hacer una llamada telefónica transmitiendo la propia posición desde cualquier lugar de la jungla, e incluso ver una serie televisiva si se tienen a mano un televisor y un generador eléctrico. Gracias al sistema de navegación por GPS, la posición y dirección de un vehículo se retransmiten a un satélite, que localiza dicha posición y la muestra en un mapa electrónico que aparece en una pantalla colocada en el salpicadero. En este mapa se pueden seleccionar todas las calles del país en diversas escalas hasta llegar a abarcar sólo unas manzanas, con todos los nombres de las calles rotulados. Hoy día es imposible perderse; una idea que resulta perturbadoramente fastidiosa, por no decir paranoide.

Desde finales del siglo xx, lo Desconocido, la «otra cara» de la montaña, tan fundamental en la estructura de nuestros pensamientos, ha dejado de existir en términos espaciales geográficos. A comienzos de la década de 1980, toda la superficie de la Tierra había sido cartografiada por satélite con una precisión de 10 metros o más. Este hecho de convertirlo todo en «Conocido» crea algunos nuevos y extraños modos de conciencia, como el sistema militar de navegación informatizada donde no hay ningún vínculo sensorial directo con el mundo exterior. Así, un cohete puede viajar a elevadas velocidades a ras del paisaje basándose únicamente en la información exacta sobre el terreno y los accidentes geográficos que tiene por delante almacenada en la memoria del ordenador de a bordo, unos datos recopilados, de nuevo, por los sensores de un remoto satélite. La memoria reemplaza aquí a la experiencia sensorial: una pesadilla proustiana.

Un espacio sin delimitador es el mundo mental de los pensamientos y las imágenes. Muchas de las técnicas del chamán se basan en conseguir un magistral y asombroso control sobre el propio «punto de vista», la conciencia de que el punto de vista no es necesariamente sinónimo de posición física. Mircea Eliade, en su búsqueda de los orígenes del pensamiento religioso, sugiere que el surgimiento de la postura erecta reorganizó la conciencia a lo largo del eje vertical, iniciando la existencia de los cuatro puntos cardinales del espacio (delante, detrás, izquierda y derecha, con la posible adición de dos más, arriba y abajo), y, junto a ellos, el centro privilegiado, el punto focal ptolemaico del propio ego que ello implica.[7] La habitación de cuatro paredes y seis caras es la síntesis arquetípica de este fundamento mental, y la perspectiva de Brunelleschi, una invención urbana, lo articula aún más. La mente no sólo está confinada por el espacio tridimensional, sino que también lo crea.

 Los fuertes muros, con el cerco de sus recursivos reflejos, se disuelven en los espacios transparentes de la arquitectura de la información. Las mismas matemáticas que describen un espacio no reverberante acústicamente plano, una habitación «neutra» completamente desprovista de ecos o de reverberación, describen también una gran llanura expansiva. En ambas situaciones se utiliza el término plano. Para los nativos americanos que habitaban las grandes llanuras, o los pueblos aborígenes del desértico campo australiano, no existe la acústica como tal. Sus espacios acústicos son interiores.

Cuando un hombre está lejos, en la llanura, y yo estoy en la colina, miro hacia él mientras hablo en voz baja conmigo mismo. Él me ve y se vuelve hacia mí. Yo le digo: «¿Me oyes?». Muevo la cabeza de un lado a otro mirándolo airado, luego lo miro fijamente, y luego volviéndome le digo: «¡Vamos, deprisa!». Mientras lo miro fijamente, veo que él se vuelve al sentir mi mirada. Luego se gira y mira a su alrededor mientras yo sigo mirándolo fijamente. De modo que le digo: «Ven hacia aquí, justo aquí, donde estoy sentado». Luego él empieza a andar hacia mí, hacia donde estoy sentado, tras un arbusto. Yo lo atraigo con mi poder (miwi). No verás ningún gesto con la mano ni oirás ningún grito. Al final llega y casi se me echa encima, y yo grito para que me vea. Él dice: «Tú me has hablado y yo lo he sentido. ¿Cómo has hablado así?». Yo se lo explico, y él añade: «Yo he sentido tus palabras mientras me hablabas, y luego he sentido que estabas aquí». Yo le respondo: «Es verdad, ha sido así como te he hablado, y tú has sentido esas palabras y también ese poder».

Relato de un hechicero aborigen australiano,
tal como se lo contó a Ronald M. Berndt, Lower Murray River, Australia[8]

Así como el telégrafo y las posteriores tecnologías de comunicación «inalámbrica» fueron propiciados como respuesta a la separación de las personas en los vastos espacios del Nuevo Mundo, del mismo modo la transferencia de pensamiento y la facultad de «ver a distancia» por parte de los aborígenes constituyen una manifestación de la inmensidad y la quietud del desierto australiano. La soledad del desierto es una forma temprana de tecnología visionaria, con una fuerte presencia en la historia de la religión. Los individuos la han utilizado para oír las voces del pasado y el futuro, convertirse en «profetas», recibir imágenes o albergar las «búsquedas de visión» de los nativos norteamericanos. Parece ser que, cuando todo el bullicio y el ruido de la vida cotidiana se reduce a un minimalismo tan brutal, se liberan las habituales válvulas de control y las imágenes brotan de dentro. La frontera entre el software del interior privado y el hardware del paisaje exterior se difumina; sus forman se entremezclan y convergen.

Las evidencias de sinestesia en algunas personas —la fusión de los sentidos y su intercambiabilidad— existen desde las más antiguas civilizaciones. Éstas han resultado particularmente evocadoras para los artistas que han soñado con la unificación de los sentidos, y existen numerosos ejemplos del fenómeno en la historia; los más recientes abarcan desde el piano cromático del compositor ruso Scribabin, que «tocaba» colores con un teclado, hasta la náusea de los espectáculos de son et lumière de turismo público. Los artistas visuales han explicado con frecuencia que oían música o sonidos cuando trabajaban, al igual que los compositores han mencionado que percibían su música en forma de imágenes.

Toda mi imaginación se veía estimulada con imágenes; largas formas perdidas que había buscado tan ansiosamente se configuraban por sí mismas cada vez más y más claramente en realidades que revivían de nuevo. Se alzaba de inmediato ante mi mente todo un mundo de figuras, que se revelaban tan extrañamente plásticas y primitivas que, cuando las veía claramente ante mí y escuchaba sus voces en mi corazón, no podía explicar la familiaridad y seguridad casi tangibles que había en su comportamiento.

Richard Wagner[9]

La sinestesia es la tendencia natural de la estructura de los medios de comunicación contemporáneos. El material que produce música a partir de un sistema de sonido estéreo, traslada la voz en el teléfono y materializa la imagen en un televisor es básicamente el mismo. Con la implementación de los códigos digitales para comprobar la identidad personal, comprar gasolina, cocinar en el microondas y realizar otras funciones de ese mismo ámbito, habrá una raíz lingüística común todavía más amplia. Los esfuerzos de la tecnología artificial han hecho necesaria la distinción entre la sinestesia como teoría y práctica artística, y la sinestesia como genuina capacidad subjetiva o condición involuntaria de determinados individuos. Existe cierta tendencia natural en todos nosotros a relacionar sonido e imagen. La belleza de esas experiencias reside en su fluido lenguaje de imaginación personal y en sus vínculos con el estado de ánimo y con el momento. Mientras comprendamos su naturaleza subjetiva individual, es decir, el hecho de que en ningún momento pueden volverse convencionales, nos ahorraremos el tedio del dogma y la teorización exclusiva de quienes las practican, desde los músicos visuales a los videoartistas musicales.

Sin embargo, la libre translación entre todas las modalidades sensoriales es sólo la primera etapa en el camino hacia la trascendencia de la barrera entre los dominios del cuerpo físico y la mente luminosa. En algunos casos extremos se ha cruzado este umbral físico. E. Lucas Bridges, hijo de un misionero cristiano de finales del siglo xix que vivió con un pueblo indígena de Tierra del Fuego, los ona, describía así una vívida demostración de ello:

Houshken… prorrumpió en un cántico y pareció entrar en trance, poseído por algún espíritu que no era el suyo. Alzándose en toda su estatura, dio un paso hacia mí y dejó caer al suelo su túnica, su único ropaje. Se llevó las manos a la boca con un gesto de lo más impresionante y luego las apartó de nuevo con los puños apretados y los pulgares unidos. Las alzó a la altura de mis ojos, y cuando estaban como a medio metro de mi rostro, las separó. Entonces vi que entre ellas había un pequeño objeto, casi opaco. Medía unos dos centímetros y medio de diámetro en su parte media, y se estrechaba en dirección a sus manos. Podía haber sido una pieza de masa o de goma semitransparente, pero fuera lo que fuese, parecía estar vivo, girando sobre sí mismo a gran velocidad, mientras Houshken temblaba de forma violenta, aparentemente debido a la tensión muscular.

La luna brillaba lo suficiente como para poder leer mientras yo contemplaba aquel extraño objeto. Houshken separó más las manos y el objeto se fue haciendo cada vez más transparente, hasta que, cuando hubo separado sus manos casi diez centímetros, me di cuenta de que ya no estaba allí. No se rompió ni estalló como una burbuja; simplemente desapareció, después de haber sido visible para mí durante menos de cinco segundos. Houshken no hizo ningún movimiento brusco, sino que abrió las manos poco a poco y las volvió para que las examinara. Parecían limpias y secas. Estaba desnudo y no tenía a ningún cómplice detrás. Miré hacia abajo, a la nieve, y a pesar de su estoicismo, Houshken no pudo resistir una risita, puesto que allí no había nada que ver.[10]

Cuando las primeras tecnologías de la imagen y el sonido codificaron el funcionamiento de los sentidos humanos en una forma artificial sustitutiva, se obtuvo una tremenda e impredecible comprensión del funcionamiento de la percepción humana. Del mismo modo, en la medida en que la implementación del ordenador se vaya convirtiendo en una encarnación de la mente, los nuevos vínculos con «lo mental» del procesamiento de datos digitales proporcionarán sin duda posibilidades de translación aún más potentes más allá de los inputs sensoriales básicos. Aunque resulta tentador sopesar la posibilidad de una «reunificación» sinestésica de los compartimentos discretos perceptuales y cognitivos de la ciencia inspirada en esos intercambios electrónicos libres y fluidos de nuestros modos de ver, lo que parece estar surgiendo de momento es la amnesia y la anestesia de un vasto paisaje desordenado y confuso de fragmentos de imágenes, un festín de deleites semióticos.

Esta condición de nuestra cultura mediática contemporánea se halla evocadoramente encarnada en un personaje concreto de comienzos del siglo xx, un extraordinario mnemonista para quien todas las modalidades sensoriales estaban fluida e incontrolablemente interconectadas; que se veía asaltado por una lluvia de imágenes y asociaciones que permanecían en su mente durante horas, días o incluso años; que reparaba constantemente en las distinciones entre el pasado (memoria), el presente (experiencia sensible) y el futuro (fantasía) resultaban difusas o inexistentes. El gran investigador ruso del cerebro A.R. Luria realizó un estudio de treinta años de duración sobre este personaje inquietantemente profético, al que llamó sencillamente «S».

Luria contaba que S recitaba perfectamente docenas de páginas de texto con cualquier contenido, desde una historia narrativa hasta un discurso en una lengua extranjera que él no hablaba, pasando por complejos términos científicos o incluso sílabas sin sentido. Su memoria era también espacial: era capaz de recordar las posiciones de elementos individuales en una página o una pizarra en cualquier orden que se le presentaran, y lo hacía incluso cuando se le pedía que los repitiera años después de las pruebas originales. De niño, sus imágenes mentales de la escuela eran tan reales que a veces no se levantaba de la cama ni se preparaba para acudir a clase. Una característica del mundo interior de S que impresionó sobremanera a Luria era su habilidad natural para la sinestesia, un hecho que Luria descubrió que era precisamente la razón de que fuera capaz de realizar tan asombrosos prodigios de memoria. El propio S describía así el desfile de sus pensamientos:

Oía sonar una campana. Un pequeño objeto redondo rodaba justo ante mis ojos… mis dedos sentían algo parecido a una soga… Luego experimentaba un sabor a agua salada… y algo blanco.

Estoy sentado en un restaurante; hay música. ¿Sabe por qué hay música en los restaurantes? Porque ésta cambia el sabor de todo. Si se elige la clase de música apropiada, todo sabe bien. Seguramente la gente que trabaja en los restaurantes lo sabe.[11]

Poco a poco a S le fue resultando imposible llevar una vida normal:

Siempre experimento sensaciones como ésas. Cuando voy en tranvía puedo sentir en los dientes el ruido metálico que produce. Así que una vez me fui a comprar un helado, pensando que si me sentaba y me lo comía no sentiría ese sonido. Me dirigí a la vendedora y le pregunté qué clase de helados tenía. «Helado de fruta», me dijo ella. Pero me lo dijo en un tono tal que de su boca salieron un montón de ascuas y cenizas negras, y después de haberme respondido de aquella manera fui incapaz de comprarme el helado… Otra cosa… si leo mientras como, me cuesta mucho entender lo que estoy leyendo: el sabor de la comida ahoga su sentido.[12]

Con el paso de los años, la incapacidad de S para olvidar empezó a afectar seriamente a su vida, y a la larga terminó por dejar su trabajo y exhibirse como una atracción pública. Luria explicaba la dificultad de elaborar un informe definitivo sobre su sujeto, dado que durante las sesiones venían imágenes a la mente de S que constantemente escapaban a su control, y éste empezaba a «operar automáticamente», hablando incesantemente, con la mente convertida en un revoltijo de detalles e irrelevancias mientras divagaba sin parar. S vivía con un torrente de imágenes que no podía detener. Partiendo de la posesión de una memoria indeleble sobrehumana, desarrolló una abrumadora y perturbadora percepción de todo lo que era temporal.

 Si S hubiera sido un antiguo griego, podría haberse convertido en uno de los individuos más extraordinarios jamás producidos por la cultura. En lugar de ello, acabó como un héroe trágico contemporáneo, inmortalizado en las páginas de las revistas científicas. Sus experiencias se comparan a veces con la vengativa maldición de un mal director de vídeos musicales. Hoy día, el entorno mediático que nosotros mismos nos hemos creado nos ofrece potenciales creadores que antes sólo estaban al alcance de individuos con poderes especiales. Las posibilidades sinestésicas en los dominios sensorial y conceptual son una fuente de inspiración; en cambio, como víctimas de unas comunicaciones «cuerdas» con imaginaciones igualmente «cuerdas», nos estamos volviendo como el mnemonista de Luria: abrumados e incapacitados por imágenes desarraigadas y voces amplificadas. Percibimos la ausencia del «vidente» rural, no las estructuras formales de sistemas de gestión de la información y comunicadores profesionales más eficientes.

 Los artistas, poetas, compositores y científicos que han oído las voces saben que no están locos; su trabajo da testimonio de ello. Sin embargo, la posibilidad de sufrir una grave crisis mental puede representar una especie de riesgo laboral para las personas que trabajan en el límite de la realidad comúnmente aceptada por consenso, un espacio culturalmente elaborado por convenciones perceptuales impuestas por los mecanismos estructuradores del lenguaje, comportamientos habituales e historias olvidadas. La «locura» creadora podría ser simplemente un trastorno de la historia, «curado» por el paso del tiempo, cuando las ideas visionarias se convierten en hechos comunes de cultura. En todas sus sesiones, S no declaró ni una sola vez que se considerara poseído por la locura. En cierta ocasión dijo a Luria que, hasta que no llegó a ser adulto y tuvo su primer trabajo, simplemente había supuesto que la mente de todo el mundo funcionaba exactamente igual que la suya.

Todos los hombres son capaces de tener sueños y ver visiones.

William Blake

Notas

[1] Este ensayo apareció inicialmente, de forma más breve, en el catálogo del Festival Nacional de Vídeo publicado por el Instituto Estadounidense de Cinematografía, Los Ángeles, 1986. También se
incluyó, tal como aquí aparece, en el libro Sound by Artists, editado por Dan Lander y Micah Lexier, y publicado por Art Metropole y Walter Phillips Gallery, 1990.

[2] Julian Jaynes, The Origin of Conciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind (Boston: Houghton Mifflin, 1976.)

[3] Citado en Joseph Campbell, The Way of the Animal Powers (San Francisco: Harper and Row, Alfred Van Der Marck Editions, 1983), p.163.

[4] Descrito en John J. O’Neill, Prodigal Genius: The Life of Nikola Tesla (Nueva York: Ives Washburn, 1944), pp. 159-162.

[5] Frank Waters, Book of the Hopi (Nueva York, Ballantine Books, 1963.), p. 5.

[6] Sir John Eccles, «The Physiology of the Imagination», Scientific American, 1958.

[7] Mircea Eliade, A History of Religious Ideas, vol. 1 (Chicago: University of Chicago Press, 1978), p. 3.

[8] Citado en A.P. Elkin, Aboriginal Men of High Degree (St. Lucia, Australia: University of Queensland Press, 1977), p. 45.

[9] De Richard Wagner, My Life (Nueva York: Dodd and Mead, 1911), citado en C.E. Seashore, Psychology of Music (Nueva York: Dover Publications, 1967, reed. de la ed. original de 1938), pp. 166-167.

[10] E. Lucas Bridges, The Uttermost Ends of the Earth (Nueva York: E.P. Dutton, 1946), citado en Joseph Campbell, The Way of the Animal Powers (San Francisco: Harper and Row, Alfred Ven Der March Editions, 1983), p. 163.

[11] A.R. Luria, The Mind of a Mnemonist (Nueva York: Basic Books, 1968), pp. 81-82.

[12] Ibíd, p.159.