El resurgir del yihad en Oriente Medio

El Estado Islámico es un complemento del proyecto global de Al Qaeda, cuyas posiciones acabarán convergiendo mientras EE UU y sus aliados se deslizan hacia el enfrentamiento con el EI.

Ewan Stein

El ascenso meteórico del Estado Islámico (EI, antes conocido como Estado Islámico de Irak y el Levante, EIIL), ha causado alarma dentro y fuera de Oriente Próximo. La conducta brutal y la ideología intransigente del grupo, unidas a unos recursos y una pericia militar formidables, así como a una comunicación basada en el dominio de las nuevas tecnologías, le han ayudado a conquistar rápidamente territorio en Irak y Siria y a amenazar Líbano. El EI constituye un duro recordatorio de que la transición hacia la democracia y la estabilidad en Oriente Medio no está resultando ser ni mucho menos un proceso nítidamente rectilíneo.

El Estado Islámico representa la vuelta del yihadismo al mundo árabe. Es un yihad con un plan profundamente sectario. Por desgracia, su yihad está en plena consonancia con las realidades políticas e ideológicas de Oriente Medio, y más que constituir un desafío a Al Qaeda o una dispersión de la energía yihadista, supone la evolución lógica de Al Qaeda en la región y un complemento, más que una segregación, de su proyecto global.

El yihad que surgió del frío

En los años 2010 y 2011, durante la Primavera Árabe, Al Qaeda, la organización fundada en 1980 por Osama bin Laden y Abdulá Azzam durante la guerra contra la Unión Soviética, era, en el mejor de los casos, un actor marginal en la política regional. A raíz del 11 de septiembre de 2001, y de la destrucción de su baluarte en Afganistán se había convertido en una red descentralizada de filiales, algunas de ellas con dilatadas trayectorias.

En un principio, las propias revueltas árabes hicieron aun más marginal la cuestión del yihad mundial como estrategia para mejorar la situación de los musulmanes en Oriente Medio, y la muerte de Bin Laden en junio de 2011 quedó como una nota al pie de las convulsiones políticas de mucho mayor calado que se estaban produciendo en ese momento. Prácticamente al mismo tiempo que Estados Unidos pasaba a centrarse en Asia, parecía que la central de Al Qaeda estaba desplazando su principal centro de atención de Oriente Medio al subcontinente indio. Las franquicias trabajaban en gran parte por iniciativa propia, y sobre todo la poderosa Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), con base en Yemen, eclipsaba no pocas veces a la organización matriz. La jefatura central de Bin Laden y de su lugarteniente y entonces sucesor Ayman al Zawahiri tenía su guarida en la frontera afgano-paquistaní, lejos del mundo árabe.

La central de Al Qaeda se consolaba con el hecho de que en el subcontinente vivían muchos más musulmanes que en Oriente Medio, y que era allí donde debían concentrarse las tentativas de radicalización. Al dar su bendición a una nueva rama india de la organización en septiembre de 2014, Al Zawahiri ha confirmado que el interés sigue vivo. La relevancia de Al Qaeda en Oriente Medio probablemente se habría reducido aún más rápidamente si no hubiese sido por el “regalo de Navidad” –por utilizar la expresión del ex agente de la CIA Michael Scheuer– que recibió en la forma de la invasión de Irak capitaneada por Estados Unidos. En 2003 se abrió una profunda brecha en una región que parecía inmune a la acción yihadista directa (siguiendo los pasos de la última actividad importante en Egipto y Argelia durante la década de los noventa).

La invasión desmanteló uno de los Estados “más feroces” de la región, creando una oportunidad de oro en un país que, dada la permeabilidad de las fronteras, la presencia de un ejército de ocupación occidental y el delicado equilibrio entre facciones, teóricamente era terreno abonado para el activismo yihadista. Y lo más importante, devolvió el yihad al corazón árabe de Oriente Medio. Mediante un “avance” militar y con la ayuda de las tribus suníes, EE UU y sus aliados se impusieron a Al Qaeda en Irak, matando a su sanguinario líder Abu Musab al Zarqawi en 2006. Las franquicias de Al Qaeda lograron sobrevivir en otros lugares donde los Estados eran débiles y en los que el afán de intervención era escaso, es decir, en la periferia del mundo árabe: Yemen, Somalia y el Sahel. En 2011, Libia y Siria se sumaron a la lista de reductos. La conjunción de la desintegración del Estado en Siria y de la actual debilidad en Irak permitieron a la rama de Al Qaeda en este último país reconstituirse como Estado Islámico de Irak y el Levante (Da’esh, según su acrónimo en árabe).

En la escena siria compartió el espacio militar con otros grupos yihadistas, el más importante de los cuales era, y es, el Frente al Nusra, la filial “oficial” de Al Qaeda. Pero por diversas causas (entre ellas, y no en poca medida, por el hecho de que esté radicado en Irak, donde se beneficia de la experiencia del antiguo personal militar y de los servicios de seguridad baazistas, y del acceso a material y financiación), el EI se ha erigido en el que posiblemente sea el actor no estatal más poderoso de la región. Su líder, Abu Bakr al Bagdadi, ha intentado institucionalizar su supremacía autoproclamándose Califa, un paso que pone al EI en competencia ideológica directa con Al Qaeda. El simbolismo del Califato y el hecho de ser el único representante del yihad de Oriente Medio es importante como medio para atraer financiación y combatientes.

Su lugar central en la estrategia del EI queda plasmado en su gesto distintivo, el dedo índice alzado, que no solo denota tawhid, la unicidad de Dios, sino también el monopolio que el EI reclama para sí mismo en el yihad. Y aunque hasta ahora la organización no haya logrado obtener un gran apoyo de los intelectuales musulmanes para su Califato, sin duda le resulta de ayuda que su reclamación parta del corazón del mundo árabe musulmán, y no de los periféricos Afganistán o Pakistán. A pesar de que el subcontinente (India, Pakistán y Bangladesh) pueda albergar a la población musulmana más numerosa del mundo, el dinero está en el Golfo Pérsico, y los que pueden mover los hilos podrían mostrarse más dispuestos a apoyar un proyecto establecido en Oriente Medio. En este sentido, en contra del EI juega su extrema brutalidad, si bien esta sirve a propósitos diferentes y, como demuestra la trayectoria de muchos otros grupos de este género, no tiene por qué constituir un aspecto invariable de su proceder.

La nueva marca del yihad

Así pues, el EI ha conseguido devolver la yihad a la primera línea de la vida política, por no hablar de la militar, en Oriente Medio. Desde la perspectiva de la estrategia yihadista, los avances de la organización han hecho del yihadismo del “enemigo más cercano” (es decir, centrado en el interior de las fronteras nacionales) una propuesta viable como no se había registrado desde la conquista talibán de Afganistán. Pero igual que los tiempos han cambiado, también lo han hecho el mensaje y la estrategia.

Aunque el EI sea un ente nuevo, es coherente con los objetivos a largo plazo de Al Qaeda. Al margen de los resentimientos personales, las rivalidades y el orgullo herido, es una estrategia que responde más bien al cambiante contexto político e ideológico de Oriente Medio. Es un yihad que avanza con los tiempos. Al Qaeda inauguró el principio del “enemigo lejano” (apuntando a EE UU y a sus aliados) como una respuesta a la incapacidad de los yihadistas para lograr avances en sus respectivos países, en parte debido a que sus actividades violentas eran profundamente impopulares. Aunque para la mayoría de los musulmanes los métodos de Al Qaeda constituyen una afrenta, su ideología y sus juicios fundamentales han sido diseñados para encontrar resonancia en un público amplio. En este sentido, su juego es el mismo que el de cualquier otro actor político.

El yihad de la década de los ochenta contra la Unión Soviética fue presentado como una batalla que afectaba a la umma en su conjunto, una interpretación que fue fomentada por los regímenes árabes. Después de la guerra fría, el foco de atención se dirigió al combate contra “los judíos y los cruzados”. Esta estrategia también encontró eco en el extendido resentimiento popular contra Israel y EE UU y en la igualmente generalizada convicción de que Occidente odiaba al islam y buscaba su destrucción. Una exigencia mínima para afiliarse a Al Qaeda era que la franquicia local adoptase una perspectiva mundial y se esforzase por identificar objetivos occidentales. Al Qaeda en Irak, que evolucionaría hacia el EI, modificó este guion haciendo hincapié en los componentes sectarios de la ideología salafista para legitimar sus ataques a los chiíes de Irak. Esta transformación coincidía con cambios políticos e ideológicos de más amplio alcance en la región.

Desde 1979, los regímenes árabes habían englobado al Irán revolucionario en su “eje del mal”, junto con el comunismo y el sionismo, por miedo al poder iraní y a la exportación de la revolución islámica. El empeño se vio dificultado por la atracción que la revolución iraní ejercía sobre las masas árabes en general y sobre el movimiento islamista en particular, por la popular actitud anti-israelí y anti-estadounidense del gobierno de Irán, y por el hecho de que este último nunca hubiese agredido a un país árabe. Parte de la solución, promovida por Arabia Saudí, Egipto, Jordania y una multitud de actores simpatizantes del salafismo, fue llamar la atención sobre la perniciosa amenaza que el expansionismo chií suponía para el islam suní.

La caída de Sadam Husein, que dio un impulso a los intereses de las élites chiíes y abrió Irak a la influencia iraní, y la revuelta y la guerra civil en Siria, retratada como un enfrentamiento entre los revolucionarios suníes y los opresores chiíes, trajeron consigo un aluvión de propaganda anti-iraní y anti-chií a la región. En el propio Irak, la hostilidad sectaria circulaba en ambos sentidos, y el grupo de Al Zarqawi agredía con particular inquina a las comunidades chiíes. Eso fue demasiado incluso para Ayman al Zawahiri, que esperaba que el yihad siguiese dirigiéndose contra EE UU, y que temía que sus compañeros musulmanes mancillasen el yihad. Ahora el Estado Islámico recrimina a Al Zawahiri no haber declarado takfir a todos los chiíes y alauíes. Y como demostración de que los objetivos han cambiado, los intelectuales partidarios de Al Qaeda arremeten contra el EI por haber masacrado a compañeros yihadistas (sobre todo del Frente al Nusra) mientras se mostraba permisivo con los rafida [término despectivo para referirse a los chiíes].

La batalla en la retaguardia de la vieja escuela del yihadismo

El EI ha enlazado los conflictos locales sectarios (como ellos mismos y otros actores locales han contribuido a definirlos) iraquí y sirio con una retórica anti-chií de más amplio alcance regional. Pero hasta la fecha no ha logrado ganarse el apoyo de intelectuales yihadistas prominentes de todo el mundo. La mayoría ha rechazado a la organización por haber tenido la osadía de proclamar a su propio Califa cuando ya existe un legítimo Comendador de los Creyentes (el mulá Omar, líder de los talibanes). También censuran al EI por su violencia desenfrenada, que según ellos resta apoyos a la causa. Como es tristemente sabido, el Estado Islámico ha demostrado una consideración prácticamente nula con las poblaciones sometidas, e incluso ha hecho ostentación del empleo de métodos inhumanos, como la decapitación, la lapidación y las ejecuciones en masa.

La orgullosa propaganda de sus atrocidades es lo que diferencia a la organización de otros grupos e irrita a la vieja guardia. En realidad, un repaso a las filiales locales de Al Qaeda revela unas conductas y unas prácticas no menos violentas. AQPA, por ejemplo, ejecutó hace poco a 14 soldados yemeníes y decapitó a cuatro de ellos. Las filiales de Al Qaeda también han impuesto otras formas de justicia severa. Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), cuyos antecedentes se remontan al tristemente célebre Grupo Islámico Armado (GIA), tiene una larga historia de violencia extrema.

Que Al Zawahiri y otros estrategas del yihad sientan escrúpulos ante las atrocidades del EI refleja la estrategia a largo plazo de Al Qaeda, dada la experiencia personal y su interpretación de la historia, de generar mayor apoyo para la causa yihadista. La razón de que Al Qaeda dejase de atacar a los regímenes (y a las poblaciones) locales y pusiera el punto de mira en el más denostado “enemigo lejano” fue su incapacidad para lograr apoyos para las insurrecciones locales. De hecho, la brutalidad y la aparente indiferencia hacia las víctimas civiles por parte del GIA en Argelia y de los grupos yihadistas egipcios fueron decisivas para poner a la opinión pública en contra de los combatientes y dar al régimen el pretexto para aplastarlos.

El propio Al Zawahiri fue censurado por numerosos medios de comunicación cuando su grupo, Tanzim al Yihad, mató a una estudiante durante un torpe intento de asesinato del primer ministro en 1993. En una comunicación por vídeo hecha pública el 3 de septiembre, Al Zawahiri advertía contra el trato abusivo o riguroso contra las poblaciones musulmanas, haciéndose eco de las críticas lanzadas contra el EI desde otros sectores yihadistas. Con su proceder, el EI aspira a sembrar el terror entre sus posibles adversarios. Esto puede tener sentido para una organización cuyo objetivo es conquistar territorios y establecer un Estado soberano, pero no para una que esté llevando a cabo una campaña de comunicación mundial dirigida a atraer financiación y ganarse a un público musulmán más amplio.

La propia Al Qaeda, como los portavoces del EI se han apresurado a señalar, no ha sido coherente a este respecto: el teórico Muhamad Maqdisi, partidario de Al Qaeda, como recuerdan a los seguidores de esta, sostenía que las decapitaciones eran un componente absolutamente legítimo del repertorio de los muyahidin. Pero los nuevos tiempos y las nuevas necesidades exigen medidas diferentes. Actualmente, para el EI es prioritario sembrar el terror y atizar los agravios sectarios con el fin de someter y dominar a los espectadores cautivos de las comunidades vulnerables devastadas por la guerra. Aunque, de seguir así, es improbable que el EI atraiga a una mayoría de suníes, es posible que su estrategia y sus mensajes cambien en el futuro.

La otra acusación lanzada por Al Qaeda contra el Estado Islámico –su ansia de hegemonía sobre el yihad– indica cuál es la diferencia estratégica clave ente el EI y el Frente al Nusra, la filial siria de Al Qaeda. Pero la oposición de Al Zawahiri a la hegemonía tiene algo de inverosímil. A raíz de las revueltas, en muchos Estados árabes surgieron grupos tipo “Ansar al Sharia”, que o bien presionan a los gobiernos supuestamente islamistas para que apliquen la sharia (como en Túnez), o bien la aplican ellos mismos en zonas controladas por Al Qaeda (como en Yemen).

A pesar de que existe cierta confusión acerca de los verdaderos lazos entre los grupos Ansar al Sharia y Al Qaeda, en general se admite que los primeros son los encargados de los aspectos locales de la misión global de Al Qaeda, básicamente dirigidos a constituir un Estado, y que promueven la misma ideología y desempeñan un papel complementario. El EI ha asumido tanto el papel de Al Qaeda como el de Ansar al Sharia, resultando ferozmente eficaz al poseer tanto los recursos como un plan de gobierno claro, aunque draconiano.

Conclusión

Llama la atención que, en general, la comunidad intelectual yihadista siga siendo leal a Al Qaeda y crítica con el EI, y que la mayoría de las filiales de la primera se mantengan fieles a Al Zawahiri. Pero la generación de los líderes está envejeciendo, y en la era de YouTube y Twitter cabe pensar que las intrincadas descalificaciones jurídicas estén perdiendo peso a la hora de crear opiniones radicales. En términos más amplios, el EI representa una adaptación previsible de Al Qaeda. Cuando esta se creó bajo patrocinio talibán, el Oriente Medio árabe parecía inaccesible. De ahí la estrategia del “enemigo lejano”.

Pero el derrumbamiento de los Estados ha abierto la puerta a los yihadistas. Es posible que la persistente hostilidad contra el EI por parte de la comunidad yihadista tenga más que ver con los agravios personales, así como con una visión a largo plazo basada en la experiencia, que con unas estrategias inevitablemente incompatibles. Y con EE UU y sus aliados deslizándose hacia el enfrentamiento con el EI, la probabilidad de que sus posiciones y las de Al Qaeda converjan será mayor.