En este relato, la artista y escritora libanesa Nadine Abou Zaki recrea el escenario de la guerra que enfrentó a Israel y Hezbolá. La historia, que se desarrolla en Beirut, se nos cuenta a través de los ojos de varios personajes: la narradora, su hijo de tres años, sus padres, sus amigos Hania y Raghed… Distintas voces que muestran las múltiples formas de afrontar el dolor, el miedo y la incertidumbre de la guerra; una guerra mucho peor que la de 1982, según Raghed, que perdió entonces a su padre. La narración nos enseña que, pese al caos, la violencia y las bombas, el alma humana puede vivir en paz si está estrechamente unida a su tierra, ligada a su pueblo. Y si nuestra alma siente nostalgia de ese arraigo, es capaz de volver, aunque sea separada del cuerpo, para despedirse, ajustar cuentas y buscar la paz que no encontró en el momento oportuno.
Karim juega al aire libre. Parece más alegre que nunca. Corre hacia mí: “¡He oído un avión afuera!” Voy a ver. El cielo es de un azul muy puro. Solo hay unas pocas nubes a lo lejos. “Lo ves, ¡es humo!” Insisto: “¡Son nubes!” No me quiere creer.
Hoy es un nuevo día. Se ha desvanecido esa extraña niebla en pleno verano. El sol pega fuerte. Y los bombardeos también. Hoy es un nuevo día. Todo es cuestión de decidir. Decidir cómo ver las cosas. Cómo entenderlas. Cómo vivirlas. He dejado de buscar la certeza en todos los rostros. No está en ningún sitio. Ahora lo sé. Hacer las maletas o deshacerlas. Irse o quedarse. Lo mismo da. Un dulce plenitud se pasea conmigo por la casa. Una embriaguez sin fin. Mi cuerpo se siente liviano. Me recreo en todas las cosas. Sobre todo en la escritura. Estoy fuera del tiempo. En mi propia temporalidad. Existo. Así de sencillo. En el jardín, cerca de casa, coches de refugiados. Colchones que asoman por las ventanillas de los coches. Hombres, mujeres y niños que huyen del sur. Ramas de árbol. Una vieja casa abandonada que forma parte de mi paisaje cotidiano. “Mañana se habrá acabado”. Sonrío. Jade no se cansa de repetírmelo todos los días. Sigo escribiendo. En la televisión, sangre, cuerpos destrozados. Sigo escribiendo. Nunca pararé de escribir.
12 de julio:
La una de la tarde. En la oficina. Mi colega Elissar viene a contarme que Hezbolá ha tomado como rehenes a dos soldados israelíes. Menos de una hora antes de que llamara a la puerta aún discutíamos los artículos que iban a salir en el próximo número de la revista.
Le pregunto a mi padre:
– ¿Corremos el riesgo de entrar en guerra?
– ¡Pero si ya estamos en guerra! Tiene las cejas fruncidas. Apenas habla.
Decir la verdad. Cualquiera que sea su grado de crueldad. Y las circunstancias. Eso es lo que me prometí a mí misma desde que nació. Pero ¿cómo confesarle lo que no puedo confesarme a mí misma? Aún no ha cumplido tres años y tal vez todo esto sea solo una pesadilla que pronto terminará…
– Mamá, ¿qué te pasa?
– Me duele la tripa.
Más tarde:
– Lo que oyes son bombardeos.
– Los bombardeos dan dolor de tripa.
13 de julio:
Irse lo antes posible: una necesidad instintiva que se despierta conmigo a la mañana siguiente. Karim me sorprende por el grave tono de su voz: “Quiero viajar. ¿Tienes billetes de avión?” Me adivina el pensamiento. Enciendo el televisor. Anuncian que acaban de cerrar el aeropuerto de Beirut…
Dicen que hay que llenar el depósito de gasolina. Me apresuro a ir a la gasolinera más cercana. Hay una cola muy larga.
Corro de una calle a otra para comprar pan. En vano. Me dicen que la gente ya se lo ha llevado todo. Todo el mundo se aprovisiona en los supermercados. Las estanterías están casi vacías. Histeria generalizada.
Hace mucho calor. Me da miedo que nos quedemos sin agua.
14 de julio:
Todo está ya fuera de control. Estamos rodeado por todas partes.
Karim juega a hacerse el gatito. Pone una vocecita muy fina y se acurruca contra mí cada vez que escuchamos las noticias.
15 de julio:
Hania intenta tranquilizarme por teléfono. Su tono es sereno. Me anima a expresar con palabras mi angustia. Habla de la guerra como de un estado psicológico. No como una realidad destructiva y angustiosa en sí misma. “¡Sigue tu vida con normalidad y no dejes que los acontecimientos exteriores te desorienten! He vivido los quince años de la guerra civil en Beirut y, ya ves, ¡todavía estoy viva! Te acostumbras. Mañana voy a ir a trabajar con toda normalidad. ¡Hasta tengo previsto preparar un pastel esta noche para llevármelo!” Me propone salir. Parece que fuera todo discurre normalmente. No salgo. La vuelvo a llamar por la noche.
– Para mí lo peor es imaginarme una invasión israelí, que estoy rodeada por ellos, que los veo frente a mí.
– ¿Cómo te los representas?
– Sin rostro.
16 de julio:
Angustia. Risa. Pánico. Esperanza. Escritura. Silencio.
Una tensión en la cabeza. Un conflicto desgarrador. Y migraña.
17 de julio:
Najib está callado. Hace días que espera. Aguarda el momento propicio para volver a empezar en Dubái. Todos los días se parecen. Y las carreteras siguen siendo peligrosas. Hoy ha decidido irse. Un taxi le espera a las seis de la mañana. El ambiente es sombrío. Sus padres entran y salen de la habitación. La madre se guarda sus sentimientos para sí misma. Al final salen a llorar. En silencio. La carretera a la frontera es una auténtica prueba. Intentan retenerlo hasta que se calme la situación. Najib se va. El puente que lleva a la frontera siria salta por los aires cuando aún no hace ni media hora que lo ha cruzado.
18 de julio:
Karim me dice que le gustaría casarse con Sarah-Jane, su amiga de la guardería. Llamo a Elissar. Me cuenta que un niño de cinco años ha llegado solo a la escuela de su pueblo. Estaba muy sucio y no quería que lo bañaran. Se resistía. Esperaba a su madre. Cuando huían, cada uno se subió a un coche. Los bombardeos los separaron.
19 de julio:
¿Abandonar Beirut para ir al pueblo? Hago las maletas. A medias. ¿Cómo abandonar Beirut? Tengo a Beirut en la piel. Tengo a Beirut en el cuerpo. Tengo a Beirut en la cabeza.
Mis padres titubean. Tienen opiniones distintas. Por lo que es difícil tomar una decisión. Insisto: “O nos vamos todos o nos quedamos todos.” Es la ley del todo o nada: vivir o morir, pero juntos, en bloque. Morir por una causa, morir por morir, morir en masa. Pronto todo se vuelve muy complicado: quién va adónde, cuándo, con quién, por qué camino…
20 de julio:
Es por la mañana. La carretera está tranquila. El momento propicio para desplazarse. La decisión está tomada: abandonamos Beirut para ir al pueblo. Miro con amargura a mi alrededor. Ha llegado el momento de elegir lo más valioso para llevármelo y dejar todo lo demás. ¿Qué es lo que más vale la pena llevarse? Nada. Elegir… ¿Cómo elegir? Más vale elegir no elegir nada. Toda mi vida, todos mis sueños y todas mis emociones están aquí. Al final me llevo un ordenador que no es el mío. Por lo menos voy a tener mucho tiempo para escribir. No voy a tener nada más que hacer.
Hago las maletas. Esta vez definitivamente. Me ahogo. ¿Cómo me iba a imaginar que de repente tendría que abandonar mi casa sin saber si será por pocos días, por unas semanas, o si no volveré a verla? ¿Cómo me iba a imaginar que brutalmente me encontraría pensando en sobrevivir más que en vivir? ¿Que de pronto solo pensaría en marchar? ¿Lo antes posible? ¿Lo más lejos posible? ¿Y cómo imaginar un segundo exilio veinticuatro años más tarde?
21 de julio:
Nos instalamos en el pueblo.
Enciendo el ordenador. Empiezo un prólogo. Muy pronto se transforma en un diario. Primera fecha: 12 de julio de 2006.
Escribo. “La guerra es como la muerte: brutal y violenta. Nos toma por sorpresa. En el momento que menos te lo esperas. Desarma. Nos deja abandonados a nuestra suerte, solos con nuestra angustia. Es indiferente. Existe.” Llaman a la puerta. Dejo de escribir… Jad baja el volumen del televisor. Es Raghed. Un artista y viejo amigo. Su rostro parece descompuesto. Se arrellana en el sofá. “¡Qué disparate! La cultura, el arte, la civilización, todo eso ya no significa nada… ¿Cómo combatir unas máquinas que nos bombardean a miles de kilómetros de distancia? ¿Con qué lenguaje? Pero no quiero darme por vencido. Me he empeñado en convertirme en campesino, como mi padre y mi abuelo. Todos los días trabajo la tierra hasta el anochecer. Necesito su olor para sentir que existo. Necesito ese trabajo físico.” Mi mirada se sumerge en el abismo de las montañas del Chuf. Salvajes y ordenadas a la vez. En la sobriedad de sus colores. Los secretos ocultos entre sus olivos. El susurro de los árboles esconde mil y una historias. Mil y una transmigraciones. Mis pensamientos vagabundean sobre los tejados de las aldeas drusas. En el interior de las casas, hombres y mujeres vestidos de negro. Austero. Otomanas a ras de suelo. Lo estrictamente necesario. El pueblo de Raghed está justo enfrente. En lo alto de la colina. Ahí es donde se crió. Como todos los niños de su pueblo. Sin poder huir de la guerra.
Se hace un largo silencio antes de sus inesperadas confesiones. “Esta guerra es para mí aún más cruel que la de 1982. Aún oigo el ruido de los helicópteros. Vuelvo a ver la imagen de mi padre, que fue asesinado. Era policía. Tenía la costumbre de pasar tres días fuera de casa para volver luego otros tres días. Cuando él no estaba, yo vivía libremente, y cuando volvía, tenía que rendirle cuentas. En 1982, cuando la invasión israelí, los hombres del pueblo empezaron a formar grupos para montar guardia. Comencé a colaborar activamente con ellos. Un año más tarde, en la región se produjo una grave escisión entre cristianos y drusos. Mi padre era laico. Lo acusaban de no estar con ningún partido político. Pero los hombres que hacían de mensajeros durante la guerra iban a su casa para aprender estrategias de defensa. Él, en cambio, se olvidó de pensar en protegerse a sí mismo.
Era un domingo de ese mismo año. Los bombardeos entre los dos adversarios eran intensos. Las mujeres y los niños se habían ido del pueblo. Los hombres se quedaron para luchar. Volvieron el lunes por la mañana. Creían que los bombardeos se habían acabado. Pero, para su sorpresa, se encontraron con que unos hombres armados vestidos con uniformes militares habían descubierto a los hombres del pueblo en sus refugios. Estos últimos iban desarmados creyendo que la situación se había calmado. Por lo general, la rutina de la vida diaria se reanudaba tras los continuos bombardeos. Los dividieron en dos grupos: uno de 54 hombres y otro de 23, y los fusilaron a todos colectivamente. Mi padre se desmayó junto a los que murieron. Se despertó con una hemorragia en la espalda. Trató de cavar una salida para escaparse, pero cuando llegó al sitio donde los habían agrupado se murió. En ese mismo momento tuve la sensación de que mi padre había muerto, pero no quería confesármelo a mí mismo. Las mujeres y los niños regresaron al pueblo el lunes. Esperaron a los hombres hasta las dos de la madrugada Pero estos no volvieron. Tampoco mi padre. Mi tío me dijo al día siguiente: «Tu padre, tu tío y los hombres que estaban con ellos igual no vuelven nunca. Debes ser fuerte y hacerte cargo de la familia.» Yo tenía doce años.
Todos los habitantes del pueblo emigraron a otra región. Volvimos al cabo de seis meses. Volví al mismo sitio y encontré el cadáver de mi padre. Solo lo reconocí por su reloj. Para mí, hasta ese momento no se confirmó su muerte. Porque aún esperaba que volviera. ¡Mi padre no podía morirse! Me decía a mí mismo que era demasiado inteligente para morir. Aún ahora sueño que lo estoy esperando y me pregunto por qué no ha vuelto todavía. Recoger a tu padre a pedazos es muy duro. Tienes una determinada imagen de él y lo ves a través de otra imagen. Diez años más tarde, un coche desconocido se detiene enfrente de casa. Un hombre con un niño de cinco años llama a la puerta: «Este chico dice que es tu padre… Te ruego que escuches lo que tiene que decirte.» Me enfurecí. Los eché. No quería reavivar por segunda vez el dolor de mi madre. Al cabo de dos semanas volvieron: «Este niño está muy inquieto, insiste en hablar contigo.» Mi madre estaba ahí. Lo oyó todo. Estaba muy alterada. Me rogó que lo escuchara: «Tu padre se fue sin despedirse. Escucha lo que quiere decirte.» El niño entró en el patio. Cuando vio la entrada de la casa de nuestro vecino, me preguntó: «¿Al final mataron a M.?» Entonces se detuvo abruptamente señalando un escondrijo en el suelo: «Aquí es donde están escondidas nuestras armas.» En ese momento yo ya no solo quería escucharlo, sino también obligarlo a hablar. Le propuse ir a dar un paseo por el pueblo. Quería ver si se acordaría de algo, ya que afirmaba ser mi padre. Cuando llegamos a la escuela del pueblo, aminoró el paso. Pidió que subiéramos los altos escalones que llevan a la misma. Una vez arriba, me preguntó:
– ¿F. aún da clases?
– Sí, pero está muy mayor.
Lo que le había quedado grabado era el patio de la escuela, la gran escalera y un amigo que murió con él y con quien estaba en una situación conflictiva. Entonces volvimos a casa. Dejé que hablara con mi madre. Me había dado cuenta de que ese niño era de verdad mi padre. En esa época yo era del Partido Comunista. Era ateo y creía que el hombre era el amo de todo y que la naturaleza gobernaba todas las cosas. Fui a visitar a unos amigos marxistas. Quería contarles lo que me había pasado. Me contestaron: «¿Sabes que los rusos estudiaban experiencias de ese tipo y que intentaban probar su validez? No te preocupes, son cosas que pasan. No dudes en volver a reunirte con ese niño y relacionarte con él.» Para mí, ese niño que decía ser mi padre era como un mensajero que hubiera venido a decirme: ¿Adónde vas? ¿Por qué te das así por vencido? Me lo cuestioné todo: mis relaciones con la familia, el arte, la fe.”
Una sensación de pesadumbre se apodera de nosotros. Un silencio opresivo. Raghed debió de ser testigo del sangriento conflicto conocido como “la guerra de la montaña” entre cristianos y drusos tras la retirada israelí del Chuf y Aley en 1982. Una de las víctimas de los enfrentamientos políticos y económicos de las grandes potencias. Sin duda, Raghed intentó escapar a la memoria. Esta lo ha atrapado. A su pesar. La guerra nos abre a una nueva guerra. Y la memoria a otra memoria. La memoria de Raghed está grabada en la tierra. El suelo herido. El olor del cielo. Las paredes en ruinas.
¿Cómo ahuyentar los fantasmas que surgen de las profundidades de la memoria? Especialmente cuando vuelven acompañados de un cuerpo… Perdido en las fronteras de la memoria, el cuerpo viene a dar testimonio. “Toma cuerpo.” ¿Cómo silenciar su dolor? ¿Sus penas? El cuerpo viaja hasta el lugar que conocía. Que reconoce. Ahí, al pueblo en lo alto de la colina es adonde volvió el padre de Raghed. Ese sitio lo aguardaba celosamente. Invulnerable. Inquebrantable, insustituible. El cielo no es igual en todas partes, ni el sol brilla de la misma manera. Esa casa, ese suelo, esos cimientos, siguió llevándolos dentro de sí. Niño otra vez, no podía olvidar. Transmigró. “Cambió de camisa.”[1] ¡Qué extraño parecido entre la doctrina de la India y la de una pequeña minoría de Oriente Próximo! En la distancia geográfica que las separa no encontramos en ningún sitio una creencia como la de la transmigración.[2]
Un alma nostálgica del hogar. Nostálgica de su tierra. Nuestra tierra es a la vez nuestro padre y nuestra madre. Nos lleva dentro de sí. Nunca muere. Nuestra parte más íntima no podrá jamás estar en otro lugar. Cualquier otro sitio equivale al desarraigo. En medio del caos, los conflictos, las bombas, las guerras y la violencia, vivo en un país donde reina la paz.
Mientras reflexiono sobre las revelaciones de Raghed, Karim deja de jugar. El ruido de los bombardeos se acerca. Estos se intensifican. Karim se aprieta contra mí. Grita: “¡Tengo miedo de los malos! ¡De mayor quiero ser un soldado malo!”
Notas
[1] El término árabe at-taqammus o transmigración significa literalmente «cambiar de camisa».
[2] «Así como en este mundo un hombre tira su ropa usada y se pone otras prendas que son nuevas; del mismo modo, como el hombre (en el mundo), el Ser encarnado abandona su viejo cuerpo y, sin sufrir ningún cambio, entra en otros cuerpos que son nuevos», Bhagavad-Gītā, II.22.