El movimiento de mujeres turco: una breve historia de éxitos

Sirin Tekeli

Fundadora de la Asociación de Apoyo y Formación de Mujeres Candidatas (KADER), Turquía

Puede que el lector encuentre este título un poco pretencioso, especialmente para un artículo breve. Sin embargo, creo que constituye un buen reflejo de la mayoría de mis principales observaciones y hallazgos. Mi interés en los problemas de las mujeres fue originariamente académico, y a finales de la década de 1970 escribí una tesis sobre la participación política de la mujer. Ese estudio comparativo se publicó en 1982.2 Tras el golpe militar de 1980 consideré que la libertad académica había quedado suprimida por la nueva Ley de Enseñanza Superior, y, en consecuencia, dimití de la universidad y pasé unos veinte años de mi vida como activista del «nuevo movimiento de mujeres». Este artículo se basa en esas dos fuentes distintas de conocimiento.

La razón de que aluda al movimiento de mujeres de los últimos años como «nuevo movimiento» es mi deseo de recalcar que en Turquía la historia del movimiento de mujeres es bastante antigua, dado que sus orígenes se remontan a la época otomana. De hecho, hace ya más de un siglo, a partir de 1870, nuestras abuelas empezaron a cuestionar su estatus de subordinación. Escribieron libros, publicaron periódicos, formaron asociaciones, organizaron acciones de protesta e iniciaron un acalorado debate con los hombres, tanto tradicionalistas como reformistas, de la época. Para ellas, las cuestiones más importantes eran la «poligamia» y el «repudio», dos derechos que concedía a los hombres la sharia, la ley islámica. A finales de siglo la batalla se hizo más vigorosa, y la experiencia de las mujeres en las guerras de los Balcanes y en la Primera Guerra Mundial politizó el movimiento.

Fue durante aquellos años de contienda cuando las mujeres obtuvieron algunos de los derechos por los que habían luchado: en 1914 se las admitió en las universidades; en 1915 se les permitió trabajar en fábricas y en la administración pública; y en 1917 la «ley de familia» reconoció el derecho a limitar la poligamia para las mujeres musulmanas, así como para las mujeres de otras religiones del imperio. Aunque esta ley jamás se aplicó debido a la situación de guerra, fue muy importante en tanto que representó el primer paso en el mundo islámico. En 1919 el sufragio se convirtió en «la» cuestión sobre la que las mujeres organizaron su campaña. No es exagerado, pues, decir que las mujeres otomanas estaban a la par que sus hermanas occidentales, con las que se mantenían en contacto, siguiendo atentamente todo lo que hacían.

Así, no resulta erróneo afirmar que la revolución de las mujeres realizada por la joven república turca fue, de hecho, el resultado de aquellos cincuenta años de activismo de las mujeres otomanas. Las reformas más importantes de la República en lo relativo al estatus de las mujeres fueron la adopción del derecho civil, en 1926, y el reconocimiento de los derechos de las mujeres a votar y a presentarse como candidatas en las elecciones, en 1934. El nuevo derecho civil, una traducción del código civil suizo, era un texto secular, y resolvía el problema de la poligamia de una vez por todas. Como consecuencia de ello, las mujeres se convirtieron en las más ardientes defensoras del secularismo en Turquía. En 1935 resultaron elegidas 18 representantes femeninas para la Asamblea Nacional, lo que suponía el 4,5% de todos los escaños de dicha Asamblea, una de las proporciones más elevadas del mundo en aquella época. Obviamente, las mujeres sentían una profunda deuda de gratitud con el fundador de la república, Kemal Atatürk. Pero también hubieron de pagar por ello un precio muy elevado, que los historiadores no suelen mencionar.

De hecho, la nueva república acabó convirtiéndose en un régimen centralizado, autoritario y unipartidista, cuyo líder no toleraría la legítima existencia de ninguna clase de organización de la sociedad civil. En 1935 se invitó a la Unión de Mujeres Turcas (UMT), que desempeñaba el papel de puente entre el movimiento de mujeres otomanas y las mujeres republicanas, a cerrar sus puertas. Ankara afirmaba que, dado que las mujeres gozaban de un «estatus plenamente igual al de los hombres», no había necesidad de que existiera una organización femenina como la UMT. Aquel sería el fin del movimiento de mujeres durante los cuarenta años siguientes. Tuvimos que esperar hasta 1975 para ver a una organización de mujeres plantear la cuestión de la «desigualdad de género». En el contexto de la década de 1970, cuando la Organización de Mujeres Progresistas (OMP) cuestionó la «ideología oficial» del Estado en lo relativo a la «pretensión de la plena igualdad», esas mujeres no actuaban como feministas; de hecho, eran «antifeministas» en sus planteamientos. Su acción afectaba sólo a las difíciles condiciones de las mujeres de la clase trabajadora.

El golpe militar de 1980 aplastó a todos los partidos políticos y, en especial, a las organizaciones de izquierdas. Las miembros de la OMP tuvieron que exiliarse. Tras el golpe se desarrolló un movimiento de mujeres feminista basado en un análisis completamente revisado. Una nueva generación de mujeres intelectuales de izquierda y de clase media, que estaban en contacto con las ideas de la nueva oleada de feminismo de los países occidentales, sostenía que el «paternalista Estado turco» era de hecho un «Estado patriarcal» que defendía los intereses de los hombres. Este nuevo movimiento se inició en Estambul con pequeños grupos concienciados que habían descubierto el famoso eslogan de las feministas occidentales: «Lo privado es político». En consecuencia, las cuestiones planteadas tenían que ver sobre todo con las relaciones entre hombres y mujeres, no en la esfera pública, sino en el ámbito de las relaciones personales.

Las mujeres feministas propugnaban la idea iconoclasta de que las disposiciones familiares del derecho civil de 1926 no eran «igualitarias». Por el contrario, las mujeres casadas perdían el estatus de igualdad, dado que la ley reconocía al marido el papel de «cabeza de familia» y establecía una relación jerárquica entre ambos cónyuges. Las mujeres perdían su apellido, su identidad e, incluso, la libertad de trabajar, puesto que para poder tener un empleo remunerado fuera de casa necesitaban la autorización del marido. Su estatus se definía como el de un «ama de casa dependiente». Esta relectura crítica llevó al movimiento de mujeres a lanzar una campaña a partir de 1985 propugnando la reforma del derecho civil. En el mismo período, las mujeres feministas descubrieron que su cuerpo femenino era objeto de la agresión y el ataque masculinos. Las llamadas «pruebas de virginidad» exigidas a las mujeres solteras que buscaban trabajo en el sector público y los extendidos casos de acoso sexual en el espacio público eran algunos de los signos flagrantes del dominio masculino sobre el cuerpo de las mujeres.

Sin embargo, el problema más dramático de la violencia contra las mujeres era el de los malos tratos a las esposas, que descubrimos que se hallaba bastante extendido, aun entre las familias educadas de clase media. En 1987, al negar la aplicación del divorcio a una mujer embarazada que ya tenía tres hijos y a la que su marido pegaba regularmente, un juez aludió a un proverbio que reza: «Nunca dejes el lomo de una mujer sin su vara y el vientre sin su potrillo». Esta decisión judicial fue la gota que vino a colmar el vaso, y nos proporcionó un legítimo argumento para organizar la primera manifestación en la calle con el fin de protestar contra la hipocresía de la sociedad y el Estado. Sólo 3.000 mujeres se manifestaron por las calles de Estambul el 17 de mayo de 1987, pero la opinión pública fue alertada, y desde ese momento la actitud de la prensa cambió con respecto al feminismo. En 1989, durante otro caso judicial de una mujer violada a quien la defensa presentó como una prostituta para obtener una reducción de condena para el violador, descubrimos la naturaleza extremadamente discriminatoria del código penal.

Al igual que ocurriera con el derecho civil, éste se había aprobado en 1926, pero se había inspirado en la Italia fascista, y no en una sociedad democrática como la suiza. La campaña contra el tristemente célebre artículo 438 atrajo tanta atención3 que el Tribunal Constitucional hubo de intervenir para revocarlo. Para entonces, sin embargo, el movimiento de mujeres había decidido que había que cambiar no sólo el viejo derecho civil, sino también el código penal. Hicieron falta quince años de continuos y ardientes combates en diversas modalidades como grupos de presión, debates públicos, campañas de peticiones y otras acciones más llamativas para tener éxito. Finalmente logramos algunos resultados importantes. En 1998, el Estado reconoció la necesidad de proteger el cuerpo de la mujer frente a los maridos violentos adoptando la llamada Ley de Protección de la Familia. En el año 2001 se reformó el derecho civil. Con esta reforma, el marido perdía su estatus privilegiado como «cabeza de familia».

Asimismo, se modificó el sistema de propiedad. El movimiento de mujeres logró hacer valer la idea de que, en caso de divorcio, el ama de casa —que realiza una contribución invisible, pero importante, a la renta y el bienestar de la familia— debía recibir una parte igualitaria de las propiedades adquiridas durante el matrimonio. Hay, sin embargo, un importante aspecto en el que el movimiento de mujeres fracasó, y que actualmente constituye uno de los frentes en los que seguimos luchando.

El nuevo derecho civil había de aplicarse a partir del año 2000, y estipulaba que los reglamentos que afectaban a la cuestión de la propiedad sólo tendrían validez para las parejas casadas después de esa fecha. La ley creaba, pues, una nueva discriminación, esta vez entre las propias mujeres. Alrededor de 17 millones de ellas, que se casaron cuando todavía estaba en vigor el anterior sistema de propiedad —la separación de bienes—, no se beneficiaron de las medidas progresistas que la legislatura preveía para las futuras generaciones. Finalmente, en 2004 se reformó el código penal, se abolió la mayoría de los artículos discriminatorios contra las mujeres y se estipularon fuertes sanciones para los casos de «crímenes de honor». Estos últimos representaban una tragedia muy frecuente en las regiones donde sobrevivían «estructuras tribales», y el antiguo código no castigaba el asesinato de mujeres para proteger el honor de la familia.

Ahora, en cambio, se considera un crimen como cualquier otro y se castiga con la pena máxima: cadena perpetua. Modificar las leyes constituye una parte importante de la lucha, aunque no es suficiente para poner fin a la discriminación. No obstante, en lo que se refiere a los cambios en la ley, el movimiento de mujeres ha sido uno de los más fructíferos de la sociedad civil turca en los últimos veinte años. Y sigue alerta, con más de 350 organizaciones trabajando sobre distintos problemas (el número de organizaciones de mujeres pasó de algo menos de un centenar en la década de 1980 a la mencionada cifra en la de 1990).

Ningún ámbito de interés para las mujeres se deja de lado: secciones de estudios femeninos en las universidades, comités de mujeres en la mayoría de los colegios de abogados, organizaciones de mujeres profesionales y toda clase de asociaciones que trabajan en los temas de violencia, pobreza, educación, control de natalidad, etc., repartidas por toda Turquía, y unidas en plataformas más amplias especialmente para poder ejercer una mayor presión. Calculo que esas plataformas pueden movilizar a más de medio millón de mujeres cuando hay un tema candente en la agenda. Pero queda aún un largo camino por recorrer. Por ejemplo, no basta con tener una ley contra la violencia doméstica; necesitamos también instituciones especializadas como teléfonos de ayuda y refugios, y asimismo necesitamos educar a la policía y a los jueces.

El movimiento de mujeres está hoy trabajando en estos temas. Crear puestos de trabajo para las mujeres y, por ende, proporcionarles una educación y una formación adecuadas representa un enorme problema que habrá que abordar en los próximos años. Existe un significativo grupo de mujeres de la élite más culta en ámbitos profesionales como el derecho, la medicina, la enseñanza (incluyendo las universidades), la arquitectura, el arte, los medios de comunicación, etc. Pero éstas representan sólo el 6% de las mujeres empleadas. En contraste, a partir de la década de 1950 se produjeron grandes desplazamientos de población a las pequeñas y grandes ciudades como resultado de la modernización agraria, y la proporción de mujeres trabajadoras descendió constantemente como parte de este proceso.

Eso significa que las mujeres campesinas, que formaban parte de la población activa —aunque en las empresas familiares representaban una ayuda no remunerada— y que en la década de 1950 constituían el 50% de dicha población, al llegar a las ciudades perdieron su trabajo y se convirtieron en «amas de casa» dependientes. En el año 2000 menos del 30% de las mujeres tenía empleo, una cifra que en 2005 caería por debajo del 25%. Asimismo vale la pena señalar que, en lo relativo a la propiedad, la proporción correspondiente a las mujeres es sólo del 8%. Otra cuestión importante es la representación política. Turquía, que en la década de 1930 era un país pionero, perdió su posición en este ámbito a partir de la década de 1950 y la transición a la democracia pluripartidista.

Durante muchas décadas, el porcentaje de mujeres en la Asamblea Nacional permaneció constante en torno al 2%. Veinte años de lucha hicieron patente que necesitábamos a más representantes femeninas, sensibles a los problemas de las mujeres. En 1997, yo misma y un grupo de mujeres formamos una asociación, KADER (Asociación de Apoyo y Formación de Mujeres Candidatas), para luchar contra la discriminación de las mujeres en la política. A la luz de mi experiencia, puedo decir que el sistema político, con sus normas sexistas y la cultura de «club de caballeros», compartida por los políticos masculinos en prácticamente todos los partidos políticos, representa uno de los últimos bastiones del poder masculino en esta sociedad. En las elecciones de 1999 y 2002, KADER no logró alcanzar su objetivo declarado del 10%, dado que el porcentaje de representantes femeninas únicamente se duplicó, pasando a ser del 4,5%. En consecuencia, llegamos a la conclusión de que, sin una serie de «medidas de discriminación positiva», este impasse podría eternizarse. La propuesta de KADER consiste en imponer por ley una «cuota» de al menos el 30% para cada género entre los candidatos que se presenten a las elecciones.

Por el momento, ninguno de los principales partidos políticos parece estar convencido, pese a que actualmente la opinión pública está a favor de que haya más mujeres en la política. Por último, aunque no en último lugar, la lucha feminista tiene que ver con cambiar las mentalidades y los valores culturales, y con obligar a la sociedad a reconocer la dignidad de las mujeres como personas concretas. Y aquí me pregunto si la verdadera dificultad a la que nos enfrentamos en Turquía no se relaciona con la fuerza de una cultura muy antigua (mucho más antigua que el islam) específica de la región mediterránea, que se extiende «desde Gibraltar hasta Constantinopla» —por citar a Germaine Tillion—, y a la que parece resultarle muy difícil afrontar la modernidad.