El Mediterráneo: un laboratorio de cambios globales

Cengiz Günay

Coordinador de la Red Austriaca de la Fundación Anna Lindh para el Diálogo entre Culturas

La región mediterránea atraviesa un período convulso. Muchos de los países que bordean el Mediterráneo se han visto sacudidos por protestas, disturbios y agitación. Diversos movimientos juveniles han derribado gobiernos y dictadores, mientras los movimientos de protesta social cuestionan los programas de austeridad neoliberales. La región se ha convertido en el epicentro de una crisis social y política global, y en un laboratorio de nuevas formas de movilización social y política. Curiosamente, solo ha habido unos pocos análisis que han tratado de vincular el malestar en el mundo árabe con los acontecimientos producidos en la orilla norte del Mediterráneo. Sin embargo, las razones de las protestas acaecidas en Siliana (Túnez) no fueron muy distintas de las que impulsaron a la gente a salir a la calle en Madrid, Sofía, Nicosia, Tel Aviv o Estambul. Basándose en la idea de que los acontecimientos de ambas orillas del Mediterráneo apuntan a una crisis sistémica común, el siguiente artículo profundiza en sus orígenes e identifica sus reacciones y consecuencias. Algunas partes de este trabajo se basan en una mesa redonda internacional organizada por la Red Austriaca de la Fundación Anna Lindh bajo los auspicios del Instituto Austriaco de Asuntos Internacionales, y celebrada en Viena en abril de 2013.   


La crisis política y económica en el Sur

La globalización ha afectado a todas las naciones, pero sus efectos en los países en desarrollo del Sur han sido especialmente drásticos. El fenómeno de la globalización estuvo unido al fin del modelo de desarrollo estatocéntrico, que se vería gradualmente reemplazado por un modelo neoliberal basado en los dictados del mercado y las preferencias de las organizaciones supranacionales (Adams, Dev Gupta y Mengisteab, 1999: 1). Las concepciones neoliberales se abrieron paso en el mundo árabe ya desde la década de 1970. Sin embargo, la liberalización económica dirigida por el estado no llegó a evolucionar en un liberalismo político. Los programas de reestructuración neoliberal no diversificaron los centros de poder político ni económico. Dado que los diversos regímenes tenían en sus manos todos los poderes últimos, fueron sus más altos representantes, incluyendo a las familias gobernantes, quienes dirigieron la privatización y regularon el acceso al mercado nacional a través de la concesión de licencias. En consecuencia, en el marco del autoritarismo la liberalización económica fomentó el amiguismo, contribuyó a proporcionar beneficios financieros a las redes clientelares, y vino a reforzar sistemas presidenciales monárquicos y neopatrimonialistas. En esas condiciones, la burocracia, el partido dirigente, la judicatura dependiente y las fuerzas de seguridad se vieron reducidos al papel de impotentes agentes de tales sistemas de poder corruptos y autocráticos.

La liberalización económica tampoco ayudó a reducir la pobreza, sino que ensanchó la brecha social. La experiencia tunecina mostró que no existe una correlación lineal positiva entre el crecimiento económico, la reducción de pobreza y la mejora de los indicadores de desarrollo humano (Hurt, Knio y Ryner, 2009: 307). Desde una perspectiva macroeconómica, a la economía tunecina le iba extraordinariamente bien antes el estallido de la Primavera Árabe. El crecimiento económico había alcanzado una media del 5 % anual desde la década de 1990. El caso de Túnez era aclamado como un éxito, no solo en la región MENA, sino en toda África. Ello se debía principalmente a lo que se percibía como unas políticas gubernamentales adecuadas para los negocios y un ambiente macroeconómico favorable. Según el informe Doing Business 2010 del Banco Mundial, Túnez se contaba entre las diez economías que más habían mejorado en todo el mundo en términos de regulación de negocios. Asimismo, se elogiaba al país como un modelo de competitividad del sector privado (Instituto Internacional de Estudios Laborales, 2011: 40). En la realidad, sin embargo, el constante declive de la acumulación de capital en el sector público no pudo verse compensado por el aumento de las inversiones privadas, y pese a contar con unas tasas de crecimiento anual de entre el 4 y el 5 %, el país no logró crear nuevos empleos y reducir el paro (Hurt, Knio y Ryner, 2009: 307). Las políticas de liberalización económica no fomentaron el incremento de industrias desarrolladas, sino que respaldaron la función global de la región como emplazamiento de un tipo de producción basado en un uso intensivo de mano de obra (Grupo BAfD, 2012: 28).

Pese a las tasas de crecimiento constantes, la brecha social se ensanchaba y las disparidades regionales se hacían cada vez más fuertes. Las oportunidades de obtener un trabajo satisfactorio, invertir en sectores dinámicos y hacer carrera se hallaban distribuidas de manera desigual. La creación de puestos de trabajo en el sector privado seguía concentrada en el empleo de baja cualificación, mientras que la inversión privada (tanto nacional como extranjera) era relativamente baja y se hallaba fuertemente controlada por el gobierno. La corrupción generalizada obstaculizaba el desarrollo económico y a menudo desempeñaba un papel en la contratación laboral tanto en el sector público como en el privado. El desempleo juvenil era particularmente elevado entre los graduados universitarios.

Adicionalmente, los países del sur del Mediterráneo se vieron afectados por la crisis económica acaecida en Europa. Debido a las medidas de austeridad adoptadas en los países europeos, las remesas de los emigrantes en el extranjero —una importante fuente de renta nacional— experimentaron un fuerte descenso. El aumento del precio de los alimentos fue asimismo otro signo de tensión económica: «En 2008, la familia tunecina media dedicaba casi el 36 % de su presupuesto doméstico a la compra de alimentos básicos para el consumo en el hogar. La cifra equivalente de Estados Unidos en aquel momento sería de menos del 7 %» (Schraeder y Redissi, 2011: 7).

La reestructuración económica comportó una lenta y encubierta dejación de los servicios públicos por parte del estado. Al mismo tiempo, un nuevo «pacto social de informalidad» vino poco a poco a reemplazar a los derechos ciudadanos de obligado cumplimiento. Instituciones tales como los gremios o los sindicatos se vieron gradualmente reemplazados o bien se fusionaron con redes informales basadas en el parentesco, la vecindad, el origen o la afiliación religiosa (Harders, 2008). La dejación casi total por parte del estado de las políticas asistenciales y sociales produjo un incremento de actividades sociales no institucionalizadas e híbridas, especialmente entre las personas privadas del derecho de representación. Desafíos silenciosos como la ocupación de tierras, las construcciones ilegales o la presencia de vendedores ofreciendo sus productos ilegalmente en las calles han venido a cuestionar la autoridad del estado (Bayat, 1997: 55). Al mismo tiempo, las organizaciones asistenciales y benéficas islámicas compensaban gradualmente los erosionados servicios asistenciales del estado. Particularmente en las áreas más remotas y desatendidas, las organizaciones islámicas vinieron a reemplazar gradualmente a la decadente autoridad de las instituciones estatales (Günay, 2012).

Así pues, la reestructuración económica no solo limitó el ámbito de acción del gobierno a la hora de dirigir e influir en la política social, sino también su autoridad y hegemonía. Ideológicamente vacías, las instituciones políticas tales como los partidos dirigentes se redujeron a meras redes de clientelismo cada vez más dominadas por élites comerciales. Más que partidos políticos en el sentido clásico, los partidos dirigentes eran un conglomerado de individuos que aspiraban a la proximidad al régimen. Las elecciones eran una farsa. La alteración de las circunscripciones electorales, la manipulación y el fraude garantizaban que los partidos dirigentes obtuvieran siempre amplias mayorías en el parlamento y que la oposición fuera dócil (Günay, 2008: 300).

Los países como Túnez y Egipto estaban preparados para el cambio. Pese a la rigurosa vigilancia policial y la represión política, las protestas masivas que llevaron al derrocamiento de los líderes autoritarios no fueron ninguna sorpresa. Al fin y al cabo, eran varios los indicadores de un creciente malestar entre las diferentes capas de la sociedad. Desde comienzos de la década de 2000 había habido informes dispersos sobre el aumento del activismo sindical y el surgimiento de protestas espontáneas. Debido a la estrecha relación entre los sindicatos y los regímenes, a menudo estas últimas adoptaban la forma de huelgas salvajes (huelgas no oficiales). La ocupación en 2006 de una fábrica textil en la ciudad egipcia de El-Mahalla El-Kubra, en el delta del Nilo, se ha considerado el verdadero principio de la «revolución» que más tarde derrocaría al arraigado presidente Mubarak en febrero de 2011.

Nuevas formas de participación

Mientras que los analistas políticos han subrayado los aspectos de la represión política, a menudo han minimizado los aspectos sociales y económicos y han ignorado los cambios estructurales y sociales vinculados a la reestructuración económica. Larbi Sadiki sostiene en ese contexto que la revolución no solo tiene que ver con aspectos económicos; no solo con el «pan», sino también con la moralidad. Y añade asimismo que «las revoluciones árabes no han sido de carácter intelectual (no ha habido padres fundadores intelectuales), ni tampoco se han debido únicamente a aspectos socioeconómicos; de hecho tienen que ver conunadistribución de poder, cuestionan los poderes que controlan el conocimiento democrático». «La revolución es un rompecabezas que se va revelando mientras hablamos», explica Sadiki, subrayando que la revolución árabe intelectual acaba de empezar (Sadiki, 2013).

Los teóricos de la democratización como Stepan y Linz han definido la transición democrática como «un consenso en torno a la idea de que un gobierno accede al poder como resultado de unas elecciones libres y justas, un consenso sobre la autoridad de ese gobierno para generar nuevas políticas, y un consenso en torno al hecho de que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial generados por la nueva democracia no tienen que ser compartidos con otros organismos de iure como, por ejemplo, el ejército» (Stepan, 2012: 90). Sin embargo, pese al hecho de que los partidos políticos de todos los colores consideraban las elecciones como la mejor alternativa, los procesos de transición democrática inmediatamente posteriores a las revoluciones han sido bastante decepcionantes.

La crisis de la distribución de poder ha persistido. La gente se ha sentido cada vez más frustrada. Las realidades post-revolucionarias se apartan de lo que Stepan describía más arriba. Hala Galal sostiene en este contexto que, en el paisaje político de las sociedades post-revolucionarias, los resultados electorales a menudo se han visto influidos por las personas ricas y con poder. Estas han dominado el proceso de construcción de los partidos, así como los medios de comunicación (Galal, 2013). Como consecuencia, el panorama de los partidos políticos en la era posterior a la primavera árabe ha estado marcado por la fragmentación, la polarización y la política barata. Los partidos islamistas, a menudo firmemente arraigados en la sociedad a través de sus amplias redes sociales e informales, han sido los únicos que han salido beneficiados, aparte de los organismos no electos como el ejército y la burocracia.

En la literatura sobre la democratización, a menudo se ha hecho hincapié en la sociedad civil como un importante requisito previo para el establecimiento de un sistema auténticamente democrático. Saad Eddin Ibrahim ha definido la sociedad civil como un canal óptimo de participación popular en la gobernanza. Sostiene, con bastante optimismo, que el refuerzo de la sociedad civil también implica valores y códigos conductuales de tolerancia y aceptación de los demás, así como un compromiso tácito o explícito con la gestión pacífica de las diferencias entre los individuos y colectividades que comparten el mismo espacio público o estado (Ibrahim, 1995: 28-29). Sin embargo, la sociedad civil en la forma de asociaciones voluntarias depende esencialmente de que haya un estado regido por el imperio de la ley, pero también de que exista cierta independencia económica y una actitud benévola. En los países del sur del Mediterráneo, las organizaciones de la sociedad civil del tipo occidental por regla general se asientan en los sectores de clase alta y media-alta. Difícilmente podrían llegar a otros sectores, y sus actividades se han percibido muy a menudo como elitistas.

Además de un incremento en las organizaciones de la sociedad civil, que los observadores extranjeros a menudo pasan por alto, los países en transición han experimentado el surgimiento de nuevas formas de activismo social y político. Personas con orígenes políticos, sociales y culturales distintos se han unido y han constituido plataformas. Con frecuencia esto se ha dado a una escala individual, sin listas de miembros o ningún otro tipo de registro. Las actividades de esas nuevas plataformas e iniciativas abarcan desde proyectos de responsabilidad social hasta cuestiones medioambientales y reivindicaciones políticas. Galal destaca en este contexto a los jóvenes abogados que defienden a las personas que han sido juzgadas en tribunales militares (2013). Gianluca Solera da otro ejemplo de una plataforma donde trabajan juntas personas de diferentes orígenes: el partido Tayar al-Masry [tejido egipcio], donde colaboran salafistas, laicos, cristianos y otros.

Acontecimientos similares en la otra orilla del Mediterráneo

Un ejemplo parecido de una coalición transideológica de personas con una mentalidad afín es la plataforma de protesta contra los desahucios en España. «Desde el principio de la crisis económica, en julio de 2008, 171.000 familias han sido desalojadas por medio de desahucios, sufriendo una muerte civil», en palabras de Iván Molina Allende (2013). Señala Molina Allende que, de modo similar a las crisis del sur del Mediterráneo, también la crisis española es una crisis del sistema. Es una crisis de representación. Y añade que España todavía ha estado sufriendo la continuidad de las mismas estructuras de poder del sistema franquista. Molina Allende menciona la actitud autoritaria del gobierno como una de las principales causas de la crisis política. Para él, el 15 de mayo de 2011, cuando la gente inundó las calles, representó un momento de ruptura en el que se produjo una profundización de la crisis política, un momento en el que los movimientos sociales se radicalizaron. Fabian Unterberger sostiene en este contexto que los activistas veían el levantamiento como una asamblea antes que como una manifestación. «En esas asambleas se desarrollaron demandas y se recogieron ideas. Se convirtieron en un foro. Todo el mundo podía participar en las decisiones del movimiento. Resultaba impresionante —para Unterberger— que el movimiento no solo criticara la situación, sino que también tratara de desarrollar ideas alternativas. Además, el movimiento se extendió a varios lugares, expandiéndosea los barrios» (2013).

Acontecimientos similares pudieron observarse durante las denominadas protestas de la plaza Taksim, acaecidas en Turquía en junio de 2013. Las consignas y demandas de las personas, mayoritariamente jóvenes, que iniciaron el movimientode la plaza Taksim no encajaban en las pautas y esquemas tradicionales de la política turca. Sus mensajes no iban contra el conservadurismo o el islam, sino que cuestionaban los proyectos de aburguesamiento urbano neoliberal y la autoconcepción paternalista y autoritaria del estado y sus representantes (Günay, 2014). De ahí que los masivos mítines no se dirigieran solo contra el gobernante Partido de la Justicia y el Desarrollo, sino que revelaran asimismo el descontento con respecto a todo el sistema político. De manera comparable al movimiento españolde los «indignados»,los manifestantes de la plaza Taksim ocuparon el espacio público, celebrando semt o asambleas de barrio donde todo el que quisiera podía participar y debatir cuestiones locales y globales. Lo que Larbi Sadiki denomina el «ethos de la plaza pública» ofrece nuevas oportunidades de democratización, y en ese sentido reclama la redefinición de la transición democrática (2013). Esas nuevas formas de protesta y organización apuntan a futuros cambios políticos y sociales profundos.

Conclusión

Las sociedades de los países mediterráneos se han visto expuestas a la reestructuración y las medidas de austeridad neoliberales. La transformación socioeconómica ha ido de la mano de la erosión de las instituciones estatales y la creciente «informalización» de las relaciones sociedad-estado, así como de las formas de autoorganización dentro de la propia sociedad. Unas instituciones estatales sobrecargadas, a menudo dotadas de una autoconcepción autoritaria, se han visto cada vez más incapaces de responder a las demandas y expectativas de transformación de las sociedades. De la crisis económica y política acaecida en los países lindantes con el Mediterráneo han surgido nuevas formas de activismo y autoorganización. Las formas de protesta, las demandas de participación y de un cambio en la política, la desconfianza en las instituciones establecidas, a menudo percibidas como corruptas, resultan bastante similares. En ese sentido, el Mediterráneo no es solo el laboratorio de la crisis de un sistema político y económico neoliberal, sino también el laboratorio de la nueva dinámica, ideas y formas de asociación que podrían surgir de esta crisis.