El Mediterráneo es, actualmente, un espacio de exilio y migración cuyo porvenir depende en gran medida de la gestión de esta siniestra realidad. Los hombres y mujeres que cruzan el mar para llegar a la ribera norte se encaminan hacia su propia muerte, real o metafórica. Provistos únicamente de esperanza, fascinados por la sociedad de consumo y la opulencia de Occidente, se ven recibidos por sociedades aquejadas de una grave pérdida de valores. En efecto, los países del norte intentan buscar soluciones a sus problemas basándose en un modelo profundamente materialista, cuando deberían acudir al pensamiento humanista mediterráneo. Los escritores e intelectuales juegan, en este sentido, un papel importante, que comienza con la utilización de la lengua como refugio. La escritura puede así desarrollar la capacidad de los mediterráneos para hacer frente al peligro que amenaza nuestras riberas.
Aquellos que hayan leído mi autobiografía, El pan desnudo[1], sabrán que soy hijo de la inmigración. Fue en los años cuarenta. Mi territorio de origen, el Rif, padeció una terrible sequía. Los míos, como todos los demás, fueron arrojados a los caminos por el hambre y la escasez. Tomaron la vía del exilio, unos hacia Orán, otros hacia la zona norte de Marruecos y especialmente a Tánger. Desde Beni Chiker, aldea próxima a la ciudad de Melilla, transportamos un solo y único bien: el rifeño, nuestra lengua. Tenía siete años cuando encallé en Tánger, el «paraíso» de la época. Cuando quise jugar con los otros niños del arrabal donde mis padres habían plantado su barraca, me encontré con el rechazo: «Vete de aquí, hijo del hambre.» «¡Largo! ¡Fuera! ¡Rifeño!» ¿Será natural la crueldad en los niños? En cualquier caso, sabe ser espectacular.
En este mismo arrabal vivían gitanos andaluces, tan marginados como nosotros, los rifeños, pero con un estatus menos precario que el nuestro. Hacía mucho tiempo que estaban instalados allí. A veces se ganaban la vida haciendo trabajos manuales; otras, robando. Sus hijos me aceptaron y trataron como uno de ellos. Unía con frecuencia mi fuerza a la suya para atacar a los otros niños del suburbio, los más violentos, los marroquíes. Los niños hablan sobre todo con el lenguaje del cuerpo, pero estos niños gitanos andaluces no me enseñaron solamente a defenderme, sino también a pronunciar las primeras palabras en español. Es así como aprendí el español antes que el dialectal marroquí: la lengua del exilio.
Todavía hoy el Mediterráneo es un espacio de exilio, de migración. El hambre no es tan violenta como en el pasado, pero ha dejado paso a sus corolarios: el marasmo económico, la elevada tasa de paro, los desastres ecológicos, la guerra étnica, todos vectores del mismo efecto inhumano, todos fuente de desestabilización. Estos factores están en el origen del desplazamiento masivo y con frecuencia incontrolado de personas en una geografía perturbada por la historia –antigua y moderna-, por las ideologías y los sistemas económicos. Así, se vuelve difícil hablar actualmente del porvenir del Mediterráneo sin vernos enfrentados a esta siniestra realidad. El escenario actual es sombrío, casi apocalíptico. Aún hoy me veo obligado, moral y humanamente, a denunciar el fenómeno de los «espaldas mojadas» y el fenómeno de las barcas de la muerte («pateras»).
La inmigración ha cambiado de cara: se ha convertido en silenciosa y mortífera. Si la inmigración fue, en el pasado, una prueba iniciática que acrecentaba el humanismo de la persona y le permitía pasar de un estado de indigencia a un estado de enriquecimiento, se ha convertido actualmente en una antecámara de la muerte, real o metafórica. La candidatura de la emigración es una candidatura a la muerte. Expulsado por las carencias y la sequía, arrojado en brazos de la aventura, el inmigrante no lleva con él más que un rayo de esperanza y un asustado soplo de dignidad. Conozco los asuntos de la vida errante. Yo también he sido perseguido por niños y viejos, pero me fue dado aprender la lengua de mis perseguidores. Es verdad que intentaba entonces disimular mi acento para ocultar mi origen indeseable en una sociedad que despreciaba a los rifeños. Pero terminé por triunfar sobre esta lengua estructurada y poderosa, clara y extranjera. La sometí a mi ley. La vencí.
¿Sobre qué triunfo se jacta el actual inmigrante? ¿Sobre quién? Asistimos actualmente a una pérdida de valores morales que provoca por todas partes un estallido de las sociedades que los han producido. La costa sur ha aceptado también la máxima de «El tiempo es oro». Intenta, también ella, y por todos los medios, hacer suyas las ideas utilitaristas y la lógica cartesiana. Favorece a los grupos económicamente fuertes. Aparca a sus marginados en las zonas periféricas. Todo eso tiene como consecuencia que los jóvenes, hombres y mujeres, sueñen con otra tierra, con otra vida. Ocurre que son justamente los menos tocados por el virus del fracaso aquellos que más deciden emigrar. Ocurre que justo frente a ellos, en la punta de sus miradas, espejea una tierra más clemente, o así lo creen ellos: la ribera norte. La desean. La codician. La acarician. Anhelan, cueste lo que cueste, fundirse con ella.
Adelante, hacia la aniquilación. El litoral español se alcanza desde Tánger en menos de una hora. El transportista hace pagar caro este sueño a aquel que quiere ir a su encuentro. Millares de dirhams. Una suma con frecuencia difícilmente adquirida. Estos Ulises modernos no vuelven siempre de sus aventuras. Los dioses del Olimpo también han emigrado. El abismo que separa a los países ricos de los países pobres es más profundo que nunca. La sociedad de consumo, la opulencia de Occidente, el mito de la democracia, han operado una fascinación inigualable sobre los pobres del tercer mundo. En los países ex comunistas, millares de personas tenían sus maletas ya hechas, aguardando una aparente esperanza, para venir a la Europa rica. En mi país, centenares de clandestinos intentan cada día atravesar el Estrecho, arriesgando sus vidas sobre pequeñas barcas. Obstinados en su búsqueda de la tierra prometida, incitan a la muerte. Italia conoce este problema. Europa actualmente asiste a este fenómeno con angustia. Ve su ciudadela asediada por todas partes y, para protegerse, intenta transformar sus fronteras en una fortaleza inexpugnable. La muralla de hierro se transforma en una muralla de arena. ¿Qué quiere la Europa opulenta sino salvaguardar su riqueza?
En el Mediterráneo, la situación es esquizofrénica. Los países, divididos geográfica y psicológicamente, buscan soluciones tecnológicas a problemas culturales y sociales desde un modelo nórdico y materialista, con la intuición de que las soluciones no podrán ser más que intelectuales; adoptan, pues, estrategias inadecuadas. Pero la respuesta a todas nuestras cuestiones puede encontrarse en el pensamiento mediterráneo y orientalista de nuestros humanistas. La hazaña de Ulises puede servir de modelo. Este héroe que surca los mares, errando durante diez años en busca de la verdad, era un emigrante que Ítaca ve volver tranquilizado por una sabiduría profundamente humanista, gracias a su periplo. Yo fui Ulises en un momento de mi vida. ¿He dejado de serlo? He recorrido un periplo como el suyo. Lo recorro aún. Mi espacio de aventura es un espacio de escritura. Mi madre es la escritura. Mis pruebas son de orden intelectual.
Recuerdo que mi madre me obligaba a hablar en rifeño y me prohibía hablar otra lengua que no fuese aquélla. Nacido en el Rif, yo debía continuar hablando la lengua de mi tierra, decía. La muerte libró a mi hermano Abdelkader de esta guerra. A mis otros hermanos y hermanas, hijos e hijas del exilio, no les concernía esta batalla. Eran libres de utilizar la lengua de sus ancestros o la de su tierra natal.
Como muchos sabrán sin duda, no supe leer ni escribir hasta los veinte años. Aprender una lengua que no era la mía y poseerla fue una prueba, un desafío, antes de convertirse en una profesión. Aprendí el árabe clásico con los límites que se imponen a un autodidacta. Sin embargo, alcancé a enseñarlo en las escuelas primarias y secundarias. He podido escribir libros gracias a esta lengua. Una nostalgia silenciosa y no obstante viva me ata a la orilla de mi lengua materna y sólo se aplaca con su utilización. No soy más que un niño adoptivo en todas las lenguas que utilizo para hablar o para escribir, incluso la lengua del Profeta: no puede colmar el vacío que me ocasiona la ausencia de mi primera lengua, aquella de la que fui desposeído.
En el exilio, donde todas las lenguas valen, he hecho de la lengua árabe un instrumento para comunicarme con la sociedad en la que vivo. No me arrepiento de haber aprendido el árabe ni de haber escrito en árabe todos mis libros. Diré más, me siento privilegiado frente a aquellos de mis compatriotas que utilizan otras lenguas distintas a las de su sociedad de origen y son tratados de ingratos y renegados a pesar de su genio.
No me digan que este juicio es anacrónico…Tenemos el ejemplo de este poeta bereber que escribe sus poemas en un francés sublime y que, sin embargo, ha soñado siempre poder hacerlo en árabe. Reconocía que esta lengua era superior. Era el único que la recordaba tal como la había aprendido en la escuela coránica. Mohamed Kheireddine murió sin poder poseer esta lengua árabe, pura y grandiosa. Entonces, ¿qué es la escritura? ¿qué es la expresión? Imaginad una lengua en hibernación. Imaginad un hombre que intenta usar esta lengua para expresarse. Tal es mi situación frente a esta lengua que me es extranjera.
Dicen que el que encuentra refugio en una lengua que no es la suya está mejor armado para dominarla. La perfecciona mejor que sus nativos. Éste es el caso de Conrad, Beckett, Nabokov, Ionesco, Jubrane Khalil Jubrane… ¿Por qué? La única cosa que puedo afirmar es que la escritura tiene sus secretos, sus misterios, que no penetramos impunemente: nos poseen y nos sentimos poseídos por ellos. Actualmente, mi lengua es la que me permite escribir y el rifeño ha terminado por ser una nostalgia, la de un sueño.
Para el niño de la inmigración, para el amante de la escritura, para el autodidacta que no ha cesado de sumergirse en la nostalgia de un sueño, el Mediterráneo es un mar, un periplo, un sueño iniciático, el espacio del humanismo, el crisol de civilizaciones. Pero ninguna civilización es producto del azar. Es un largo proceso de humanización. No importa qué tribu pueda poseer una cultura: ¿podemos hablar también de civilización? Los pueblos del Mediterráneo han vivido siempre en ciudades; Alejandría, Cartago, Atenas, Roma, Tánger… Ellos han forjado una civilización y por este motivo estoy convencido de la fuerza de la percepción, de esta capacidad intelectual de los mediterráneos para hacer frente al peligro que amenaza nuestras riberas, nuestras culturas y nuestras gentes si persistimos en querer seguir ciegamente el modelo nórdico.
El modelo nórdico, utilitarista y racionalista, es útil cuando se trata de organizar el trabajo o de optimizar el rendimiento; pero corresponde al humanismo de las viejas culturas mediterráneas colmar ese modelo nórdico, insuflarle valores humanos. Pienso que para sobrepasar el actual peligro, no hay que culpar ni a las religiones ni a las razas; después de todo, es el hombre quien interpreta los libros y de sus actos brota la ambigüedad. Es necesario volver a los fundamentos de las culturas, al humanismo que nació en el Mediterráneo. Es el único modo de humanizar las sociedades de consumo.
Algunas veces, con poco, se puede encontrar bastante…