El fin de la cultura instrumental

Alain Touraine

Centre d’Analyse et d’Intervention Sociologique, París

Nos hallamos en una época caracterizada por un proceso de descomposición de la cultura debido a la separación entre el mundo de la razón instrumental y el mundo simbólico. Por ello, las culturas desaparecen y se convierten, por un lado, en mercados; por otro, en identidades. La tendencia en el mundo actual no es la comunicación intercultural, sino los procesos de afirmación frente al otro. Esto produce la eliminación de la conciencia de ciudadanía, la definición política que permite integrar a los diferentes grupos. El medio a través del cual debe recomponerse esta situación es el individuo; la afirmación del sujeto, a partir de las garantías políticas, como terreno intermedio entre la globalización instrumental y la fragmentación identitaria.

Es necesario definir un enfoque que suponga evitar discursos, comentarios demasiado blandos. Así que creo necesario empezar con comentarios negativos o, por lo menos, críticos, para evitar precisamente esos comentarios demasiado blandos que a veces se escuchan. Desde el principio quisiera eliminar dos obviedades, alejarme de dos caminos, de dos tipos de orientación intelectual. El primero es la búsqueda de una civilización, de una cultura –la palabra civilización era más adecuada, tal como sugirieron los alemanes en el siglo pasado–, una civilización universal. Hace unos diez años hubo un nuevo brote de universalismo después de la caída del muro, y algunos autores imaginaron un fin de la historia y la participación del mundo entero en el mismo modelo. Muy pocos años o meses después, la situación había cambiado y hoy nos parece evidente que Huntington tenía razón frente a Fukuyama, y que estamos enfrentados más bien a un diferencialismo excesivo que a un universalismo, como siempre, etnocéntrico. Pero también estamos más convencidos que unos años atrás del peligro que representa un diferencialismo total, un politically correct total. Porque, si hay diferencias totales, si hay una especificidad completa de cada cultura, ¿cómo van éstas a comunicarse? Incluso en Estados Unidos, por ejemplo, donde la identity politics ha tenido tanto éxito en estos últimos años, se ve claramente un movimiento de retroceso, no para abandonar la multiplicidad cultural, o para aceptar un monopolio de tal o cual cultura hegemónica, sino para tratar de combinar el reconocimiento de las diferencias con la búsqueda de un principio, de un lenguaje que permita la comunicación. Espero que estemos todos de acuerdo, para empezar, con este doble rechazo. No existe una solución totalmente ecuménica, de un ecumenismo de la cultura, como si los viejos temas de la Ilustración fueran todavía útiles, en el sentido de que poco a poco religiones, creencias, sociedades, puedan llegar, unas antes que otras al mismo fin, a la misma racionalidad. Entonces, si aceptamos este primer rechazo y el rechazo de un diferencialismo total, tal vez podamos encontrar una solución, que, de acuerdo con un concepto que todos utilizamos, es el diálogo intercultural, el diálogo entre las culturas. Desgraciadamente, yo creo que esta expresión esconde los problemas y no resuelve ninguno de ellos; incluso diría que es una expresión peligrosa que convierte en casi insolubles algunos problemas ya difíciles de resolver, en el sentido de que hablar de diálogo entre culturas es representar a las culturas como personajes, como sistemas, como conjuntos; es identificar, confundir una cultura con una individualidad, con una persona, de tal manera que parece imposible definir, entender las relaciones entre gente que, de cierta manera, representan conjuntos, continentes, países separados.

Ahora quisiera entrar en un análisis de un punto de vista profundamente diferente. No creo que el problema al que nos enfrentamos sea un problema de comunicación entre entidades de peso, definidas en términos muy fuertes. Creo que el punto de partida de cualquier pensamiento actual es el siguiente: estamos observando en todas las culturas, en todas partes del mundo, un proceso de descomposición. Si ustedes aceptan una definición clásica de la cultura –esto es, que es un sistema de interpretación simbólica y valorativa  de prácticas–, lo que observamos es que, durante un largo período, hemos afirmado la vinculación de las prácticas, la manera de vivir, las ideas, las creencias, a través de algunos conceptos. Tradicionalmente no hubo ninguna manera de trabajar en la agricultura, en el comercio, en la misma industria, que no estuviese profundamente vinculada a una religión, una forma de organización familiar, una lucha de clases. No importa; es decir, lo técnico, lo social y lo cultural estaban estrechamente vinculados. Por otra parte, el concepto central de la modernidad, especialmente en Europa, pero después también en muchas partes del mundo, fue la idea de la razón, la idea de la racionalización o, como se decía en el siglo XIX, el progreso. La idea de progreso es que a más producción, más bienestar, y tal vez también más libertad, y ¿por qué no?, más felicidad –en el tiempo de la Revolución Francesa o de la Revolución Norteamericana se hablaba así. Creo que el cambio fundamental es la separación de lo que se llama el mundo de la razón instrumental, el mundo técnico-económico, por así decirlo, del mundo simbólico, el mundo de las representaciones. Y hay que ver las consecuencias de esta separación. Es fácil apreciar, especialmente en el período actual, que este mundo técnico-económico puede desvincularse totalmente, no sólo de la cultura o la política, sino también de la economía. Estamos viviendo en un mundo financiero profundamente desvinculado del mundo económico, como sabemos. Los intercambios de bienes y servicios representan menos del dos por ciento de los flujos financieros cotidianos; es decir, lo que estamos observando es que, de repente, un país con una situación económica tal vez buena se encuentra empobrecido por una lógica puramente financiera. No quiero insistir en eso. Lo que me interesa más, ya que tiene consecuencias más directas para el tipo de problemas que planteamos, es que el mundo cultural, en lugar de definirse como interpretación del cambio técnico, económico, material, se desvincula de la otra vertiente de la experiencia humana y se encierra en sí mismo, y en lugar de definirse como interpretación, se define como identidad, como esencia. De ahí viene una transformación totalmente negativa del mundo cultural; repito que el mundo cultural era el significado dado a actividades prácticas; pero en el momento actual tenemos, por un lado, no un universalismo –porque no se trata de universalismo, sino de una globalización del espacio técnico-económico– y, por el otro, una fragmentación en identidades del mundo cultural. Hay gente que a veces dice, de una manera muy superficial y apresurada, que estamos viviendo en una sociedad globalizada; es exactamente lo contrario. Estamos en un mundo donde las redes –networks– a escala mundial se van desarrollando muy rápidamente, pero al mismo tiempo, en cada país, se observa una subjetivización de las culturas, que ya no se definen en términos objetivos de producción, consumo, organización, racionalización. El problema es que, en el sentido antropológico de la palabra, las culturas van desapareciendo y son reemplazadas, por un lado, por mercados y, por el otro, por identidades. Y ahora ya no hay comunicación posible. En el mundo que llamaremos del mercado financiero puro o de los canales de información sin contenidos determinados –porque en Internet se puede hablar en cualquier idioma, se puede pensar cualquier creencia, cualquier tipo de matemática o de política, no importa; y no es una crítica, es un hecho– hay una desvinculación entre el instrumento y los símbolos. La ruptura de este conjunto, de este sistema más o menos coherente o necesidad de interrelaciones entre varios aspectos de la existencia personal y colectiva, hace imposible la comunicación intercultural, salvo –y estamos bien acostumbrados a ello– cuando la comunicación es claramente, brutalmente, jerarquizada. Incluso hoy en día se habla muy fácilmente de mestizaje, cuando la noción de mestizaje no tiene sentido fuera de una fuerte jerarquización. El mestizo brasileño o haitiano está a medio camino entre el blanco y el negro; es decir, no es una manera de crear más comunicación y más unidad, sino de crear más jerarquía, más distancia y más dominación. Esta desvinculación es tan total, tan profunda, que en prácticamente todas partes del mundo se descomponen los sistemas mediadores, lo que llamamos lo político, que define el cuadro institucional, las reglas del juego, las normas, las leyes, los programas de educación, es decir, los sistemas a través de los cuales se organizaba el vínculo fundamental entre práctica, técnica y símbolos. Esta descomposición, esta desvinculación de lo objetivo y lo subjetivo, del mundo de la ciencia y del mundo de la cultura, el mundo del espacio y el mundo del alma, como decía Descartes, es lo fundamental en el mundo moderno. Pero si me refería a la política es porque nosotros, los europeos, en este momento del nacimiento de la modernidad, inventamos lo político, una política en el sentido aristotélico, en el sentido de Maquiavelo, Hobbes o Rousseau, e incluso de autores de comienzos del siglo XIX. Por supuesto, la existencia humana está dividida, pero por encima de eso pudimos crear un puente, un territorio intermedio entre lo económico y lo cultural: lo político construido sobre el concepto central de soberanía popular.

Esta capacidad de lo político de organizarlo todo, de integrarlo todo, ha disminuido a causa del capitalismo, por el aumento de los intercambios comerciales, por el cambio tecnológico, por algunos aspectos de esta famosa globalización. La capacidad de lo político de vincular –como sucedía en el siglo XVII con las monarquías absolutas, o con una nación tipo norteamericano o francés– ha desaparecido. Así, nos encontramos con un mundo dividido en dos. Estamos todos, en cualquier parte del mundo, participando en las redes internacionales. El indígena boliviano, también; el campesino pobre de Bangladesh, también. No hay culturas aisladas. Todos estamos participando en un sistema de intercambios mundiales, y como este sistema no tiene ninguna relación con nuestras formas de organización social, repito que nos definimos de manera esencialista y no en términos de procesos. Mientras exista esta separación, el problema que estamos planteando y discutiendo no tiene solución. Y la verdad es que la gran tendencia en el mundo actual no es la comunicación intercultural, sino la separación de las culturas. Los Estados Unidos son el centro de la mayoría de las grandes redes mundiales y, a la vez, son la sociedad más fragmentada que se pueda imaginar, donde las mujeres hablan por las mujeres, los negros por los negros, los homosexuales por los homosexuales, la gente de tal ciudad o de tal iglesia o de tal grupo étnico. Ninguno de ellos se refiere a un proceso de comunicación; todos, a un proceso de afirmación. Lo que esta muriendo es la conciencia de ciudadanía, una definición política que permita reunirlos.

Ya que he tratado de ser lo más pesimista posible, de exponer un discurso muy crítico y negativo, porque creo que la situación está así, el problema consiste en saber cómo podemos reconstruir o recomponer todas las culturas y, de la misma manera, permitir una comunicación entre las mismas. El camino ya lo conocemos. Significa abrir cada uno de estos dos polos que se dan por cerrados. Consiste en abrir el mundo económico, abrir el mundo de las identidades o el mundo comunitario –los americanos lo llaman communalism porque la palabra «comunidad» tiene otro sentido en inglés. Lo más fácil de entender, porque ya tenemos experiencia, es que el mundo de las culturas, el mundo de las identidades culturales debe romperse; eso significa que creencias, leyes y costumbres, estos tres niveles de normas, deben separarse. Usando la vieja palabra europea, eso se llama laicización. Necesitamos, especialmente en el mundo mediterráneo, dar más importancia, más vida al estudio y a la práctica, por ejemplo, de las religiones. Necesitamos un mejor conocimiento del islam. Necesitamos un conocimiento mejor, una actividad religiosa cristiana o judía mejor. Con la condición de no confundir una religión con un código de leyes, y de no confundir un código de leyes con una serie de costumbres que siempre están muy definidas en el tiempo y en el espacio. Una manera determinada de vivir, alimentarse o controlar la sexualidad está poco vinculada a una visión religiosa. Es urgente separar costumbres locales y temporalmente definidas de códigos de leyes que nunca pueden identificarse con una creencia, y desarrollar, analizar, dar más vida a creencias, sistemas de valores que sean de tipo religioso o de otro tipo. Hay que liberar los sistemas de valores o religiosos de su ambiente limitado o autoritariamente manejado.

 El otro aspecto es más complejo pero es realmente un tema actual. Para que haya una posibilidad de restablecer los vínculos entre los valores y las prácticas necesitamos reconstruir cierto control social y político de los procesos económicos y tecnológicos. Eso se observa en muchas partes del mundo, pero si me refiero sólo al caso de la Europa occidental, es porque la mayoría de los gobiernos son de centro-izquierda, como es el caso de Inglaterra, y eso conlleva una voluntad de unificar o vincular metas económicas con metas políticas, y yo diría que ése es el caso de Cataluña también, porque tampoco es un país que siga una lógica de gobierno totalmente liberal, ya que se hace una política económica liberal vinculada a objetivos de política nacional. El concepto nacional, el concepto democrático, y la política económica liberal se van revinculando en casi todos los países y, muy a menudo,  en los países de la Europa oriental. Fuera de Europa, tuve la oportunidad de discutir estos temas con gente de Marruecos, donde un primer ministro socialista fue nombrado por un monarca absoluto. En muchas partes del mundo –estoy pensando en lo que ha sido la evolución de Corea o Taiwan a lo largo de los últimos veinte años– se observa la reconstrucción de una economía política, o de una política económica, así como la reaparición de políticas, de un cierto tipo de control político de la actividad económica. Por otro lado, en cuanto a las culturas, se está desarrollando un proceso de diferenciación entre varios niveles de normas: el nivel de los valores, y particularmente de las religiones, de los códigos o programas, y el de las costumbres, más o menos informales, pero muchas veces reconocidas como obligatorias.

Lo más complicado es fijar a qué nivel concreto se puede realizar esta vinculación. Yo creo que esta separación del universo de la instrumentalidad del universo de las identidades es total. Las instituciones mediadoras, políticas, las instituciones sociales, la educación… todo eso se ha roto, se ha destruido tan fundamentalmente que yo no veo posibilidad de construir comunicación intercultural desde arriba, sino desde abajo. Cuando digo desde abajo quiero decir que todos participamos del mundo instrumental y del mundo de las identidades, pero afortunadamente tenemos una sola existencia. En la actualidad, y ésta sería mi tesis principal, el camino más real, tal vez el único camino de reconstrucción de la experiencia, es a través del individuo, a través del deseo, de la necesidad de cualquier individuo, de cualquier grupo, de cualquier nación, etc., de combinar el mundo de la instrumentalidad y el mundo de las identidades siempre de manera diferente, singular. La demanda de singularidad, la demanda de individualidad, es lo que yo llamo el proceso de subjetivación, que representa hoy en día la fuerza principal y permite la comunicación intercultural. No se trata –utilizando la palabra bien conocida de Taylor recognition, “reconocimiento”– de reconocer que todos somos semejantes o iguales; no se trata tampoco de reconocer que todos somos diferentes; se trata de reconocer, y eso es un valor universalista, que todos y cada uno de nosotros estamos tratando de construir una solución siempre frágil, siempre limitada, siempre individual, de combinación del sistema de medios con el sistema de fines, de valores. Todos estamos tratando de vivir con sistemas distintos de valores, de significados, dentro de un mundo general, de organización tecnológica y económica, que se encuentra en el mundo entero. La reconstrucción no puede realizarse ignorando la globalización del mundo instrumental y la fragmentación de las identidades –que pueden transformarse en identidades cerradas–, pero necesita la afirmación de un terreno intermedio, que ya no es el terreno de lo político sino la afirmación del sujeto. Algo semejante a la Declaración de los Derechos de los americanos y los franceses, a fines del siglo XVIII. Se trata de poner por encima de la tecnología o del mercado y, por otro lado, de las comunidades, la capacidad y el derecho de cada individuo, de todos los individuos –no sólo personas físicas– de construir una síntesis, análoga y a la vez diferente de las síntesis que el otro está tratando de realizar en otra parte de la ciudad o en otra parte del mundo. Palabras como singularidad e individualismo pueden parecen peligrosas, porque si uno se encierra en su individualidad, ¿cómo se va a realizar una comunicación interindividual, y mucho menos intercultural? Es precisamente lo contrario: un sujeto individual no se puede afirmar sino a través del reconocimiento del otro, de cualquier otro, como sujeto personal también. En primer lugar, se puede hablar aquí de relaciones amorosas, en las que el sujeto se constituye como sujeto a través de su reconocimiento del otro, que, a su vez, lo reconoce como sujeto. Eso indica que la capacidad de comunicación, en el sentido de reconocimiento, es fundamental. Segundo, eso no se puede realizar, ni a escala individual, ni a escala interindividual, fuera de garantías institucionales. Lo que se llama democracia no es un sistema de participación o de representación –aquí me sentiría un poco alumno de Isaiah Berlin, cuando habla de la libertad negativa. Lo que necesitamos hoy, más que nada, es un sistema de garantías. Garantía de expresión, de voto, de desarrollo de nuestras actividades culturales, etc., de tal manera que, por poner solamente un ejemplo, en lo que se refiere a los inmigrados –que en general no son inmigrados sino gente de origen extranjero, que son millones y millones en el caso europeo, o en el caso de EE UU, Canadá, o de los países del Golfo, de muchísimos países del mundo, lo importante es que las leyes y las instituciones les garanticen igualdad de derechos, igualdad de acceso, según sus capacidades, al trabajo y, a la vez, un reconocimiento de su identidad y su cultura, de sus procesos personales y colectivos de creación y transformación de sus valores.

Para terminar, yo quisiera ir un poco más allá de lo que acabo de decir y volver a dar un contenido más histórico, o más macrosocial, a mi análisis. Porque no podemos hablar de todo el mundo, de todos los hombres, de todas las naciones y pueblos sin hacer distinciones. El fenómeno central que estamos viviendo es la decadencia, o por lo menos la transformación, de lo que podemos llamar el modelo europeo, el molde europeo de modernización. El modelo europeo de modernización no se ha definido sólo por la racionalización, sino, de manera mucho más precisa, por la oposición, por la separación lo más fuerte posible de lo racional y lo irracional. Hemos vivido en un mundo dominado por la separación entre un polo caliente y un polo frío, por hablar en términos industriales. El mundo europeo ha creado, ha construido muchos tipos de oposiciones, muchas clases de polarizaciones. Las más visibles e importantes parecen ser cuatro. La primera, la más fundamental, es la polaridad hombres-mujeres. La mujer ha sido inventada como ser irracional precisamente en este momento de modernización. La segunda, muy conocida y sumamente importante también, la oposición hombre adulto-niño. El niño, que es irracional, no se controla. La tercera, la oposición entre el el trabajador dependiente y el empresario, el hombre educado e independiente. Eso está escrito en todas las declaraciones de los derechos humanos de finales del siglo XVIII, o en la política whig, o en el federalismo norteamericano. Es decir, la oposición entre el hombre libre, capaz de la libertad, y el hombre que puede ser mentalmente enfermo o simplemente asalariado. La distancia social entre el asalariado y el empresario aumenta. Y, finalmente, porque además es un poco la síntesis de todos los ejes de polarización, existe la oposición entre el civilizado y el « salvaje », porque el salvaje, además de ser tan perezoso como el obrero, es femenino y es un niño. Así que ahí tenemos un tipo de síntesis. Cuando nos referimos al tema de la reconstrucción de la comunidad, de la interculturalidad, se trata, creo yo, de la recomposición de los elementos que se habían separado. Yo diría que la historia social de los cien o ciento cincuenta años que acabamos de vivir está dominada por la debilitación de estas bipolarizaciones. En primer lugar, hemos tratado de reincorporar en la vida social y política el mundo de los asalariados, para que fueran considerados como seres racionales, que tuvieran la capacidad de negociar, que tuvieran la capacidad de participar en el sistema de decisión y en la vida política con cierto éxito. En segundo lugar, los movimientos de liberación nacional han representado también una ruptura del sistema, llamémosle, colonial, del sistema de dominación colonial, que era global, y a la vez cultural, político y económico. Más recientemente, el movimiento de las mujeres no se define solamente como búsqueda de la igualdad o de una especificidad, sino que significa « queremos ser, a la vez, iguales y diferentes ». Y ésas son las palabras que se pueden aplicar a todos los sectores de la transformación social. Queda solamente un problema por resolver, pero que creo que estamos camino de hacerlo: la liberación de los niños. Todos estamos de acuerdo, y la UNESCO ha proclamado un texto importante sobre los derechos del niño, y lo que pasa en varios países –como en Bélgica– en relación con la  pedofilia, etc., es básicamente la afirmación de los derechos del niño; y ésa es la cuarta gran batalla de recomposición del mundo.

Para terminar, el tema de lo intercultural, de la comunicación intercultural, es importante por su participación en este proceso de recomposición. Hay que deshacer las unidades, las identidades o la pseudoglobalización de los mercados, volver a una acción, una iniciativa, de construcción de sí mismo al nivel más elemental, más existencial posible. Y el resultado o el significado histórico de todo eso es la recomposición del mundo. Por último, debemos actuar en el Mediterráneo, que ha sido el lugar central de todas las dominaciones, de todas las polaridades. El Mediterráneo nunca fue un territorio de unidad e igualdad. Fue, básicamente, un mundo de oposiciones, dominación, guerras, malentendidos, y sus sociedades han estado siempre muy jerarquizadas, y al tiempo muy fragmentadas. Por eso no se debe buscar en el Mediterráneo un modelo ideal, sino más bien intervenir en el lugar que esté particularmente enfermo, buscar y encontrar caminos de reconstrucción, tanto a través del individuo como a través de los sistemas políticos, a través de ese gran cambio cultural que llamo recomposición, maneras de reconstruir culturas.