El dilema del rey

Dividido en el terreno religioso, el golfo Arábigo navega entre el petróleo y la crisis, mientras las autocracias de la región temen las reformas.

Xavier Batalla

Oriente Medio está integrado por dos sistemas: el golfo Pérsico (Arábigo, para los árabes), que produce el 26% del petróleo que consume el mundo, y el conflicto árabe-israelí, cuyo epicentro está en Palestina. El sistema del Golfo lo conforman Irán, Irak y las monarquías del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), es decir, Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Qatar, Omán y Emiratos Árabes Unidos (Abu Dabi, Ajman, Dubai, Fuyaira, Ras al Khaimah, Sharya y Umm al Quwain).

Y el sistema que gira en torno a israelíes y palestinos incluye a todo el mundo árabe (los 22 miembros de la Liga Árabe) más Israel e Irán. Estos dos sistemas regionales se solapan. Irak, aunque pertenece al Golfo, ha participado en la mayoría de las guerras libradas contra Israel, que a su vez ha atacado suelo iraquí incluso cuando árabes e israelíes no estaban en guerra, como ocurrió en 1981 con la destrucción de la central nuclear de Osirak. Y el cambio de régimen registrado en Teherán en 1979 no sólo supuso que Estados Unidos perdiera al Shah, su gendarme por delegación en el Pérsico, sino que los actores árabes contrarios al proceso de paz con Israel empezaron a recibir ayuda de Irán.

Cualquier cambio en uno de los sistemas afecta al otro. La invasión de Irak, con la consiguiente consolidación de Irán como potencia emergente, ha desestabilizado el sistema del Golfo. Algunos actores han desaparecido prácticamente del mapa o han visto reducida su influencia, como es el caso de Irak, en el pasado gobernado por suníes y en el futuro por chiíes, que son mayoritarios; otros han crecido, como Irán, que se ha convertido en una potencia regional y mantiene un controvertido programa nuclear (El Hokayem, Emile y Legrenzi, Matteo The Arab Gulf States in the Shadow of the Iranian Nuclear Challenge. Henry L. Stimson Center, Washington DC, mayo 2006); han aparecido nuevos actores no estatales (Al Qaeda y Ejército del Mahdi), y los Estados autocráticos y prooccidentales del Golfo nadan en petróleo pero no saben cómo guardar la ropa ante el desafío del islamismo.

En este contexto, la relación entre los dos sistemas también ha cambiado. En una región con más de 300 millones de árabes, las dos grandes potencias, Israel e Irán, no son árabes; Turquía, que tampoco es árabe, está emergiendo en lo que antes fue parte del Imperio Otomano, y EE UU ha perdido influencia. El Golfo es una paradoja. Concentra la mayor riqueza del mundo (Gapper, John: “Be thankful for canny Arab wealth”. Financial Times, 29 de noviembre de 2007), a pesar de la crisis económica que también le afecta, pero sus petromonarquías no funcionarían sin la mano de obra extranjera.

Los ocho Estados de Golfo son autoritarios, pero están divididos. Arabia Saudí, cuna del wahabismo (suníes), rivaliza con Irán, el país chií más poderoso. Y las petromonarquías se ven amenazadas por la aparición de fuerzas emergentes: por una parte, los reformistas moderados, cuya influencia es menor; por otra, el islam político y, finalmente, el terrorismo apocalíptico de Al Qaeda, operativo en el Golfo desde principios de siglo, pero que en enero de 2009 formalizó una franquicia, Al Qaeda en la Península Arábiga (AQAP), con base en Yemen y cuyo objetivo es derrocar a los regímenes saudí y yemení.

Y todos estos desafíos se solapan, además, con la rivalidad entre suníes, dominantes entre los árabes, y chiíes, mayoritarios en Irán, Irak, Bahrein y sur de Líbano. Los neoconservadores americanos declararon después del 11 de septiembre de 2001 una guerra global contra el terrorismo para democratizar Oriente Medio, desde Marruecos hasta Irán, que ha sido un fracaso. O, peor, un doble fracaso. Primero, porque la guerra contra el terrorismo no ha funcionado como un concepto capaz de reorganizar Oriente Medio. Y, segundo, porque la elección de Irak como punto de partida de un posible cambio no ha logrado lo pretendido: Irán se ha crecido, se han multiplicado los conflictos y Al Qaeda sigue golpeando.

El acceso al poder en el último decenio de jóvenes gobernantes que sucedieron a sus padres, fueran reyes o presidentes, promovió la idea de cambio. Los relevos se registraron en países muy distintos pero despertaron las mismas esperanzas: el emir Hamad bin Jalifa al Thani asumió el poder en Qatar en 1995; en 1999, Mohamed V, en Marruecos, Abdalá II, en Jordania, y Haman bin Isa al Jalifa, en Bahrein, y en 2000, Bashar el Assad, en Siria. Todos se presentaron como modernizadores, pero la modernización no fue entendida del mismo modo. Básicamente, hay dos modelos. Uno se basa en la reforma de las instituciones en un sentido que proyecta la imagen de cambio pero no aumenta la distribución del poder; esta reforma es el “modelo Bahrein”.

El otro tipo de cambio es el que se limita a cuestiones sociales, como el desarrollo económico y la modernización administrativa, pero no contempla la reforma de las instituciones; éste es el cambio emprendido en EAU y, más cautamente, en Arabia Saudí. En Bahrein, el rey Hamad accedió al trono en 1999, después de cinco años de violentas protestas de la comunidad chií, que, pese a representar el 70% de la población, está discriminada. Y la primera iniciativa del nuevo monarca fue promover una Carta Nacional para resucitar el Parlamento, suspendido en 1975. La nueva Constitución, aprobada en 2002, concedió a la Cámara baja menos poderes de los que tenía. Y la respuesta fue el boicot a las elecciones legislativas de 2002 por parte de las principales sociedades políticas (en la península arábiga, ningún régimen, con la excepción de Yemen, permite los partidos políticos). Después, Al Wefaq, la principal sociedad política de la comunidad chií, aceptó participar en las elecciones municipales y en los comicios legislativos de 2006.

Pero el régimen movió los hilos para que Al Wefaq no alcanzara la mayoría absoluta. La oposición chií es fuerte en Bahrein, base de la V Flota americana. El régimen ha sabido maniobrar hasta situarse entre las sociedades suníes, que disfrutan de una mayoría parlamentaria, y la dividida oposición chií. Pero si el respeto a los derechos humanos y las libertades civiles han mejorado con respecto a la década de los noventa, las tensiones entre suníes y chiíes han aumentado la cautela del régimen. La prueba es su preocupación por alterar la balanza demográfica con la concesión de la ciudadanía a trabajadores de confesión suní procedentes de Siria y Jordania.

La continuidad de los regímenes autocráticos y prooccidentales es una incógnita. La casa de los Saud ha sabido mantener buenas relaciones con Occidente y, al mismo tiempo, con los movimientos islámicos antioccidentales desde que fundara Arabia Saudí, en 1932. La familia real saudí es prooccidental por el suministro de petróleo (tiene las mayores reservas conocidas), pero también ha financiado grupos antioccidentales, entre otros el talibán. ¿Cómo lograron los Saud este equilibrio? Con dos pactos, uno para legitimarse y otro para defenderse. Primero sellaron un compromiso en 1745 con el wahabismo, fundado por el puritano Ibn Abd al Wahab, a cambio de que se respetara lo que es del César. Y después pactaron con Franklin Roosevelt que Washington defendiera el reino a cambio de petróleo.

El futuro del reino saudí es incierto. La única reforma de las instituciones ha consistido en la elección de unos consejos municipales cuyo poder es limitado. Y la demanda de reformas continúa mientras se amplifica la disonancia entre tradición y ansias de modernidad. Los jóvenes invierten años en escuelas y universidades, pero el desempleo sigue siendo muy elevado, entre otras cosas porque las nuevas generaciones no están preparadas para acceder a unos puestos de trabajo que, por lo general, ocupan extranjeros. Muchos jóvenes, hombres y mujeres tienen acceso a universidades extranjeras, lo que les acerca a la modernidad, pero regresan a una sociedad que continúa siendo profundamente religiosa, lo que también limita los derechos de la mujer. Uno de los aspectos más intrigantes de la política saudí es la sucesión en su cúpula.

Desde su fundación, Arabia Saudí sólo ha tenido seis soberanos: Abdul Aziz (1932- 53) y sus hijos Saud (1953-64), Faisal (1964-75), Jalid (1975-82), Fahd (1982-2005) y el actual rey Abdalá. Como resultado de este proceso, en el que los únicos candidatos posibles son los hijos del fundador, cada nuevo soberano es más viejo que el anterior. Abdullah tiene 86 o 87 años, según las fuentes, y el príncipe heredero Sultan bin Abdul Aziz, 82. De mantenerse la norma de que el sucesor sea uno de los hijos de Ibn Saud, los reinados están condenados a ser cada vez más breves y las sucesiones más frecuentes. El sultán Qabus bin Said al Said de Omán, en el poder desde 1970, cuando un golpe muy británico derrocó a su padre, es otro caso intrigante. Su padre fue descabalgado porque se negaba a extraer petróleo.

Y al acceder al trono, el nuevo sultán, de educación inglesa, se comprometió a destinar los ingresos del petróleo (ahora, el 70% del total) para sacar el país de la oscuridad. Lo ha conseguido, pero la era del petróleo está llegando a su final, al menos para Omán. No faltan expertos para quienes la retórica sobre la escasez de petróleo procede de la fantasía de los ecologistas, pero también abundan los convencidos de que la producción mundial llegará pronto a su cenit absoluto, tanto por agotamiento como por el recurso a las energías renovables en el combate contra el cambio climático. Es más: hay analistas que advierten de que todo intento por parte de los países productores de manipular los precios acelerará la búsqueda de energías alternativas, lo que significaría el final de la era del petróleo. Sea como fuere, Omán es la primera petromonarquía que tiene el depósito en la reserva. Las reservas de crudo se calculan en Omán en unos 5.600 millones de barriles, lo que da al sultanato un respiro de apenas 20 años.

La crisis económica internacional también le ha afectado, pero no como al resto del CCG. En Dubai, el 80% de los proyectos urbanísticos se han paralizado. Omán, por el contrario, ha diversificado riesgos y no ha apostado por los proyectos urbanísticos, sino por el desarrollo industrial y la logística. El índice Bertelsmann sobre democracia le da a Omán 3,98 sobre 10, aunque la mujer no sufre la misma discriminación que padece en su vecindario y el ibadismo, rama suní mayoritaria en Omán, no es antioccidental como el wahabismo saudí, al que teme. Pero el sultán es el jefe de Estado, primer ministro y ministro de Finanzas, Defensa y Asuntos Exteriores. El régimen es estable, pero no hay partidos ni sociedad civil. ¿Qué pasará cuando falte el sultán, que aguanta todo?

La dependencia energética de EE UU con respecto al Golfo (el 17% de sus importaciones) no es tan grande como la de Japón, que depende en un 80%, pero los árabes están convencidos de que su importancia aumentará por la demanda de China e India. El Golfo, que es un protectorado americano, suministra el 26% del petróleo que consume el mundo y la previsión es que crezca hasta el 32% en 2025, lo que aumentará la conflictividad. El CCG se creó en 1981, bajo el paraguas americano, como respuesta a la revolución iraní. Y las monarquías árabes respaldaron a Irak en la guerra contra Irán (1980-88) y financiaron la intervención americana para expulsar a los iraquíes de Kuwait (1990-91). Las monarquías también temen, sin embargo, otra guerra en la región, aunque no bajen la guardia. La administración Obama anunció en septiembre de 2010 el propósito de vender armamento a Arabia Saudí por valor de 60.000 millones de dólares, lo que de ser aprobado por el Congreso sería la mayor venta de armas de la historia.

Los regímenes árabes estén emplazados ante un dilema, como afirma Vasily Nasr, analista de origen iraní. Arabia Saudí y Kuwait, con importantes minorías chiíes, temen la influencia de Irán, que amenaza con la nuclearización del Golfo. Pero Qatar, Emiratos Árabes Unidos y Omán, con lazos económicos con Irán, están por la distensión (Nasr, Vali y Ray Takeyh, Ray: “Get Teheran inside the tent”. International Herald Tribune, 6 de diciembre de 2007). Unos 400.000 iraníes viven en EAU y 9.000 empresas de propiedad parcialmente iraní están registradas en la Cámara de Comercio de Dubai, el más mercantil de los emiratos. En el Oriente Medio musulmán casi todo está mal repartido. Egipto tiene demografía y agua, pero carece de petróleo. Y las monarquías del Golfo tienen petróleo, pero no demografía y agua.

Es decir, lo que está repartido igualitariamente es la autocracia, por lo que los países del CCG tienen más desafíos: el colapso económico de Dubai, que se ha producido en un fondo de corrupción y autoritarismo, y el reto de la globalización, que erosiona el contrato social por el que se distribuyen subvenciones a cambio de pasividad política. Es decir, las autocracias tienen que decidir si pactan o no con los islamistas, quienes ya les fuerzan a subrayar su carácter musulmán como única muestra de legitimidad. Y esto les plantea otro dilema. Samuel Huntington, autor del choque de civilizaciones, ha escrito que los regímenes moderados y prooccidentales tienen que afrontar lo que denomina “el dilema del rey”. Este dilema se plantea cuando las reformas limitadas e inspiradas desde arriba a menudo tienen consecuencias opuestas a las previstas: en lugar de reducir las demandas en favor del cambio, lo único que hacen es aumentarlas (Huntington, Samuel: Political Order in Changing Societies, Yale University Press, 1968).