El día a día cultural en Túnez

Mientras el país celebra más de 200 festivales al año –cine, teatro, música–, otros sectores –libro, salas de cine, museos– reivindican un política cultural más activa.

Zohra Abid

Festivales, coloquios, exposiciones, jornadas teatrales o cinematográficas, espectáculos de canto, música y danza, certámenes poéticos… Éstos y otros encuentros, nacionales o internacionales, para jóvenes y no tan jóvenes, jalonan las cuatro temporadas del año cultural en Túnez, país de 10 millones de habitantes que celebra entre 250 y 300 festivales. No basta, aseguran, sin embargo, las mentes preclaras. Se necesitaría más para que este país de vocación turística pudiera desmarcarse de la región y brillar como es debido en la orilla sur del Mediterráneo. Túnez es el país del sur del Mediterráneo donde se celebra anualmente el mayor número de manifestaciones artísticas y culturales. De enero a diciembre, se suceden las actividades, caracterizadas por su variación. Se ve un poco de todo, para todos los gustos. En cuanto a la calidad, hay cosas buenas y otras no tanto.

Eso sí, las manifestaciones de alta factura artística se pueden contar con los dedos de las manos. Lo más habitual es que el resto se organice para llenar el vacío cultural, mantener ocupada a la población y, en todo caso, repartir las subvenciones estatales entre actores y creadores, que no se quejan, ni mucho menos. Este compromiso oficial del Estado con la cultura no es nuevo. Se remonta a los primeros años de la independencia, en 1956. Por aquel entonces, la producción y la difusión culturales dependían totalmente de los poderes públicos. Éstos organizaban, financiaban y se ocupaban hasta del más ínfimo detalle de la programación cultural, a través del Ministerio de Cultura y sus muchos departamentos especializados, en particular el Comité Cultural Nacional (CCN). Otros actores culturales públicos eran los ayuntamientos, propietarios de los principales espacios de representación heredados del periodo colonial (teatros, galerías de arte, casas de cultura…), que contribuían a la dinamización de los núcleos urbanos, intentando, en la medida de lo posible, adecuarse a las vocaciones y particularidades de cada región.

Hubo que esperar hasta principios de los años ochenta para que el sector cultural se abriera progresivamente a actores privados. Nacieron, así, nuevos espacios culturales, la mayoría fundados y animados por gente del teatro. Es el caso de El Teatro, El Hamra, l’Etoile du Nord (en Túnez) y Madar (en Cartago). De paso, surgieron sociedades privadas de producción teatral, cinematográfica y musical. Les siguieron escuelas de formación en profesiones artísticas (teatro, cine, danza moderna, artes plásticas…). Movidas por esta efervescencia creadora, los eventos se multiplicaron y diversificaron, hasta incluir prácticamente todas las disciplinas.

Sin embargo, a pesar de la aparición de mecenas y patrocinadores privados, la financiación de estos acontecimientos, correspondientes a todas las especialidades, siguió dependiendo, en gran parte, de las subvenciones estatales, y, en menor grado, de las contribuciones puntuales de los centros culturales instalados en el país (sobre todo francés, italiano, español, ruso, americano, libio…). Consecuencia: salvo algunas excepciones, las grandes citas culturales del año siguen siendo patrimonio del Estado. Mencionaremos las más importantes y las más arraigadas en las costumbres de los tunecinos, en particular las Jornadas Cinematográficas de Cartago (JCC) y las Jornadas Teatrales de Cartago (JTC). Las primeras se celebran desde 1966 y las segundas desde 1988. Ambas se organizan en octubre, cada dos años y alternativamente.

Constituyen un escaparate de ofertas para la producción cinematográfica y teatral del Magreb, África y el mundo árabe. Aquí han hecho sus primeros pinitos la mayoría de los grandes nombres africanos y árabes del panorama cinematográfico y teatral: desde el egipcio Yusuf Chahin hasta el senegalés Usman Sembene, pasando por el tunecino Nuri Buzid, el burkinés Idrissa Uedraogo o el palestino Michel Khleifi. Además del Festival de la Canción Tunecina (marzo), la Feria del Libro de Túnez (abril) y el Mes del Patrimonio (abril-mayo), el Ministerio de Cultura organiza o coorganiza, durante la temporada veraniega, muchos festivales internacionales. Destaca el Festival Internacional de Cartago (julio-agosto), que se celebra desde 1964, en el anfiteatro romano del casco antiguo (7.500 localidades), situado a 20 kilómetros al norte de la capital. Asimismo, es digno de mención el Festival Internacional de Hammamet, organizado desde 1964 por la misma época, en el teatro al aire libre (1.000 localidades) de esta ciudad balneario situada a 60 kilómetros al sur de Túnez.

Estos dos acontecimientos, que atraen a mucho público, están dedicados sobre todo a conciertos de música y canto, así como a espectáculos de ballet. De Louis Armstrong a Maurice Béjart, de Ray Charles a Carolyn Carlson, de Dalida al ballet del Bolshoi, de James Brown a la Ópera de Pekín, de Joe Cocker a Salvatore Adamo… Las mayores figuras de la escena internacional han actuado en ambos festivales, considerados los más importantes del sur del Mediterráneo. Tras el éxito de los festivales de Cartago y Hammamet, casi todas las otras grandes ciudades del país se han hecho con sus propios festivales de verano: de Bizerte (Norte) a Gabes (Sur), pasando por Nabeul, Susa, Mahdia, Sfax, etcétera. El objetivo no es otro que llenar las largas noches de verano, a menudo calurosas y propicias a las salidas en familia, así como garantizar una oferta adaptada a las necesidades de los jóvenes durante las vacaciones escolares.

Además, las bulliciosas noches veraniegas en los teatros al aire libre aportan un componente de animación necesario para que las ciudades balneario arranquen a los turistas (siete millones de visitantes al año) de los ambientes húmedos de los establecimientos hoteleros, donde los visitantes tienen cierta tendencia a confinarse entre baño y baño de sol. El Tabarka Jazz Festival (julio-agosto) nació en 1970 para responder a los gustos de esta clientela europea. Por aquel entonces, un joven promotor turístico local, Lotfi Belhasin (futuro fundador del Club Aquarius y Air Liberté) creó ese festival de música que, en pocos años, se ha convertido en cita artística de prestigio internacional. Su eslogan, “Yo no quiero broncearme, idiota”, se ha hecho muy famoso. Sin embargo, a partir de mediados de los años ochenta, este acontecimiento se hundió en la mediocridad.

Habría que esperar hasta 1996 para que resucitara. En la actualidad está dedicado a varios géneros: jazz (ayer, ahora y siempre), pero también rock, ritmos latinos, músicas del mundo y rai, para atraer a los vecinos argelinos apasionados del género. Sin embargo, desde hace cuatro años, el Tabarka Jazz Festival debe hacer frente a la competencia de otro. Se trata de Jazz à Carthage by Tunisiana (abril). Esta iniciativa privada, de la mano de Scoop Organisation, hace las delicias de los aficionados a las fusiones de jazz, blues y música oriental. Otro gran acontecimiento musical: el Festival Internacional de Música Sinfónica de El Yem (julio). Desde 1985, en el suntuoso anfiteatro de esta ciudad antigua, construido en el siglo III, con capacidad para 3.000 espectadores, se dan cita orquestas de todo el planeta. El Yem también es la sede de Découvertes 21 (septiembre), cuyos protagonistas son los artistas en ciernes, a los que ayuda a grabar su primer álbum o a encontrar su hueco en los programas de algún festival extranjero. Doc à Tunis es un festival dedicado a los documentales.

Este espacio, organizado por un promotor privado, Ness El Fen, y dirigido por Sihem Beljodya, va por su cuarta edición. Sin embargo, ya se está imponiendo como una de las citas ineludibles para los especialistas del género. Ex bailarina y coreógrafa, Beljodya organiza además la Primavera de la Danza (mayo), también conocida como Jornadas Coreográficas de Cartago. Este acontecimiento es a la danza lo que las JCC y las JTC son al cine y al teatro: un escaparate de lo mejor y más original de la danza contemporánea en África y el mundo árabe. El Ramadán también cuenta con su pequeña ración de festividades. Durante el mes sagrado de los musulmanes, Túnez, al igual (si no más) que el resto de países de la región, vive al ritmo de los rituales religiosos, los cantos espirituales y otras actividades tradicionales. Cada ciudad, pueblo o barrio organiza su propio festival. El más veterano y prestigioso, el Festival de la Medina, se celebra anualmente desde 1982. La cita suele ser en antiguas residencias y palacios de la medina de Túnez transformados para la ocasión en espacios de animación cultural.

Compañías de música tradicional árabes, pero también europeas y asiáticas, entre otras, presentan un programa ecléctico que lleva el sello de la autenticidad. El éxito del Festival de la Medina ha incitado a promotores privados a crear, con o sin la ayuda del Ministerio de Cultura, manifestaciones similares. Un ejemplo es la Semana Espiritual, organizada durante el Ramadán por la Asociación de Seguidores de la Creación Musical (ASCM), cuyo programa favorece a los músicos y cantantes especializados en el arte litúrgico. La ASCM, dirigida por el médico y escritor Lotfi Mraihi, organiza otras dos citas frecuentadas por un público de aspiraciones melómanas: el Festival de Canto a Capela (noviembre) y la Semana de la Música Instrumental (febrero).

Asimismo, destacan Mûsîqât, el festival de música espiritual organizado en el palacio Eneyma Ezahra de Sidi Bu Said, un pueblecito de arquitectura arabo-andaluza situado en el norte de Túnez. Se trata de la antigua morada del pintor y musicólogo francés Baron Rodolphe d’Erlanger, autor de una enciclopedia de música árabe en seis volúmenes, que murió en Túnez en 1932. Hoy este espacio alberga el Centro de Músicas Árabes y Mediterráneas, así como otras manifestaciones culturales, como el Festival de Jóvenes Virtuosos (febrero). El Festival de la Risa, organizado desde hace unos años por Yalil Prod, una sociedad privada del sector del espectáculo, celebró su tercera edición en enero, en el teatro municipal de Túnez. Esta manifestación, presentada como “una gran explosión de felicidad y de buen humor”, presenta sobre todo a estrellas de la comedia francesas y magrebíes.

Esta profusión de festivales, que brindan tanto la ocasión de divertirse como de disfrutar, es una de las dos caras de la moneda. La otra es que el libro está perdiendo fuelle. La Feria Internacional del Libro sigue intentando dar protagonismo a la creación literaria. Lo mismo hacen los premios literarios, como el de la compañía de seguros Comar, otorgado cada año a las mejores novelas tunecinas escritas en árabe y francés; el del Centro de Investigación, Estudios, Documentación e Información sobre la Mujer (Credif), que galardona las mejores creaciones femeninas del año, o el de la Medina Mediterránea Hammamet, concedido a los escritos sobre el patrimonio. No obstante, no puede decirse que estos premios, que tienen el mérito de existir, estimulen las ventas de los libros laureados, cuyas tiradas siguen siendo, desgraciadamente, muy limitadas (entre 1.000 y 1.500 ejemplares).

Pero no sólo se quejan escritores, editores y libreros. Los gestores de las salas de cine también tienen buenas razones para fruncir el ceño: sus butacas están vacías. ¿La razón? Los tunecinos ya no van al cine, o lo hacen muy raramente. Prefieren ver películas en casa. Como resultado, las copias piratas alimentan hoy un comercio floreciente. Con la connivencia de las autoridades, que de vez en cuando castigan duramente a los “piratas”, pero los toleran el resto del tiempo. La causa: ese comercio, aunque ilícito, da de comer a miles de hogares. El apartado de los museos, que sufren una enorme falta de visitantes, tampoco es para dar saltos de alegría. No obstante, el Estado sigue invirtiendo en la protección de los emplazamientos arqueológicos. Eso sí, en el marco de una política de desarrollo del… turismo. Y es que si esos lugares ya no interesan realmente a los tunecinos, siempre se puede captar el interés de los visitantes extranjeros.