El derecho de acceso al agua

Considerado un derecho humano fundamental, el acceso al agua debe poder ejercerse con independencia de toda consideración, incluso de orden financiero.

Mehdi Lahlou

El agua, considerada cada vez más como un bien común universal, es, junto con el aire, la base de la vida. No basta, pues, con decir que se trata de un recurso natural indispensable para la vida humana: para la supervivencia y la salud, para la producción de alimentos y las actividades económicas de todo tipo, así como para el bienestar de las personas y de las sociedades y para las distracciones de toda clase. Por todo ello, el agua es, a priori, un derecho humano que debe satisfacerse independientemente de toda consideración, incluso de orden financiero.

No obstante, basándose en dos conceptos –“el estado de alerta” y “el estado de penuria”–, considerados para abordar un contexto de falta de agua, en 1996, la ONU estimó, a partir de una hipótesis media de crecimiento de la población mundial, que 2.200 millones de personas se enfrentarían en 2050 a una situación de penuria de agua y que 4.600 millones de personas vivirían una situación de alerta. Representaría un total de 6.800 millones de personas sobre 11.200 millones, repartidas entre 60 países, que deberían hacer frente, dentro de menos de 50 años, a una escasa disponibilidad de agua.

En realidad, actualmente la escasez de agua y las dificultades para acceder tanto a ella como a los servicios de saneamiento vinculados, corren parejas con la pobreza y la precariedad social y política que afectan a una parte de la población mundial, sobre todo en África. Expresado en cifras:

– 1.500 millones de personas, casi todas ellas en países pobres africanos, asiáticos y latinoamericanos, no tienen acceso a agua potable sana.

– 2.400 millones de personas viven sin acceso a los servicios de saneamiento, tanto sólido como líquido.

– 30.000 personas mueren al día de enfermedades debidas a la ausencia de agua potable y de servicios higiénicos. Entre éstas, hay 6.000 niños que mueren a diario por enfermedades asociadas a la falta de agua potable y de servicios de saneamiento adecuados.

– 600.000 agricultores surafricanos blancos destinan al riego el 60% de los recursos hídricos del país, cuando 15 millones de ciudadanos de color no tienen acceso a agua potable.

– La mitad de los pueblos palestinos no dispone de agua corriente; mientras que todas las colonias israelíes tienen sus necesidades cubiertas.

Paralelamente, e incluso a raíz de esta situación, que demuestra que el derecho al agua dista de ser una realidad para todos, uno de los temas recurrentes del debate sobre el agua como derecho fundamental ha sido que debe reconocerse que la disponibilidad de este recurso representa una condición previa necesaria para la mayoría de derechos humanos fundamentales. En este sentido, debido a la imposibilidad de acceder a un mínimo de agua salubre/potable, el acceso a otros derechos considerados obvios, como el derecho a un nivel de vida adecuado, educación, salud, vivienda digna y, de modo global, al bienestar y a los derechos civiles y políticos, carece de significado y llega a convertirse en algo irrealizable.

La mayoría de los observadores implicados en los derecho humanos estiman que la Declaración original de los Derechos Humanos de 1948, en la que se basan todas las declaraciones posteriores, no pretendía incluirlo todo, sino más bien reflejar los elementos constitutivos de un nivel y unas condiciones de vida adecuados. La exclusión del agua como derecho explícito se debía más a su naturaleza: como el aire, el agua se consideraba tan fundamental que no pareció necesario incluirla explícitamente. Como el derecho a la vida, el derecho a acceder al agua se consideraba tan obvio que hace unas décadas su escasez no se planteaba.

Desde entonces, un buen número de ONG y defensores de los derechos humanos han exigido que el acceso al agua se reconozca como un derecho fundamental, lo que garantizaría la toma de medidas en nombre de quienes no gozan, sobre todo por razones financieras, de ese acceso. Consideran que la obligación jurídica que emana del reconocimiento del derecho de acceso al agua debería incitar a los gobiernos, tanto de los países en desarrollo como de las naciones ricas, a instituir políticas adecuadas de financiación y de ayuda a la producción y el reparto de los recursos hídricos, y dotaría a las asociaciones ciudadanas de una base más sólida para presionar a los responsables políticos para que logren que el acceso al agua sea más efectivo para todos.

Las Naciones Unidas y el derecho de acceso al agua

En 2002, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, doblemente forzado por la escasez física del agua y el aumento de los costes para disponer de la misma, afirmó que el acceso a una cantidad suficiente de agua salubre para usos personal y doméstico es un derecho humano fundamental universal. En su Observación General nº15 sobre la puesta en práctica de los artículos 11 y 12 del Pacto internacional relativo a los derechos económicos, sociales y culturales de 1966, ese mismo Comité declaró que “el derecho al agua es indispensable para vivir dignamente. Es condición previa para la realización del resto de derechos humanos”.

Esta observación general no vincula a los 146 Estados que por aquel entonces habían ratificado el Pacto internacional; su objetivo es favorecer y promover su puesta en práctica. Goza de un peso innegable y de una gran influencia, pues en este caso se refiere a un derecho fundamental, aunque carezca de carácter obligatorio. Esta observación subraya, asimismo, que los Estados que hayan firmado el Pacto internacional están obligados a hacer realidad progresivamente y sin discriminación el derecho al agua en cantidad suficiente, barata, físicamente accesible, segura y aceptable para los usos personal y doméstico.

El ejercicio de ese derecho debe ser factible y práctico, según el texto, dado que todos los Estados participantes controlan en principio una amplia gama de recursos, en particular el agua, la tecnología, los medios financieros y la ayuda internacional, así como todos los derechos incluidos en el Pacto. La decisión indica que el concepto de abastecimiento de agua debe interpretarse de un modo compatible con la dignidad humana, y no en sentido estricto, refiriéndose únicamente a criterios de volumen y a aspectos técnicos o financieros. Así, el agua debería considerarse un bien social y cultural, y no un bien económico, cuya disposición por parte de la ciudadanía dependería de la ley de la oferta y la demanda y, por tanto, en última instancia, de la capacidad de esa ciudadanía para pagarla y poder disponer de ella según sus necesidades.

Sin embargo, este punto de vista difiere completamente de las decisiones tomadas en varios foros internacionales sobre el agua celebrados a partir de los años noventa bajo los auspicios del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio. Entonces, el agua se consideraba un bien económico –análogo a todo bien industrial o agrícola–, lo que representa la mayor manifestación de un cambio ideológico y político radical en favor de enfoques basados en el mercado que reflejan “el verdadero precio” del agua, reduciendo a la vez las subvenciones que permiten acceder al agua a toda la ciudadanía e introduciendo concomitantemente el sector privado en los servicios de abastecimiento y distribución de agua.

Algunos retos relacionados con el derecho de acceso al agua

De hecho, el agua, un recurso natural, un bien común vital, se ha convertido en un recurso cada vez más escaso en muchas regiones del mundo. Escaso, en el sentido de que está físicamente muy poco disponible, en determinadas regiones, mientras que en otras la multiplicidad de la demanda incrementa las tensiones, sobre todo económicas y políticas, con respecto a sus usos. Esta escasez, cada vez más confirmada, es una de las consecuencias más importantes del rápido aumento de la población mundial registrado durante los últimos 50 años, acompañado por el incremento del consumo y de los usos del agua, para las necesidades humanas directas, así como para el riego y la industria, además de la intensificación, paralela a esos dos usos muchas veces inconsiderados, de la contaminación, que ha provocado que gran parte de las aguas superficiales y subterráneas dejen de ser aptas para el consumo.

En las zonas más secas, donde a menudo viven las poblaciones de los países más pobres, se produce un descenso muy rápido de la disponibilidad de agua. Esos países, y muchos más, entre ellos los del este y el sur del Mediterráneo, en particular del Magreb, ya conocen el estrés hídrico, y se enfrentan a todos los desafíos relacionados con el agua, entre los que destacan los retos físicos y económico-financieros. En cuanto a los retos físicos que plantea el agua en el sur y el este del Mediterráneo, las estimaciones muestran que prácticamente en todos los países de la zona, la disponibilidad de agua por persona se situaría en 2025 en una media de 350 metros cúbicos, con un mínimo de 47 metros cúbicos para los libios.

Retos económico-ideológicos

Por lo que respecta a los retos económico-financieros e ideológicos, el enfoque hoy predominante entre los Estados es el del mercado como instrumento y modo de regulación de la escasez de agua. Frente a semejante lógica de mercado, las distintas consideraciones fundamentales con respecto a la utilidad y a la escasa disponibilidad de agua en amplias regiones del mundo deberían convertirla en un bien comercial, en el sentido estrictamente económico del término, lo que potencialmente representa para el mercado privado una de las mejores fuentes de beneficios, a medio y largo plazo. En realidad, los “mercaderes” consideran el agua una “fuente” inagotable de ingresos.

Y ello debido a su escasez, que normalmente tendería a incrementar el precio; a la demanda continua y en fuerte progresión de ese recurso, que garantiza la perennidad de las salidas; a su uso (sus usos), que convierte (convierten) a toda la población, sea cuál sea, en una clientela perpetua, y a su carácter irremplazable, que impide que ningún otro producto ocupe su lugar y satisfaga las necesidades por las que se busca. En su opinión, por tanto, el agua no debe dejarse en manos del Estado ni de una colectividad pública. Sin embargo, paradójicamente, las mismas características de escasez, de absoluta necesidad, de insustituibilidad y también de “don de la naturaleza” sitúan el agua, en la escala de las necesidades humanas que sastisface, en un lugar aparte, sin punto de comparación con ningún otro bien o servicio.

En efecto, estas peculiaridades convierten el agua en un bien vital, y, en consecuencia, el Bien cuya producción, preservación y gestión el colectivo no puede cederlo al mercado. Es decir, exclusivamente a las leyes de la oferta y la demanda y, por tanto, del beneficio. Más aún cuando representa uno de los elementos constitutivos de la naturaleza en el sentido universal del término y es, naturalmente, un Bien común, localmente, a escala de un colectivo nacional y, cada vez más, a escala planetaria. El agua, por tanto, constituiría el ejemplo típico del Bien común universal o un “patrimonio común de la humanidad”. Sería, en este sentido y tal como se ha indicado, un verdadero derecho humano al que debe garantizarse a todos el acceso continuamente, en las mejores condiciones, sin ninguna discriminación, sea del origen que sea, y en particular sin ninguna discriminación de orden financiero en relación con el nivel de renta de la población.

Es en este contexto donde hay que situar hoy el debate que se desarrolla en Francia (país de origen de varias de las principales empresas privadas de agua del mundo) por ejemplo, entre los partidarios de privatizar la gestión del agua y quienes, escaldados entre otras razones por los problemas de la ciudad de Grenoble, exigen su “remunicipalización”, esto es, que vuelva a gestionarse pública o municipalmente. Son muchos los que sostienen, a menudo esgrimiendo los mismos ejemplos, que la mala gestión, sobre todo del agua, y la corrupción no son patrimonio exclusivo del sector público ni de los países en desarrollo del sur del Mediterráneo, en este caso. Desde esta misma perspectiva, hay analistas y responsables políticos o económicos, tanto en los países del Norte como en los países en vías de desarrollo, que tienden a considerar, en las operaciones de privatización, sobre todo al recurrir a capitales privados extranjeros, únicamente la aportación de nuevos fondos en divisas que representa originariamente.

En general, pocas veces en los casos de venta de empresas o de concesión de servicios públicos a grupos internacionales se ponen de relieve la eventual repatriación de dividendos o los ingresos por la venta de la empresa privatizada. No obstante, todo inversor privado persigue, antes que nada, dos objetivos concomitantes: rentabilizar su capital asegurándose un porcentaje de beneficio mínimo y preservar la inversión inicial. Y en los países con gran inestabilidad política y social, como suele suceder con los países africanos, suelen buscar un rendimiento muy fuerte desde el principio y recuperar rápidamente el capital invertido aprovechando todas las reducciones y técnicas contables y fiscales posibles, entre ellas “la amortización regresiva”.

No obstante, esta técnica que se aplica normalmente a las grandes inversiones, por lo general al principio de la producción, está en este caso, más que en ningún otro, fuera de lugar. En efecto, las multinacionales, concesionarias de servicios de distribución de agua –sobre todo en los países en vías de desarrollo– sólo intervienen en la última fase del proceso de producción, traída, puesta del agua a disposición de las poblaciones. No participan ni en las grandes obras de construcción de presas, ni en otras infraestructuras de base, ni en la realización de grandes canalizaciones, que se dejan, “naturalmente”, en manos de la colectividad.

De este modo, los precios del agua que estas multinacionales suelen fijar, no están técnicamente fundados –antes de estarlo políticamente–, ya que de ningún modo pueden tener en cuenta lo que se hace en una contabilidad industrial y comercial normal, es decir un cálculo en términos de costes fijos y costes variables. Y como además, los grandes gastos por adelantado se financian sobre presupuesto, resulta que la mayor parte del precio del agua facturada al consumidor se paga dos veces en vez de una: una vez en el momento del pago del impuesto y una segunda en el mostrador de la sociedad concesionaria, siendo ésta su principal intervención.