El cine dirigido por mujeres

Farida Benlyazid

Cineasta, Marruecos

En mi infancia, en Tánger, veíamos películas de todo el mundo. A mi madre le gustaba el cine y me llevaba casi cada día. Películas americanas, españolas, italianas, francesas, egipcias e incluso indias. Mi madre era moderna, le gustaban las fiestas, las risas y las canciones, y me había convencido de que mi padre «estaba atrasado», como se decía en la época; es decir, era tradicional, un hombre de principios que habría querido comprender a mi madre, pero que, sin embargo, no lo consiguió. Su fantasía y alegría de vivir le encantaban, pero su inconsciencia lo desarmaba y le provocaba un enorme pavor.

Se separaron cuando yo tenía ocho años, y me quedé con mi padre y mis siete hermanos y hermanas. Mi abuela vino a vivir con nosotros, imponiéndonos un rigor penoso pero al mismo tiempo tranquilizador. Finalmente mi padre se casó con una mujer encantadora, razonable y llena de atenciones para con todos nosotros. No podía tener hijos y realmente nos consagró todo su tiempo. Ella fue la que nos hizo descubrir la cultura marroquí y sus sutilezas. Me acuerdo de que, cuando llegó, a menudo hablábamos español —mi madre había nacido en Melilla—, una lengua que la mujer de mi padre no comprendía, por lo que se sublevó contra ese hecho, por lo menos en la mesa. No estaba contra la modernidad, sino que pacientemente procuró enraizarnos en nuestra cultura y enseñarnos a evolucionar con ella. Mi madre a menudo la llamaba por teléfono para agradecerle que se ocupara tan bien de sus hijos y hasta le enviaba regalos. Al cine ya no iba más que una vez a la semana, en compañía de mis hermanos. Mi padre nos decía entonces, sonriendo irónicamente: «Se burlan de vosotros, os cuentan historias y se quedan con vuestro dinero».

Cuando veo esas producciones americanas que continúan atrayendo a las masas fascinadas, que pagan para ser manipuladas, me digo a mí misma que mi padre no estaba tan equivocado… Contrariamente a mis hermanos, no estaba resentida con mi madre por haberse ido. Comprendía su lucha de mujer por vivir su libertad. Como ella, quería ser moderna; escuchaba los sermones de mi abuela, que me decía que, cuando fuera mayor, ya haría lo que quisiera. No me rebelaba, mi padre siempre trataba de convencernos mediante la razón. Estaba muy presente, y era afectuoso y persuasivo. Comencé a mentir para no hacerle sufrir. En cuanto tenía dinero, hacía novillos para ir al cine que estaba al lado del instituto. También me refugiaba en los libros. Leía de todo: literatura rosa, literatura verde, novelas de éxito y hasta fotonovelas, que había descubierto en el colmo de la felicidad. Nadie controlaba mis lecturas y yo me aprovechaba de ello para evadirme sin moverme de casa. A los catorce años Simone de Beauvoir se convirtió en mi modelo… Así pues, dentro de mi cabeza vivía una vida paralela, adaptándome al modo de vivir de una chica obediente.

Me casé a los diecisiete años y tuve dos hijas… Pensaba que mi marido, un revolucionario que había sido condenado a muerte, comprendería mi sed de libertad… Desde luego, era muy romántica. Después de muchas dificultades que me enfrentaron a las leyes de mi país, conseguí divorciarme. A los veintitrés años, contra la opinión de todo el mundo, me fui a París para estudiar en una escuela de cine. Trabajé, crié a mis hijos y estudié. Al cabo de diez años regresé a Marruecos con la firme intención de hacer cine. Comencé siendo guionista. Ayudada por la nostalgia, tenía un deseo profundo de hablar de mi cultura. La vida en París me había agotado, y el progreso había perdido su atractivo. Un día, mi padre vino a París con su segunda mujer, aquella a la que habíamos aprendido a querer; veía cómo vivía y sentía pena por mí: «¿Ésa es la libertad que querías? ¡Trabajas el doble!». Y aunque es verdad que siempre hay algo que en este aspecto no va del todo bien, si ése es el precio, estamos dispuestos a pagarlo… Un día, a propósito de mi carrera cinematográfica, que estaba en sus comienzos, un periodista me dijo: «¿Qué has hecho para merecer esto?».

Me tomé a risa su pregunta, como una ocurrencia, pero jamás la olvidé. Entre los que empezábamos, y que trabajábamos para impulsar el cine en Marruecos, había un deseo, una pasión, que nadie podía comprender. Algunas películas filmadas después de la independencia habían arruinado a sus productores, y nadie creía que en Marruecos se pudiera hacer cine. Éramos cuatro gatos empeñados en administrar la miseria para propiciar la existencia de algunas imágenes de nuestra cultura. Pero habíamos llegado demasiado tarde: el mercado estaba tomado por los americanos, los egipcios y los indios, que habían instalado sus redes desde el principio. Día tras día, tratamos de convencer a los poderes públicos de la importancia del cine para nuestra cultura.

En nuestros días, es como si un país que no tiene imagen sea un país cuya cultura está llamada a desaparecer. Las imágenes del otro son las únicas que se imponen a nuestros jóvenes y que los modelan unilateralmente (de ahí surge el deseo de emigrar). Me acuerdo de que, al principio, los espectadores marroquíes no podían evitar reírse viendo a los personajes expresarse en su lengua, en decorados que les eran familiares. Con el tiempo, nuestras producciones mejoraron, y el público se interesó por ellas. Finalmente, se impuso una voluntad política que permitió el surgimiento de jóvenes cineastas, a través de la creación de un fondo de ayuda a la producción. Durante años fui la única mujer que se dedicaba al cine, pero desde hace algún tiempo estamos asistiendo a la llegada de nuevas mujeres jóvenes, que hacen unas películas muy bellas difundidas al ámbito internacional. Narjis Nejjar se dio a conocer por su hermosa película Les yeux secs («Los ojos secos»); Yasmine Fassari ha conseguido más de cuarenta premios con L’enfant endormi («El niño dormido»); Layla Marakchi suscitó una gran polémica con su película Marock, que molestó a los islamistas; Zakia Tahiri, que junto con su marido dirigió Origine controlé («Origen controlado»), está preparando su nueva película, esta vez sola: Number One, y Fatema Zemmouri Ouazzani ha dirigido la muy notable película Dans la maison de mon père («En casa de mi padre»).

Todas ellas viven en el extranjero, y sus obras son coproducciones con Francia, Bélgica u Holanda. Señalaré a Layla Triki, que lucha por llevar a cabo su primer largometraje en Marruecos. Como ellas, algunas han comenzado haciendo cortometrajes. Citaré a Dalila Enader, Salima Bargach y Lamia Naji. Y otras hasta han dirigido telefilmes. La pionera en este campo es Farida Bourquia, que trabaja para la televisión desde finales de la década de 1970 y que este año acaba de rodar un largometraje para el cine. Volviendo a mi trabajo, he podido comprobar que mis películas sorprenden cada vez. Parece que siempre voy allí donde no se me espera, pero somos nuestros propios productores, lo que no deja de resultar altamente penoso porque contamos con presupuestos muy pequeños.

Aunque debo reconocer que tenemos la ventaja de ser libres, de crear sin plegarnos a las exigencias del mercado, dado que prácticamente no existe. Incluso en Marruecos, las salas están cerrando. Pero, ¿se abrirán otras? Posiblemente. Sufrimos de falta de promoción. Cada vez nos hemos llenado de deudas y cuando se llega al capítulo de los gastos de publicidad, sólo contamos con el boca a boca… Este año, el Centro Cinematográfico Marroquí ha montado un stand en Cannes. No podemos más que alegrarnos por ello. Pero todavía no existe ningún tipo de ayuda para la promoción en Marruecos. Nuestras próximas reivindicaciones estarán orientadas hacia ese tema. Hacemos un cine de supervivencia que no nos permite ser prolíficos, pero que nos permite existir y expresarnos con toda libertad, sobre todo desde la llegada al trono de nuestro joven rey Mohammed VI. Al final no he hablado de mi trabajo creativo. Pero, ¿acaso es el tema que nos ocupa?

Simplemente diré que trabajo sobre el tiempo, la memoria, el universo de las mujeres y el compromiso ciudadano, y que reservo un lugar para mi imaginario multicultural. Une porte sur le ciel («Una puerta en el cielo»), hecha en coproducción con Túnez y Francia, trataba de una búsqueda espiritual, del feminismo dentro del islam y de la noción del tiempo en las diferentes culturas. Ruses de femmes («Tretas de mujeres»), realizada en coproducción con Túnez y Suiza, es la adaptación de un cuento que las mujeres les narran a sus hijas y que expresa toda la inteligencia de que desde hace siglos dan muestras para contrarrestar el poder de la fuerza. Habiendo escrito películas para otros directores, como Jillali Ferhati o Abderahmann Tazi, que querían expresarse sobre la condición femenina (Poupées de roseaux [«Muñecas de caña»], Badis, À la recheche du mari de ma femme [«En busca del marido de mi mujer»]), me entraron ganas de adaptar una novela de Rida Lamrini sobre el tema la impunidad en Les puissants de Casablanca [«Los poderosos de Casablanca»], lo que me permitía hablar de los procesos incoados deprisa y corriendo en los veredictos decididos de antemano.

Para mí se trataba de la voz de la ciudadanía: «No puede haber democracia sin una verdadera justicia». Antes de eso, había dirigido un documental en Malí sobre una mujer admirable: Aminata Traore, cuyo pionero compromiso altermundialista me había impresionado mucho. Finalmente, en coproducción con España realicé La vida perra de Juanita Narboni, novela que llevaba en mi corazón desde hacía muchos años, y que Ángel Vázquez, su autor, me había ofrecido como un testimonio de esa obra maratoniana que hacía revivir el Tánger de mi infancia. La mítica Tánger es tan sólo una ciudad pequeña, cruce de gentes y de corrientes, que me permitió hacer amigos de todas las culturas y de todas las razas con suma facilidad. Mi abuela, que había tenido la oportunidad de conocer a mujeres como Juanita, decía: «No hay que dar crédito a lo que se dice, tuve a mujeres españolas como vecinas, y son como nosotros». Ésta es una frase que coloqué en Poupées de roseaux, el primer guión cinematográfico que escribí.