El calentamiento global y las dificultades para la gestión del agua

A pesar del estrés hídrico,sobre todo en el Sur,sigue sin desarrollarse una verdadera colaboración entre ambas orillas.

Abeb Charef

Las inundaciones provocadas por las primeras lluvias otoñales, durante el mes de octubre de 2008, han dejado a su paso más de 50 muertos en Argelia. Un saldo muy próximo al registrado en Marruecos. Al otro lado del Mediterráneo, sobre todo en Francia, las “alertas meteorológicas” se suceden a un ritmo inusitado hasta la fecha. La mayoría de países del perímetro mediterráneo también sufre tormentas de una virulencia pocas veces vista, que causan estragos considerables. Los uadis, que llevaban décadas secos, se han despertado de pronto, arrastrándolo todo a su paso. El fenómeno se ha propagado hasta los confines del desierto, como en el valle de M’Zab y el sur marroquí y argelino.

Aquí, las inundaciones, al atravesar una región fronteriza que permanecía cerrada desde hace 14 años, han diezmado las manadas de camellos de ambos lados de la frontera. Estas precipitaciones tan poco comunes han causado gran impacto, debido a su espectacularidad y dramatismo. Asimismo, han revelado uno de los retos suplementarios que deben afrontar los países mediterráneos a causa del cambio climático, que amenaza con perturbar el conjunto de la actividad económica y social: la necesidad de controlar las aguas pluviales. Esta nueva prioridad, que se ha impuesto de forma brutal, viene a añadirse a los grandes asuntos ya conocidos, relacionados con la disponibilidad de agua potable, el riego, las redes de saneamiento, el medio ambiente y la protección de las poblaciones frente a los riesgos climáticos.

En efecto, todo el perímetro mediterráneo se vería gravemente afectado por el cambio climático, cuyos primeros efectos son ya visibles. Según las previsiones más fiables, nos enfrentaríamos a tres grandes fenómenos, con un efecto conjunto aun sin controlar: subida de la temperatura, una pluviometría más abundante pero irregular e inadaptada y la propagación de la sequía en amplias zonas del sur y, tal vez, el norte del Mediterráneo. Por el momento, sigue habiendo discrepancias entre la comunidad científica a la hora de determinar la magnitud de los efectos del cambio climático. Sin embargo, todos coinciden en afirmar que serán importantes, y que las primeras evidencias de esa evolución ya están ahí: clima inestable, lluvias irregulares, breves y violentas, un aumento de la temperatura y la amenaza de precipitaciones cada vez más letales. En las tres próximas décadas, la temperatura debería aumentar entre uno y dos grados, conforme a las hipótesis “medias”. Esta evolución traerá canículas a la costa norte del Mediterráneo, mientras que en el sur hay vastas extensiones condenadas a desertizarse.

La canícula contribuirá a su vez a una nueva escalada, la del consumo de agua y energía, que agravará la canícula, y así sucesivamente. Hay una dificultad más relacionada con la gestión del agua en los países de la orilla norte: la contaminación. Los estudios llevados a cabo durante los cinco últimos años revelan que países como Francia han llegado a situaciones de alerta, con restos de abonos o de pesticidas recogidos en el 80% de las capas freáticas y los ríos. Además, los países de la ribera norte se instalan en una nueva civilización del agua: se tiende a utilizar la del grifo únicamente para las tareas domésticas, mientras para el consumo se reservan cada vez más las aguas minerales o de mesa, con porcentajes que varían entre el 20% y el 80%, según las regiones.

Las poblaciones en expansión renuncian al agua potable para todos

Las dificultades detectadas en los países del norte del Mediterráneo siguen siendo poco significativas en comparación con las de las orillas sur y oriental. La disponibilidad del agua es muy desigual entre el Norte y el Sur, en una proporción que llega a doblarse. En el caso del agua potable, hablamos de menos de 100 litros al día por habitante en determinados países del Sur (Argelia), frente a más de 300 litros en el Norte. En cuanto al agua para riego, en el Sur la oferta apenas supera los 500 metros cúbicos (diarios por habitante), frente a los 2.000 del Norte. Destacan las disparidades entre países de una misma ribera. Argelia, uno de los países más afectados, vive en una situación de estrés permanente, con pueblos que reciben menos de 50 litros de agua potable al día por habitante. La explosión urbana amenaza con agravar las penurias.

Ciudades como Casablanca o El Cairo ya parecen condenadas. El tejido urbano se encuentra tan degradado, con barrios de chabolas que experimentan tal crecimiento, que parece difícil mejorar las conexiones con las redes de agua potable a corto y medio plazo. Además, la urbanización salvaje constituye un hándicap importante en la gestión del agua. Por ejemplo, tanto Estambul como El Cairo son ciudades en expansión, pero la localidad turca, que dispone de más recursos, con un tejido urbano mejor gestionado, logra suministrar el agua necesaria a sus vecinos. En cambio, la capital egipcia, a pesar de contar con El Nilo, parece haber abandonado la idea de garantizar agua potable para todos, pues los barrios de chabolas de la periferia de la ciudad no ofrecen las condiciones mínimas para asegurar una buena gestión de los recursos hídricos. Obligadas a acometer las necesidades más acuciantes, las autoridades de muchos países acaban por tomar decisiones que no hacen sino agravar el problema.

Así, un bombeo excesivo empobrece las capas freáticas, altera la calidad del agua y perjudica la agricultura. Cerca de las regiones costeras, el nivel de la capa freática es más bajo que el del mar. El resultado no se ha hecho esperar: el agua marina se ha infiltrado en el suelo, hasta alcanzar las capas, con lo que el agua deja de ser adecuada para el consumo. Varias poblaciones andaluzas han pasado por esta amarga experiencia: el tratamiento requerido para el agua de esas capas, inicialmente potable, resulta excesivamente costoso.

La agricultura frente a un riego en declive

La escasez de agua no afecta por igual a todas las categorías sociales. Evidentemente, quienes más la sufren son los más pobres. Éstos se dividen en dos grandes categorías: los habitantes de los barrios populares y de chabolas de las grandes ciudades y los campesinos pobres de las zonas rurales. Los primeros son víctimas de la escasez en la vida cotidiana: no disponen de agua potable, carecen de conexiones a las redes de saneamiento, sufren falta de higiene, riesgos sanitarios, etcétera. Además de esas dificultades, los pequeños campesinos y los residentes en las zonas rurales se enfrentan a una degradación de sus actividades económicas.

La sequía aumenta las necesidades de agua de riego mientras el agua es cada vez más escasa. Hoy en día, en toda la parte del sur y este del Mediterráneo, hay millones de hectáreas, situadas en el interior, tradicionalmente dedicadas al cultivo de cereales, condenadas al abandono. La pluviometría es insuficiente para garantizar unos rendimientos aceptables. Marruecos, Argelia y Siria sufren en primera línea los efectos de este fenómeno. En 2008, la producción argelina de cereales ha descendido a la mitad con respecto a la de 2007, según el ministerio de Agricultura. Durante este tiempo, el precio del trigo se ha disparado.

En Marruecos, la sequía de 2007 había reducido la producción de trigo hasta cerca de la mitad, obligando al país a importar casi un tercio de su consumo, cerca de 20 millones de quintales. A pesar de ello, se considera que Marruecos ha logrado gestionar correctamente su agricultura y recursos hídricos. Sin embargo, nada puede hacer frente a este fenómeno: en las dos riberas del Mediterráneo hay inmensas extensiones que ya no pueden garantizar unas producciones agrícolas suficientes sin riego.

Evidentemente, su explotación conllevará un encarecimiento de los costes de producción. La política concertada en la Unión Europea parece en condiciones de prever esas dificultades y aportar las respuestas apropiadas, pero en los países del Sur no parece que se hayan planteado demasiado el asunto. Con un agravante más: las lluvias, intensas, ya no penetran el suelo. Ello genera rápidamente el nacimiento de torrentes, que provocan una fuerte erosión en el campo e inundaciones en las ciudades. La calidad de la tierra se deteriora y baja el rendimiento, generándose un círculo vicioso difícil de dominar.

La burocracia provoca el fracaso de los partenariados con los gigantes del agua

En el norte del Mediterráneo, por lo tanto, la gestión del agua saldrá más cara, pero parece abordable. Estos países disponen de tres ventajas: financiación, savoir faire, pero, sobre todo, unas instituciones en condiciones de prever los problemas y tomar las medidas necesarias. La crisis se dejará notar especialmente en España, donde la ciudad de Barcelona se planteó traer agua por mar desde Marsella, y en Grecia, ya muy afectada por otra consecuencia del calentamiento climático: los incendios forestales debidos a la canícula. En el sur del Mediterráneo, en cambio, la crisis del agua amenaza con efectos devastadores.

Los países que disponen de reservas financieras no se librarán. Libia ya ha invertido sumas espectaculares, pero sus poblaciones pasan por una situación precaria. Su agricultura no se ha desarrollado mucho, a pesar del proyecto faraónico que permitió trasladar agua desde las inmensas reservas de la capa albiana, en el Sáhara, hasta el norte, donde el suelo es, en principio, más fértil. A pesar del estrés hídrico dominante en los países del Sur, la colaboración en el ámbito del agua no se ha desarrollado casi, ni entre ambas riberas ni entre los países de una misma orilla. Escasean los contratos, y los que hay son de poca envergadura. La colaboración tropieza con dos inconvenientes. En el Norte, los actores del agua son esencialmente empresas privadas, algunas de ellas líderes del sector, como las francesas Suez y Veolia.

En el Sur, existen pocas grandes empresas, mientras que la influencia burocrática estatal sigue siendo muy fuerte. El diálogo entre empresas, interesadas por los beneficios, y unas administraciones incompetentes genera auténticas aberraciones: proyectos inútiles, inadaptados, sin impacto en las sociedades del Sur. En última instancia, hasta las empresas del Norte pierden credibilidad, pues la situación no mejora, a pesar del dinero invertido. Por otro lado, los países del Sur no cuentan con instituciones viables, capaces de prever, concebir y ejecutar los grandes proyectos necesarios. Los definen sin coherencia entre ellos, sin coordinación y en ocasiones sin relación con las verdaderas necesidades del país.

Ello genera unos despilfarros financieros enormes. Argelia construyó en Beni Harun, al este del país, una presa por 3.000 millones de dólares. En teoría debía contener 900 millones de metros cúbicos. Sin embargo, en 2007 se supo, al llenarla, que sólo podía albergar la mitad. Se han descubierto errores de diseño y los equipos técnicos estaban mal planteados.

Los costes de desalinización descenderán, pero…

Frente a esas dificultades, que se agravarán con los años, se han propuesto numerosas soluciones. A pesar de estar sólidamente argumentadas, las distintas opciones pecan de un defecto importante: la mayoría proceden de actores especializados en un segmento de mercado en concreto, segmento que les interesa priorizar. Así, las empresas especializadas en la gestión de recursos preconizan el ahorro del agua gracias a un mejor control de las fugas. Sin embargo, los lugares donde han obtenido contratos no han experimentado grandes mejoras. Las que construyen presas abogan por establecer una red de embalses, para controlar toda el agua pluvial, constituir reservas y proteger las localidades.

Es una opción atractiva. Sin embargo, se da de bruces con un problema esencial: ya hay presas y un buen número de ellas están vacías o poco les falta. En cuanto a las empresas que dominan los procesos tecnológicos relacionados con el tratamiento de las aguas residuales, apuestan por un reciclaje sistemático. Citan el ejemplo de Israel, que logra reciclar y destinar al riego el 70% de las aguas residuales. Los hay que proponen actuar sobre la demanda, y no sobre la oferta: dado que los recursos son limitados, las sociedades mediterráneas deberían conformarse y hacer mejor uso de ellos, adaptando su consumo.

En este abanico de posibilidades, la desalinización del agua marina constituye una salida que parece inevitable. España, Malta, Israel y varios lugares aislados recurren a menudo a esta opción. Argelia se ha embarcado en un programa que debería garantizar 2,4 millones de metros cúbicos diarios de aquí a 2011, con una planta gigantesca situada en la parte occidental del país, que generaría 0,5 millones de metros cúbicos al día. Israel cuenta con la que se considera la mayor planta desalinizadora del mundo, con 350.000 metros cúbicos diarios. No obstante, la desalinización sigue saliendo cara. El agua que genera aún sale entre dos y tres veces más cara que el agua convencional extraída de una presa o una perforación.

Además, el capítulo más costoso es el correspondiente a la energía utilizada, en un mundo donde el coste de la energía tiende precisamente a incrementarse. Sin embargo, el procedimiento más en boga, el de la osmosis inversa, resulta prometedor. Gracias a las investigaciones recientes, se ha podido reducir el consumo de energía, lo que anima a plantearse un coste cercano al del agua convencional. Sin embargo, una vez más, los proyectos están mal concebidos en los países del Sur, que han firmado contratos que perpetuarán su dependencia.

Así, el control de las unidades de tratamiento instaladas está en manos de sociedades extranjeras, que llevan las riendas del proceso de principio a fin. Argelia, Libia y otros países aún se contentan con adquirir el agua producida en sus costas por empresas extranjeras, sin ninguna garantía de transferencia tecnológica. Por si eso fuera poco, las plantas desalinizadoras no producen nunca las cantidades anunciadas. En el mejor de los casos, pueden alcanzar el 80% de las capacidades teóricas, en los países que controlan todo el proceso y donde la gestión del agua es más fluida.