Egipto, entre la revolución y las urnas

El lento tránsito de la legitimidad popular de Tahrir al Parlamento, sumado al enrocamiento de la Junta Militar, abre un periodo de incertidumbre sobre el camino que seguirá la transición.

Ricard González

Tras el giro violento que experimentó la Primavera Árabe al brotar en Yemen, Libia, y Siria, los dos primeros países donde triunfó la revuelta, Túnez y Egipto, fueron incluidos durante meses dentro de una misma categoría: la de las revoluciones exitosas. Sin embargo, sus transiciones democráticas avanzaron por caminos bastante diferentes. Mientras en Túnez los partidos políticos fueron capaces de pactar una hoja de ruta, y su relación con el gobierno interino fue bastante fluida, en Egipto, la Junta Militar que asumió el poder tras la caída de Hosni Mubarak se dedicó a instigar las divisiones entre laicos e islamistas y a retrasar el traspaso de poder el máximo tiempo posible.

El contraste fue evidente los primeros días de noviembre. Cuando Túnez aún conservaba en la retina la ilusión y esperanza expresadas en sus primeras elecciones libres, consideradas a nivel internacional como modélicas, la plaza Tahrir volvía a estallar. El centro de El Cairo se convertía de nuevo en una batalla campal entre jóvenes revolucionarios y fuerzas del orden. Aunque los disturbios pudieron sorprender a muchos, el malestar se había cocido a fuego lento durante muchos meses.

Las raíces de la revuelta

La causa principal de la segunda ola revolucionaria se encuentra en la falta de voluntad real por parte de la Junta Militar de llevar a cabo una proceso de transición sustantivo, a pesar de su compromiso público con las demandas revolucionarias tras la caída de Mubarak. Nueve meses después de la renuncia del denostado dictador, no había excesivos cambios en la vida cotidiana de los egipcios.

La ley de emergencia, decretada hace más de tres décadas, continuaba vigente, lo que permitió que se juzgara a más de 12.000 civiles en tribunales militares solo durante este periodo. No se desmanteló el sistema de seguridad responsable de violaciones sistemáticas de derechos humanos durante el régimen de Mubarak. Se cambió su nombre, pero no sus prácticas. El país continuaba siendo administrado por la cúpula del ejército sin una fecha clara para el traspaso de poderes a un gobierno civil.

E incluso el juicio a Mubarak, símbolo de la nueva justicia revolucionaria, se encontraba estancado ante la falta de cooperación de las autoridades. No obstante, la gota que colmó el vaso de la paciencia popular fue la presentación a principios de noviembre de un documento que recoge una serie de principios que la nueva Carta Magna del país debería respetar. De acabarse aplicando, la incipiente democracia egipcia quedaría encorsetada por la tutela militar. Por ejemplo, el texto priva al futuro Parlamento de la iniciativa legislativa en asuntos relacionados con las fuerzas armadas.

El legislativo tampoco podría fijar el presupuesto de éstas, que sería secreto. Además, en su anexo, se establece que 80 de los 100 miembros del comité que deberá redactar la Constitución serán seleccionados por la Junta Militar de entre “representantes de la sociedad civil”, como líderes sindicales, clérigos o magistrados. Al Parlamento le correspondería solo nombrar a los 20 miembros del comité restantes. En caso de no consensuar un texto en un periodo de seis meses, la Junta Militar se arroga la prerrogativa de formar un nuevo comité sin presencia de representantes del legislativo. En protesta contra el llamado documento de los “principios supraconstitucionales”, el 18 de noviembre se celebró una manifestación multitudinaria en la plaza Tahrir, el epicentro de la revolución del 25 de enero.

Al finalizar la concentración, unas 200 personas, la mayoría víctimas de la revolución que aún no habían cobrado las compensaciones prometidas, decidieron iniciar una acampada en el corazón de la emblemática plaza. De madrugada, fueron desalojadas de forma brutal por la policía, lo que encendió los ánimos de miles de activistas que acudieron a “recuperar el control de la plaza”. Se iniciaban así varios días de batalla campal en el centro de El Cairo, que se saldarían con 43 víctimas mortales y más de 2.500 heridos. Contrariamente al extendido estereotipo que describe al revolucionario como un joven culto de clase media, la realidad es que en Tahrir había una presencia importante de chavales de barrios populares, como Imbaba.

De hecho, ellos eran los más intrépidos entre los rebeldes, pues osaban dirigirse a los aledaños del ministerio del Interior, convertidos en el principal frente de batalla. “Es mejor que me juegue yo la vida que lo hagan los chicos de clase alta. Ellos no pueden morir, son los que deberán construir un país mejor el día de la victoria”, confesó en plena batalla un adolescente que vestía unas zapatillas viejas y unos tejanos raídos.

El papel de los islamistas

Buena parte del éxito de la manifestación del 18 de noviembre se debió a la participación de los Hermanos Musulmanes, que realizaron una demostración de fuerza al movilizar a miles de sus seguidores, algunos incluso venidos en autobús desde diversos puntos del país. Su decisión de secundar la protesta representó un cambio súbito en su estrategia, después de haber contemporizado con la Junta Militar en los meses anteriores. Envalentonados por la victoria de sus correligionarios de Ennahda en Túnez, y convencidos de la capacidad de repetir su hito en Egipto, el movimiento islamista no aceptó verse relegado por el polémico documento a un papel secundario a la hora de fijar las reglas de juego del nuevo sistema político. Sin embargo, una vez empezaron los disturbios, los Hermanos Musulmanes se abstuvieron de apoyar públicamente a los jóvenes que luchaban en la calle contra las fuerzas del orden.

Repetían así su actuación durante la primera ola revolucionaria. Si bien la mayoría de jóvenes que batalló contra el ejército hasta hacerse con el control de Tahrir eran laicos, algunos de ellos eran salafistas, una de las corrientes más conservadoras del islam. De hecho, el presidenciable salafista, Hazem Abu Ismail, fue uno de los primeros que salió públicamente en defensa de los activistas y censuró duramente la actuación de las fuerzas de seguridad. La posición oficial de los Hermanos Musulmanes, expresada después de varios días de enfrentamientos, fue una crítica a la violencia excesiva utilizada por las autoridades, pero sin instar a sus seguidores a participar en las marchas de repulsa organizadas por las asociaciones de jóvenes y partidos afines. Además, la organización insistía en la importancia de mantener el calendario electoral previsto, que fijaba la primera ronda de las elecciones legislativas para el 28 de noviembre.

Esta actitud le valió acusaciones de oportunismo por parte de activistas y partidos políticos al considerar que los islamistas querían evitar a toda costa una escalada de los enfrentamientos que pudiera llevar al aplazamiento de su ansiada victoria en las legislativas. En un comunicado público, los Hermanos Musulmanes, que en las elecciones están representados por su brazo político, el Partido Libertad y Justicia, negaron que su postura respondiera a cálculos electorales, y la justificaron argumentando que una suspensión de los comicios sería negativa para el país, ya que prolongaría el periodo de gobierno de la Junta Militar, y podría provocar el caos. Por su parte, la mayoría de partidos laicos ofreció su apoyo a los activistas de Tahrir, pero solo después de las primeras 72 horas de altercados.

Al igual que en enero, el estallido revolucionario pareció coger a los partidos políticos con el paso cambiado. Fueron nuevamente los jóvenes activistas quienes tomaron la iniciativa política en el pulso contra la Junta Militar y los partidos se limitaron a seguirles a remolque. De ahí que la mayoría de manifestantes insista en definirse como independiente, y muestre una actitud crítica hacia los partidos políticos en general. Si alguien les representa son decenas de organizaciones sociales, como el Movimiento 6 de Abril, la más conocida a nivel internacional.

Elecciones y perspectivas de futuro

A pesar de los estallidos de violencia que la precedieron, la primera de las tres rondas para elegir la nueva Asamblea Popular se desarrolló sin graves incidentes. En total, ejercieron su derecho a voto los ciudadanos de nueve de las 27 provincias del país, que incluían las ciudades más importantes del país, Alejandría y El Cairo. Según los datos oficiales, la participación fue del 52%, muy superior a la de los comicios organizados bajo el régimen de Mubarak.

En teoría, en Egipto el voto es obligatorio, y no ejercerlo supone una multa de 500 libras (unos 60 euros), si bien raramente se aplican las sanciones. Aunque numerosos votantes de los barrios populares señalaron esta razón como su principal motivación para acudir a las urnas, la mayoría de analistas considera un éxito el nivel de participación. Durante los dos días de votación, se registraron numerosas irregularidades, aunque no fueron de gran importancia. Entre las más comunes, la apertura con retraso de numerosos colegios electorales, y la violación de la norma que prohíbe entregar propaganda electoral a partir de las 48 horas previas al inicio de los comicios.

En general, la percepción tanto entre la ciudadanía como los pocos observadores internacionales presentes fue que los comicios habían sido limpios. Así pues, por primera vez desde la revolución de 1952, Egipto contará con un poder legislativo legítimo a ojos de la mayoría de la población. Sin embargo, cabe destacar que la campaña electoral se celebró en un clima de excepcionalidad que pudo condicionar sus resultados. Durante los 10 días previos a los comicios, la atención de los medios se centró en el pulso que libraban las fuerzas del orden y los jóvenes revolucionarios. En señal de respeto a las víctimas, numerosos partidos cancelaron sus actos de campaña.

Esta situación impidió que los partidos políticos contaran con el tiempo y el espacio necesario para presentar sus programas, algo especialmente necesario si tenemos en cuenta que la mayoría de los 47 partidos que concurren a las elecciones se crearon durante los últimos meses. Sin duda, la ausencia real de campaña favoreció al partido que cuenta con una mejor organización y una identidad más conocida: los Hermanos Musulmanes. El movimiento islamista realizó toda una demostración de fuerza en la primera ronda, ya que fue el único con una presencia notable en todos los colegios electorales. Ante la desorganización de las autoridades, una de las principales tareas de los 40.000 voluntarios del movimiento desplegados por las nueve provincias, fue informar al elector de cual era su colegio electoral. Un nuevo ejemplo de la capacidad de proveer servicios por parte de un movimiento islamista ante la dejación del Estado de sus responsabilidades. Si bien no existen resultados oficiales, la prensa local ha filtrado datos sobre recuentos parciales que otorgan al islamismo una victoria aplastante.

Entre los Hermanos Musulmanes, con diferencia la fuerza más votada, y la coalición salafista Al Nur podrían recabar entre el 60% y el 70% de los escaños en juego. Así pues, y teniendo en cuenta que las provincias aún por votar tienen un perfil incluso más conservador, todos los pronósticos apuntan a un nuevo Parlamento controlado por partidos islamistas. Tal como pretendía la Junta Militar, el inicio de unas maratonianas legislativas –la elección de la Cámara Baja se prolongará hasta el 10 de enero, y la de la Cámara Alta hasta el 11 de enero–, parece haber relajado la presión que sufría por parte de Tahrir, cada día ocupada por menos activistas. Probablemente, el centro de contestación al poder de la autoridad militar se desplazará pronto al Parlamento electo, ya que la hoja de ruta de la cúpula castrense le otorga unos poderes muy limitados que difícilmente aceptarán la mayoría de diputados.

La crisis generada por la segunda ola revolucionaria provocó la dimisión del gobierno presidido por Essam Sharaf, y al exprimer ministro Kamal Ganzuri le fue asignada la tarea de formar un nuevo ejecutivo. Su nombramiento fue rechazado por todas las fuerzas políticas de la oposición y por los grupos de jóvenes revolucionarios que piden la creación de un gobierno de “salvación nacional” que asuma los poderes de la Junta Militar. No obstante, la cúpula castrense no planea entregar el poder a una autoridad civil hasta julio, después de la celebración de las elecciones presidenciales. El lento tránsito de la legitimidad popular desde la plaza Tahrir al futuro Parlamento, sumado al enrocamiento de la Junta Militar, abre un periodo de gran incertidumbre sobre el camino que seguirá la transición egipcia durante los próximos meses.

En buena parte, dependerá del grado de presión a la cúpula castrense que escojan aplicar los Hermanos Musulmanes. Después de más de seis décadas de persecución, su probable victoria electoral les sitúa frente a la mayor cuota de poder nunca obtenida. Y, con ella, también ante una gran responsabilidad.