Dinámicas políticas y debates religiosos del Magreb contemporáneo

Abdou Filali-Ansary

Fondation du Roi Abdul Aziz Al Saoud pour les Études Islamiques et les Sciences Humaines, Casablanca

Uno de los debates más apasionantes de la sociedad musulmana actual se centra en el papel que juega la religión en el entorno político. Dos realidades han marcado los comportamientos de las sociedades magrebíes: los ideales religiosos y las concepciones nacionalistas. En efecto, la historia más reciente de los acontecimientos políticos en Argelia, Túnez y Marruecos muestra cómo la situación política continúa residiendo en gran parte en la gestión del poder religioso. Y es que existen sociedades secularizadas donde, sin embargo, las representaciones dominantes no han asimilado la visión laica. En este entorno, la cuestión religiosa constituye un verdadero poder aparte. Así pues, lo esencial para la democratización de estas sociedades es modalidad de presencia y acción de la religión en el ámbito público.

Flujo y reflujo en la fe de los hombres es el título de uno de los textos más destacados de Ernest Gellner, el cual inaugura una serie de estudios sobre la sociedad musulmana, ofreciendo un ejemplo sorprendente de aplicación de un esquema teórico (racional, coherente y elegante) a la explicación de los hechos, la organización y las representaciones predominantes en una sociedad concreta. Supone, pues, una ilustración de la tendencia más extendida entre los investigadores: subsumir a una forma simple una multitud de datos de naturaleza dispar[1].

La idea de variación cíclica en lo que a expresiones de la fe religiosa se refiere, evocada en el título de este ensayo, que luego Gellner elabora ampliamente, no es nueva, y no se limita a un contexto social particular. Encontramos distintas formulaciones de la misma en pensadores que pertenecen a entornos distintos. Los que Ernest Gellner escoge para alimentar su reflexión son Abderrahman Abenjaldún, un magrebí de la Edad Media (1332-1395), sagaz observador de su propia sociedad, y David Hume, filósofo inglés del siglo XVIII (1711-1776), espíritu universal que abarcó grandes cuestiones filosóficas. Ambos tienen en común haber considerado la variación cíclica del sentimiento religioso como una clave esencial para explicar acontecimientos capitales en la historia de las sociedades humanas.

Para Abenjaldún, ambos momentos (flujo y reflujo) encuentran su expresión inicial en dos entornos distintos, a saber, el tribal y el ciudadano. El primero se distingue por la austeridad y la escasez material, combinadas ambas con la movilización guerrera y las virtudes que dicha movilización suscita y fomenta. El segundo se caracteriza por una cierta riqueza, el lujo y la búsqueda de los placeres. El «espíritu tribal» produce periódicamente una movilización intensa contra las «desviaciones» del «estilo ciudadano». La tribu o los grupos de tribus se constituyen en fuerza político-religiosa, someten a la ciudad, creando así, a la vez que un retorno al ideal religioso, un nuevo régimen político, una nueva dinastía. Una vez establecida en el entorno urbano, esta última pierde progresivamente su energía y su determinación, y sucumbe a los «encantos» de la vida urbana. Su modo de vida y la relajación de su ardor guerrero no tardan en suscitar nuevas movilizaciones en el medio tribal y, en consecuencia, un nuevo movimiento de purificación religiosa, que conduce a una renovación del sistema político o, más bien, a una rotación de los hombres que lo dirigen. Según Abenjaldún, así es como gira la rueda de la historia: los momentos de intensificación y relajación del sentimiento religioso se suceden produciendo una dinámica sociopolítica que posee todas las características de un ciclo cuyas etapas son conocidas de antemano. Movimiento y dinámica no significan evolución o cambio en profundidad, sino más bien el retorno periódico de lo mismo, la rotación de las personas, pero sin cambios en el sistema.

Por su parte, Hume opone religiosidad politeísta a religiosidad monoteísta. La primera no tiene, por así decirlo, grandes pretensiones. La mayoría de las veces se presenta como adoración a una divinidad local siguiendo ritos, costumbres y expresiones pintorescas, incluso folklóricas. La segunda se basa en la idea de una verdad absoluta y universal, y se apoya en un sistema de dogmas, leyes y ritos cuyo objetivo es regir todos los aspectos de la vida de los creyentes. Naturalmente, la primera es tolerante, abierta y favorable al entendimiento entre los hombres, mientras que la segunda es exclusiva, intolerante y enemiga de la libertad de espíritu. En la vida real las dos formas coexisten, o se suceden como etapas distintas, en el seno de las mismas sociedades y de las mismas familias religiosas. En el propio interior de las tradiciones monoteístas pueden distinguirse tendencias (y períodos) en los que dominan prácticas locales y un «espíritu politeísta», y otros en los que se produce una «llamada al orden», un movimiento de retorno a la pureza del dogma y de las prácticas acordes con la ley.

Gellner, que se denomina a sí mismo neojalduniano, explica el ciclo descrito por Abenjaldún a partir de las condiciones del ecosistema en el que vivían las sociedades magrebíes. Mientras que la ciudad era el centro de producción de todas las riquezas (comercio, artesanía), incluidas las riquezas simbólicas (saber religioso y alta cultura), la tribu vivía en la más absoluta escasez, a menudo en el límite de la supervivencia (predominio del pastoreo). A pesar de ser el centro de producción de las riquezas, la ciudad era incapaz de defenderse. Militarmente era vulnerable. Sus habitantes, tanto artesanos como comerciantes o letrados, podían ser sometidos por un «protector» poderoso. La tribu, en cambio, estaba organizada como una unidad militar en (casi) constante movilización; por lo tanto, era móvil y estaba preparada para defender el espacio por el que transitaba y sus rebaños. Los hombres de tribu eran guerreros con un estatuto más o menos igual, y su jefe era un primum inter pares. Esta disparidad explicaría la tentación constante de la tribu (o de grupos de tribus) de «meter mano» en la ciudad y proporcionarle protección militar (y el cuerpo policial) que necesitaba, recibiendo como contrapartida una parte de las riquezas que producía. Así pues, entre la tribu y la ciudad se establecían relaciones parecidas a las que se producen entre predador y presa. La inevitable competencia entre los «predadores» (grupos de tribus) explica las constantes luchas por el poder y las rápidas sucesiones de individuos y dinastías en el mismo. En este proceso, el letrado, el hombre que tiene acceso a la alta cultura, transmitida a través de los escritos, es quien fundamenta la legitimidad del orden, tanto del orden establecido como del orden que reclaman los contestatarios. En la práctica, las alianzas entre los letrados, defensores de la norma religiosa, y los hombres de tribu, el «brazo armado» del movimiento, es lo que permite acceder al poder político y conservarlo.

La intrusión del Estado moderno es lo que acaba con esta «mecánica». El Estado moderno, introducido por las potencias colonizadoras y adoptado posteriormente por las élites locales, pone fin a la autonomía de las tribus, imponiendo, por vez primera en la historia de la región, un control estricto del territorio y de los hombres. Así, el territorio nacional resulta dividido en regiones administrativas arbitrarias (sin relación con las procedencias de sus habitantes) y homogeneizado por la Administración territorial y por los servicios que enmarcan a la población (salud, educación, etc.). El Estado introduce otros cambios de efectos mucho más profundos al llevar a cabo políticas de alfabetización intensivas en las que queda incluido todo el conjunto de la población. Estas políticas conducen a una reestructuración del campo social y a grandes cambios a nivel de las representaciones dominantes. La generalización del acceso a la cultura escrita pone fin al privilegio de los letrados, de las élites cultas que acaparan el papel de legitimación y formulación de las ideas y normas de comportamiento «ortodoxas». La división que antes existía entre «islam culto», el de las élites con acceso a la cultura y el patrimonio escrito (‘ilm fiqh), y el «islam popular», el de las masas que vivían en el marco de una cultura oral, ya no tiene el papel «estructurador» que habitualmente había desempeñado. El conjunto de la población accede al islam culto, constituido por dogmas, normas y actitudes que conforman un sistema y deben regir todos los aspectos de la vida. Como consecuencia de esta mejora, la población vive una especie de «desencanto del mundo» muy particular. Efectivamente, el islam popular, que reposa en la adoración de los santos locales a través de los mitos, festivales (moussem), ritos de carácter mágico, etc., queda eliminado o marginalizado en beneficio de una religiosidad hecha de verdades absolutas y de un sistema de leyes (charia) que abarca al mismo tiempo la vida privada, los ritos religiosos, la moralidad individual y las relaciones sociales. La religión se convierte entonces en el equivalente a una constitución de origen sagrado, por encima de la voluntad de los hombres e inaccesible al cambio, cuya función sería regir todas las creencias y acciones de todos los individuos. Esto habría originado lo que se denomina integrismo o fundamentalismo islámico, y así se entiende que las políticas del Estado moderno, el control del territorio y de los hombres y, sobre todo, las políticas educativas, hayan creado las condiciones de su emergencia, su desarrollo y su popularidad.

¿Qué hay de cierto en todo ello? ¿Se puede adoptar, sin más, el esquema elegante y simple que propone Gellner?

Indudablemente, el Estado moderno ha conseguido establecer su autoridad y extender su control sobre el conjunto de lo que se ha convertido en el territorio nacional. Con ello ha finiquitado la organización tradicional de la sociedad y un cierto número de sus instituciones. Las tribus, los clanes, las cofradías o las corporaciones ya no son las unidades básicas del sistema social y han dejado de asegurar la continuidad de las tradiciones y formas de vida ancestrales. También es cierto que las políticas practicadas en materia de educación nacional y alfabetización han suscitado, en general, la propagación de una cultura basada en las formas de comunicación modernas: la cultura escrita ejerce un papel protagonista, incluso en aquellos individuos que todavía son analfabetos, ya que a través de los medios de comunicación audiovisuales se les inculca una lengua «clásica». La imagen y toda una simbología moderna impone representaciones en las que la nación sustituye formas y estructuras tradicionales de identificación y representación. La religión popular se ve seriamente amenazada por esos cambios. Los nacionalistas califican sus expresiones como vestigios de un pasado poco glorioso y reminiscencias incompatibles con la nueva era. El culto a los santos y todos los mitos y ritos que lo acompañaban quedan relegados al rango de prácticas vergonzantes y sufren los efectos del desencanto que erosiona las creencias populares. Hasta este punto, todo parece concordar con las observaciones de Ernest Gellner.

Sin embargo, no todo queda aquí. El Estado moderno lleva a cabo unas transformaciones mucho más importantes, tanto a nivel de organización social como de ideas dominantes. Lo que se ha dado en llamar «desencanto del mundo» es, en realidad, un verdadero proceso de secularización. Como consecuencia directa de la acción gubernamental, numerosos aspectos de la vida se ven sometidos a unas reglas que ya no tienen su origen en la religión ni obtienen su legitimidad en las tradiciones religiosas. La ley, en el sentido moderno de la palabra, sustituye a la chari’a, el ‘urf y las formas de regulación que prevalecían en la sociedad tradicional. A nivel de representaciones, el mundo se ensancha y se estructura a partir de perspectivas mecanicistas. En efecto, las leyes de la causalidad reemplazan, a modo de explicación última, la acción de los poderes, las mentes y toda clase de intenciones. Asimismo, con el triunfo de la idea nacionalista se impone la idea del progreso económico y social y, con ella, una nueva aspiración a la mejora de la economía y la libertad política. El desarrollo económico, así como las consecuencias positivas que de él se esperan, arraigan en la mentalidad de la gente como un horizonte concreto y determinante. La mejora en las condiciones de vida y la ampliación del espacio de las libertades han dejado de ser consideradas una suerte para pasar a ser un derecho. Así, las expectativas se han trasladado del ámbito de la esperanza religiosa al de las aspiraciones terrestres. En pocas palabras, el progreso se convierte en una «exigencia» social.   

Las representaciones relativas a la «religión culta», favorecidas por la ampliación del acceso a la escritura tal y como defiende Gellner, se movilizan a su vez al servicio de esta exigencia, el ideal de liberación, progreso y expansión inculcado por el nacionalismo. Así, la religión se encuentra «reinvertida» en lo político, pero de un modo y según modalidades distintas a aquellas que prevalecieron en las sociedades premodernas. No se invoca a la religión con objeto de lograr una purificación que supuestamente debe poner fin a los abusos de una dinastía (o de un régimen político), sino más bien con objeto de favorecer la ascensión social, la realización de un ideal de desarrollo, extensión y refuerzo del reino de la ley; en pocas palabras, con objeto de llevar a buen puerto el programa del nacionalismo. Incluso en sus aspectos aparentemente retrógrados, mucho más que un auténtico rechazo de la modernidad, esta invocación de la religión constituye una llamada a la moralización del orden social.

De todo ello resulta que entre nacionalismo y conservadurismo (lo que impropiamente se llama integrismo o fundamentalismo) se instaura una relación de carácter particular. La alianza y la confrontación se suceden. Ambas parecen reclamar el favor de las masas, curiosamente de modo alternativo, lo que a su vez nos hace pensar también en la idea de «ciclo». Al considerar el siglo XX en su conjunto, es fácil constatar que, en cuanto a las sociedades magrebíes se refiere, ha vivido momentos en que los ideales religiosos han predominado y determinado los comportamientos, y otros en que tuvieron este papel las concepciones nacionalistas. A veces ambos han «fusionado» o conjugado sus efectos, hasta el punto de que en ciertos momentos no es posible asignar a uno u otro el papel principal en la dirección de las conciencias y los comportamientos.

Así pues, se pueden descubrir los efectos de una especie de flujo y reflujo entre ambas visiones. Es una especie de alternancia de las representaciones con papel de motor principal de las acciones colectivas. Pensadores como Abdallah Laraoui y Mohammed Abed al-Jabri señalan (con formulaciones distintas) que, en el transcurso del siglo ya terminado, varias élites se han sucedido (o se han disputado) en la dirección de las sociedades árabes (‘ulama tradicionales, eruditos modernistas, nuevos intelectuales arabizados, etc.). También se puede explicar el dominio que estas élites desempeñan por turno mediante la atracción que ejercen en las mentes (y en el seno de la sociedad en su conjunto, que se ha vuelto permeable a la comunicación de masas) precisamente por una de estas dos concepciones principales del orden social y la práctica política: una que podríamos denominar modernista y otra tradicionalista. En esta perspectiva, ¿acaso no estamos cerca de las variaciones de signo político que se constatan en los entornos modernos, los de Europa Occidental y Norteamérica? ¿No encontramos allí un flujo y reflujo de un género nuevo, que se parece al que marca la vida política de las sociedades democráticas? Parece que efectivamente es así.

La cuestión que se plantea entonces es la siguiente: ¿cómo se pasa de un ciclo premoderno (flujo y reflujo en la fe de los hombres) al ciclo propiamente moderno (variación de signo de las poblaciones y alternancia política)?

La historia reciente del Magreb muestra que se pueden producir casos con resultados diversos: una polarización extrema entre dos tendencias que conduzca a la guerra civil (Argelia); una de las dos puede asentar su dominio e intentar mantenerlo por los medios más autoritarios (Túnez), y finalmente, un poder central fuerte y hábil puede mantenerlas a distancia (Marruecos). En los tres casos, la clave de la situación reside en la gestión de lo que podemos denominar con propiedad el «poder religioso». Mohamed Charfi, en una obra reciente[2], ha propuesto que junto a los tres poderes clásicos (legislativo, jurídico y ejecutivo) se reconozca un cuarto poder, el religioso. Este último, por el hecho de no estar sometido a ninguna regulación explícita, constituye el principal campo de batalla en las sociedades musulmanas. El no-reconocimiento de este poder como tal (su «desregularización», podríamos decir) es lo que lo convierte en un reto y, a la vez, en una «manzana de la discordia», un campo «vacío» que cualquiera puede adjudicarse, una simbología que distintos autores pueden movilizar a su antojo. Lo cual parece que lleva de nuevo a las sociedades magrebíes hasta los tiempos premodernos, en los que la política se practicaba, según la expresión de Mohammed Abed al-Jabri, en la religión.

Efectivamente, se diría que en sociedades secularizadas de hecho (aunque sólo sea parcialmente), pero en las que las representaciones dominantes no han asimilado la visión laica, el religioso constituye un verdadero poder independiente. Quizás no un cuarto poder, sino probablemente el primero. Estas sociedades no podrán traspasar el umbral de una verdadera modernización hasta que no lleguen a un mínimo acuerdo sobre el modo de concebir y gestionar ese poder; dicho de otro modo, sobre las modalidades de presencia (y de acción) de la religión en el ámbito público. El enfoque jurídico, constitucional, que propone Mohamed Charfi es, verdaderamente, ideal: permite formular explícita y claramente normas que delimitan la acción, sin por ello eliminar el debate en la sociedad (se puede seguir cuestionando una constitución respetando sus disposiciones). El enfoque pragmático, que parece haber prevalecido en Marruecos en el transcurso de las últimas décadas, hace posible que el soberano monopolice el poder religioso autorizando un cierto margen de debate sobre el tema. Ambos enfoques no se excluyen entre sí, ya que el pragmatismo puede preparar el camino a actitudes más voluntaristas y formalizadas. Aun así, no parece posible ningún tipo de progreso en el camino de la democratización en las sociedades magrebíes sin que tenga lugar un giro decisivo en el ámbito religioso.

Notas

[1] GELLNER, Ernest, «Flux and reflux in the faith of men», en Muslim society, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.

[2] CHARFI, Mohamed, Islam et liberté, le malentendu historique, París, Albin Michel, 1998.