Nuestra visón de las revoluciones en el mundo árabe adolece, en gran parte de Europa, de unas actitudes arcaicas y postcoloniales. Si no logramos deshacernos de ellas y seguimos pensando solo en beneficios materiales, nos quedaremos al margen y veremos cómo el despertar árabe se convierte en un crepúsculo de renovado descontento y segregación. Al observar las revoluciones que han tenido lugar en los países del sur, uno tiene la impresión de que un fantasma recorre el mundo y que, por primera vez en la era moderna, avanza de sur a norte. Desde una perspectiva simbólica esto no resulta nada insignificante. Es portador de cosas viejas y nuevas, pero lo más importante es que viene a decir que el cambio es posible.
En su libro El negro y yo,[1] Frank Westerman narra una historia increíble que podría enmarcarse en el siglo xix y que, sin embargo, sabemos que ocurrió cerca de Barcelona en 1992. Fue aquel un año importante para España: el año de la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un médico haitiano, Alphonse Arcelin, visitaba casualmente el Museo Darder de Historia Natural —así llamado en homenaje a su fundador—, en la localidad de Banyoles, relativamente cerca de Barcelona. Tras detenerse en las salas en las que se exponían pájaros, reptiles y gorilas, entró en otra donde se encontró con una vitrina que contenía un hombre negro disecado. Westerman, que había hecho el mismo viaje, escribe en su libro: «No estábamos en el museo de Madame Tussaud. No estábamos admirando una ilusión de realidad: aquel bosquimano no era un molde de yeso creado para hacernos estremecer, ni una momia hallada por casualidad en la turba o en otra parte. Era un ser humano, despellejado y luego disecado como se hace con un animal. Alguien lo había hecho y, obviamente, dado el estado de las relaciones internacionales, el taxidermista tenía que ser un europeo blanco, y su objeto un africano negro».
El relato prosigue con la reconstrucción de la historia del bosquimano, de dónde venía y cómo fue a parar al Museo Darder de Banyoles. El médico haitiano, horrorizado ante la visión de aquel hombre disecado, organizó una protesta para llamar la atención de las delegaciones olímpicas, ya que las autoridades españolas habían pensado exhibir la estatua como un tributo a los visitantes de los pabellones engalanados para los juegos. Tras las protestas de varios embajadores, el bosquimano fue retirado casi de inmediato de la vista pública, pero la controversia entre quienes querían que se quedara en el museo y los que protestaban contra aquel acto bárbaro se prolongaría durante varios años. Finalmente, en 2000, el gobierno español decidió embarcar al «negro» en un vuelo nocturno a Botsuana, para que pudiera ser enterrado allí.
Cabría preguntarse qué tiene todo esto que ver con el Mediterráneo y con las revoluciones sobre las que aquí pretendemos reflexionar e interpretar. Aparentemente, nada. Sin embargo, la historia es característica de una pauta cultural impregnada de racismo, y revela —tal como yo la veo— una arraigada convicción de la superioridad no meramente española, sino de la raza blanca en su conjunto. La persistencia de esas pautas culturales influye inevitablemente en nuestro comportamiento y en nuestra actitud hacia las minorías. Pero explicar el vínculo entre esa historia y el Mediterráneo requiere una ulterior reflexión sobre la situación en Europa. Esta, a mi entender, se caracteriza por dos fuerzas contradictorias: los impulsos que afirman los valores de la libertad, la democracia y los derechos humanos fundamentales coexisten con un peso muerto ideológico: la convicción de nuestra superioridad sobre otros pueblos. No debemos olvidar este marco de referencia, en el que se inauguró la Conferencia de Barcelona en noviembre de 1995, con la presencia de los representantes políticos de 27 estados: 15 del norte y 12 del sur del Mediterráneo. El evento se anunció como un punto de inflexión en la política entre las dos orillas del Mediterráneo, y todo el mundo esperaba que así fuera. Los documentos oficiales de la Unión Europea contienen un resumen de los objetivos que la Conferencia y su Declaración Final pretendían alcanzar: «Esta declaración es el acta fundacional de un partenariado global entre la Unión Europea y 12 países del sur del Mediterráneo. El propósito de dicho partenariado es hacer del Mediterráneo un espacio común de paz, estabilidad y prosperidad, mediante el refuerzo del diálogo político y a través de la seguridad y la cooperación económica, financiera, social y cultural».
La situación a comienzos de la década de 1990 era extraña. Estaban el «negro» de Banyoles, las alardeadas certezas de la Declaración de Barcelona, y la esperanza —no sin cierta base— de lograr resolver el conflicto palestino-israelí, considerado con toda razón la principal causa de inestabilidad en la región mediterránea. Estaba también la euforia por el fin de la Guerra Fría, así como la extensión de los conflictos nacionalistas étnicos por motivos religiosos, sustentados por la demencial convicción de la necesidad de una limpieza social. Estaba también la guerra del Golfo y la muerte de Isaac Rabin, asesinado el 4 de noviembre de 1995, 33 días antes de la inauguración oficial de la Conferencia de Barcelona. Este es, desde luego, un retrato incompleto del período, pero un retrato a partir del cual podemos intuir las contradicciones en las que se debatían las funciones de la Unión Europea, caracterizadas por una política mediterránea voluntarista, fascinante en su formulación, pero sin fundamento porque carecía, en palabras de Pierre Vidal-Naquet, de un vínculo sólido entre la memoria y el presente. ¿Cómo es posible imaginar vínculos nuevos y diversos con el sur del Mediterráneo sin considerar los recuerdos de la colonización, superando la política del olvido y la memoria de color de rosa? El problema es importante, pero nadie —Europa, Occidente— puede librarse de él. Antes bien, existe la tendencia a encontrar fórmulas más simplistas como la de Barcelona, que ya no identificaba a los países del sur del Mediterráneo como países en desarrollo, o tampoco, en expresión más atractiva, como otros países no comunitarios, sino como países socios de los de la orilla norte. Son estas expresiones evocadoras de un estatus sin fundamento, magníficas para cualquier congreso.
Guido Piovene escribió un pequeño volumen con el evocador título de Processo dell’Islam alla civiltà occidentale.[2] Hacía referencia al debate del mismo título organizado en 1955, en la Fondazione Cini, entre Francesco Carnelutti, Pasquale Saraceno, Giorgio Bausani, Francesco Gabrieli, Giorgio Levi della Vida y otros, además de otros tantos prestigiosos intelectuales musulmanes árabes. Un discurso particularmente notable era el del intelectual egipcio Taha Hussein, quien resumía así sus pensamientos sobre el colonialismo: «Los occidentales eran discípulos de Oriente; luego, adelantándose a él, se convirtieron a un tiempo en sus maestros y opresores. Occidente enseñó a Oriente métodos de investigación científica, despertó al mundo del Islam, lo hizo consciente de sus derechos; pero al mismo tiempo lo oprimió. Hemos de identificar a los culpables. No son culpables los científicos, los verdaderos hombres de pensamiento. No hay oposición entre cristianismo e Islam; ni argumentos para acusar al cristianismo. No hay necesidad de culpar a la religión de los pecados que cometen los cristianos; estos pecan contra su religión cuando colonizan el Islam sin justicia o caridad. Incluso la gente es inocente, la verdadera reserva de la civilización. La culpa es íntegramente de los políticos, hombres de negocios, industriales, banqueros, los promotores y autores de la colonización. Una colonización hipócrita, en tanto que asume el pretexto de salvar, redimir, beneficiar a los países atrasados… Hay que culpar incluso a la vanidad, en la medida en que los occidentales creen que valen más a los ojos de Dios».[3]
Ante esta clase de análisis debemos preguntarnos si la política de Europa hacia el Mediterráneo muestra algún signo de superar esas pautas culturales. ¿Cuál es el actual clima intelectual en el que leemos esta realidad mediterránea? Tomemos, por ejemplo, el discurso pronunciado por Nicolas Sarkozy el 26 de julio de 2007 en Dakar. Tras haber desechado el colonialismo como una malsana aberración del pasado a la que no habría que dar más vueltas, el expresidente de Francia, explayándose en el pasado, empezó a enumerar ciertos aspectos folclóricos de África, al tiempo que reiteraba la supremacía de Europa, que representa «la aspiración a la libertad, a la emancipación, a la justicia», a diferencia de África, que persigue sueños «fijos». Para Sarkozy, esta postura se ve confirmada en el caso de Argelia, donde, según él, la buena política significa pasar página. Eso requiere como condición previa que leamos todas las páginas del libro y no nos limitemos simplemente a hojearlas, llegando al final sin entender nada. Tampoco deberíamos olvidar la tentativa de Jacques Chirac, con la ley del 23 de febrero de 2005, de introducir en las escuelas enseñanzas que subrayaran los aspectos positivos del colonialismo francés.
Nuestros parientes italianos apoyaron esta militancia con su silencio, un silencio roto por algunos académicos intrépidos y por Angelo Del Boca, que, sin embargo, no pudo empañar el mito de los italiani brava gente. La historia colonial de Italia ha caído en gran medida en el olvido, con dañinas consecuencias para las generaciones más jóvenes, a las que se ofreció un humillante espectáculo de abrazos y besamanos entre Gadafi y el ex primer ministro Silvio Berlusconi.
Aunque resulte incompleto, podemos decir que este era el marco operativo en el que se diseñó la política mediterránea de la Unión Europea. De modo que no tiene nada de extraño que en 2005 la celebración del décimo aniversario de la Conferencia de Barcelona se realizara con sordina, con una participación limitada de los países de la orilla sur. El sueño de realizar una región mediterránea caracterizada por la paz y la riqueza compartida se vio quebrantado por las diversas contradicciones que marcaron el trabajo de la Unión Europea, sobre todo por la falta de una política exterior basada en un profundo replanteamiento de las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo. No se puede ser a la vez paladín de la democracia y la libertad y, para salvaguardar los propios intereses, cómplice de los dictadores más implacables. Ante el fracaso de Barcelona, los estados europeos no analizaron las causas de dicho fracaso, sino que más bien se orientaron hacia una política que, en su opinión, tenía que protegerlos de las oleadas de inmigración y del terrorismo islámico. Era un paso que de algún modo hacía aún más explícito su apoyo a las políticas de Gadafi, Ben Alí, Mubarak, al-Asad y las monarquías del Golfo, con el argumento de que aquellos hombres fuertes y sus regímenes garantizarían la seguridad de Europa.
Sarkozy se deshizo, pues, del Proceso de Barcelona, y fue el principal creador de una nueva fórmula política para las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo, la Unión por el Mediterráneo (UpM), inaugurada en París el 13 de julio de 2008. Su entusiasmo no fue compartido por los gobiernos de las dos orillas y, aparte de la instantánea que coronó a los copresidentes Sarkozy y Mubarak, el tono de los discursos alababa la supuesta concreción de la UpM en comparación con Barcelona, destacando determinados proyectos que deberían haberse realizado. La prensa árabe saludó la iniciativa con cierta frialdad, por no decir hostilidad, como demostraba el artículo de Abd al-Bari Atwan, redactor jefe de Al-Quds Al-Arabi, publicado el 12 de julio de 2008 bajo el revelador título de «El objetivo de la Unión Mediterránea: domesticar a los árabes». Escribía el autor: «El diálogo entre los pueblos mediterráneos y entre sus líderes se ha producido mayoritariamente con la espada, y ha seguido así hasta mediados del siglo pasado, cuando las orillas meridional y oriental del Mediterráneo estuvieron sometidas al colonialismo francés, británico e italiano. Hoy vemos en el horizonte un intento de cambiar los instrumentos para realizar los mismos objetivos de un modo que, pese a todas las apariencias, pueda parecer más civilizado… Estamos a favor de cualquier relación de cooperación entre los países del sur y el este del Mediterráneo, por una parte, y los del norte, por otra, a condición de que dicha cooperación se produzca sobre la base de la igualdad y salvaguarde los intereses comunes de ambas partes, sin ninguna forma de supremacía y sin dar lugar a una relación de amo y esclavo. Sin embargo, lo que hoy presenciamos es el resurgimiento de una visión hegemónica europea que considera los países del sur como una enorme reserva a explotar a nivel comercial y humano, y como una oportunidad de oro para repartirse beneficios».
Desde las primeras fases de su construcción, Europa ha contemplado el Mediterráneo con una mezcla de voluntarismo y sentimiento de culpa derivado de la política colonial y postcolonial. Ello, sin embargo, no le ha impedido diseñar políticas intervencionistas para los países de la orilla sur que favorecieran su desarrollo al tiempo que permanecían anclados en una lógica de estilo colonial. Al mismo tiempo, el discurso político se orientaba en torno a unas líneas ideológicas que no tenían en cuenta el trauma que habían sufrido esos países a raíz de la política exterior imperialista europea y la posterior descolonización. Al igual que ocurriera con otros dolorosos episodios del pasado europeo —como, por ejemplo, el Holocausto—, nadie se aventuraba a tratar de deshacer ese enredo. Implícita en el sueño de una política global que situara al Mediterráneo en un marco europeo se hallaba la contradicción que antes he mencionado, ahora revelándose en el carácter prioritario de una política abstracta a la que tenían que adherirse los países del sur.
La Declaración de Barcelona de 1995 era el ejemplo de manual. Contrariamente a lo que afirman los argumentos habituales, su fracaso no se debió a una incapacidad técnica para realizar cosas concretas, sino más bien a su falta de visión política, ya que relegó la enmarañada memoria del pasado a una página de la historia que había que pasar u olvidar lo más rápido posible. Tras la Segunda Guerra Mundial, los principios de libertad y democracia se abrieron paso en la conciencia civil europea, pero el hecho que estos no se aplicaran cuando se trataba de países de la orilla sur del Mediterráneo gobernados por sanguinarios dictadores constituía un impedimento: los negocios son los negocios. Una vez más, ¿qué otra cosa se podía hacer más que disfrazar viejos comportamientos bajo un discurso ideológico en el que habían creído generaciones enteras de jóvenes?: «Hacer del Mediterráneo un mar de paz y riqueza compartida», rezaba la Declaración. Pero nadie sabía cómo hacerlo. Por un lado estaba la ideología; por otro, la historia.
En este contexto ha prosperado el terrorismo islámico, que ha intervenido con su política de terror en todas las tentativas de ultimar cualquier iniciativa de diálogo y que, paradójicamente, se ha convertido en factor de una política occidental basada en el miedo al extremismo, ya sea fundamentado o espurio. Ese estado de cosas ha legitimado una serie de marcos intelectuales a través de los que nosotros, los occidentales, hemos visto el mundo árabe musulmán. En ese contexto ni siquiera parecía extravagante preguntarse si el Islam era compatible con la democracia en absoluto, y aún menos organizar convenciones y reuniones sobre esos temas: tampoco tuvimos ningún problema en acuñar el leitmotiv de la incompatibilidad entre Islam y Occidente, y llegar a la consiguiente conclusión de que el choque de ambas civilizaciones era inevitable. La exportación de la democracia combinada con la guerra contra el terrorismo fue el argumento utilizado para justificar la guerra en Irak y en Afganistán.
¿Qué ha quedado de este montón de clichés en la luz de las revoluciones en el mundo árabe, las que han tenido éxito, las que están todavía en curso y las que, como en Siria, han registrado miles y miles de muertes sin que el Estado sea capaz de silenciar la rebelión popular? El prisma a través del cual todavía seguimos leyendo el mundo árabe musulmán se ha desmoronado, y nosotros los occidentales hemos quedado expuestos en medio. Esa es la verdadera razón de que no podamos hacer otra cosa que parlotear sobre posibles derivas islámicas. Una vez más, gracias a nuestro espíritu eurocéntrico, tratamos de persuadir a los líderes de que sería deseable para estos países experimentar un profundo cambio, a fin de que la primavera no se diluya en un desolado invierno. ¿Qué formas concretas de ayuda está organizando Occidente —y no hablo solo de economía y finanzas— en forma de ideas y apoyo en este delicado período de transición? Solo se oye el ensordecedor sonido del silencio. La escena solo se anima cuando primero Sarkozy, luego David Cameron y luegoRecep Tayyip Erdogan van a Libia a afirmar la preeminencia de su intervención, recordando a los libios que sus países deberían ocupar un lugar privilegiado a la hora de compartir la riqueza de aquel territorio atormentado. La historia no nos enseña nada.
Si es cierto que el mayor déficit de nuestra sociedad es la falta de una visión estratégica del Mediterráneo en la luz de las revoluciones árabes; si es cierto que el marco intelectual en el que siempre hemos leído la política y el desarrollo de la sociedad de la otra orilla está obsoleto, entonces hemos de prepararnos si es que pretendemos entender adónde va el Mediterráneo. En su prefacio a mi último libro, Mediterraneo in rivolta: dalla penisola Arabica al Maghreb e ritorno,[4] escribe Lucio Caracciolo: «El tsunami que ha sacudido el Mediterráneo y el mundo árabe señala el final de un prolongado statu quo, una situación determinada por la derrota de todas las potencias europeas —Francia y Bélgica incluidas, aunque formalmente fueran vencedoras— en la Segunda Guerra Mundial. En las décadas de 1950 y 1960 se lleva a cabo el proceso de descolonización, en muchos casos más aparente que real. Las potencias occidentales, bajo el semiprotectorado de Estados Unidos en forma de garantías de último recurso contra la amenaza soviética, empiezan a conceder la independencia a sus antiguas colonias árabes o de Oriente Próximo. Instalan regímenes autoritarios en todas partes, con presidentes y monarcas que pueden hacer lo que quieran a sus poblaciones con tal de que garanticen a los occidentales un acceso privilegiado a los recursos energéticos y eviten oponerse a ellos en la escena internacional».
Esta política, con la que Occidente se había construido su seguridad, se ha derrumbado frente a las revoluciones del mundo árabe. ¿Qué queda de los instrumentos de análisis con los que hemos juzgado y clasificado el mundo árabe? ¿Qué significa hoy la consigna, sujeta a toda la propaganda posible, de que la misión de Occidente era exportar la democracia? ¿Y qué queda del peligro de un choque de civilizaciones, el argumento que habíamos adoptado para interpretar cualquier postura que no se ajustara a nuestras pautas culturales?
No mucho, puesto que las revoluciones del mundo árabe, por muy peculiares y diversas que resulten de un país a otro, no se caracterizan por un espíritu antioccidental, sino que han aspirado, tras años de tentativas fallidas —algunas de ellas torpes—, a encontrar su propia fisonomía de población en un marco legal y antropológico, a veces dado y con frecuencia negado por la intervención externa e interna. En el actual estado del proceso de transición, ese objetivo no se ha alcanzado por varias razones: entre ellas, como en toda revolución, están los intereses ligados a los antiguos regímenes; otras nuevas, como los elementos religiosos, revindican su presencia en la escena política sin temor a la represión; y otras más nuevas todavía, como las fuerzas que protestan en todas las plazas urbanas, pero que aún no han logrado establecer una representación política estable. Observamos todo esto y no tenemos ni idea de qué decir. De nuestra seguridad política, nuestro análisis, nuestra convicción ideológica de la importancia del Mediterráneo para el futuro de Europa, parece quedar muy poco. Es cierto que estamos pasando por una crisis económica, política y cultural de inmensas proporciones, y que esos problemas nos distraen. Pese a ello, permanecen las actitudes del pasado, cuando enseñábamos y explicábamos al mundo árabe lo que tenía que hacer. De modo que nuestro asombro, mezclado con inquietud, se centra en las victorias electorales de los elementos islámicos, e intentamos analizar si estos seguirán o no el modelo turco de organización estatal. Al hacerlo perdemos de vista la característica más importante de estas revoluciones: el proceso revolucionario no ha terminado aún, como demuestran el caso de Siria, las inquietudes de las monarquías del Golfo y la inestabilidad general de la región. Pensamos que una fórmula política antes que otra es capaz de poner fin al proceso revolucionario. Los países del sur del Mediterráneo han sufrido una profunda conmoción, y las conmociones que pueden seguirse serán largas y difíciles de predecir porque afectarán a aquellos estados que hasta ahora parecen haberse salvado.
Uno tiene la impresión de que un fantasma recorre el mundo y que, por primera vez en la era moderna, avanza de sur a norte. Desde una perspectiva simbólica esto no resulta nada insignificante. Es portador de cosas viejas y nuevas, pero lo más importante es que viene a decir que el cambio es posible.