Este artículo aborda el asunto de las primaveras árabes haciendo especial incidencia en el caso tunecino y las características de la nueva democracia constitucional instaurada tras la caída del régimen de Ben Ali. Se trata de un neoconstitucionalismo árabe que, pese a mostrar una gran afinidad con las democracias occidentales, se diferencia de estas en lo que respecta a su carácter de democracia constitucional con referencias arabo islámicas. El análisis señala, asimismo, el compromiso cultural entre tradición y modernidad que ha producido la actual forma de democracia tunecina, así como el compromiso entre las fuerzas políticas relacionadas con estas dos orientaciones. La democracia tunecina está inmersa en un proceso de aprendizaje que, tal vez, contiene en sí mismo la capacidad de superar la inestabilidad del compromiso adquirido.
Según las ciencias políticas, las primaveras árabes que han tenido lugar en los últimos años pueden enmarcarse en la «cuarta ola de democratización», mientras que, desde el punto de vista de la filosofía del derecho, han constituido y constituyen aún el escenario de una representación caracterizada por una gran experimentación política y cultural mediante la que el mundo musulmán está comprobando la posible compatibilidad entre islam y democracia.
Yadh Ben Achour, jurista tunecino y miembro del Comité de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, ha abordado un tema crucial durante el tormentoso período de las primaveras árabes: la reflexión acerca de la forma del Estado, que ha nutrido gran parte del debate en el ámbito político y filosófico, sobre todo durante la fase constituyente en Egipto y Túnez. Ben Achour contempla una forma de «neoconstitucionalismo árabe» que representa el resultado más significativo del período de las primaveras árabes. En la tradición occidental, el constitucionalismo consiste en una separación de poderes en función de la garantía de los derechos. El constitucionalismo contemporáneo encontró su primera expresión en la constitución estadounidense de finales del siglo xviii, así como en las instituciones de la democracia occidental cuyo fundamento representa.
El origen del constitucionalismo occidental reside en un proceso de secularización, es decir, una separación progresiva entre el orden político y el orden religioso, que se va haciendo más profunda a medida que avanzamos en la historia: ejemplos de ello son las luchas por las investiduras del siglo xi, la paz de Westfalia de 1648 o la Revolución francesa.
Este neoconstitucionalismo árabe identificado por Ben Achour representa el resultado de un compromiso entre dos concepciones distintas del Estado: el Estado civil y el Estado religioso. El jurista tunecino lleva mucho tiempo consagrado a estos temas, con la intención de dilucidar las particularidades del mundo arabo musulmán, la persistencia de la tradición y la resistencia a los procesos de secularización.
Las primaveras árabes marcaron el final de la excepción árabe, que parecía excluir la compatibilidad entre islam y democracia, pero la forma de gobierno que surgió del proceso constituyente tunecino no es, en ningún caso, comparable a las formas occidentales de gobierno democrático.
El concepto de Estado civil aparece en el programa del partido Libertad y Justicia, que constituye la expresión política del movimiento egipcio de los Hermanos Musulmanes. Asimismo, está claramente anunciado en el artículo 2 de la constitución tunecina de enero de 2014, que proclama: «Túnez es un Estado civil fundado en la ciudadanía, la voluntad del pueblo y la primacía del derecho». Sin embargo, el concepto de Estado civil no expresa una concepción secularizada del Estado porque el programa electoral tanto del partido Ennahdha, que ha adoptado el modelo de Estado civil, como del partido Libertad y Justicia ha introducido el concepto de Estado civil de referencia islámica.
El Estado civil no es teocrático y, sin embargo, se opone a una concepción secularizada del Estado. Uno de los principales teóricos del concepto de Estado civil e inspirador de las orientaciones políticas de los Hermanos Musulmanes, Al-Qaraḍāwī, ha afirmado al identificar Estado civil con Estado islámico: «El Estado islámico es un estado constitucional o legítimo, tiene su propia constitución, a la cual se remite a la hora de gobernar, así como una ley a la que recurrir; su constitución está representada por los principios y las leyes de la sharī’a, tal y como aparece en el Corán y la Sunna en términos de doctrina, ‘ibādāt (prácticas de culto), ética y mu’āmalāt (prácticas sociales)».
En resumen, el Estado civil posee la forma de un Estado constitucional, es decir, de un Estado que se inscribe dentro de los límites de la constitución, pero está edificado sobre los fundamentos de una ética de origen religioso. Ese es el compromiso que Ben Achour identifica de un modo muy lúcido y encuentra en la constitución tunecina del 27 de enero de 2014, en cuyo preámbulo queda proclamado el vínculo del pueblo tunecino «con las enseñanzas del islam y sus fines, caracterizados por la apertura y la tolerancia, así como con los valores humanos y los principios universales y superiores de los derechos humanos».
En consecuencia, la constitución confirma la pertenencia identitaria arabo islámica de Túnez, pero, al mismo tiempo, proclama la universalidad de los principios expresados por los derechos fundamentales. Respecto a este punto, resulta significativo el artículo 39 de la constitución, que garantiza «el derecho a la enseñanza pública y gratuita en todos los niveles», pero señala con firmeza la función del Estado como «guardián del arraigo de las jóvenes generaciones en su identidad árabe e islámica y su pertenencia nacional».
El constitucionalismo, que se ha ido esbozando a través de una serie de fases convulsas de la revolución y la dialéctica política del proceso constituyente, consiste, según Ben Achour, en un paradigma basado en los conceptos de Estado civil y de libertad y garante de la dignidad (karama). Se trata de un constitucionalismo de nueva cuña con respecto a la tradición occidental, afirma Ben Achour, porque supone el resultado de la compatibilidad entre una religiosidad radical, que constituye el fundamento identitario, y «la exigencia de un civismo que pretende limitar lo religioso a la religión, es decir, a la fe y el culto, sin dejar que esta interfiera en la vida política y el derecho».
La compleja conjunción de estos elementos conduce a una legitimidad inédita de la forma de gobierno democrática: una forma de legitimidad de tipo consensual, opuesta a una legitimidad democrática, puesto que la primera, resultado del consenso de todos los grupos, se sitúa por encima del principio mayoritario.
La forma de gobierno democrático producida por la revolución tunecina representa un modelo que, aunque inscrito en la continuidad de la tradición occidental, modifica profundamente su esencia. La dialéctica política en el seno de la constitución material, es decir, de la confrontación entre las fuerzas sociales y políticas, entre sus ideologías y sus realizaciones institucionales, pondrá a prueba la validez del nuevo modelo.
El futuro de Túnez
Para intentar esbozar el futuro de Túnez hay que precisar, en primer lugar, la relación entre la democracia instaurada y la revolución que la ha producido. En su libro Tunisie. Une révolution en pays d’islam, Yadh Ben Achour declara que el proceso revolucionario tunecino no puede compararse con ninguna revolución precedente: ni la revolución inglesa del siglo xvii, ni las revoluciones estadounidense y francesa de la segunda mitad del siglo xviii. Afirma, de este modo, que «Túnez, en efecto, ha inventado una clase de revolución que, muy probablemente, no cuenta con ningún precedente en la historia».
Las causas de las revoluciones son numerosas, y los historiadores eligen aquellas que mejor se corresponden con sus propias perspectivas. Así, los orígenes de la revolución tunecina están sujetos a múltiples interpretaciones: ¿Se debió quizá al enfrentamiento entre la periferia social y el centro? ¿O fue más bien la revolución de las tribus fomentada por el ya tradicional espíritu jalduniano (‘asabyya) contra el Estado? ¿O la de los pequeños propietarios del centro, como los Bouazizi, contra el expolio de sus tierras? ¿Se trata de una revolución religiosa o laica?
Ben Achour, que alude a la filosofía de la historia de Hegel, escribe que el proceso histórico consiste en un movimiento dialéctico en cuyo seno el presente debe enfrentarse al pasado. Dentro de esa misma perspectiva, la revolución tunecina ha analizado en profundidad el problema religioso y la cuestión de la secularización. Por ello, podemos afirmar que el resultado ha confluido en una constitución que «no tiene ninguno de los elementos que caracterizan una constitución teocrática», y que, a mi modo de ver, ha sentado las bases de una democracia constitucional de carácter arabo islámico.
De este modo, la revolución ha podido contemplar la instauración de un islam posautoritario que representa, ante todo, el rechazo a un régimen autoritario. El posautoritarismo islámico ha producido una fractura «con el autoritarismo, pero no con la tradición» puesto que, en efecto, «el islam es esencialmente una doctrina antiautoritaria». Podemos afirmar, de este modo, que la democracia constitucional proclamada por la revolución tunecina constituye un compromiso (tawâfuq/wifaq) entre una perspectiva «modernista» (hadathi) abierta a la cultura occidental, cuyo proyecto consistía en instaurar un régimen constitucional en un Estado secularizado (Dawla madaniya), y una perspectiva islamo conservadora o tradicional cuya referencia se asentaba en el islam y la nación árabe.
La revolución ha planteado el problema de la relación entre islam y modernidad, ya que la sociedad tunecina se caracteriza por una progresiva afirmación del proceso de secularización y por una oposición al fundamentalismo y el islamismo radical. Sin embargo, los defensores de la secularización han tenido que enfrentarse a la especificidad, la historia y la identidad de la sociedad tunecina, cuyas raíces se adentran en el islam y la civilización islámica.
Sin embargo, esta revolución ha confrontado dos lógicas antitéticas: la de aquellos que esperaban una ruptura radical con la tradición y la de aquellos que aspiraban a una reconciliación nacional. Finalmente, lo que se ha instaurado ha sido una forma de gobierno fundada en una nueva legitimidad recién creada: la «legitimidad del compromiso» (char’iya wifaqiya).
El compromiso ha sido la meta de la revolución constitucional tunecina, así como la respuesta a la cuestión de por qué Túnez es el único país donde la revolución ha prosperado. En el marco de dos proyectos antagonistas, como son el modernista y el conservador o islamista, se ha impuesto la solución del compromiso histórico, que ha conseguido evitar el peligro de la polarización, fundada en un «pluralismo activo, centrado a la vez en el reconocimiento de las distintas categorías de la realidad y el respeto a una pluralidad de los principios y modos de vida». El compromiso ha sido posible debido a que las fuerzas secularizadas han aceptado que el partido islamista Ennahdha participe en el escenario político, y Ennahdha ha aceptado la idea de la negociación para salir de las crisis políticas que se han sucedido desde 2011 hasta 2014.
¿Podrá mantenerse el compromiso?
Para responder a esta cuestión, cabe considerar, en primer lugar, las palabras de Gilbert Achcar a propósito de los límites del modelo tunecino. En 2013 el gobierno de Ennahdha sufrió una crisis cuyo origen se sitúa en la gran protesta popular contra los asesinatos perpetrados por los salafistas y la incapacidad del partido para lidiar con la situación. Entonces se formó una coalición política que, bajo el nombre de Frente de Salvación Nacional (FSN), agrupaba a los principales partidos del Frente Popular (unión de la izquierda tunecina), Nidaa Tounes (compuesto, sobre todo, por políticos del antiguo gobierno) y algunos grupos liberales y de centro derecha.
La gran manifestación del 6 de agosto de 2013 contra Ennahdha guarda numerosas similitudes con la protesta egipcia del 30 de junio de 2013 contra los Hermanos Musulmanes, pero, a diferencia de Egipto, el ejército tunecino no intervino para dispersar a los manifestantes. La caída de los Hermanos Musulmanes en Egipto condujo a Gannouchi, líder de Ennahdha, a aceptar un compromiso y aprobar la formación de un gobierno técnico que, en enero de 2014, comenzó a preparar las elecciones del mes de octubre de ese mismo año.
Estas manifestaciones populares en Egipto y Túnez «han abierto el camino—tal y como escribe Achcar— a lo que constituye, esencialmente, un regreso al antiguo régimen». En las elecciones de octubre de 2014, Nidaa Tounes obtuvo una mayoría simple gracias, entre otras cosas, a su alianza política y electoral con la izquierda tunecina, lo cual contribuyó a rehabilitar el partido y darle credibilidad. La transición política, que empezó gracias a este compromiso, dio lugar al nacimiento de un gobierno de coalición entre Nidaa Tounes y Ennahdha, y no con el Frente Popular, dado que ambos partidos compartían una perspectiva socioeconómica neoliberal muy similar.
Este acuerdo político permitió adoptar una la ley de reconciliación que ofreció —a cambio de una declaración de culpabilidad y una promesa de reembolso de ganancias adquiridas ilegalmentela amnistía a los funcionarios públicos y hombres de negocios culpables de delitos financieros o apropiación de fondos públicos. Esta ley conllevó el cuestionamiento de los procedimientos judiciales que se adoptaron durante el período de transición a partir de diciembre de 2013.
Las conclusiones de Achcar son implacables, ya que se muestra convencido de que Túnez camina a grandes pasos hacia una restauración del antiguo régimen. A ello hay que añadir, por otra parte, que las políticas neoliberales han agravado las condiciones económicas situadas en el origen de la revuelta que estalló a finales de 2010. A esta crisis económica se añaden, asimismo, causas estructurales como la corrupción de la burocracia, la excesiva reglamentación, los elevados impuestos y la disparidad entre las zonas costeras y las más periféricas y remotas del país.
De este modo, a la pregunta de si Túnez podrá mantener el resultado democrático y constitucional de su revolución, podemos responder, en primer lugar, señalando que ciertas expectativas alentadas durante la revolución ya han defraudado a muchos, sobre todo en lo concerniente a las perspectivas de una justicia de transición que debería haber creado las condiciones necesarias para la construcción de una forma de gobierno democrático constitucional asentado sobre una base sólida en el contexto tunecino.
La ley de justicia transicional en Túnez, aprobada en diciembre de 2013, 20 representaba una innovación importante porque introducía, en un principio, la posibilidad de llevar a los tribunales los casos de violación de derechos socioeconómicos. Sin embargo, el gobierno de la coalición entre Nidaa Tounes y Ennahdha se centró en el proceso de reconciliación con el pasado más que en la persecución de los delitos cometidos, tal y como prueba la ley orgánica n° 2017-62, relativa a la reconciliación en el ámbito administrativo firmada el 24 de octubre de 2017 por el presidente de la república, Mohamed Béji Caïd Essebsi. Él mismo había propuesto el texto legislativo en 2015, pero tras una revisión por parte de la asamblea parlamentaria, después de una jornada de encarnecido debate y de manifestaciones populares frente al Parlamento, el texto definitivo se adoptó el 13 de septiembre de 2017.
La reconciliación propuesta por «la ley, que instaura una amnistía para los funcionarios públicos implicados en actos de corrupción y desvío de fondos públicos sin ningún mecanismo real de investigación, sin ningún acceso a las redes de la corrupción y sin consecuencias para aquellos que han controlado durante años los engranajes de la depredación sistemática y la economía tunecina bajo el reinado de Ben Ali y su familia, aumentan la ya profunda desconfianza de los tunecinos hacia un sistema que aún no ha sido capaz de romper definitivamente con los demonios del pasado». Podemos afirmar, en resumen, que los partidos del gobierno de coalición, pese a sus diferencias ideológicas, han unido sus fuerzas para proteger los intereses de la clase medias y las élites.
Varios elementos de incertidumbre, por tanto, parecen proyectarse en el futuro de la joven democracia tunecina. Sin embargo, cabe señalar, asimismo, que el objetivo democrático constitucional de la revolución tunecina es el resultado necesario de un largo camino iniciado a mediados del siglo xix gracias a la abolición de la esclavitud mediante tres decretos promulgados entre 1841 y 1846 (diecinueve años antes que Estados Unidos), a la que siguieron la primera constitución de un país árabe o musulmán en 1861, las reformas introducidas por el presidente Bourguiba tras la conquista de la independencia en 1956 sobre la condición y los derechos de las mujeres, 25 la reforma educativa, 26 etc.
Todo ello ha convertido a Túnez en un país anómalo dentro del mundo arabo musulmán, y ha señalado las condiciones de la instauración de una democracia constitucional de referencia arabo islámica cuyo camino, pese a las tensiones e incertidumbres de la fase de transición, está destinado a continuar y consolidarse.
Los retos del gobierno actual
La muerte del presidente Mohamed Béji Caïd Essebsi, acontecida el 25 de julio de 2019, condujo a la celebración de elecciones presidenciales anticipadas en Túnez, cuya primera vuelta tuvo lugar el 15 de septiembre, antes de las elecciones parlamentarias del 6 de octubre de 2019. La segunda vuelta del 13 de octubre dio la victoria a Kais Saied con una mayoría aplastante del 72,7% de los votos. Saied, jurista y profesor de derecho constitucional, encarna la expresión de un programa conservador 27 y una orientación que aboga por un cambio radical para renovar el poder en Túnez.
En el marco de una crisis económica marcada por la persistencia del débil crecimiento de la economía, la elevada tasa de paro juvenil y la inflación y el endeudamiento crecientes por parte del Estado, incluso las elecciones parlamentarias del 6 de octubre de 2019 manifestaron un juicio negativo y radical hacia el poder de la clase política, el cual ha constatado una fuerte caída de la aceptación popular.
Como resultado de esta confrontación electoral, los porcentajes de los dos partidos principales de la coalición de gobierno se redujeron significativamente. Ennahda, pese a haber reducido claramente su margen de votos, fue el partido más votado y obtuvo un porcentaje del 19,6%, con cincuenta y dos escaños. Nidaa Tounes, por su parte, obtuvo solo el 1,5% de los votos, puesto que una gran parte de los votantes que lo habían apoyado hasta ahora viraron hacia dos formaciones de centro: Tahya Tounes y Qalb Tounes, que obtuvieron, respectivamente, el 4,08% y el 14,5% del sufragio.
Tras el fracaso de una primera tentativa de formación de gobierno, el presidente Kais Saied confió la tarea a Elyes Fakhfakh, que había sido ministro de finanzas entre 2011 y 2013, y obtuvo la confianza de la Asamblea de representantes el 27 de febrero de 2020. El nuevo gobierno está formado por una pluralidad de fuerzas heterogéneas: Ennahdha, dos partidos de centro izquierda —Ettayar (corriente demócrata) y Echaâb (movimiento popular)—, Tahya Tounes y el Bloque de la Reforma Nacional. La tarea fundamental del nuevo primer ministro será buscar una cohesión entre todas estas fuerzas heterogéneas, que presentan ideologías muy distintas y visiones opuestas de las realidades del país.
El mayor desafío, sin embargo, será el económico, representado por la falta de liquidez en las arcas estatales, el paro (actualmente del 15%) y la inflación (del 6,7%). Para afrontar todos estos aspectos, Fakhfakh ha lanzado un proyecto basado en un ambicioso pacto social. Las perspectivas tunecinas de futuro parecen sumergidas en la incertidumbre, pero la superación de los momentos más álgidos de la crisis de 2011, que conllevó la huida de Ben Ali, demuestra que este país árabe cuenta con una gran fuerza que le permite hacer frente a los retos del futuro. La democracia constituye un proceso de aprendizaje y la democracia tunecina ha demostrado que aprende muy rápido.