
De Rodolfo Valentino a ‘Los Nuestros’
El medio que más ha contribuido a la construcción del imaginario orientalista es el cine, donde lujo, despotismo y sensualidad, y hoy terrorismo, son sinónimo de Oriente..
Mònica Rius-Piniés
Han transcurrido casi 40 años desde que Edward Said publicó, en 1978, Orientalismo, una obra que marcó profundamente los estudios culturales. Aunque no fue el primero en hacerlo, Said estableció de manera contundente que el orientalismo es una racionalización del dominio colonial que define a Oriente como un objeto de estudio y, por supuesto, de deseo. El orientalismo, pues, supone una construcción ideológica que implica una concepción bipolar del mundo mediante la que se legitima el discurso de dominación de Oriente por parte de Occidente. Implica un “Ellos” (compacto, uniformizador) que se contrapone a un “Nosotros” (igualmente simplificado).
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Oriente, en este contexto, es un espacio simbólico que no debe confundirse con el concepto homónimo relativo a la geografía física. Por el contrario, la ubicación del “Otro” se reparte por todos los confines de la tierra, por cualquier región susceptible de ser colonizada: desde India, China y Japón hasta América Latina, pasando por los países árabes.
Además, hay que tener en cuenta que, con la globalización, el “Otro” ya no está ubicado únicamente en el exterior, en un lejano país, sino que puede hallarse también en el interior mismo de Occidente. Esta imposibilidad de levantar fronteras que impermeabilicen la esencia de Occidente ante lo que se percibe como una amenaza provoca temor, y éste genera, a su vez, una gran violencia. Ante este estado de cosas se observa que la práctica del orientalismo, lejos de perder importancia, sigue más vigente si cabe que en cualquier otro momento de la historia. En su versión artística, el orientalismo florece mediante la pintura y, algo más tarde, la fotografía.
A finales del siglo XIX no había salón burgués que se preciara que no incluyera un cuadro de este género. Las odaliscas, harenes y desiertos pintados por Delacroix, Ingres y una verdadera estela de seguidores inundaban Europa y Estados Unidos conformando la estética visual del orientalismo. España vivió este proceso con cierta esquizofrenia, puesto que si era agente activo de la visión colonial (gracias a Fortuny y Tapiró, entre otros), también era objeto de orientalización a través de la mirada de los pintores franceses o ingleses, que concebían la Península (en especial Andalucía) como un preludio del Norte de África.
Sin embargo, el medio que más ha contribuido a la construcción del imaginario orientalista es el cine. Para el Hollywood de principios del siglo XX, Oriente era sinónimo de lujo, despotismo y sensualidad, pero después de la Segunda Guerra mundial y, especialmente, tras el fin de la guerra fría, Oriente pasa a ser identificado simple y llanamente con el terrorismo. Ya en los albores del cine, las historias basadas –más o menos peregrinamente– en Las mil y una noches consolidaron un discurso impregnado de exotismo.
Tanto las estrellas rutilantes del cine mudo (Pola Negri o Ben Turpin, por ejemplo), como los directores más prestigiosos (Ernst Lubitsch o Raoul Walsh, entre otros) contribuyeron a establecer un marco fantástico que servía de parábola para tratar temas como el poder despótico y la guerra (cabe recordar que algunas de estas películas se rodaron en el periodo de entreguerras) mediante el que se repetía el mismo mensaje una y otra vez: el bien siempre triunfa ante el mal. Sin duda, El ladrón de Bagdad, protagonizado y producido por Douglas Fairbanks en 1924, marcó un hito por la utilización de la música, decorados, efectos especiales y un guion que animaba al espectador a luchar por su propia felicidad.
El cuento de hadas era posible en un nuevo mundo, el norteamericano, donde el self-made man solo tenía los límites que él mismo se impusiera. Paralelamente, surgía el mito sexual masculino, personalizado en Rodolfo Valentino, que interpretó en diversas películas (El Sheik, 1921; El joven Rajah,1922; o El hijo del Caíd, 1926) a jóvenes apuestos con orígenes confusos. Estas historias sirvieron, en cambio, para ilustrar un doble proceso de domesticación. Por una parte, mostraba cómo la mujer que reclamaba su independencia acababa por entender que no había felicidad sin sumisión al hombre. Por otra, el árabe comprendía que, para llegar a triunfar, debía ser sometido, asimilado a la única civilización digna de tal nombre.
En efecto, el “Otro” del que trata el orientalismo no es solo el hombre no-occidental, sino la figura femenina, que sufre un verdadero proceso de cosificación sexual. De este modo, el mito del harén donde el hombre posee cuando quiere a cuanta mujer se le antoja es el núcleo de un buen número de películas. A mediados de los años ochenta, por ejemplo, encontramos dos producciones tituladas Harem. En la primera (1985), Nastassja Kinski interpreta a una joven norteamericana secuestrada y llevada a la fuerza a uno de estos centros de internamiento. La segunda es una telemovie de 1986 cuya protagonista, una intrépida joven inglesa, cae en las sensuales redes de un apuesto Omar Sharif. Si la mujer occidental cae rendida ante el hombre oriental, éste idolatra al hombre blanco hasta el punto de llegar a confundirlo con un dios.
Claro ejemplo de ello es El hombre que pudo reinar, basada en la novela de Rudyard Kipling del mismo nombre (1888) dirigida por John Huston en 1975. En la jerarquía cinematográfica así establecida aparece Indiana Jones con su látigo, un instrumento de dominación donde los haya. Oriente también es el marco donde se viven las más intensas historias de amor. En Marruecos de Josef Von Stenberg (1930) donde Gary Cooper y Marlene Dietrich se encuentran, no viven árabes, sino mujeres mexicanas que, a su vez, aparecen caracterizadas como gitanas. Poco importa este detalle puesto que no son más que parte del decorado.
La historia está centrada en el personaje occidental masculino, cuyas aventuras en el desierto le servirán para conocerse a sí mismo. Consolidando el cliché que se ha mencionado anteriormente, cuando el personaje femenino se encuentra, decide que el único sentido de la vida consiste en seguir ciegamente al ser amado. A partir del discurso predominante surgen otros subgéneros que, sin embargo, tienen la misma finalidad.
De este modo, se realizan versiones cómicas de los grandes éxitos como los que protagonizan Stan Laurel y Oliver Hardy (Los dos legionarios, 1931; Locos del aire,1939), Abbott y Costello (Perdidos en el harén,1944; Abbott y Costello en la legión extranjera ,1950 ) o los hermanos Marx (Una noche en Casablanca,1946). La ironía puede recaer en las historias de amor o de heroísmo, no obstante el “Otro” está tan invisibilizado como en las versiones originales. Los musicales de ambiente orientalista tuvieron, asimismo, un enorme éxito de público. Uno de los más paradigmáticos es, sin duda, Kismet. En 1955 Vincente Minelli dirigió la versión musical –en cinemascope– de una historia que había tenido cinco versiones anteriores (la obra original de Edward Knoblock, 1911; tres versiones cinematográficas,1920, 1930, 1944; y una versión musical de Broadway,1953). Los números musicales (que utilizaban sin reparo las Danzas del Príncipe Igor de Borodin) como Stranger in Paradise, en el que el joven y pobre poeta y la princesa Sherezade comparten su amor, se convirtieron en auténticos estándares que siguen gozando del privilegio de ser interpretados como piezas aisladas.
En un hito reciente del neorientalismo se sitúa el capítulo duodécimo de la primera temporada de Smash (2012). En él, los actores norteamericanos imitan un número de Bollywood mientras entonan una canción titulada One Thousand and One Nights, todo ello presidido por unos decorados y unos figurantes totalmente kitsch. Por último, el orientalismo no ha desdeñado servirse de la animación para llegar al público infantil y convencer con su mensaje desde la más tierna edad. La radicalidad del discurso –racista– llegó a sus cotas más altas con la versión de Aladdin de Disney. La canción que abría la película, en su primera versión, transmitía con una frivolidad espeluznante que el protagonista pertenecía a un mundo sometido a hábitos salvajes. El joven protagonista (y con él millones de niños) entonaba con alegría y aparente inocencia el estribillo de la canción: “It’s barbaric, but hey, it’s home”.
El orientalismo en Europa
Europa no ha quedado a la zaga de Estados Unidos ofreciendo un Oriente lleno de tópicos. La Francia colonial encontró en Argelia una combinación perfecta de misterio y familiaridad. Julien Duvivier dirigió, en 1937, a un Jean Gabin que hizo vibrar a los espectadores occidentales con los amores del delincuente Pépé le Moko, apresado en la peligrosa casbah de Argel. El gran éxito de público provocó una sobreexplotación de la misma historia, con dos remakes en menos de 10 años. La versión de John Cronwell (Argel, 1938) contaba con Charles Boyer como protagonista. La secuencia en la que canta “C’est la vie” mientras las prostitutas árabes y sus clientes danzan alegremente a su alrededor podría definirse como uno de los mejores ejemplos de cine orientalista.
Era el preludio del musical en que se convirtió la versión de 1948, en la que Tony Martin cantaba feliz y enamorado por los tejados de la casbah totalmente ajeno a la realidad que le rodeaba. Otra potencia colonial, Gran Bretaña, también tiene su propia versión cinematográfica del Oriente que debe ser civilizado. Egipto (Muerte en el Nilo, 1937/1978), Irak (Asesinato en Mesopotamia, 1936/2002) y el mandato británico de Palestina (Cita con la muerte, 1938/1987) son los escenarios en los que se desarrollan algunas de las novelas de Agatha Christie, convenientemente adaptadas a la gran pantalla. En todas ellas, las élites coloniales se mueven a su antojo, aunque las excavaciones arqueológicas y los hoteles de lujo sean las localizaciones más utilizadas. Por otra parte, son numerosas también las películas que transcurren en India.
Slumdog Milionaire, dirigida por Danny Boyle en 2008, por ejemplo, consigue que, en plena era de la globalización, el público occidental perciba al nuevo “Otro” poscolonial con una mirada exenta de responsabilidades, pudiéndose liberar de cualquier sentimiento de culpa. Aunque India, China o Japón han servido como telón de fondo de historias narradas por y para occidentales, el Norte de África ha sido el plató de películas que contribuyeron a crear el imaginario orientalista tanto por su guion como por su fotografía. Es el caso de las producciones británicas Lawrence de Arabia de David Lean (1962) o El cielo protector de Bernardo Bertolucci (1990). Sin embargo, los paisajes desérticos, llevados al extremo, pueden encarnar el hábitat del “Otro” en su sentido más literal. Tanto es así que en sus aldeas residen auténticos alienígenas como los que pueblan la primera entrega de La guerra de las galaxias (1977).
España sigue, en cambio, un itinerario particular. El aragonés Segundo de Chomón, uno de los precursores del cine, fantaseaba a principios del siglo XX con la estética oriental poniendo color, en su taller de Barcelona, a su Dance des Ouled Naid (1902). No es el único título de la misma temática, puesto que pocos años más tarde rodó El brujo árabe (1906) y El tesoro del Rajá (1906). Ya en pleno franquismo, el orientalismo es perfecto para ensalzar los valores castrenses en películas como ¡A mí la Legión! (1942) de Juan de Orduña.
En su versión más genuina, el orientalismo sigue vigente en algunas producciones televisivas recientes, como Los nuestros o El Príncipe, ambas producidas por TeleCinco. La construcción y representación del “Otro” oscila entre el bárbaro –y algo estúpido– terrorista y el galán exótico. Una vez más, la ficción es un medio que ayuda al espectador a interiorizar la idea de que existe un “Nosotros” y un “Ellos” totalmente opuestos. Occidente es masculino, civilizado y moderno, mientras que Oriente es femenino, salvaje y tradicional.
Como colofón posorientalista cabría finalizar con la tesis que Ziauddin Sardar elabora a partir de M. Butterfly de D. Cronenberg (1993). El protagonista vive durante años una historia de amor –y sexo– con una cantante de ópera de Beijing sin descubrir, en ningún momento, que en realidad es un hombre. La parábola es clara: el objetivo del orientalismo no es descubrir al “Otro”, sino construir una imagen pormenorizada de las fantasías occidentales más íntimas.