¿Cómo encontrar una vía de salida al laberinto de Irak? Este análisis pormenorizado de las claves militares y políticas de lo que el autor define como «el mayor error estratégico de nuestro tiempo» pretende identificar parte de las múltiples negligencias que han llevado a un país y a sus habitantes al borde del abismo. Es necesario rectificar, nos dice Rupérez y, para hacerlo, es importante ser conscientes de los antecedentes y de las posteriores decisiones consecutivamente fallidas, que han ido retroalimentando el conflicto.
Ignoro si la coincidencia de la fecha de la invasión de Irak, la madrugada del 20 de marzo, y la del Año Nuevo persa –que se celebra en Afganistán, Pakistán, Irán y el Kurdistán– se buscó para alcanzar un marcado simbolismo al iniciarse una fase primordial en el proyecto del Gran Oriente Medio y en la guerra contra el terror de la administración Bush. A partir de entonces cada celebración anual –no del Año Nuevo, sino de la invasión– ha resultado más triste que la anterior, y los aniversarios sucesivos han señalado la continuación de la guerra y el descrédito del magno proyecto político para la región, así como la agonía de un pueblo que no se ha visto aliviado de los horrores ocasionados por la larga dictadura de Sadam Husein, prolongados e incluso aumentados por cuatro años de ocupación militar y todo lo que está trayendo consigo. Irak no era el enemigo a abatir, pero se decidió actuar contra él a partir de una información incorrecta, sin un sólido apoyo internacional, y sin planes ni mentalidades para una interminable presencia militar extranjera, que de poco o de nada ha servido para la paz y la reconstrucción. La democracia está todavía por llegar a Irak, pero también estarían por llegar la guerra civil, la desintegración de la nación y el conflicto regional.
Una extraordinaria confianza en la justicia de su actuación, unida a otra confianza también extraordinaria en la eficacia de sus armas, ha conducido a la principal potencia ocupante a creer en su día que Irak era un país saturado de armas de destrucción masiva, con un pueblo que acogería a los soldados extranjeros como libertadores, para rápidamente recibir los beneficios de la libertad, la democracia, la reconstrucción y el mercado. El pesimismo ante la amenaza y el optimismo sobre la ocupación, como destaca Thomas Ricks, al combinarse, propiciaron el mayor error estratégico de nuestro tiempo. Al exagerar la amenaza que procedía de Irak, el pensamiento pesimista hacía que la guerra se considerara inevitable. Pero al trivializar las dificultades que entrañaría la reconstrucción de Irak, el pensamiento optimista las evaluó como más fáciles de superar y más baratas de lo que están resultando en vidas y haciendas para los estadounidenses. A estas alturas es imposible juzgar ya la aventura de Irak por la brillantez en la ejecución de las operaciones militares; hay que hacerlo por la mediocridad de las actuaciones realizadas, una vez que cesaron las hostilidades, chapoteando en el barro de un país que no ha dejado de ser inmensamente desgraciado. El balance al respecto no puede ser más desolador.
En resumen, Irak es un país destrozado, con un elevadísimo grado de desintegración social, unos dos millones de refugiados en el exterior y otros tantos de desplazados en el territorio nacional, y una elevadísima inseguridad, que le hace disputar a Afganistán la primacía en la exportación y la importación terrorista; a su vez constituye, por sus tensiones sectarias, territoriales y étnicas, un mal ejemplo a seguir y un foco de desestabilización de alcance regional y mundial. Por todo ello, por lo que antes fue y ahora es Irak, con razón puede hablarse de ese aventurismo generado por las acrobacias intelectuales, la incompetencia y la arrogancia de quienes lanzaron una invasión con un plan de operaciones deficiente y un profundo desconocimiento de lo que supondría ocupar un país de más de 25 millones de habitantes y con una extensión similar a la de España. Como las premisas estaban equivocadas, todo lo que vino después prolongó los errores. Ya durante la campaña militar y especialmente a finales de 2003, con la polémica gestión de Paul Bremer al frente de la Autoridad Provisional de la Coalición, se fue gestando la tragedia de la insurgencia, el terrorismo y la violencia sectaria, que desde entonces no han dejado de tener una dinámica propia y en ascenso.
Desde marzo de 2003, efectivamente, con la invasión y la ocupación de Irak la situación del país y el llamado problema no dejan de agravarse y hacerse más complejos, tanto en el plano doméstico como en el internacional. Irak aparece una y otra vez, siempre de manera muy trágica, como si no hubiera pasado el tiempo y aún fuera ayer para todos los que hemos servido allí en los tiempos del rais Sadam Husein y en los del primer ministro Nuri Al Maliki, el embajador Zalmay Khalilzad y el general George W. Casey. Porque libros, artículos, debates políticos y mensajes informativos no se refieren tanto, o tan sólo, a lo que está ocurriendo en Irak, sino más bien a los prolegómenos, los antecedentes, las justificaciones y la racionalidad, en suma, de invadir un país y destruirlo física y socialmente, relegándolo a la peor condición que nunca ha padecido en su historia. Así resulta que, de manera paulatina, cada vez sabemos más del proceso de adopción de decisiones que condujo a la guerra y de cómo se desarrollaron las operaciones militares, pero al situarnos ante la dramática panorámica actual aparecen las dificultades de conocimiento. La inhibición aumenta a la hora de imaginar dónde se localizan la salida y la resolución del conflicto, para cuándo la recuperación de un país hoy tan miserable.
Que las investigaciones, pese al tiempo transcurrido, sigan centrándose en la invasión y la ocupación se entendería por el inmenso daño causado y también por las armas de destrucción política que se montan contra el presidente Bush y el primer ministro Blair, en un ajuste de cuentas que se extiende a otros países, reputaciones y autoridades, relacionados todos por acción u omisión con lo que sería el más gigantesco error estratégico que pueda haberse cometido en tiempos modernos. La retroactividad en el conocimiento de la cuestión iraquí deriva, asimismo, de que cuatro años después de iniciarse la guerra los problemas generados por la presencia de tropas extranjeras son los mismos, sólo que más graves, que se advirtieron entonces. Los relatos de lo que ocurrió son los relatos de lo que continúa ocurriendo. Es decir, Estados Unidos sigue sin disponer en el país de un número suficiente de tropas para controlar el territorio con garantías, y mucho menos para combatir la insurgencia y atender a los numerosos problemas sobrevenidos, provocados todos por la misma intervención militar, pero en absoluto previstos por quienes la prepararon y ordenaron. Es verdad que Estados Unidos demostró una enorme eficacia en hacer la guerra y, aparentemente, en derrotar al enemigo y alzarse con la victoria.
La repetición del episodio británico
En realidad, después de su derrota inicial, el enemigo no tardó en reagruparse, y la guerra, en adquirir otra fisonomía; una vez acabada la guerra convencional, empezó la de guerrillas y la de Al Qaeda, y comenzó a desintegrarse el país. Estados Unidos no ha demostrado su eficacia a la hora de pacificar y reconstruir Irak, crear una democracia, fortalecer la sociedad civil y todo eso que se denomina nation building. La mezcla fatídica de la arrogancia y la ignorancia, ese desprecio maximalista y ciego hacia Sadam Husein y todo lo que le rodeaba, quizás contribuyeron a ahorrar a los promotores de la operación el estudio de la desagradable experiencia militar de los británicos en Mesopotamia, que sucedió hace menos de un siglo pero que fue muy parecida: la complejidad de las tribus y las sectas hizo incomprensible para las fuerzas de ocupación la notoria y correosa voluntad de la insurgencia. Dilucidar si Irak se encuentra o no en guerra civil supone enredarse en cuestiones nominalistas de carácter absurdo y trivial, algo así como averiguar el sexo de los ángeles o verificar el momento exacto en que el agua hierve. Probablemente hoy se encuentra en una situación peor que la de una guerra civil clásica, en la que dos bandos se enfrentan y cada uno de ellos diferencia con claridad los buenos de los malos, porque «el mío es el bueno, y el malo el otro».
En Irak muchos bandos se pelean y asesinan y, en consecuencia, hay muchos buenos y muchos malos, ya que se trata de un conflicto que algún analista pedante calificaría como de geometría variable. La realidad es que el país registra y padece cuatro conflictos internos, que a grandes rasgos tienen una localización geográfica. Primero, la insurgencia suní en el oeste. Segundo, el antagonismo entre diversas sectas chiíes en el sur. Tercero, una lucha en el centro del país entre chiíes y suníes. Y el cuarto conflicto es el de las tensiones étnicas entre árabes y kurdos en el norte. Todos estos conflictos tienden a agravarse y a hacerse más agudos. Por supuesto, ninguno de ellos se desarrolló de manera propia, con dinámica desconectada del resto; por el contrario, cada uno se relaciona directa o indirectamente con los demás, y viceversa, por tratarse de un país que hasta marzo de 2003 mostraba un alto porcentaje de poblaciones mixtas que, evidentemente y por desgracia, desde entonces no han dejado de separarse y matarse unas a otras. Bagdad es el ejemplo de la concentración y la desconcentración de la población iraquí, de la convivencia pacífica antes y la enajenación traumática ahora, una historia de dos ciudades que presenta las múltiples variables en la fenomenología de los incidentes de cada día.
Así, Bagdad ha dejado de ser la ciudad de Las mil y una noches y de cientos de galerías de arte para convertirse en la capital peligrosísima escenario de incontables asesinatos, el rompeolas de todos los iraquíes –cristianos asirios y caldeos, musulmanes chiíes y suníes, turcomanos y kurdos, yazidíes incluso–, con el Tigris como río de la muerte y muro de separación que unos y otros buscan para defenderse refugiados en sus riberas. En cifras redondas, repito, entre uno y dos millones de iraquíes han huido del país, y otros dos millones de iraquíes se han desplazado en su interior, abandonando sus casas, barrios y ciudades. Los chiíes lo han hecho hacia el sur, los suníes hacia el norte y el oeste, los kurdos se han replegado a su región, y los que han dispuesto de medios han acudido mayormente a Siria, Jordania y los países del Golfo. Por si fueran pocos los cuatro conflictos antes citados, éstos se conectan de modo trasversal, a tiempo completo o parcial, con un quinto conflicto: el generado por una criminalidad disparatada e impune, muy violenta y despiadada, con delincuentes comunes, matones y asesinos de los escuadrones de la muerte, reyes de la noche en Bagdad, de quienes nunca se sabrá por qué otros motivos actúan en sus horas libres o en sus horas extras, ya que con frecuencia llevan uniformes militares o policiales, y van a bordo de vehículos reglamentarios.
Estos equipos criminales se dedican a la violación, el robo, la extorsión y el secuestro; a torturar y mutilar los restos de sus víctimas, que al día siguiente, sin que falten un solo día, aparecen irreconocibles en las aguas del Tigris, en las afueras, las cunetas y los basureros de la capital y de otras ciudades. Se ha derrocado a Sadam Husein forzando a los iraquíes a pagar el elevadísimo precio de la destrucción del país y la eliminación de una calidad de vida que, si ya era baja entonces nunca ha sido tan ínfima como hoy. Se eliminó el aparato del Estado que, de alguna manera, vertebraba a Irak; el Partido Baas, aparte de su cúpula siniestra, había llegado a ser tan sólo una especie de cooperativa para los favores, los empleos y los socorros mutuos; las fuerzas militares y policiales eran más víctimas que cómplices del régimen de Sadam Husein, con la excepción de los cuerpos escogidos que se vinculaban a su círculo íntimo de familiares, paisanos y amigos. Todos estos movimientos indiscriminados, los que precisamente ahora tratan de corregirse por parte de Bagdad y Washington, arrojaron a la calle y al paro a toda una élite profesional y administrativa, llena de descontento y amargura, y lanzada a la insurgencia en último término como campo de actuación.
De esta manera, con inmensas raciones de frustración y alienación para los suníes, se alimentaron unas corrientes abrumadoramente favorables a la mayoría chií y a su élite exiliada, que hoy detenta el poder. El enfrentamiento comunitario se corresponde con un gobierno también enfrentado, y todo se une, en una combinación de efectos devastadores, con una ocupación militar que es humillante, pero que se ha convertido en indispensable para la precaria estabilidad nacional. El resultado es tan desolador y tanto se padece cada día, tan lejana aparece la perspectiva de la reconciliación entre iraquíes y de que la convivencia se recupere, que cuesta imaginar cómo y cuándo podrá reconstruirse espiritual, social y físicamente Irak, e incluso si el país permanecerá tal y como lo hemos conocido. Es tal la perplejidad suscitada por el laberinto iraquí –nadie sabe cómo salir de él– que constantemente se compara con otros conflictos, como si hacerlo supusiera algún alivio: con el de Vietnam, por supuesto, pero también con la guerra civil española, la guerra de descolonización de Argelia, o la crisis de Suez, sin que tampoco falten comparaciones con la guerra civil del Líbano y la crispación entre sus comunidades. La cuestión tiene algo de todos los conflictos y tal vez los supera por su rareza.
Amenazas de partición y limpieza étnica
Planea además sobre la cuestión el fantasma de la partición, de una manera que evoca la que en su día planeó sobre el Irán controlado por británicos al sur y rusos al norte, con un espacio central que se pensó dejar a los iraníes para que lo gobernaran en Teherán. En cualquier caso, resultará difícil unir lo que tanto se ha desunido y antagonizado desde marzo de 2003; pero lo que no puede obviar cualquier partición, ni siquiera cualquier proyecto regional en el marco federal que la Constitución de 2005 permite, es que se haría mediante una limpieza étnica generalizada y forzosa, probablemente mayor y más intensa que la que se está llevando a cabo en todo el país. En este punto y siguiendo con las comparaciones, también se encuentran tristes similitudes de la situación con el caso yugoslavo y serias amenazas en el irredentismo kurdo. Ninguna de las comparaciones proporciona futuro, consuelo ni optimismo; sus precedentes deberían haber servido más bien para evitar la repetición de errores y desastres. De tal calibre son los de Irak, tan inusitados, que las maldades de Sadam Husein habrían pasado a un segundo plano, por lo que nos preguntamos, y se pregunta la mayoría de la población, no tanto por lo que hizo el sátrapa, sino por lo que han hecho de Irak quienes vinieron después.
Por tanto, tendremos que seguir hablando durante años sobre esta grave crisis nacional e internacional, que incide de manera muy profunda en el mundo árabe y musulmán, que puede desestabilizar Oriente Medio de manera notoria y que, una vez más, como el conflicto palestino y el libanés, enrarecerá las relaciones entre Occidente y los árabes y deteriorará la posición de Estados Unidos. De momento, en Irak todas las paradojas se sufren a diario debido a la presencia de soldados extranjeros que no fueron invitados a acudir, pero que tampoco pueden marcharse sin que se les invite a hacerlo. Además de batirse con la insurgencia, han de intermediar entre chiíes y suníes, entre árabes y kurdos, para asegurar un mínimo de orden y apagar el fuego que ellos mismos han prendido. Todo el que vive en Irak padece ésta y otras paradojas, satisface una factura elevadísima por una comida desagradable y que no había encargado, y hace guardia en garitas infames lamentando la presencia de los militares estadounidenses pero implorando que no abandonen, porque es lo único que hay y no aparecen alternativas. Sin la paz es imposible que Irak sea reconstruido, pero poderosas fuerzas actúan para evitar la paz y la reconstrucción, para hacer cada vez más denso el caos.
Si no se remedia el proceso de degradación en que el fanatismo y la incompetencia se hermanan, a este desgraciado país, la Mesopotamia y el paraíso terrenal ciertamente de mejores tiempos, se le augura el destino de Somalia, Sudán y Ruanda: el de un país sin Estado y fracasado, algo que no era antes de marzo de 2003, y la última víctima de la ambición imperial y de la rivalidad entre vecinos. Todas las comparaciones son odiosas, a veces inevitables, pero las presento con la esperanza de que no se cumplan y me disculpo por traerlas. Pero comparamos y relacionamos experiencias históricas porque no estamos hablando de casos aislados. Irak, el Líbano y Tierra Santa son los focos del largo conflicto de Oriente Medio, que en el transcurso del año 2006 se han activado de manera sustancial; tres conflictos que acaban conectándose, si es que no se trata de un mismo conflicto desarrollado en diversas fases o etapas, escenarios y generaciones. Al cabo de un tiempo, Oriente Medio exige una y otra vez una labor renovada de conceptualización estratégica, política y social para distinguir los actores que participan en los enfrentamientos y contribuyen a activarlos, unos actores que se desplazan, se intercambian y pluriemplean, quizás cada vez de manera más intensa.
En lo que lleva camino de ser otra Guerra de los Cien Años, es posible distinguir una etapa de enfrentamientos entre estados árabes y el Estado de Israel, y otra etapa, en la que nos encontraríamos al menos de momento, caracterizada por la participación predominante de movimientos políticos y de opinión, de guerrilleros, insurgentes y terroristas, de agentes no estatales en suma, bien contra Israel en el caso del Líbano y Tierra Santa, bien contra Estados Unidos y las fuerzas de la coalición internacional en el caso de Irak. La pluralidad y diversidad de elementos complica, por supuesto, escenarios y aumenta las posibilidades de movilización y protagonismo. Y las aumenta también porque la proliferación de partícipes y el descontento popular manifiesto se contraponen de manera cada vez más visible a la pasividad, el absentismo o la inhibición de importantes actores estatales, cuya intervención pacificadora, humanitaria y diplomática con frecuencia se echa en falta. Efectivamente, la poca presencia oficial árabe en los conflictos de Oriente Medio sorprende al observar el desarrollo progresivo de una opinión pública propia cada vez más radicalizada, y que en los planos de la información y la ideología se beneficia del crecimiento notorio de los medios de comunicación árabes y de su influencia, fenómeno cuyo ejemplo más conocido es la cadena Al Yazira.
Signos de alarma ante la incongruencia de tal separación entre absentismo político e indignación popular, entre el islam oficial y el islam popular, aparecen como paradigma políticamente explosivo en estados como Egipto y Arabia Saudí, incluso en Jordania, calificados generalmente de países árabes moderados. El abismo entre política oficial y opinión pública dificulta, a su vez, para Estados Unidos el seguimiento de la evolución nacional respectiva de dichos países, poniendo bajo una ligera sospecha el mantenimiento de su condición de aliados de Washington y las relaciones de amistad. Asimismo, en el teatro libanés fue altamente sospechoso, primero, el asesinato del antiguo primer ministro Rafik Hariri y después del ministro Pierre Gemayel, sucesos que sirvieron para, aparte de culpabilizar a Siria, desestabilizar el país, provocar la invasión militar israelí y alentar una eventual nueva guerra civil entre las facciones libanesas. La rapidez y la contundencia en acusar a Siria y demonizarla, tirando por elevación contra Irán, pertenecen más al mundo de los intereses oficiales interpretados a la manera suní, y a los de la coyuntura de intereses de determinados países occidentales, que al del sentimiento generalizado en la opinión pública y al de los datos contrastados ante episodios de naturaleza muy oscura.
La llamada a Siria e Irán
Resulta además que cualquier rumor o indicio de apertura de Estados Unidos con relación a Siria e Irán –recomendable según una idea sensata de Oriente Medio, y posiblemente en curso de maduración– ha sido abortado de manera sistemática por un formidable movimiento convulso que, por lo general, se ha registrado en el Líbano. Pero al concluir el año 2006, en los primeros meses de este año, y ya en años anteriores, parece bastante claro que Estados Unidos y la coalición internacional son incapaces de controlar a solas la situación en Irak. La normalización del país exige una vigorosa acción regional, que sirva incluso para apoyar y ponderar los esfuerzos estadounidenses, y que requeriría la presencia influyente de sirios e iraníes en el proceso. Sin ellos seguirán penetrando en el teatro iraquí armas y yihadistas, o al menos se les acusará de promover tales intercambios. Sin embargo, por ahora ha parecido que cualquier insistencia cerca de Damasco y de Teherán sería automáticamente contrarrestada por cualquier actuación en Beirut, para dejar en vergonzosa evidencia a los sirios, detectar la larga mano iraní en todos los asuntos de Oriente Medio, denunciar como suficientemente confirmados los vínculos entre Hezbolá y Hamás, y reiterar las acusaciones de intervención en los asuntos iraquíes.
La guerra genera víctimas, pero también tiene amigos. No habrá solución para el conflicto de Oriente Medio sin la activa participación de los principales países árabes. Son los que deberían estar interesados en primer término en resolverlos, pero también son, hay que reconocerlo, los que ocasionalmente se han empleado en promover, o permitir, para fastidiar al vecino, situaciones de mal ajeno que sólo a corto plazo han acabado por beneficiarlos. Las alianzas extrarregionales contraídas por tales países, los intereses de la élite en el poder, con frecuencia tiran más que los lazos vecinales, étnicos o religiosos. Si los proyectos del Gran Oriente Medio y los movimientos agresivos de Israel han tenido alguna posibilidad de éxito, o éxitos iniciales, ello se ha debido a su incidencia en, y a su aprovechamiento por, una minoría frente a otra, un país contra el de al lado, con independencia de que unos u otros compartieran la misma religión y lazos tribales, fueran de la misma condición árabe, pertenecieran al mismo país o se integraran en la misma región. En realidad, las potencias extranjeras siempre han actuado así y con tales palancas en Oriente Medio, utilizando a unos frente a otros, con la antipatía fomentada entre árabes para encargarse del resto.
Estados Unidos ya tuvo problemas para mantener unida la coalición árabe contra Irak en la primera guerra del Golfo, porque Irak, pese a todo, era el único país árabe que entonces se atrevía contra Israel, pero no encontraron insuperables dificultades para invadir y ocuparlo en marzo de 2003 por tratarse de un Estado que, en buena parte gracias a Sadam Husein, despertaba desconfianza y temor notorios entre sus vecinos. Algunos de ellos acariciaron la posibilidad de recibir beneficios de la guerra y de la eventual partición del país, en tanto que otros han celebrado la instalación de un caos que por lo menos, y a costa del pueblo por supuesto, sirve para desgastar a Estados Unidos y tenerle lo suficientemente ocupado como para que no busque nuevas aventuras. En definitiva, todos se alegraron de que se derrocara a Sadam Husein. Todo esto hasta que, a base de ver Al Yazira además de la CNN, la opinión árabe e internacional y los gobiernos respectivos han acabado por percibir la magnitud de un drama que no cesa, y se han dado cuenta de que el conflicto iraquí es la madre de todos los conflictos en Oriente Medio y se ha convertido en un arma de destrucción masiva –esta vez, sí encontrada–, con efectos de gran expansión que no se reducen a las fronteras nacionales, y de una altísima capacidad letal para toda la región, ya que puede desembocar una posible guerra civil generalizada.
Irak, por tanto, es no sólo un país que necesita ayuda: es también –¡y de qué manera!– un gravísimo problema internacional cuya fuerza desintegradora se extendería poco a poco por todo el mundo árabe y musulmán. Así ocurre que las formas de terrorismo practicadas en Irak modernizan, importan y mejoran las de Afganistán, que muy probablemente se están transfiriendo ya a otros escenarios. De la misma manera, los brutales enfrentamientos entre chiíes y suníes parecen prolongarse en los que se estarían gestando en el Líbano, sin excluir Arabia Saudí y Pakistán, provocando probablemente nexos de unión entre chiíes y suníes de Palestina, el Líbano e Irak en pos de la lucha contra Israel y Estados Unidos. Las combinaciones más extrañas y todo tipo de recetas son imaginables, y también los más impensables compañeros de cama, así como alternativas y opciones múltiples para cínicos, desaprensivos y oportunistas, asesinatos selectivos, escuadrones de la muerte, operaciones de precisión y ejecuciones en masa. Mantener los juegos de la guerra en Oriente Medio, seguir ofreciendo barra libre a los servicios de inteligencia y seguridad, a los asesinos y los mercaderes de armas, significa recrear la intriga permanente, y rebajar el número y la categoría de los interlocutores válidos y decentes.
No puede excluirse que todo ello responda a cierta voluntad de ampliar los frentes de guerra, a Siria e Irán preferentemente, algo que, cuando acabó 2006, se temió que podría suceder en fechas cercanas, pero que hoy por fortuna parece tratarse de manera más prudente. Las últimas elecciones en Israel, como las elecciones parciales en Estados Unidos del pasado mes de noviembre, proporcionaron pistas de orientación para futuros movimientos, así como indicios que es de esperar proliferen y cuajen, con vistas a la efectiva rectificación de errores en lo que finalmente ha supuesto la abrumadora equivocación estratégica de la guerra de Irak y el consiguiente incremento del terror, que han echado por tierra la realización del magno proyecto del Gran Oriente Medio. Podría haberse admitido ya que tales proyectos –recurrentes dada la fantasía, el poder y la religión de Estados Unidos–, ni siquiera las llamadas hojas de ruta, que tan de moda están, no pasan por Bagdad, sino por Washington y Tel Aviv, por Beirut, Jerusalén, Gaza, Ramallah, etc., y por Damasco y Teherán, mediante la participación de las capitales árabes, de Bruselas y Nueva York, y el compromiso territorial entre israelíes y palestinos, la regeneración de la sociedad árabe y la presencia occidental en ella.
Occidente se aleja de Oriente Medio
No me parece procedente identificar una nueva cruzada de Occidente contra Oriente: nada de choque de civilizaciones, ni de simplificar el desastre ante el que nos encontramos como consecuencia de tantas agresiones por parte de países cristianos. Lo que creo oportuno recordar es que Oriente Medio fue siempre un mundo también occidental, y desde tiempo inmemorial un espacio clásico y mediterráneo, santificado por las tres religiones reveladas del Libro, un mundo pluralista y tolerante; y, si ha sido agredido por lo que de manera un tanto reduccionista denominamos Occidente, en realidad lo que ha hecho Occidente allí es agredirse a sí mismo, haciendo odiosa su presencia y estrechando de paso el horizonte árabe. Basta preguntarse al respecto por el número decreciente de las poblaciones cristianas autóctonas y la opresión de las minorías, por la desaparición casi exclusiva y la ineficacia prácticamente total de los partidos nacionalistas, liberales, socialistas en todos esos países, para entender por qué tal labor de enajenar y esquilmar, con razón o sin ella identificada hoy con Israel y Estados Unidos, ha dejado al islam como casi única forma de representación e identidad, y por qué ha podido promoverse al buen terrorista.
Tal proceso, que a mi juicio tiene mucho de degenerativo y empobrecedor, especialmente para los jóvenes, las mujeres y el libre examen, es imposible de detener y reconducir en un mundo en que la paz no deja de alejarse y cada día surgen nuevas e insospechadas oportunidades para la violencia y el fanatismo. De esta manera, no sólo es que, según ciertas lecturas, Occidente se haya enfrentado a Oriente; es que, haciéndolo como si se tratara del enemigo a abatir, ha permitido la pérdida de numerosísimas aportaciones occidentales que allí permanecían desde hacía siglos y eran autóctonas. A base de conflictos no resueltos, que se incrementan y proliferan con el tiempo y las nuevas generaciones, superponiéndose unos sobre otros, las rivalidades se multiplican, se hacen más profundas y dan renovadas ocasiones para la manipulación y la intriga. La guerra civil que tanto se teme en Irak, eludiéndose incluso utilizar el término, como si hacerlo supusiera configurar una realidad, y no al revés, es, por desgracia, una perspectiva que también puede estar abriéndose para otros países, al generalizarse la rivalidad sangrienta entre suníes y chiíes, la desconfianza hacia las minorías y la amenaza de exterminio para todo aquel que se mueva y disienta.
Desde marzo de 2003, y especialmente cuando ese año finalizaba, el conflicto de Irak agotaba de manera paulatina, y hasta hoy, los motivos de optimismo y la euforia por el triunfo militar, y se desvelaba como la consecuencia de otros conflictos y del cúmulo de los errores estratégicos y la ceguera del soberbio. Diversos sucesos en el Líbano y Palestina y las incertidumbres respecto a Siria e Irán, situaciones abiertas o conflictos en gestación, todos los casos se amalgaman con la crisis iraquí y nos presentan un panorama movedizo, con ramificaciones imprevisibles y una gran capacidad de amenaza. Por la naturaleza y la evolución del conflicto iraquí y sus ramificaciones, no resulta exagerado concluir que el mundo se ha vuelto más inseguro como resultado de la invasión y la ocupación del país, que han provocado su desintegración, lo han convertido en origen y destino de circuitos terroristas, en foco de enormes tensiones regionales e internacionales y, finalmente, en mesa para que echen pulsos estadounidenses e iraníes. Desde el primer momento de la aventura, al revés de lo que ocurrió con la coalición en la primera guerra del Golfo, se ha advertido en diversas naciones un rechazo o resistencia apreciables para participar en la guerra o la reconstrucción del país.
De manera solapada o abierta se argumenta que, puesto que Estados Unidos ha organizado tal embrollo, es él mismo quien debe resolverlo. Lo que quiere decir, a fin de cuentas, es que la administración Bush habría comprometido en Irak el prestigio de Occidente pero sin disponer de los recursos de éste, cosa que se pone en evidencia a medida que la ocupación se hace más difícil de llevar, sus beneficios no se muestran y la coalición mengua. No es excluible que esa combinación de incompetencia y derrotismo tienda a envalentonar fuerzas extremistas islámicas, decididas a nuevos ataques. Cuatro años después, el fracaso de la ocupación y la rebelión de la opinión pública en Estados Unidos están provocando un movimiento de reflexión y rectificación, que deberá adquirir un vigor inmenso para que Irak pueda salir de la profundísima crisis en que se encuentra y no se vuelva a elegir el enemigo equivocado ni a librar la guerra que no se desea. La reflexión supone un dolorosísimo repaso del porqué y el cómo de la intervención militar, que sigue alumbrando todo un caudal de publicaciones con ensayos e investigaciones de gran valía sobre la idea y la gestión de la crisis iraquí, la mentalidad y la invención en la administración Bush, las aspiraciones de los neocons, el mesianismo y la excepcionalidad de la nación elegida, etc.
La rectificación también abarca un campo infinito, que abarca desde el nuevo material bélico para una guerra que tardó en entenderse y cada vez resulta más peligrosa, hasta la reapertura de las antiguas fábricas estatales que se cerraron con la ocupación. Ciertamente no encajaban con las reglas del mercado, ni respondían a la debida relación coste-beneficio, pero proporcionaban empleo y salarios, que no se han generado y son lo más necesario en un país cuyo índice de desempleo se cifra hoy en el 50% de la población activa. Y, entremedias, la rectificación supone reconsiderar las purgas masivas e indiscriminadas de militares y baasistas, la llamada a la cooperación de sirios e iraníes, o la modulación de las contundentes operaciones militares de la contrainsurgencia con un uso más selectivo de la fuerza que evite enajenarse a la población. Pero hay prisa, el tiempo se acaba, cunde la sensación de que ésta es la última oportunidad para que Estados Unidos pueda al menos salir mínimamente airoso, y para salvar un país antes de ser absorbido plenamente por el huracán de la matanza y la desintegración. La revelación reside en que ni Irak era el verdadero enemigo de Estados Unidos, ni Estados Unidos está librando en Irak la guerra que imaginaba. Para perjuicio de todos.