Cristianos y musulmanes ante el espejo en la Edad Moderna: los caracteres de hostilidad y de admiración

Miguel Ángel de Bunes

Instituto de Historia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid

¿Cómo surgieron las visiones estereotipadas de Oriente y Occidente que aún perviven en nuestros días? La expansión del Imperio Otomano en la Edad Moderna crea la necesidad de identificar y diferenciar a escala popular los bandos ideológicos emergentes. A continuación, veremos cómo nace un estereotipo, por qué, cómo se difunde y sobrevive a través del tiempo, e incluso cómo, aun así, ciertos resquicios de luz logran traspasar el grueso muro de las verdades oficiales.  


La creación de la «imagen del otro» en el mundo mediterráneo ha sido uno de los procesos culturales más largos de la historia y, sin embargo, tiene uno de sus hitos más importantes en la Edad Moderna. Aunque pudiera creerse que la definición del musulmán o del cristiano se genera en los siglos medievales o en la época colonial, momentos en que las dos religiones están en contacto directo de forma violenta, es en los siglos xv, xvi y xvii cuando se crean los arquetipos descriptivos que perviven en los tiempos presentes. Si bien la descripción de África y de Asia –por lo menos de las zonas más próximas al viejo continente– se debe al mundo clásico, es en la Edad Moderna, y como consecuencia de los acontecimientos que se desarrollan en el Mediterráneo, cuando los europeos redescubren estos dos continentes y a sus pobladores. La introducción del islam en la historia, fruto de los cientos de tratados de polémica y de las disputas teológicas que se escriben a lo largo del medioevo, y el paulatino alejamiento de cristianos y musulmanes del espacio común para centrarse en crear estados nacionales que reivindican cuestiones intrínsecas de la propia cultura, crearon las condiciones objetivas para que los hombres del Quinientos volvieran a sentir la necesidad de plasmar todos sus conocimientos sobre las tierras que se extienden en el otro lado del mar. Los viajeros medievales y los peregrinos a Tierra Santa no se preocuparon excesivamente por la definición del medio físico y humano de los lugares por donde pasaban, en la creencia de que los geógrafos griegos y latinos ya lo habían hecho y de que los cronistas y los hombres de religión ya habían fijado los caracteres del adversario. Se daba por supuesto que los lectores de los relatos conocían perfectamente los elementos culturales generados por sus pasados. El peso de la tradición, junto con el concepto de que manejaban una información suficiente, y en gran medida incuestionable, imposibilitaba casi completamente una renovación de las ideas al uso.

Para explicar este redescubrimiento del otro en el siglo xv hay que recurrir a razones muy diversas, aunque todas ellas coinciden con los movimientos expansionistas de una generación de hombres que provienen de Oriente y con la necesidad de ampliar los mercados que tienen los europeos occidentales. El inicio de este proceso habría que situarlo en los años en que los otomanos sitian la ciudad de Constantinopla, después de haber sometido gran parte de los Balcanes y haber sido parado su avance en 1402 por la llegada de otra invasión oriental encabezada por Tamerlán. El expansionismo otomano afecta tanto al mundo cristiano como al mundo musulmán: aspiraba, por un lado, a controlar todo el mundo islámico (como cabeza de esta confesión religiosa, sus gobernantes se concedían el título de emir y califa de los creyentes) y, por otro, a someter al mundo cristiano, al sentirse los continuadores de Alejandro Magno y portadores de la herencia del mundo romano por sus relaciones con los emperadores bizantinos. Es decir, se trata de una nueva generación de hombres, no descritos por los tratados de la Antigüedad, aunque conocidos por algunos relatos de los cruzados cuando se enfrentan a Saladino, que está alterando los ritmos tradicionales del mundo mediterráneo. La entrada violenta de esta generación en la historia de Occidente es una convulsión que afecta tanto a musulmanes como a cristianos, y que provoca la reacción de todos ellos ante la nueva potencia que se instala en uno de los extremos del mismo mar. Citaré exclusivamente un ejemplo para ilustrar esta afirmación: la pintura veneciana anterior a Carpaccio, incluidas las obras de Gentile Bellini, presenta a los musulmanes con unas características no agresivas; son simples personajes que aparecen en las obras de arte para representar paisajes orientales, tanto turcos como mamelucos o norteafricanos. Sin embargo, en torno a 1490, los cuadros comienzan a escenificar personajes musulmanes con caracteres violentos, mostrando su maldad y aviesas intenciones, lo que trae implícita una intencionalidad claramente manifiesta. Este cambio también se produce en España en la parte final del reinado de los Reyes Católicos: los musulmanes a los que han sometido en la conquista del reino de Granada se van transformando paulatinamente en otomanos, y son retratados como los enemigos a los que hay que destruir y cuyas imágenes ponen bajo los cascos de los caballos de Santiago el Mayor o San Millán de la Cogolla.

La rápida expansión otomana coincide con el momento en el que los europeos y los musulmanes, como es el caso de Juan León el Africano o Ibn Jaldún, se dan cuenta de la importancia de contar con repertorios geográficos lo más completos posibles. Los otomanos y, en general, los turcos ocupan una serie de países que habían pertenecido a las posesiones de los griegos, romanos, bizantinos, los árabes califales, los mamelucos y diferentes príncipes de confesiones cristianas en los Balcanes, así como en algunas partes de Berbería. La descripción de los geógrafos supone introducir a todos estos pueblos en un espacio físico, al mismo tiempo que se refieren a sus caracteres humanos. El gran problema con el que se encuentran los hombres del Renacimiento es que las noticias que se tienen en Europa sobre esta nueva generación de hombres son muy escasas, por lo que resulta imprescindible historiarlos para poder ubicarlos dentro de su contexto cultural, situación que también se puede rastrear en los textos geográficos islámicos. Se les busca en los tratados geográficos redactados por griegos y romanos, así como en las crónicas medievales, sin encontrar noticias de ellos, por lo que se establecen diversas teorías sobre su origen y caracteres. Durante el siglo xvi la importancia de este tema hace que se publiquen en Europa más libros sobre los otomanos que sobre las tierras que se acaban de descubrir en el otro lado del Atlántico, lo que es una buena muestra del nivel de interés que despierta esta cuestión. Después de esta fase, que hay que situar sobre todo en los primeros cincuenta años de la centuria, la curiosidad por los acontecimientos del otro lado del mar se va reduciendo, por lo que este tipo de obras impresas comienzan a ser más inusuales.

La preocupación por las descripciones geográficas y la introducción de elementos cristianos dentro de las sociedades islámicas conllevan también que las tierras del islam  comiencen a ser descritas de una manera más pormenorizada que hasta entonces. La expansión territorial europea se había fijado exclusivamente en el mundo de la costa, por lo que se conocía muy poco de los accidentes geográficos y los diferentes pueblos que existían en todo el espacio mediterráneo. La conquista de Ceuta y de las plazas del Atlántico marroquí por los portugueses (el Mediterráneo atlántico, como ha sido definido por la historiografía) y, por lo tanto, el inicio de una política intervencionista y expansionista en el Magreb, así como la aparición de los otomanos como un imperio marítimo y terrestre, con una política igualmente expansiva e intervencionista, trastocan el panorama existente hasta ese momento. La descripción de África y de Asia era imprescindible para unos hombres que deseaban poseerlas, y también para conocer el nuevo reparto del territorio y poderes entre los dos grandes imperios, que, a su vez, coinciden con credos religiosos concretos.

En este mismo momento, los sistemas económicos comienzan su largo proceso de mundialización, lo que conlleva que se coloque en el punto de mira de los europeos y de los otomanos la anexión de las zonas productoras de materias primas, para dejar de ser los simples receptores o intermediarios de las mismas. Los motivos económicos (comercio y factorías), militares (guerras de conquista, acciones de corso) y la búsqueda de la hegemonía en este espacio son las razones que generan una preocupación por el conocimiento de la realidad que está naciendo en este momento en un espacio muy viejo, que ahora es considerado como una zona nueva que debe ser descrita y explorada una vez más. Además de estas cuestiones, debemos reseñar el enfrentamiento religioso entre cristianos y musulmanes, enfrentamiento que justifica cualquier tipo de acción en este marco geográfico. Un análisis en profundidad de la mayor parte de los conflictos de los siglos xvi y xvii nos confirma la idea de que las guerras que se producen en ellos están inspiradas por otras razones, aunque siempre se justifican por el mantenimiento de la preeminencia de una fe religiosa sobre la otra. Todas estas apreciaciones se ven claramente en el prólogo de la Descripción general de África, de Luis de Mármol Carvajal (1573), cuando afirma: «Y quanto al subjeto y materia desta obra digo que es muy buena, y muy necesaria, para que en España estuviesse escripta. Porque siendo Affrica una provincia tan vezina de España, y tan enemiga: es cosa de gran provecho tenerla particularmente conocida, para la paz y la guerra, se podrá tratar con toda aquella ventaja que da el conocer la tierra y sus particularidades.»

Los personajes musulmanes y cristianos comienzan a ser habituales en los libros, impresos, obras de teatro, representaciones artísticas, la literatura de avisos, los pliegos de cordel y en los demás medios de propaganda que existen en el mundo mediterráneo de los siglos xvi y xvii. Aunque no podemos hablar de una prensa en el sentido que tiene en los siglos xix y xx, todas estas maneras de referirse a los adversarios crean una opinión, a semejanza de las gacetas y las revistas ilustradas, que conforma tópicos descriptivos que se van a mantener vivos hasta la actualidad. Evidentemente, estamos entrando en el campo de la sociología, de la creación de las imágenes, como prefieren describir estos procesos los historiadores, que tienen un enorme éxito. Para el caso otomano, por ejemplo, se redactan un gran número de poemas rimados escritos para ser leídos en voz alta en los cafés, obras que relatan las hazañas de los grandes capitanes que combaten contra los cristianos bajo las órdenes del sultán de Estambul y que transmiten la visión oficial de los acontecimientos. La información, que en muchas ocasiones consiste en difundir imágenes sobre uno mismo y sus contrarios, comienza a generar un poso común que va cuajando dentro de las sociedades mediterráneas. La creación de estereotipos descriptivos, proceso que se puede verificar perfectamente hacia finales del siglo xvi, nos permite ejemplificar la importancia de esta publicística, al mismo tiempo que supone que el conocimiento real de lo descrito vaya perdiendo matices y contenidos hasta transformarse en un topos que impide ampliar la curiosidad. Por referir una fecha para situar al lector en los acontecimientos, la muerte de Suleimán el Magnífico y el enfrentamiento de las dos grandes armadas imperiales en las aguas cercanas a Lepanto serían los momentos en los que las noticias sobre ambos contendientes son más fidedignas y ricas. Después de estos momentos, las noticias que se reciben no trascienden a la opinión pública por la falta de interés que muestra la misma por los sucesos de levante y el Mediterráneo, proceso en el que también influye decisivamente el hecho de haberse generado una imagen aceptada mayoritariamente por la población.

Musulmanes y cristianos van a utilizar la religión como el elemento central de la definición –que en muchas ocasiones es una simple descalificación– del adversario. Los caracteres negativos se asocian directamente con las formas religiosas, que atañen tanto al comportamiento de los individuos como a la organización de los propios estados. La no aceptación de la verdad del mensaje místico defendido por cada uno de ellos es una demostración de barbarie, propia de todo aquel que, teniendo cercana la verdad, la rechaza por asumir principios éticos y morales que son tildados de inferiores y bestiales por los autores de los textos. Como resulta lógico, muchas de estas premisas descriptivas proceden de las disputas teológicas que se comienzan a escribir en los primeros años del nacimiento del islam, influenciadas claramente por las controversias bizantinas y medievales. La existencia de un imperio como el otomano, que logra una expansión territorial y poblacional por medio del ejercicio de una guerra de conquista muy rápida, que a su vez se quiere presentar como la encarnación del islam, supone rescatar todo esta literatura que ahora se difunde en impresos o presentando personajes semigrotescos en obras literarias para mofa de los asistentes a los corrales de comedias y teatros. La identificación de sucesos anormales (campanas que suenan solas, inundaciones, lluvia de objetos extraños, y un largo etcétera) con presagios que pronostican el bien y el mal de acciones militares o calamidades, aplicados siempre a los enemigos religiosos, es otra modalidad de publicística que posibilitó la creación de arquetipos descriptivos que tuvieron enorme éxito en el consciente y el subconsciente colectivo. Ambos adversarios, aunque de diferente manera, actuaban con un exceso de arrogancia hacia el contrario, en especial el mundo turco, que se consideraba heredero de tradiciones muy dispares y que tenía una organización política mucho más centralizada y excluyente que el mundo cristiano, lo que configuró la idea de hallarnos ante sociedades que no tienen nada en común.

Sin embargo, y aunque los elementos negativos son mayoritarios en este juego de espejos que estamos esbozando de manera muy somera, las ideas mayoritarias no pueden esconder que poco a poco se comienzan a generalizar elementos de admiración, que son silenciados por la visión oficial del antagonismo absoluto entre las dos culturas. Musulmanes y cristianos aprecian las cualidades militares de sus adversarios, en el caso islámico, debido a la superioridad técnica y la progresión y evolución del arte de la guerra de los europeos occidentales, y en el caso de estos últimos, a causa del orden y fidelidad de los soldados que dejan sus vidas en defensa del sultán. Además de este aspecto, propio de una sociedad en continua guerra, se valora el sentido de la justicia, el orden de las ciudades y el lujo que se desprende de las diferentes cortes. El comercio de objetos suntuarios de un lado al otro del Mediterráneo es, en sí mismo, un reflejo de la estima que solapadamente tienen ambas sociedades. Vestidos, sedas, cristales, armas, pinturas, joyas, telas y otros objetos de gran valor llenan las partes dedicadas a la carga de galeras y buques de alto bordo que surcan las aguas del Mediterráneo. Existe un proceso de búsqueda de modelos de emulación que va de Oriente a Occidente y que hace que ambos mundos se contagien a lo largo de estas décadas. Venecia es un perfecto ejemplo de este mundo cambiante en el que ambos se miran. Una pequeña república asediada por más enemigos de los deseables está realizando este trueque de mercadurías que está contaminando a ambas partes del Mediterráneo de objetos y maneras, además de permitir que la propia ciudad de los canales sobreviva en un momento económico difícil. En España, país que se presenta ante el resto de los estados cristianos como el abanderado de la religión católica, se mantienen maneras artísticas y vitales imbricadas directamente en su pasado islámico, que van desde simples cajas de madera decoradas a la morisca hasta túmulos funerarios que recuerdan a construcciones árabes. La perpetuación de estas formas y costumbres, en un momento en el que se está defendiendo la pureza de los caracteres de las sociedades por el credo religioso de sus gobernantes, es una demostración de la valoración del adversario, tema que nunca se ha puesto de relieve suficientemente a causa de la pervivencia en la actualidad de una imagen del propio pasado que debe mucho al estereotipo de exclusión que también se conforma en estas mismas décadas.

En los siglos de la Edad Moderna, la difícil convivencia por la confrontación de dos poderes políticos claramente expansionistas provoca que musulmanes y cristianos vuelvan a tener que convivir de una manera directa. La pervivencia de gran cantidad de individuos de religión y de cultura divergentes de las oficiales del Estado, tanto en la monarquía hispánica como en el Imperio Otomano, conlleva que la creación de imágenes sea una realidad evidente. La descripción y la creación de las ideas sobre los mismos, elementos que perviven en mayor o menor medida en la actualidad, se realizan siempre desde la visión de la superioridad moral, política, religiosa y territorial sobre el contrario. Ello supone que se articulen discursos claramente descriptivos que atañen a las maneras de comer o vestirse, los tratos sexuales y las formas de gobierno de los estados. Esta imagen no se forja en la mayor parte de las ocasiones a partir del conocimiento de lo retratado, sino por el establecimiento del concepto de superioridad y primacía de una sociedad –que es a la vez religión– sobre la otra. Ello impide un conocimiento en profundidad de lo descrito, ya que se considera que los elementos genéricos con los que se cuenta son lo suficientemente fuertes como para no pararse a profundizar y a conocer la realidad. Muchas de estas visiones no se formulan con motivo de una curiosidad hacia el otro, pues se inspiran en la búsqueda de la afirmación propia. La propagación de estas ideas por medio de los medios de difusión de la época (obras de arte, gacetillas impresas, literatura oral, pliegos de cordel, hojas volanderas…) logra crear un estado de opinión semejante al de la prensa en periodos históricos posteriores. El resultado final es el de sociedades que supuestamente se conocen pero que se ignoran en sus caracteres profundos, generalizándose un desconocimiento que es superado por la creación de estereotipos que definen perfectamente al otro, situación que se puede seguir rastreando hasta épocas demasiado recientes. Se conoce y se aprecia lo que se quiere conocer y apreciar, lo que hace que se alcance una imagen perfectamente identificable del otro. La fijación de estos caracteres de manera, más o menos, absoluta crea un estado de opinión que cuaja perfectamente en cada una de las sociedades, lo que representará un lastre en el mundo mediterráneo que debe de ser superado por el conocimiento real de lo descrito, proceso en el que lentamente estamos eliminando la maraña de imágenes superpuestas, la mayor parte de ellas negativas, que perviven en los momentos presentes.