Identidades colectivas en el Mediterráneo

José Miguel G. Cortés

Universidad Politécnica, Valencia

A partir del ejemplo de Beirut, una ciudad en reconstrucción permanente con una identidad multiconfesional, podemos preguntarnos por la construcción identitaria colectiva en la región del Mediterráneo, un lugar en el que, hoy en día, las identidades se cuestionan y problematizan constantemente. En las últimas décadas, muchos intelectuales han trabajado y creado en torno a la cuestión esencial del reencuentro entre el mundo árabe y Occidente y, en este sentido, cabe destacar la obra de Mona Hatoum, artista libanesa de origen palestino y exiliada en Londres. En sus obras, Hatoum reflexiona acerca del precario equilibrio en que se halla Oriente Medio y, de ahí, extrapola la situación al planeta entero. Así, la artista reivindica la importancia de la memoria en la identidad, al tiempo que nos recuerda la inestabilidad de la vida, los mapas o las fronteras.


El mundo constituye, pues, un lugar ordenado solo en apariencia, que en cualquier momento puede moverse, desequilibrarse o desplazarse. Decían los artistas libaneses Joana Hadjithomas y Khalil Joreige, en una de sus obras más sugerentes, que «Beyrouth n’existe pas», es decir, Beirut no existe. Y lo decían porque entendían que la capital libanesa no posee una identidad acotada y esencialista, sino que vive, más bien, en un proceso de reconstrucción permanente producto de las miles de convergencias y resistencias que confluyen, a diario, en una gran metrópoli como esta. Pero, si esto es así para Beirut, ¿podemos hablar de una construcción identitaria colectiva para el conjunto de países y culturas que abocan al mar Mediterráneo? ¿En qué consistiría esa vaga y difuminada concepción de la mediterraneidad? ¿De qué forma pueden compartir identidad pueblos que viven su existencia cotidiana de un modo tan radicalmente distinto? ¿Qué pueden tener en común personas para las cuales el Mediterráneo es una frontera abisal con aquellos que lo usan como espacio de gozo y disfrute? Son preguntas difíciles de responder, pues vivimos situaciones complejas y tiempos convulsos donde la(s) identidad(es) no pueden ser más que problematizadas y puestas en cuestión. Al fin y al cabo, también es cierto, y de ahí la gran complejidad e interés del tema, que cuando nos referimos al mar Mediterráneo somos capaces de encontrar, en un cierto imaginario colectivo compartido, experiencias, climas, relaciones, paisajes, olores, formas de vida, organizaciones espaciales… que acercan a los pueblos del Norte y del Sur de ese mar en cuyas orillas podemos vernos reflejadas todas las personas que lo habitamos. Por esa razón, tal vez podríamos hablar, si no de identidad común, sí de un cierto sentimiento de pertenencia, o de una identidad de «urgencia», si se quiere. Pues, a pesar de que, en las últimas décadas, las distancias entre las dos orillas se han ampliado y el Mediterráneo se ha convertido en frontera, límite o fosa común para miles de habitantes de los países del Sur, todavía nos reconocemos cercanos en determinados gestos, actitudes, gustos o deseos. Quizá todavía estemos a tiempo de restablecer unas relaciones basadas en la colaboración y la solidaridad entre iguales. Por ello, y aunque los momentos actuales no sean el mejor de los tiempos y muchos participemos de unas esperanzas ciertamente truncadas, no por eso podemos o debemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra relación con el Mediterráneo y con los pueblos que lo rodean. De este modo, el cuestionarnos a nosotros mismos, el querer saber más de nuestros vecinos, el renunciar a un pasado colonial sobre los países del Sur, el evitar prejuicios acerca de las formas de vivir, de vestirse o de relacionarse de los otros o el deseo de tratar de no imponer nuestros puntos de vista, tiene como objetivo fundamental la voluntad de conocer, construir y desarrollar nuevas narrativas que nos permitan intervenir en un contexto sociocultural diverso y contradictorio.

¿Cómo imaginar la importancia política y cultural de un mar que es mucho más que un mar? ¿De qué modo pensar acerca de los elementos comunes de países tan próximos y, a la vez, tan distantes? Lenguas, religiones y formas de vida que a menudo parecen similares y otras veces, irreconciliables, ayudan a construir sociedades históricamente ligadas por mil diferentes vinculaciones y que, sin embargo, para las personas más desfavorecidas son mundos completamente distintos. A veces me pregunto si la idea del Mediterráneo, como entidad histórica y social, no es una invención de los países ricos del Norte que tiene mucho de ensoñación mítica de un pasado esplendoroso, junto a un presente lleno de desconfianza, marginación y oprobio hacia los pueblos del Sur. ¿En verdad tienen las gentes de Marruecos, Italia, Egipto, España, Palestina o Grecia una visión similar del Mediterráneo, o bien lo que para unos es una atractiva idea, para otros no es más que una frontera casi inexpugnable? Sea como fuere, es cierto que la importancia, en un sentido u otro, otorgada al Mediterráneo es una constante en todas las culturas nacidas y desarrolladas en torno a él: su presencia ha sido y es determinante en la creación cultural y marca la vida de las personas que habitan cerca de este mar. El comercio, el desarrollo económico, las relaciones sociales y culturales, los intercambios y los viajes de placer han condicionado la historia de esta zona geográfica desde tiempos inmemoriales. En el último siglo, la cuestión no ha variado y son muy numerosas las experiencias que, de un modo u otro, han documentado y recreado extensamente este espacio natural tan significativo desde todos los puntos de vista. Es cierto que hasta bien entrado el siglo xx predominó, en el mundo occidental, una visión sobre el Mediterráneo bastante amable, ligera y placentera de una zona entendida como espacio en el que se podía plasmar una gran cantidad de sueños y deseos. Sin embargo, a partir de las últimas décadas del pasado siglo, la visión mayoritaria cambió significativamente y, de un lugar mítico donde —casi— todo era posible, se ha ido pasando a un espacio donde priman el temor, la incomprensión, la muerte y el espanto. Lo que antes era una zona de libre tránsito y encuentro, hoy es una frontera en la que los vecinos más cercanos no son bienvenidos. Las diferentes orillas del Mediterráneo están lo bastante próximas como para facilitar los intensos contactos entre ellas, pero —a la vez— lo suficientemente alejadas como para permitir el desarrollo de sociedades bien distintas. Son todas ellas sociedades que reciben, a un tiempo, el influjo de sus propios territorios del interior y la influencia de la otra orilla del mar, lo cual ocasiona, en algunos momentos, conflictos y situaciones un tanto contradictorios. De todas maneras, parece evidente que la estrecha relación entre sus distintas costas ha tenido siempre un efecto transformador de gran relevancia sobre estas sociedades; así, el Mediterráneo ha sido durante milenios una de las zonas geográficas de interacción entre distintos pueblos más vigorosas, y ha jugado un papel fundamental en el desarrollo de la civilización que, en cada época histórica, ha tenido una plasmación bien distinta. Por ello, la historia del Mediterráneo es también la historia de sus ciudades portuarias: Corinto, Atenas o Roma en la Antigüedad; Génova, Venecia o Barcelona en la Edad Media; Esmirna, Livorno o Estambul en la Edad Moderna; Tel Aviv, Beirut o Marsella en la contemporaneidad. Estas urbes, y muchas más, han actuado como vectores de la trasmisión de ideas sociales, políticas o religiosas, y todas poseían una identidad heterogénea que solo perdieron a partir de la segunda mitad del siglo XX, con el auge de los nacionalismos.

El gran historiador francés Fernand Braudel afirmaba que el Mediterráneo debe entenderse como un espacio creado por los constantes movimientos y las diferentes vías de comunicación que se crean y las relaciones comerciales económicas y humanas que se posibilitan. Según Braudel, el Mediterráneo lo construyen las rutas —rutas terrestres, marítimas o fluviales—, una inmensa red de relaciones regulares y fortuitas, de distribución perenne de vida. De hecho, cuando a mediados del siglo XIX apareció el barco de vapor —mucho más veloz y fiable que los de vela—, y en 1869 se inauguró el Canal de Suez, el Mediterráneo se convirtió en el camino más rápido y seguro de conexión entre Oriente y Occidente. Aún hoy, el Mediterráneo continúa siendo una de las áreas geográficas con mayor número de conexiones entre las diferentes ciudades que lo pueblan, bien sea mediante transporte de mercancías, de pasajeros, buques turísticos, migrantes o, incluso, de datos a través de los cables submarinos que lo atraviesan. Sin embargo, tal y como podemos apreciar en el famoso libro de Braudel sobre el Mediterráneo existe el deseo o la tentación de intentar buscar una cierta identidad común mediterránea. Según escribe Braudel, lo importante es saber hasta qué punto el movimiento de los barcos, animales, vehículos o personas construye el Mediterráneo como una unidad, desde un cierto punto de vista, uniforme a pesar de las resistencias locales. Esta segunda cuestión sería la más discutible y discutida. Tanto es así que el también historiador David Abulafia, en su conocido libro El gran mar: una historia humana del Mediterráneo, no está muy de acuerdo con los planteamientos de Braudel e insiste en señalar que hay que prestar mayor atención a la diversidad y la riqueza, tanto lingüística como religiosa, étnica o política —sometidas a múltiples influencias externas—, de las que se nutren los pueblos, las ciudades y las islas que pueblan este mar, para comprender que la extensa e, incluso, íntima relación entre ellos no conlleva en absoluto ningún posible tipo de «unidad mediterránea».

Sí es cierto que, en las últimas décadas, muchos intelectuales, escritores y artistas han centrado su creación en torno a la cuestión esencial del reencuentro entre el mundo árabe y Occidente, su historia recíproca y su futuro incierto. Se ha creado un amplio conjunto de obras que se refieren a los miles de colores, olores, paisajes y voces que aparecen en ciudades donde los mercados y los puertos son una parte altamente significativa, ejemplos más que evidentes de un intercambio cultural, social y económico que ayuda a conformar «un espacio común», el cual recoge todos los mediterráneos posibles que hay en el mismo mar. Uno de esos importantes artistas que más han trabajado para desarrollar nuevas formas y maneras de ver y (re) imaginar el Mediterráneo —y las relaciones que se establecen entre los diferentes pueblos abocados a él— es Mona Hatoum (Beirut, 1952). Desde hace ya varias décadas, Hatoum viene elaborando, con gran coherencia y una importante honestidad personal, una serie de obras que nos hablan tanto de sus raíces árabes como de su relación con otras culturas, otras gentes y otros modos de expresarse o sentir. Por esta razón, he querido desentrañar algunos aspectos fundamentales de su creación artística con el propósito de que nos enseñen a comprender las dificultades que conlleva defender una identidad específica, sin que esta se convierta en un instrumento que constriñe la libertad. De hecho, su quehacer creativo se nutre de dos aspectos centrales: uno, del deseo de conseguir una independencia tanto del fanatismo religioso islamista como del tutelaje colonial de las grandes potencias occidentales; y dos, de la construcción de unas identidades abiertas y plurales que vayan mucho más allá de las fronteras y los mapas políticos o mentales instaurados autoritariamente. Mona Hatoum es hija de padres palestinos exiliados en Líbano, y ella misma acabó exiliándose en Londres tras el estallido, en 1975, de la guerra civil en aquel país. Una historia personal compartida por millones de personas que atraviesan situaciones de exilio y desplazamiento en todo el mundo y se sienten, en todo momento, «fuera de contexto», con la sensación de no ser de ningún lugar y habitar un territorio social y personal inestable y precario, provisional, repleto de incertidumbres, donde la memoria y la identidad les son esquivas. Desde el siglo xix, la ciudad de Beirut ha desempeñado un papel muy importante en el mundo árabe. A finales de ese siglo, Beirut, junto a El Cairo y Damasco, era el centro del mundo intelectual de la región. Más tarde, al conseguir la independencia del mandato francés en 1943, la capital libanesa se convirtió en un centro comercial, económico y cultural de primer orden. Era una ciudad que mantenía unas sólidas raíces árabes, al tiempo que se abría generosamente a la introducción de la cultura y las formas de vida occidentales.

De hecho, Líbano es un país caracterizado históricamente por ser una sociedad multiconfesional —existen unas dieciocho comunidades reconocidas por ley—, siendo los cristianos maronitas la comunidad más extensa, seguida por los musulmanes suníes y los chiitas. Sin embargo, el delicado y precario equilibro confesional establecido a lo largo de los años ha estallado en diversas ocasiones con todas sus contradicciones, creando una historia convulsa con profundas fracturas sociales. La fratricida confrontación entre las diversas milicias transformó en gran medida la configuración urbana y social de Beirut. Todas estas circunstancias, y muy especialmente la intensidad, la duración —quince años— y la violencia generada por la propia guerra civil, tuvieron, más allá de los desastres económicos y el colapso de las infraestructuras, un gran impacto psicológico en su población. Destrozada y profundamente traumatizada por aquella contienda, Beirut sigue obsesionada por los fantasmas de la guerra, la violencia y la muerte. La terrible guerra de 1975-1990 originó casi 200.000 muertos, una economía maltrecha, un tremendo trastorno social, desplazamientos de la población y un país en ruinas. Cuando acabó la guerra, aproximadamente una tercera parte de los edificios situados en el centro tradicional de Beirut —el punto focal del conflicto— habían resultado irreparablemente dañados.

En una ciudad ampliamente devastada, el problema esencial para sus habitantes y su memoria es la pérdida no solo de los objetos estimados, sino también de los puntos de referencia de lo que fue su ciudad y su vida cotidiana. La destrucción fue tan profunda y los traumas tan intensos que, de algún modo, la ciudad tenía que aprender de nuevo a vivir con los otros, con las diferentes comunidades. Así, la experiencia de la guerra no solo está relacionada con la destrucción física de la ciudad, sino también con la reorganización de la sociedad, la separación de las familias y la división de las comunidades. Aunque la guerra terminó hace varias décadas, hoy sigue presente, de un modo u otro, en la vida cotidiana: ha adquirido formas invisibles y se ha desplazado hacia lugares no tan evidentes. Según explica el escritor libanés Elias Khoury, una vez conseguida la paz, se inició una nueva guerra cuyas víctimas ya no eran las personas sino los edificios, las avenidas y la organización de la ciudad. Así, el proyecto de reconstrucción de Beirut se convirtió en una guerra contra la memoria de la ciudad, una guerra a favor del olvido. Para el propio Khoury, los bulldozers y las máquinas que inundaron la capital de Líbano eran un símbolo del nuevo orden mundial invadiendo Beirut, en un intento de conseguir una amnesia colectiva: la amnistía de los dirigentes de las milicias y los políticos implicados en crímenes de guerra; la reconstrucción neoliberal del centro de Beirut, que priorizó la privatización y la especulación frente a la preservación de las historias comunales; la ausencia de cualquier aspecto referido a la guerra civil en los libros de textos escolares o la inexistencia de monumentos públicos y memoriales dedicados a sus víctimas. Este cúmulo de violentos desgarros personales ha llevado a muchos artistas contemporáneos libaneses a centrar su trabajo en el deseo de mostrar las memorias y aspiraciones colectivas de su país. Son intelectuales que han consagrado grandes energías y creatividad al examen del estado de destrucción producido en las vidas personales y en los espacios públicos urbanos de Beirut; y han expuesto, asimismo, los efectos más trágicos y desconcertantes de la violencia como un amplio proceso de terapia personal que ayude a la recuperación del trauma de la guerra, a la reorganización de la sociedad y a la superación de las barreras familiares, o entre comunidades, con el fin de crear una nueva esperanza para el país.

Es en este contexto donde hay que analizar la obra Mona Hatoum, especialmente todo aquello referido a la memoria y la identidad de su pueblo, pues la memoria nos ayuda a saber quiénes somos y de dónde venimos. Para ello, son múltiples las experiencias que nos ayudan a conformar una identidad cambiante, alejada de clichés y estereotipos. Es el caso de la pieza Present Tense [Tiempo presente], 1996-2011, una instalación en forma de retícula, compuesta por 2.200 bloques de jabón elaborado con aceite de oliva de la ciudad de Nablus, al norte de Jerusalén, en los que se han incrustado unas diminutas cuentas rojas de vidrio que dibujan las fronteras de los cantones o regiones discontinuas — arrancadas de la Palestina histórica por los Acuerdos de Oslo (1993)— que constituirían el futuro Estado palestino. La naturaleza efímera del jabón encierra en sí la promesa de disolución de esas fronteras injustas y contrasta con la tradición centenaria de fabricación de jabón preservada por los palestinos. Es esta una obra vinculada a la creación de múltiples mapas. Unos mapas que se transforman en metáforas de la inestabilidad de la propia vida, de una existencia frágil, de una geografía tambaleante e inesperada que cuestiona o niega las identidades sociales y personales. Al menos, esa es la impresión que nos invade al enfrentarnos a ese conjunto de pequeñas y frágiles canicas en Map (clear), 2021, que componen el mapamundi creado por Hatoum: un mundo aparentemente ordenado que en cualquier momento se puede mover, desequilibrar o desplazar y ocasionar el mayor de los desastres, pues las fronteras se desdibujarían, los límites se perderían y lo que hoy nos parece claro y nítido se convertiría en una amalgama de zonas desconocidas y lugares insospechados: un paso en falso y la canica propiciaría una caída. El mundo en este mapa se acabará desintegrando, se llenará de islas y de huecos. Así, los mapas de Hatoum son objetos llenos de extrañeza que subvierten su propio carácter; mapas realizados con materiales muy frágiles en los que, al parecer, el mundo está a punto de sucumbir.

Paralelamente y en repetidas ocasiones, Hatoum nos ofrece un conjunto de obras de gran contundencia física, que nos remiten a experiencias vinculadas con la violencia y la guerra de forma genérica, pero muy relacionada con sus orígenes. Todas tienen en común que son piezas amenazadoras, que ofrecen una visión desesperanzada, dándonos a entender que vivimos en un conflicto permanente; o bien hacen referencia a una violencia institucional que regula y pone bajo vigilancia la vida de los individuos. A la vista de esas obras, podríamos pensar que nos hemos precipitado por una espiral de conflicto sin solución pacífica posible, con todo nuestro mundo al rojo vivo, tal y como vemos, por ejemplo, en Hot Spot [Punto caliente], 2013. En esta obra, la artista habla metafóricamente de un mundo sumido en el conflicto cuyas regiones están en riesgo de sufrir guerras, agitaciones ciudadanas, limpiezas étnicas o persecuciones religiosas. Ese punto caliente, ese hot spot, es el propio planeta: el conflicto es omnipresente e incesante. A la enormidad del sufrimiento humano que se extiende por su superficie, se suma el peligro en que se encuentra la propia Tierra por los efectos, cada vez más reales, del cambio climático. Con la misma inclinación de veintitrés grados del eje terráqueo y un diámetro de 223 centímetros, esta esfera reticular de acero inoxidable muestra unas referencias geográficas señaladas con neón rojo brillante. Las demarcaciones de los continentes palpitan con una luz roja que parece desprender calor, o quizás descargas eléctricas. Aunque no es, en sí, insegura, la pieza transmite una sensación de peligro. Por ello, ante estas obras, me pregunto si esta manera de representar el mundo no tendrá algo que ver con un cierto sentimiento de pertenencia y, al mismo tiempo, de desapego; de formar parte de un mundo del que simultáneamente estaríamos exiliados.

La obra de Mona Hatoum contiene referencias constantes a la fragilidad de la existencia humana, una fragilidad que se plasma tanto en los materiales que elige —desde el hilo al cabello, pasando por el jabón o las canicas de cristal— como en las situaciones en las que representa unos interiores habitados por mobiliario quemado, espacios claustrofóbicos, objetos punzantes… Las obras aquí señaladas son una gran metáfora de los tiempos que estamos viviendo actualmente en el Mediterráneo, tiempos de inestabilidad, cuestionamiento de la identidad y violencia. En muchas de sus piezas se ven reflejados los sueños y deseos, los miedos y las quimeras que estructuran nuestra vida diaria, todo aquello que ayuda a configurar la identidad del ser humano, una existencia que se debate entre la pertenencia o el extrañamiento y que se cuestiona acerca de los imaginarios, individuales y colectivos, que pueblan el mar Mediterráneo.

Notas

1.- Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, Fondo de Cultura Económica, 1953.