La asociación Bayt al-Thaqafa, ubicada en Barcelona, quiso conmemorar con una serie de actos el pasado islámico de las tierras que hoy en día llamamos Cataluña. Para ello, organizó las i Jornadas Gatzara, que no pudieron realizarse debido al confinamiento de la ciudad causado por la pandemia del Covid-19. El objetivo de las mismas era lograr una mayor sensibilización sobre el mundo árabe a través de un conocimiento más profundo de la historia que une Cataluña con el islam, originada a partir de la invasión de las etnias árabe y bereber en la península ibérica y que dio lugar al territorio de al-Ándalus, cuya vigencia se extendió desde el siglo viii hasta el siglo xii. Esta invasión, que fue pacífica y supuso el asentamiento de ambas etnias en la actual Cataluña, dio lugar a una serie de influencias de la cultura islámica. De todas ellas, hasta hoy, las que han persistido claramente son los arabismos, que figuran en los ámbitos del léxico y la onomástica de las lenguas peninsulares.
Como es sabido, entre los años 610 y 632 se predicó en la península de Arabia una nueva manera de entender y servir a Dios que constituyó la religión monoteísta llamada islam. Sus seguidores iniciaron en seguida una expansión territorial y llegaron a constituir un imperio que se extendió desde el océano Índico hasta el Atlántico. Como continuación del avance islámico por el norte de África, una serie de contingentes árabes y bereberes atravesaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en la península ibérica de una manera organizada a partir del año 711.
La relación del islam con Cataluña y, por ende, con España y Europa, ha tenido distintos y diversos grados, pero, sobre todo, hay que dejar muy claro desde el principio que parte de lo que era y es Europa perteneció al mundo del islam. En otras palabras, en los territorios de la península ibérica, islas Baleares y Sicilia —actualmente considerados occidentales— nacieron y vivieron personas que contribuyeron a engrandecer el islam en todos los campos de la actividad humana, como la política, la ciencia o las artes. Dichas personas fueron y han de ser consideradas tan musulmanas como pudiera serlo en la misma época cualquier árabe, bereber, subsahariano, persa, turco, centroasiático u oriental.
Los términos islam y Cataluña no siempre pueden ser considerados conjuntamente porque se trata de dos entidades con vida propia, distinta, opuesta y diferenciada: los territorios a los que hoy llamamos Cataluña formaron parte del islam. En otras palabras, los catalanes, antes de ser catalanes, fuimos musulmanes.
Con la instalación de los musulmanes en Hispania, el dominio visigodo se convirtió en dominio islámico. Este cambio político debe entenderse como una ruptura con la historia anterior porque, desde entonces, la sociedad peninsular quedó incluida en un nuevo sistema de gobierno que se regía desde Damasco y según las directrices del islam. Por este motivo, los territorios hispánicos —que hemos convenido en calificar de occidentales— experimentaron una fuerte orientalización. De la misma manera, la continua afluencia de bereberes islamizados a la península comportaría, paulatinamente, una buena dosis de africanización.
Creo que vale la pena volver a insistir en el hecho de que los musulmanes invasores fueron los primeros en poner de relieve esta ruptura política y lo expresaron muy claramente mediante un cambio radical de nomenclatura: en adelante, el territorio se llamaría al-Ándalus (nombre dialectalizado por sus usuarios y convertido en al-Andalús), y el término andalusí debe aplicarse a las zonas de las antiguas Hispania y Galia góticas mientras estuvieron bajo el gobierno de los musulmanes. La extensión geográfica de al-Andalús fue, por tanto, de superficie variable según el momento cronológico dado: Narbona y sus habitantes, por ejemplo, fueron andalusíes hasta el año 759; Girona y los gerundenses, hasta el 785; Barcelona y los barceloneses, hasta el 801; Tortosa y los tortosinos, hasta 1148, Lleida y los leridanos, hasta el año 1149. Los últimos reductos andalusíes en las tierras que actualmente conforman Cataluña fueron Siurana y las montañas de Prades, incorporadas a la casa de Barcelona por el conde Ramon Berenguer iv en el año 1153.
Tanto para el conjunto de la península como para las tierras que hoy llamamos Cataluña, no creo que pueda hablarse globalmente de conquista —y tampoco de Reconquista después— porque se trató, fundamentalmente, de una invasión, de una sucesiva toma de poder y una progresiva instalación de los musulmanes en el territorio. Dentro del ámbito actualmente catalán solo se produjeron enfrentamientos bélicos en Tarragona, Iluro (actual Mataró), Bétulo (actual Badalona), Égara (actual Terrassa) y Empúries, aunque es evidente que también pudo haberlos en algún otro lugar que la documentación no especifica; pero consta la entrega por capitulación de poblaciones tan importantes como Barcelona y Girona.
El complejo abanico étnico que caracterizaba la sociedad hispano visigoda se vio incrementado así con el establecimiento de población foránea, fundamentalmente de etnias árabe y bereber. El impacto de la invasión provocó la huida de la población hispánica más allá del Pirineo, pero es obvio que el número de los que optaron (o, mejor dicho, de los que pudieron optar) por el exilio fue escaso y estrechamente relacionado con su situación económica y/o geográfica. Conocemos los casos de los obispos de Toledo y Tarragona, así como el de los anónimos hispani, que figuran en las fuentes francas a partir del siglo viii.
Hace tiempo que Miquel Barceló señaló que las monedas visigodas acuñadas en nombre de Ákhila y encontradas en las poblaciones de Roses, Castell-Rosselló, Perpinyà y Ceret (a las que hay que añadir Besalú) marcaban un claro camino de retirada. También observó el desplazamiento de la población hispano goda de la ciudad hacia el campo y del campo hacia la montaña. Así las cosas, en las ciudades se quedaron los individuos que pactaron enseguida con los recién llegados, además de las autoridades designadas por estos. De este despoblamiento urbano se hacen eco tanto las crónicas árabes como las latinas, y unas y otras lo refieren a todo el ámbito geográfico peninsular.
Ahora bien, este movimiento de personas no debe ser entendido en modo alguno como un remplazamiento masivo de población indígena por población foránea. Con excepción de las bajas ocasionadas por los enfrentamientos bélicos y del número de exiliados —forzosamente escaso, como he dicho—, cabe admitir la continuidad de la mayor parte de la población anterior —es decir, de hispano godos— dentro del nuevo Estado andalusí. Con esto quiero indicar muy expresamente que una substitución de la antigua población —cristiana, judía o pagana— por otra distinta y de religión musulmana no resulta plausible, tal y como todavía demasiados textos inducen erróneamente a creer cuando califican sistemáticamente de árabes a los habitantes de al-Andalús. En este sentido, no es correcto hablar, por ejemplo, de la Balaguer o de la Tortosa árabes, de la zuda árabe de Lleida o del ejército árabe de Almanzor que destruyó Barcelona en el año 985. En todos estos casos, el calificativo adecuado es el de andalusí.
Creo que es preciso insistir en que no solo no se produjo una substitución masiva de personas, sino que el número de recién llegados fue relativamente tan escaso que solo puede entenderse el rápido triunfo político y social del islam y el progresivo cambio cultural y religioso de la población autóctona si se tiene en cuenta la libre aceptación de la nueva creencia y la consecuente islamización y arabización de la gran mayoría de los hispano godos del momento. Lo razono a continuación:
A pesar de las enormes dificultades que conlleva el intento de contabilizar personas en una época tan remota, hay unanimidad al considerar que, en el año 711, Táriq ibn Ziyad cruzó el estrecho de Gibraltar con unos doce mil hombres, al parecer exclusivamente bereberes. Al año siguiente, lo hizo Musa con un ejército compuesto por un número de combatientes, mayoritariamente árabes, que oscilaba entre los veintidós mil y los veinticinco mil, según las fuentes. La documentación tampoco resulta unánime al reseñar el número de árabes que envió Damasco para sofocar el alzamiento bereber producido en los años 739-740, pero al parecer puede estimarse entre unos siete mil y doce mil hombres, y es obvio que otro contingente, también de árabes y más concretamente sirios, acompañaría al último omeya oriental que huyó de la masacre que dio lugar al cambio de gobierno en el califato, el cual fue a parar a manos de la dinastía abasí. Al parecer, en el año 755, c Abd al-Rahman [I] desembarcó en Almuñécar con un millar de seguidores, cifra que es lícito pensar que iría incrementándose con la llegada de otros individuos seguidores de los omeyas orientales y descontentos con los nuevos dirigentes del recién instaurado califato de Bagdad.
Considerando las cantidades máximas aquí expresadas y admitiendo la lógica posibilidad de un flujo de bereberes que iría instalándose en alAndalús aprovechando la coyuntura de la existencia de un mismo sistema de gobierno en una y otra orilla del estrecho, podemos suponer la llegada de un total máximo de cien mil personas entre los años 711 y 755. Es preciso recordar, además, tal y como ya advirtió Pedro Chalmeta, que ha sido poco valorado el hecho de que algunos de los principales personajes árabes venidos con la primera oleada regresaron a Oriente o a África del Norte cuando Musa abandonó al-Andalús en el año 714, al ser convocado por el califa al-Walid.
Si comparamos estas cifras con las estimaciones realizadas sobre la población hispánica en el momento de la invasión islámica (que oscilan entre los seis y los nueve millones de personas que ocuparon de una manera muy desigual el suelo hispano), tendremos que admitir la enorme desproporción existente entre el número de recién llegados y la población autóctona durante los primeros años, grosso modo, de la historia andalusí.
Llegados a este punto, merece la pena tener en cuenta otras dos consideraciones. En primer lugar, he de advertir que, a pesar de destacar esta desproporción étnica y defender la continuidad de la mayoría de la población hispánica, sigo estando de acuerdo con las acertadas aportaciones rupturistas iniciadas por Pierre Guichard y, por tanto, no estoy en absoluto a favor de las tesis continuistas de otros que sostienen que el escaso número de invasores habría sido asimilado rápidamente por la gran masa de población indígena. Este último grupo de historiadores —de cuya interpretación, como digo, discrepo— sostiene que, a pesar de la invasión islámica, se habría conseguido mantener la esencia de «lo español».
En segundo lugar, estoy considerando únicamente los datos de población relativos a la primera centuria del dominio islámico e incluyo en estos cien años la continua y ya referida afluencia de bereberes (con más posibilidades, por razones de proximidad geográfica, de traerse a la familia). Trato únicamente este período porque es el que coincide cronológicamente con el gobierno andalusí en la zona que después será llamada «la Cataluña Vieja»; y lo hago así porque ninguna de las otras oleadas masivas de musulmanes africanos que tuvieron lugar desde finales del siglo xi hacia al-Andalús, con excepción de la de los almorávides (1099-1153), pudo incidir en la composición étnica de los habitantes del resto del territorio actualmente catalán.
Por lo que respecta al cambio religioso que tuvo lugar en la antigua Hispania, las curvas de conversión al islam elaboradas por Richard Bulliet en el año 1979 a partir del análisis estadístico de 154 genealogías de sabios andalusíes (donde la aparición de un nombre no árabe en las cadenas onomásticas correspondientes indicaría el padre del primer converso) resultan de muy poca, por no decir nula, representatividad. Sin embargo, disponemos de algunos elementos que nos permiten observar un temprano cambio de religión.
Así, un fragmento de la Crónica del Moro Rasis (siglo x) deja muy clara la permanencia de la población local en diversos castillos del territorio de Lleida cuando dice: «E quando los moros entraron en España, las gentes que morauan en estos castillos fizieron pleitesía con los moros e fincaron en sus castillos, e los moros sin contienda». De modo parecido, el andalusí al- c Udhri (m. 1085) explica qué sucedió en la ciudad de Huesca cuando, después de un asedio de siete años, la población autóctona se dirigió a los invasores para solicitar el establecimiento de un pacto de paz. Según este historiador, generalmente muy bien informado, «el que se convirtió al islam siguió siendo dueño de su persona, de sus bienes y de sus privilegios, pero el que siguió siendo fiel al cristianismo hubo de pagar [el impuesto de] la capitación». A continuación, añade una noticia preciosa para la cuestión que ahora y aquí nos interesa, puesto que concluye que en su tiempo —es decir, en el siglo xi— no quedaba en Huesca «ningún árabe puro que fuera descendiente de árabes de origen, con la excepción de los que hacen remontar su linaje a los que abrazaron entonces el islam».
A su vez, el polígrafo cordobés Ibn Hazm (9941064) escribe que el conde visigodo que luego se consideraría el epónimo del linaje que en adelante recibió el nombre de Banu Qasi «se trasladó a Siria, se convirtió al islam en presencia del [califa] al-Walid ibn c Abd al-Malik y quedó adscrito bajo su clientela». El mismo Ibn Hazm deja también constancia de otras familias de muladíes (es decir, de hispánicos convertidos al islam) que llegaron a tener cierto poder en la frontera superior: además de los ya citados Banu Qasi, habla de los Banu c Amrus y de los Banu Shabrit. Notemos que todos ellos tienen nombres familiares fácilmente relacionables con étimos hispanos; en los casos citados, con los antropónimos Cassius, Amorós y Saporitus, respectivamente.
Asimismo, un autor anónimo magrebí que escribió entre los años 1344 y 1489 nos señala que los habitantes de Fraga «son árabes de estirpe porque allí se establecieron tribus del Yemen en el primer momento de la conquista y sus descendientes continúan viviendo allí».
En este caso, el topónimo catalán Massalcoreig (en la actual comarca del Segrià) y el aragonés Mazalcoras (en la provincia de Zaragoza) parecen avalar esta noticia, a pesar de que el nombre de ambos deriva de una tribu del norte de Arabia, la de Quraysh, a la que pertenecía el Profeta. Sin embargo, el ya mencionado Ibn Hazm no habla de ningún linaje árabe ni bereber en el territorio de la actual Cataluña en su Libro de la selecta colección de genealogías de los árabes. Por otra parte, el análisis de esta obra muestra muy claramente que los andalusíes árabes de origen —real o supuesto, tal como hemos dicho— siempre fueron minoría en todo el Estado. Este mismo autor es muy taxativo cuando escribe que en el siglo x ya no era posible distinguir el origen árabe, bereber o indígena de la población andalusí. Esta afirmación constituye una prueba evidente de que se había llevado a cabo un proceso de uniformización muy intenso y al que, a mi modo de ver, hubo de contribuir la progresiva islamización de los hispanos y la paulatina arabización de sus nombres de origen (es decir, de su nisbah), así como también de los nombres bereberes por cuestiones de clientela (wala’) o por otros motivos de diverso cariz.
Estoy muy lejos de insinuar que las conversiones al islam fueran fáciles y de calificar de simple o sencilla esta religión, pero es obvio que la aceptación del nuevo credo por parte de la población hispánica se vio favorecida por la flexibilidad de la doctrina coránica que, en aquellos momentos, todavía no había sido encorsetada por la jurisprudencia elaborada en el seno de las cuatro escuelas jurídicas, expandidas entre los siglos viii y ix, y que hoy sigue en vigor entre los sunníes.
Por otro lado, es preciso recordar que los estudios sobre la situación religiosa de la población de la península ibérica en época visigoda ponen de manifiesto que el cristianismo solo estaba plenamente arraigado en las metrópolis y alrededor de las grandes vías de comunicación. Además, tal y como nos informan los expertos, existían en Hispania bolsas de paganismo que el islam no podía tolerar y que, por ley, debía integrar mediante la conversión.
Con las sucesivas conquistas cristianas y en virtud de los pactos establecidos, los andalusíes vencidos pudieron permanecer bajo el nuevo dominio cristiano y conservar su credo, sus instituciones y su ley propia con algunas limitaciones. En adelante, estos musulmanes sometidos aparecen en la documentación coetánea como moros o sarracenos, aunque la historiografía les haya dado modernamente el nombre de mudéjares (término que deriva del árabe andalusí y que significa domeñado o sometido), y el de moriscos después de su bautismo, generalmente forzoso.
Por la documentación que nos ha llegado, sabemos que, en los núcleos urbanos, los mudéjares dispusieron de un año de plazo para abandonar sus casas —repartidas después entre vencedores y repobladores— y establecerse en un barrio generalmente periférico y propio, pero es obvio que en los territorios más meridionales tuvieron más posibilidades de emigrar hacia la zona todavía andalusí, previo pago, evidentemente, de un impuesto. de salida. En este sentido, si bien sabemos que tras la conquista franca de Barcelona, en el año 801, algunos musulmanes barceloneses se quedaron en el lugar y participaron en algaradas contra correligionarios suyos, creo que esta noticia no puede ser entendida como una norma general de las tierras que hoy constituyen Cataluña, donde hasta las conquistas de mediados del siglo xii no parece que pueda hablarse de un remanente islámico de cierta envergadura —sin considerar a los cautivos y los esclavos instalados en tierras catalanas en contra de su voluntad—.
Así pues, a partir del siglo xii, el avance hacia el sur no podía vaciar de musulmanes los territorios conquistados porque estos eran necesarios para continuar la actividad económica de los lugares incorporados entonces al dominio cristiano. Dedicados básicamente a la agricultura y la ganadería, la mayoría de los mudéjares subsistieron en las riberas del Ebro y en las del Segre y el Cinca, donde había también artesanos y comerciantes. Es bien sabido que unos y otros pagaban substanciosos impuestos especiales.
Algunos aspectos de las aljamas o comunidades sarracenas catalanas todavía nos son desconocidos y es difícil establecer, por ejemplo, los porcentajes de población referidos al total catalán. En el estado actual de la investigación, parece que los mudéjares pasaron de ser un 2%, en el año 1496, al 1,5% o incluso menos en 1610. Aun así, en la actual comarca de Ribera d’Ebre, por ejemplo y según el profesor Pascual Ortega, más del 40% de la población formaba parte de la minoría morisca. Debido a esta diversidad numérica (y a otras diferencias que no vienen al caso), dicho investigador afirma, con acierto, que «la cuestión de los moriscos catalanes no puede plantearse en relación con unos individuos casi aislados en medio de una multitud de cristianos».
Con el paso del tiempo, la monarquía hispánica intentó homogeneizar a todos sus súbditos, mientras que la Iglesia fue incrementando su proselitismo hacia las minorías religiosas consideradas disidentes. Se iniciaron entonces los bautismos en masa, primero en la Corona de Castilla (1501-1502), después en Navarra (1516) y, finalmente, en la Corona de Aragón, durante las revueltas de las Germanías (1525-1526).
En lo que se refiere a los mudéjares catalanes, los libros de bautismos de la Seo de Lleida registran conversiones masivas el año 1526 y en el decenio entre 1536 y 1546, pero en la documentación proveniente de muchos pueblos de las orillas del bajo Ebro, los descendientes de andalusíes ya figuran con nombres cristianos desde principios del siglo xvi. El grado de asimilación de estos moriscos era mucho mayor que en el caso de los aragoneses o valencianos y, en este sentido, el profesor Pau Ferrer Naranjo observó que, en la zona del Ebro, una de las razones esgrimidas para evitar la expulsión fue, precisamente, la de la existencia de un 59,3% de matrimonios mixtos, con porcentajes que oscilaban entre el 19,4% de la población de Benissanet y el 100% de la de Tivenys (poblaciones, respectivamente, de las comarcas Ribera d’Ebre y Baix Ebre).
Sin embargo, a lo largo y a lo ancho de la península, la desconfianza cristiana en torno a la poca fidelidad al nuevo credo que mostraban los moriscos cristalizó en el Edicto General de Expulsión, que se llevó a cabo entre los años 1610 y 1614. Es preciso señalar, no obstante, que no todos los moriscos catalanes fueron expulsados. Algunos pertenecientes al obispado de Tortosa, gracias a un informe de su obispo, don Pedro Manrique, pudieron quedarse gracias a una licencia que les fue concedida por diversos motivos. Otros consiguieron regresar a sus lugares de origen muy pronto.
En realidad, y de nuevo según Pascual Ortega, no hay ningún indicio sólido de enfrentamientos entre cristianos viejos y moriscos catalanes y tampoco tenemos noticias de una convivencia difícil al respecto. Finalmente, y aunque los expertos no puedan dar cifras ni tan siquiera aproximadas, resulta innegable que la existencia de estos «cristianos nuevos de moro» que continuaron viviendo en la llamada Cataluña Nueva después de la expulsión se fue difuminando entre la de sus vecinos y, tarde o temprano, abandonaron la práctica del islam.
Por todo ello, creo que puede afirmarse que buena parte de los que ahora residimos en Cataluña tenemos antepasados que, un día u otro, fueron musulmanes. Esta realidad incuestionable no significa, de ninguna manera, que todos fueran necesariamente de etnias árabe o bereber, sino que muchos de ellos provenían de hispánicos que se hicieron musulmanes durante el periodo andalusí y se mantuvieron fieles al islam cuando las tierras donde vivían quedaron bajo dominio cristiano. La destrucción sistemática de su sociedad y sus instituciones, el intento de librarse de las pesadas condiciones de vida que les fueron impuestas por los cristianos dominantes, el bautismo forzoso o bien otros motivos que entran en el mundo de la privacidad los condujeron a su paulatina desaparición como fieles del islam.
Algunas influencias del pasado islámico
A partir de aquí, amplío el territorio tratado hasta ahora porque el reflejo cultural y, sobre todo, lingüístico del pasado islámico abarca también el ámbito de las actuales comarcas del sur de Francia, el actual País Valenciano y las Islas Baleares. El dominio islámico en las áreas del Rosselló, Conflent, Vallespir y lo que venimos llamando la Cataluña Vieja duró solo unos cien años, pero se prolongó durante cuatro siglos en la llamada Cataluña Nueva y cinco en el País Valenciano y Baleares. A la hora de observar sus influencias en estos territorios, es necesario considerar, asimismo, el tiempo en que la población islámica, es decir, mudéjar, permaneció en ellos: cinco siglos en las cuencas del Ebro y el Segre, cuatro más en el Reino de Valencia y, en un número más reducido de individuos, en las Baleares. Esta presencia se prolongó en el período morisco hasta su expulsión a principios del siglo xvii.
Es evidente que estos novecientos años de contacto entre comunidades islámicas y cristianas generaron influencias de toda clase y es preciso pensar que dichas influencias abarcaron los más diversos campos del conjunto de la sociedad. En el ámbito de la indumentaria, por ejemplo, hay que referirse a la serie de arabismos que derivan del andalusí aljúbbah: aljuba (ya obsoleto) pero que se mantiene en las palabras gipó, gipat, jupa, jupó y engiponar, del catalán; en chupa, jubón, jubetero, jubonero o jubetería del castellano; en gibao, jubao, aljubeta, algibeta, algibetaria o aljubeteiro, en el galaico portugués, y en chipón, chubón y chibón del aragonés (además de los gippone y giubbone, del gipon y jupon y de la jupe, en italiano, occitano y francés, respectivamente).
De modo parecido puede hablarse de la gastronomía, con la introducción de numerosos productos, sobre todo vegetales, tal como muestran los numerosos arabismos, la existencia de algunos platos nuevos, como el turrón y el menjar blanc, o el uso generalizado de las especias como condimento. En este sentido, cabe señalar que el uso de la mayoría de las especias se fue perdiendo porque la Inquisición podía detectarlo, y solo muy recientemente ha vuelto a introducirse. Ello puede comprobarse consultando los recetarios medievales, como el Llibre de Sent Soví o el Llibre del Coch, donde figuran muchas especias tanto para platos salados como dulces.
En otros casos, el arabismo ha cambiado su sentido original, tal como sucede, por ejemplo, con el término rabadán/rabadà, que deriva del compuesto andalusí rabb ad-dann, con significado de «dueño de ganado lanar» y que pasó a designar a un pastor o criado joven, de modo parecido a zagal/sagal, también referido al lenguaje pastoril.
En el conjunto de una sociedad ya teóricamente cristiana, la implantación de la Inquisición española comportó el disimulo de los hábitos de los posibles sospechosos, de modo que los cristianos nuevos se esforzaron en borrar cualquiera de las influencias musulmanas entonces todavía evidentes. Como consecuencia de la actuación del llamado Santo Tribunal, se produjo un intento sistemático de ignorar todos los vestigios del pasado islámico y, naturalmente, también del judío. Una buena muestra de este mundo plurirreligioso perdura aún en las expresiones «hacer sábado», en el catalán fer dissabte y face-lo sábado en el galaico portugués, que significa hacer una limpieza a fondo de una vivienda, limpieza que, evidentemente, se podía y se puede hacer cualquier día de la semana. Pero limpiar la casa en sábado, cambiarse de ropa el domingo y lavarla y tenderla el lunes era como proclamar que la familia observaba la festividad dominical cristiana para estar, al menos en este punto, fuera de peligro.
En otro orden de cosas, pero en el mismo sentido, sabemos que, en las universidades, aunque se conservaron las cátedras de hebreo para los estudios bíblicos, la lengua árabe quedó olvidada. Así se puso de manifiesto cuando el rey Carlos iii quiso restablecer los estudios de arabismo y, para poder llevar a término su proyecto, hubo de recurrir a estudiosos extranjeros, sobre todo monjes maronitas.
Queda claro, pues, que, de todas las influencias de nuestro pasado islámico, solo han persistido claramente y hasta hoy los arabismos, los cuales figuran en los ámbitos del léxico y la onomástica de las lenguas peninsulares. Es obvio que el mayor número de arabismos entró en ellas durante el período mudéjar y que aquellos que aludían a cosas que con el tiempo fueron quedando obsoletas (vestimenta, cocina, técnicas diversas, etc.), desaparecieron.
Al principio, los arabismos designaron cosas desconocidas hasta entonces. Este es el caso de muchos productos agrícolas (arroz/arròs; azafrán/ safrà, açafrão, safrana) y farmacológicos (azúcar/ sucre, açúcar, açucre; alcanfor/càmfora, cânfora); nuevas técnicas (aceña/cénia y sínia, acenha, acea; alquitrán/quitrà, alcatrán, alcatrão); utensilios diversos (jarra/gerra, xarra, xerra); nombres de náutica (jabeque/xabec, xaveco); animales exóticos (gacela/gacela; papagayo/papagai, papagaio), etc.
Hay arabismos que son propios del castellano y el galaico portugués, pero no del catalán (acelga, acelca, azelga; aceite, aseite, azaite, azeite; albáitar, albeite, alveitar, vivo en eusquera). Pero se da también el caso contrario, es decir, que el catalán haya conservado arabismos que estaban vivos hace tiempo entre los hablantes de castellano o galaico portugués y que hoy han caído en desuso. Así puede observarse en términos como alhamel o alfóstigo, que corresponden al camàlic y al festuc que siguen utilizando los catalanes. Como consecuencia de la menor duración del período islámico de Cataluña, el catalán y el galaico portugués conservan sinónimos procedentes del árabe y del latín, caso de los catalanes tramús y lloví frente al altramuz castellano y el tremoço galaico portugués; alfals y userda o almàssera y trull.
Los arabismos del catalán que no fueron incorporados a las lenguas castellana y galaico portuguesa resultan más difíciles de detectar y este es el caso de algunos verbos catalanes muy característicos (engiponar, entabanar, nafrar, etc.) o de otros términos comunes como caliu, escalivada, enjaneta, galzerans, gallerans o rajola y de expresiones catalanas como a la babalà, literalmente «a la providencia de Dios»; en doina, que significa «de un lado al otro» o «en movimiento desordenado» y de gaidó y de gairell, que quiere decir torcido o inclinado. Una de las palabras catalanas cuyo origen árabe ha pasado más des- apercibido es el adjetivo tafaner y el verbo tafanejar, que equivalen al fisgón y al fisgonear del castellano, que significa «meter las narices en vida ajena». El origen de los términos catalanes tafaner y tafanejar proviene del árabe tahuna, de donde derivaron los tafona, atafona, tahona, tafona que significan molino. El molinero andalusí era el tahhán, palabra que se transformó en taffan, origen del actual tafaner. La metonimia es fácilmente comprensible porque los hombres fisgoneaban (o feien el tafaner) mientras se molía el grano o esperaban su turno.
En general, los arabismos castellanos y galaico portugueses se caracterizan por una mayor frecuencia de la incorporación del artículo árabe /al/ que en los del catalán. Así puede observarse en las series algodón/algodão, cotó o algarroba/ alfarroba, algarrofa, garrofa o algazara/gatzara. En el catalán es muy frecuente la pérdida de la radical final del étimo árabe, sobre todo la /n/, tal como sucede en mesquí, que se recupera en sus derivados (mesquins, mesquinesa); pero también sucede, aunque con menos frecuencia, con otras consonantes, como la /b/, caso de al c aqrab > alacrà, o la /q/, en alambîq > alambí. A menudo el catalán introduce una /r/ parásita en términos de origen árabe (sindiyyah > sínd[r]ia, sandía; alhabaqah > alfàb[r]ega), y a veces se produce un cambio entre las consonantes árabes /l/ y /r/, que pasan al catalán convertidas en /r/ y /l/, tal como puede verse en gurfah > golfa o gandûr > gandul. El fenómeno, denominado en árabe tafkhîm y que consiste en la tendencia de la vocal /a/ en convertirse en /o/ en entornos velares o labiales, se refleja, a su vez, en xarâb > xarop o en alqawwâdah > alcavota. Sucede lo mismo a partir de los dialectos andalusíes, con el fenómeno llamado imâlah, consistente en la tendencia espontánea del cambio de /a/ por /e/ e incluso por /i/, tal como muestran las series catalanas sâniyyah > sènia, sínia; sâqiyyah > sèquia o síquia o satl > setrill, sitrell.
Finalmente, y ante la continuada pérdida de arabismos que se está dando en todas las lenguas peninsulares, cabe señalar que, si bien el castellano y el galaico portugués hace tiempo que han perdido términos como chafariz y sus variantes jaraíz, zafareche, zafariche y xafariz, el catalán aún conserva safareig como receptáculo con agua para lavar o como habitación donde se ha instalado un safareig o una máquina de lavar ropa. Sin embargo, la profusión de viviendas pequeñas está llevando al término a su desaparición, que ya solo queda como actividad de «cotilleo» de los usuarios de los antiguos lavaderos públicos, es decir, como sinónimo de tafaneig. Así pues, la toponimia catalana muestra también, y de forma muy clara, el reflejo de su pasado islámico.
Referencias
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