Cartas no escritas

Mahmoud Jamal Ahmed Mikdadi

Jordania

Querida mamá,

Espero que estés bien y que sigas observando las barcas, preguntándote cuál de ellas me llevará a mi destino. He conseguido una parte del dinero trabajando en las canteras, cerca del puerto. El resto lo recibí del verdulero. Solía comprar allí durante la hora de descanso para comer. Él se dio cuenta de lo que estaba planeando y me dio el dinero. También me dijo que me perdonaría si no lograba llevar a cabo mi aventura, pero si lo conseguía y me hacía rico, no esperaba que le devolviera la misma suma, sino que transformara su pequeña tienda en un gran centro comercial. Lo dijo entre grandes carcajadas, pero alcancé a verle una lágrima escondida en el fondo del ojo. Y me acordé de ti.

Hice un trato con el propietario de la barca. Insistió en recibir el dinero por adelantado, con el argumento de que tenía un trato con los hombres de la otra orilla. No me gustaba aquel tipo, pero si me retiraba en aquel momento, ya no podría salir adelante. Al amanecer tengo que estar a bordo de la barca. Reza por mí.

Querida mamá,

Quedé sorprendido por lo que vi al amanecer. Quizá tuve suerte porque estaba solo y no tenía a nadie a mi cargo. Pensaba que seríamos muchos. ¡Qué inocente! Me entristecí mucho, mamá. Vi a un hombre mayor con otra mujer que iba con un bebé. No sé si era su esposa o su hija. Tampoco si el bebé era niño o niña. ¿Qué les hizo aventurarse con un bebé como aquel? Si fallecía, no conocería nada mejor; si sobrevivía, nos consideraría unos salvajes.

Había un joven con su hermano adolescente. El joven se me acercó y me dijo que su hermano era un genio. Acababa de completar su sexto año escolar con unas notas excelentes y él estaba dispuesto a hacer todo lo posible para que su hermano pequeño tuviera la oportunidad de cursar el séptimo grado en Alemania. Hablaba muy confiado, convencido de que los alemanes quedarían muy impresionados con las aptitudes de su hermano y, en el futuro, este se convertiría en uno de sus científicos más destacados.

Era extraño, mamá, ver cómo aquel joven depositaba todas sus esperanzas en su hermano pequeño. En cuanto a él, no le importaba llevar una vida ociosa, buscando oportunidades para su hermano. Hasta que se hiciera mayor y se convirtiera en un destacado científico.

Hay una niña que se aferra a su muñeca. Y un hombre mayor que da rápidos golpecitos con su muleta, como si tuviera prisa por ponerse en marcha. ¿Por qué querrán emigrar?

Hay un hombre obeso. Otro le dijo bromeando: «Los peces se van a dar un banquete». Y un borracho, que durante un largo rato estuvo contemplando el mar en calma, al final dijo: «¡Qué tranquila es esta tumba!».

Nos arremolinamos en la barca. Me senté entre el borracho y el hermano pequeño. Cabello desarreglado, cabello peinado. El olor a alcohol, la fragancia de perfume. Sueños frustrados, sueños dignos de convertirse en realidad.

Zarpamos con la plegaria del amanecer, como si lleváramos a cabo un ritual. El mar estaba en calma; nos transportaba sobre su superficie cristalina. Las olas nos concedieron una cierta dignidad, como si se hubieran puesto de acuerdo con los vientos en no molestar nuestro sueño. Pero cuando la tierra desapareció tras de mí, noté un silbido en el corazón. Como si acabara de dejar atrás, por voluntad propia, mis posesiones. Unas posesiones que jamás volvería a recuperar.

Es deprimente cuando el agua es el único elemento que rige los cuatro costados del planeta. El espacio para movernos libremente ocupaba únicamente un par de metros. Una cárcel cuyos muros eran personas que negociaban con la muerte para llevar una vida mejor. El bebé lloraba, y su madre le daba el pecho resguardándose detrás del resto de mujeres, cuyos labios no cesaban de murmurar plegarias. Una fuerte ráfaga de viento arrebató la muñeca de las manos de la niña. Intentó recuperarla, pero le explicaron que se arriesgaba a ahogarse. Si lo hacía, moriría. ¿Acaso entendió la niña el significado de «ahogarse»? ¿Qué idea tenía de la muerte? Observé sus diminutos dedos blandos; de pronto envejecieron al perder la muñeca. Vi la muñeca flotando en el mar, antes de que una ola se la llevara hacia las profundidades. La primera víctima.

De repente, sin previo aviso, la situación cambió. El mar se embraveció, y las olas enfurecidas empezaron a balancear la barca de un lado al otro. Lloros. Gritos. Gemidos. Todo a la vez. El chico joven abrazó a su hermano pequeño. El borracho se arrodilló ante mí. Soltaba tacos para despejarse. El hombre mayor levantó su muleta y gritó: «¡Te está salvando del mar! ¡Se encomienda a Dios!» Al intentar recuperar el rumbo de la barca, divisé la silueta de tierra firme. Allí estaba nuestro Paraíso, enfrente de nosotros. Pero no estábamos seguros de poder alcanzarlo.

Querida mamá,

La mitad de nuestro mar se compadeció de nosotros. Incluso cuando lo desertamos y lo rechazamos. Jamás nos causaría daño. La otra mitad era muy diferente. No le caíamos bien. Le ofendía nuestro olor. No le gustaban nuestros rasgos distintivos, de color, con nuestro sufrimiento y nuestros deseos imposibles. ¡Qué corazón tenía este mar! No se apaciguaba ante las lágrimas de las mujeres ni el llanto de los niños. Nos envió unas olas para lanzarnos hacia la orilla y, al mismo tiempo, preparó a los mensajeros de la muerte para segar nuestras almas. La tierra crecía, pero el mar, cada vez más embravecido, quería volcar nuestra embarcación. Dije al resto de los pasajeros que permanecieran en calma, puesto que estábamos muy cerca de la salvación. Busqué a los que se encontraban en la otra orilla, aquella de la que había hablado el vendedor. No vi a nadie. Me volví hacia él para preguntarle si los había visto, pero me quedé sorprendido al ver, por primera vez, que no se encontraba entre nosotros. Entonces me di cuenta de lo inocente que había sido. Quise descargar la frustración que llevaba dentro con un grito, pero una inmensa ola fue más rápida. Volcó la barca y me vi rodeado de agua. A través de esta pude ver figuras negras. Mis compañeros de viaje. La corriente los arrastraba. La muerte se los llevaba delante de mis ojos. No podía hacer nada para salvarlos. Alargaban las manos en busca de alguien a quien asirse. ¿Te acuerdas de cuando te hablé de un escritor ruso que una vez dijo que, en el momento de la muerte, el hombre ve en los ojos de la mente cosas que van más allá del horror del momento? Eso es exactamente lo que me ocurrió. Al percibir todas aquellas manos, mi mente divagó pensando en Mahmoud Darwiche: «Los que se ahogan extienden una mano para protegerse del ahogamiento». Agarré una mano y la estiré hacia la superficie. Era el hermano pequeño. Una vez en la superficie, preguntó por su hermano. Se echó a llorar al pronunciar su nombre. No era el momento adecuado para consolarlo. Me fui en busca de los demás. A lo lejos, vi al hombre obeso. Poco a poco, el agua lo iba engullendo. Con las manos sujetaba a la niña, como la muñeca que ella también había tenido en las suyas. La elevó por encima de su cabeza, con la esperanza de que el mar tendría bastante con llevárselo a él. Pero fue en vano. Ella también se ahogó. Traté de lidiar con la situación; de no haber sido por las olas que me embestían y el hermano pequeño que se aferraba a mi cuello, tal vez lo hubiera logrado. El bebé había succionado agua de mar. El hombre obeso se estaba convirtiendo en un festín para los peces. Tuve la esperanza de que el borracho encontraría la serenidad en su tumba bajo el mar. Todos se fueron, mamá. Solo el hermano pequeño y yo nos salvamos, y la muleta del viejo. Y la botella del borracho. Dos piedras sepulcrales de aquella sepultura masiva. De pronto, la barca emergió. Tal como suena, mamá. No me creerás si te digo que ya no estaba boca abajo. Pero esta vez estaba vacía. Coloqué al hermanito pequeño en su interior y luego me subí yo. Ahora había espacio, y podía desplazarme libremente en ella. Sin embargo, mi pecho se contrajo, como si la barca se hubiera agachado sobre él. El mar se apaciguó y el niño apoyó su cabeza sobre mi pecho. Observé como nos acercábamos a tierra firme, que cada vez se veía con mayor claridad. Hasta que me dormí.

Querida mamá,

Habíamos llegado. El paraíso al que siempre había aspirado. Pero había un problema. Me encontraba rodeado por una valla eléctrica. Detrás de mí había unos hombres equipados con las armas más modernas. El hermano pequeño me despertó diciéndome, como si no pudiera creerlo: «Tierra, tierra».

Echamos a correr, gritando de alegría, pidiendo ayuda. Nos detuvimos cuando vimos a los hombres y la cerca entre ellos y nosotros. Era más que una cerca de alambre. Lanzaron algo sobre ella y se incendió. Nos dijeron que corríamos el riesgo de electrocutarnos si nos acercábamos. ¿Adónde iríamos, entonces? Incluso la barca que ellos tenían se incendió y quedó hecha polvo. ¿Temían que el hermano pequeño y yo regresáramos a la embarcación? ¿O quizá que sirviera para trasladar a más personas como nosotros? ¿A sus ojos era un hecho delictivo y debían ser ejecutadas? No lo sé. Lo que sí sé es que permanecimos unos días en aquel minúsculo enclave de arena. La electricidad delante de nosotros, y el mar detrás.

La salud del hermano pequeño se deterioró. Empezó a hablar de la muerte y de Dios, y del cielo y el infierno. Preguntó si su hermano estaba en el cielo. Luego se puso a chillar suplicándome que me reuniera con él en el cielo. Como si yo pudiera cumplir ese deseo. Se le secaron los labios. Tenía las mejillas demacradas. Me sujetó la mano con la poca fuerza que le quedaba. Hubiera querido mirar a los hombres, y gritar y llorar: «Por favor, salven al chiquillo. Se está muriendo». Pero no estaban por la labor. No mostraron ninguna reacción, hasta el punto de que llegué a sospechar que fueran robots. Él levantó la cabeza y sonrió. Luego dijo: «Mira. Mi hermano Azzam». Solo entonces supe el nombre de su hermano, pero sigo sin saber cuál era el suyo. Se fue con su hermano y me dejó solo. Le cavé una tumba en la arena. Mientras lo hacía, una mujer pasó por allí con su coche y me vio. Salió y empezó a filmarme.

Querida mamá,

Todo esto no va de personas, sino de leyes y normas. La primera mujer que pasó por ese lugar remoto lo convirtió en un destino para todo el mundo. Vi a la gente apiñándose, cada vez eran más. Mostraban carteles con una foto mía mientras daba sepultura al hermano pequeño. Las cámaras me señalaban desde todas las direcciones. Algunas personas intentaban tirarme comida y bebidas. Desgraciadamente, la cerca electrificada lo quemó todo. Y no obstante me sentí satisfecho. Vítores. Puños en alto. Pero la situación no cambió. Los hombres no permitieron que la gente se acercara más. Les permitieron expresarse libremente, pero les impidieron ofrecer su ayuda. Lo extraño fue que los hombres armados se sumaron a la gente al cabo de unas horas. Protestaban manifestando su rechazo por lo que yo había sufrido. Luego volvieron a su trabajo. ¿Lo ves, mamá? Como te decía, el problema eran las normas y las leyes, pero la gente sueña con vivir en un mundo donde todos seamos felices. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Querida mamá,

La gente se aburrió. Es lo que ocurre en el mundo árabe. Una cuestión de opinión pública: se habla de un asunto durante unos días. Luego a la gente se le olvida, como si nunca hubiera existido. Todo el mundo vuelve a su vida personal, se sumerge en sus problemas. No los critico por ello. Tal es el sufrimiento y dolor de este mundo, que va más allá de la capacidad de las personas para dedicarse plenamente a sus vidas. Tan solo unos días para tranquilizar sus conciencias. Es como si, de ese modo, hubiesen cumplido su deber en relación con esta causa u otra.

Poco a poco, aquel lugar volvió a manos de sus propietarios reales. Los hombres. La cerca electrificada. Las cámaras desaparecieron. La gente se marchó. Los puños en alto bajaron. También los de los hombres. Al terminar su jornada de trabajo regresaron a sus casas, en lugar de quedarse y darme su apoyo.

No es mi intención romperte el corazón, mamá. Pero este es mi final. Estoy seguro de ello. Mis labios están secos. Mis mejillas, demacradas. Y lo que más me entristece: ningún hermano o ser querido me ha precedido en el paraíso. Para venir y llevarme.

Ahora estoy tumbado sobre la arena. Ya no me importa lo que tenga que venir.

Querida mamá,

Me desperté al oír pasos. Miré hacia el mar y vi a mucha gente corriendo una maratón. Venían hacia mí. Cuando llegaron a mi lado, me ayudaron a levantarme y me hicieron correr a su lado. Me situé en la última fila del grupo. La gente me vitoreaba. Algunos se levantaron de sus asientos y vinieron corriendo para abrazarme y besarme. Subí al pódium y recibí la medalla de oro. Y flores. Era como estar en la luna. Pero también me sentía agotado tras la carrera y perdí la conciencia.

 Querida mamá,

Abrí los ojos en el hospital. No podía moverme ni hablar. Quizá era por la anestesia, o por no haber descansado lo suficiente. Oí como el doctor decía a sus colegas: «La electricidad no ha afectado a algunos órganos. Aún los podremos usar».

El otro doctor afirmó con tristeza: «Te rechazan vivo, te aceptan muerto». A decir verdad, no entendí todo lo que dijeron. Esperaré a encontrarme bien y luego les preguntaré.

Querida mamá,

Este hospital es muy extraño. No comprueban el estado de los pacientes. Llevo aquí unos días y nadie ha entrado en mi habitación. Hoy he recuperado la capacidad de moverme y hablar. Pedí que viniera un médico o una enfermera, pero no obtuve respuesta. Abrí la puerta y caminé por el pasillo, que en seguida quedó sumido en la oscuridad. Volví sobre mis pasos hasta la habitación. Encontré lo que había buscado con frecuencia pero en vano. Ahora me hallaba sumido en el mundo de la oscuridad. Era como caminar por un inmenso terreno yermo. La escena se repitió durante días, quizá incluso años. ¿Qué es eso? Mamá, querida mamá. Veo mucho verde a lo lejos; por todas partes hay árboles, flores y agua. Caminaré por allí, mamá, pero espero que reces por mí. Reza para que no encuentre a ningún hombre armado ni cercas electrificadas. Por favor, mamá, reza por mí. Reza por mí.