La espiral de violencia del conflicto sirio recuerda el descenso de Dante al infierno y su paso por los nueve círculos, cada uno más terrible que el anterior. La población siria vivía en el infierno de la tiranía, sometida a un régimen que ha cultivado el miedo y la desconfianza como herramienta de control y que ha dosificado avariciosamente la libertad de su pueblo durante décadas. Gracias a los vientos de cambio que soplaban desde el Occidente árabe, la revolución se extendió por todo el territorio. Todo parecía posible, incluso una cierta apertura hacia la democracia. El segundo círculo infernal se hizo evidente cuando el régimen recurrió a la represión contra las protestas pacíficas, a los francotiradores, las milicias que eliminaban indiscriminadamente a civiles, la detención arbitraria, la tortura, la desaparición. Luego llegó el tercero, la militarización de la revuelta y la escalada bélica.
Era el círculo de la artillería pesada, los tanques, bombardeos aéreos, misiles scud, el fuego cruzado, las líneas del frente en constante movimiento, el desplazamiento masivo de población, sin saber si adonde llega será mañana un lugar seguro. Con el tiempo se hizo realidad la amenaza de la infiltración yihadista en el bando rebelde, el cuarto círculo infernal protagonizado por unos personajes con capacidad militar, con una ideología radical y un afán por imponer una visión de la sociedad y la religión ajena a la realidad siria. Junto con la intervención militar directa de actores externos como Hezbolá, se materializa el quinto círculo del terror, el de la sectarización, en virtud de la cual el combate por la libertad se interpreta como una lucha entre suníes y chiíes, reproduciendo una fractura regional que lleva décadas forjándose y que ha encontrado en Siria terreno fértil donde hacer explosión.
La caída a lo más profundo de ese infierno, el sexto círculo, va acompañada del fracaso de la oposición para forjar una coalición inclusiva y representativa de la población, cuya legitimidad no sea enteramente cuestionada. Las luchas intestinas por la hegemonía, el fracaso para hallar posiciones comunes se ha manifestado de nuevo en mayo en Estambul. Es la maldición de décadas de encapsulamiento y aislamiento de la oposición. Tal fractura ha servido para justificar la casi total inoperancia de la comunidad internacional. No solo eso, la intromisión de los actores regionales e internacionales, cuyo objetivo principal ha sido maximizar los réditos de la revolución a su favor, es el séptimo infierno que condena a la población siria a la guerra, a ser víctimas de un sistema de ayuda humanitaria insuficiente y de unos mecanismos de gestión de conflictos notoriamente ineficaces. La oficina del PNUD en las Naciones Unidas cree que se han rebasado los 94.000 muertos. Hay más de cuatro millones de niños que necesitan ayuda urgente, más de 1,6 millones de refugiados y 4,25 millones de desplazados.
Niños soldados, convertidos en escudos humanos, torturados, niñas casadas a la fuerza a cambio de dinero o seguridad, víctimas del hambre, de las epidemias que se agravan con el calor. Este es el octavo círculo infernal, el drama humano, cuyo futuro si no se actúa puede condenar a todo un pueblo al noveno y más brutal de los infiernos, el de la venganza y la barbarie permanente. A diferencia de la obra de Dante, en Siria no habrá purgatorio ni paraíso. Ni final feliz. El régimen de Bashar al Assad puede resistir, sus aliados le apuntalan sólidamente, y solo una acción internacional consensuada o un cambio drástico en las coordenadas regionales podrían modificar la evolución. La diplomacia internacional no logrará sentar a las partes si no resuelve antes el escollo de negociar con o sin Al Assad en el poder, y la oposición aun no ha decidido si acudir a la ya aplazada conferencia de Ginebra 2. Al Assad podría acabar gobernando un país inexistente, pero aun cuando sofoque la oposición militar, la revolución difícilmente desaparecerá.
Naciones Unidas ha emitido la mayor petición de fondos de su historia: 5.000 millones de dólares. Los países vecinos están al límite de su capacidad de asistencia. Mientras, contemplamos cómo el descenso a los infiernos se acelera y miramos hacia otro lado para evitar la incomodidad de preguntarnos si se podría hacer más.